29 octubre 2009

Manual de Instrucción Cívica/ Sebastián Olaso

Burocracia y Cultura
Manual de Instrucción Cívica


por Sebastián Olaso


(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Carlos Alonso



Tengo una amiga que es profesora de literatura y ejerce en colegios secundarios. Hace unos años, luego de haber dictado un curso en un centro cultural, estuvo luchando para que le dieran el certificado. La gestión no fue fácil: La burocracia del centro cultural demoraba la entrega, y la burocracia de los colegios le daba plazos muy breves. Así que mi amiga se encontró en una encerrona: Luego de haber dictado ese curso, que en teoría le permitiría sumar puntos en su legajo profesional, en la práctica se encontró frente a una experiencia tortuosa. El centro cultural hablaba de tiempos, de firmas y de membretes. Todos estos datos eran conocidos para mi amiga. Su insistencia por apurar la gestión estaba mezclada con un poco de ansiedad. En el centro cultural fueron comprensivos: No se trataba de que ellos se estuvieran demorando, no señor; simplemente, ella era una persona molesta a la que había que neutralizar lo antes posible. Le ofrecieron sacarle el certificado antes de tiempo, en papel sin membrete. La papelería membretada era poca, estaba celosamente custodiada, sólo se utilizaba para casos extraordinarios y luego de pasar por determinados procedimientos. La ansiedad de mi amiga se convirtió en furia: Si no tiene membrete, no me sirve, decía. Entonces, a seguir esperando. Ahora tenía que elevar una nota al ministerio pidiendo que le extendieran el plazo. Algunos decían que iba a tener que viajar a La Plata para elevar la nota como corresponde. Entre idas y vueltas, finalmente le entregaron el certificado sobre la fecha límite. Es decir, me lo entregaron a mí para que yo se lo diera a ella. Cuando lo vio, mi amiga se puso a llorar: el certificado no mencionaba ni la cantidad de horas ni el nivel académico de su curso. Tampoco tenía sello. Volví al centro cultural y pedí que rehicieran el certificado. Ellos fueron elocuentes: Colocarían todos los datos que fueran necesarios, pero sello no. En el centro cultural nadie tiene sello.
Recuerdo haber discutido con mi amiga por el tema del sello. Ella decía que los del centro cultural eran unos improvisados, unos chantas, que las instituciones serias se mandan a hacer un sellito. Yo le decía que una cosa era que la burocracia de los colegios le exigiera un sello y otra cosa era que no tener sello te convirtiera en un chanta. Ella decía que a nadie se le ocurre extender un certificado sin sello, que es una cuestión de sentido común, y remató con un: Si no hay sello, no di el curso. Y ante su reiteración y su enojo hacia mí, comprendí que lo decía sin ironía.
No nos pusimos de acuerdo. Los años de humillación burocrática la habían contagiado. Estaba empezando a convencerse de que es más importante cumplir con todos los requisitos burocráticos, incluido el sello, que haber trabajado. Que la suma de requisitos representa el único modo, para ella misma, de asumir que trabajó.
Las instituciones tienen sus reglas. Algunas son razonables, otras arbitrarias. También tienen sus perversiones. La burocracia es uno de esos extraños casos en que ciertas reglas razonables se aplican de manera disfuncional y en que ciertas reglas arbitrarias se convierten en biblias. Y lo más llamativo es que la disfuncionalidad y los dogmas son contagiosos. Incluso en el campo de la cultura, un área que, a primera vista parecería estar más allá de estas cuestiones.
Y esto me remonta un poco más atrás. Hice la secundaria entre 1981 y 1985. Vi a un alumno elevando una nota para que le permitieran entrar en el colegio con un pulóver no reglamentario. Vi a una profesora reprobando una prueba a una alumna que calzaba zapatillas. Vi a un padre reclamando que le informaran por escrito, con todas las formalidades, el horario de la clase de Educación Física. Vi a una profesora de Instrucción Cívica estigmatizada por no tomar pruebas a los alumnos. Vi a una profesora ocultando su condición de actriz vocacional después de que se le abriera un expediente por haber mencionado a Bertolt Bretch en su clase de Historia. Vi a una profesora de Castellano, ya en 1985, elevando una nota al ministerio para que le permitieran leer en clase la carta a la junta militar de Rodolfo Walsh. Vi la respuesta del ministerio desaconsejando la lectura de la carta, y aconsejando que en una fecha adecuada se leyera en la clase de Instrucción Cívica.
Y si bien nunca olvidé el mal sabor que estos momentos me dejaban en la boca, un sabor que atribuía a las normas de la dictadura o a los errores de una reciente democracia, este tipo de experiencias no dejaron de aparecer.
En 1986 cursé el Ciclo Básico Común en la Universidad de Buenos Aires. Me encontré con colas interminables, con información incompleta o contradictoria, con preguntas administrativas que nadie sabía responder, con horarios egipcios para anotarse y para cursar, con superposición de horarios, con errores atribuidos a las computadoras, con pérdida de documentación, con problemas para saber cuándo, dónde, con qué, a quién, con qué formato, con qué plazo, con qué expectativa. Encontré que el señor A no firmaba el papel X sin el sello de la caja 1, que la caja 1 no sellaba el papel X sin la firma del señor A, que el papel X, una vez firmado y sellado, ya no tenía valor y debía ser reemplazado por el papel Y, que en la ventanilla 2 no encontraban el papel Y y decían que uno, el alumno mareado, debía explicarle al señor A y a la caja 1 que los papeles X e Y eran la misma cosa. Y así vi, también, cómo la universidad fue perdiendo alumnos desconcertados, hartos, furiosos. Entre ellos, yo mismo.
No fui capaz de prever que la década menemista iba a ser tan destructiva. En los 90 parecía una travesura infantil la imagen de la rectora del colegio secundario, bajando el cuello cerrado del pulóver de un compañero de curso para comprobar si tenía puesta la corbata: lo hacía como un juego pero, según parece, estaba obligada a hacerlo. La respuesta del ministerio había sido contundente y me imagino que su sintaxis y su lenguaje habrían dado como resultado un documento que diría más o menos lo siguiente: si el peticionante demuestra de modo adecuado no poseer medios para adquirir un pulóver azul con escote en V, esta autoridad administrativa autoriza la utilización de un pulóver acorde con la higiene y la discreción requeridas para el caso, y exige al peticionante el uso de la corbata reglamentaria, dado que ésta no ha sido mencionada en su petición con sello de la mesa de entrada de fecha ilegible. Es responsabilidad de la máxima autoridad presente en el establecimiento la comprobación diaria de la portación de la corbata mencionada. De acuerdo con el inciso tal, la autoridad deberá aplicar la sanción prevista en el artículo cual en los casos en que el peticionante no cumpla con los requisitos de portación de corbata, dado que ésta debe ser portada en todo momento dentro del establecimiento, independientemente de que una prenda de cuello cerrado impida su visualización.
Ya en los tiempos actuales, los encontronazos con la burocracia pierden casi todo su tinte anecdótico y se vuelven miserables. El presupuesto, los sellos, las firmas autorizadas, las decisiones tomadas en una cama, los puestos cedidos como devolución de favores, entre otras perversiones, hacen que se cierren centros culturales, que se disminuya el movimiento de los centros que siguen en pie, el espacio en los medios, el reconocimiento de las autoridades y, consecuentemente, el de la gente en general. Conseguir una sala para hacer la presentación de un libro exige un papeleo y unos plazos tan absurdos como aterradores. A veces las cosas son más sencillas: en esos casos, las gestiones internas se hacen con gente que valora el esfuerzo y sabe a manos de quién tiene que llegar la petición, a manos de quién no tiene que llegar. El burócrata de turno, en cuanto se entera, quiere hacer valer su poder, cajonea los papeles, exige más sellos, más plazos, más expedientes, pide antecedentes de cada peticionante. Y llegamos a la conclusión de que sólo autorizaría el uso de la sala si se lo piden Borges y Sarmiento juntos (siempre y cuando acepten y logren esperar todo el tiempo y conseguir todos los sellos que el burócrata considere necesarios para aplacar su voracidad de poder, su soberbia o su bajísima autoestima). Otras opciones son jugar al golf con el burócrata, regalarle habanos, meterse en su cama, preguntarle por sus viajes o descubrir si le gustan los perros. Parece mentira, pero sólo se trata de una perversión. De una perversión muy real: Contando anécdotas acerca de perros es posible conseguir un auditorio para hacer un acto de entrega de premios literarios.
En ese punto, tengo que reconocer que hoy, al menos, comprendo las lágrimas de mi amiga por la falta de un sello. Alguien que está inserto en esa vorágine no puede tomar distancia. No de manera automática. Si no estamos atentos, creemos que es lógico seducir al burócrata para que la cultura deje de ser pisoteada.

Por Sebastián Olaso. Poeta

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