10 julio 2009

Horacio González/El ciclo criollista de Hugo del Carril

El ciclo criollista de Hugo del Carril: la gran marcha

Por Horacio González

(para La Tecl@ Eñe)

Voy a hablar, hacia el final, de un suceso de actualidad vinculado a la famosa marcha que Hugo del Carril cantó en tono marcial hacia 1949. Pero en primer lugar –porque tiene mucho que ver con este asunto- deseo recordar brevemente la fundamental contribución que H. del C. hizo al cine argentino, que no necesariamente tenía devotos y memoriosos ya hacia los años 80 de la pasada centuria, excepto una porción menuda de oficiantes de la rememoración del arte nacional colectivo.
Hacia esos años, la televisión brasileña, en un programa fundamental de Glauber Rocha titulado Apertura, pasaba una entrevista a H. del C. en su isla del Tigre, en su criadero de nutrias. El ojo profundo del gran cineasta del Brasil, siempre traspasando límites y trabajando en el umbral de la desmesura, sabía ver en el cantor y cineasta argentino lo que para muchos ya era materia de olvido.
Pues bien, Hugo del Carril estuvo en el cine “antes”, “durante” y “después” de Gardel. Quién fuera declarado en muchas oportunidades el heredero del cantante nacional arquetípico, fue el rostro y la figura del destino gardeliano en el cine, mucho más consistente que lo que nos dejaran las películas del propio Gardel. En el film El último payador, de Homero Manzi y Ralph Papier, H. del C. protagoniza a José Betinotti, presentado como el payador cuya muerte en l914 deja paso definitivamente al cantor de tangos – precisamente a Gardel-; también había encarnado al propio Gardel en una reconstrucción de su vida, hacia fines de los años 30; y luego, en La calesita, dirigida por el propio Hugo del Carril, podemos apreciar las melancólicas reflexiones de un hombre en el cenit de su vida, que de alguna manera representan un juicio sobre la historia argentina a la manera de un post-gardelismo.
En efecto, si pudiéramos valorar la obra de Hugo del Carril a través de La calesita, veríamos que en la biografía de padre e hijo (los dos encarnados por H del C.), hay una sucinta historia nacional no despojada de capricho pero tampoco de interés. Un baqueano de los fortines del ejército nacional hacia los ’80 del siglo XIX, decide largarse a una vida en soledad, pero de inmediato aparece la querella amorosa, que en toda la cinematografía argentina y desde luego en la de H. del C., está tratada desde el punto de vista de una épica amorosa y desde una visión juglaresca del honor. Son tiernamente magníficas las escenas de las charreteras de sargento con las que la mujer cuartelera intenta conquistarlo y esas mismas insignias que se hacen innecesarias cuando la conquista procede de la iniciativa del bardo seductor, cantando bajo la ventana de la doncella.
Estas liturgias de amor cortesano, que empalman con la poética gauchesca de subordinación y homenaje a la hidalga aprisionada (en verdad, una mujer de clase rústica ennoblecida por su seducción amorosa), se entrelazan en todo el ciclo criollo de H. del C. con el relato maestro de la cuestión social y nacional. En La calesita, el poeta-tropero-payador se confunde con las huestes radicales de boina blanca (de paso: es impresionante ver a Hugo del Carril actuando con ese atavío) y revelando su heroísmo, es muerto en las propias escalinatas del atrio donde iba a votar.
Su hijo también será cantor-juglar, pero fracasa ante otras ventanas aunque con la misma canción que entonara su padre a su dama. Es que ahora, Sara, profesa la fe judía, y será su padre Marcos, no ella, es el que salga de la casa para decirle al trovador que la pretende que hay cosas más altas que el amor, como las barreras religiosas que impiden el casamiento de un criollo con la niña judía. Algo queda en la íntima desazón del cantor criollo enamorado, por lo que un tiempo después, llevado por un “ramalazo de locura (así lo dice, pues es el calesitero H. del C. ya maduro el que rememora esta terrible historia sentimental y política) participa en un ataque a una sinagoga, en cuyas escalinatas muerte el padre de Sara.



No había sido el fustazo de H. del C. el causante de la muerte, pero ambos se miran en el momento final. Sin duda, el guionista (Rodolfo Taboada) estaba evocando la Liga Patriótica de los años ’30 a partir de los dilemas de los años sesenta (La calesita se filma en 1962, mientras en las calles de Buenos Aires hay expresiones antisemitas). Difícil tema en boca de un calesitero, que luego contará como tuvo lugar la reparación. Sucedió en una partida de naipes, donde unos pelafustanes le dicen a Sara “la rusita”, y “moishe” a su marido, el que había logrado desposarla a pesar de los esfuerzos del calesitero. El personaje de H. del C. sale al ruedo enfrentando al criollo pendenciero y antisemita. Hugo está desarmado, y ofrece su pecho al bravucón que resulta un cobarde. Le arrebata el revólver y de un bofetón lo manda al suelo, con tal mala suerte que el provocador se desnuca. Hugo va preso, pero tuvo su escena reinvidicativa, su autoreparación. Sara lo visita en la cárcel, pero ese amor no puede ser.
Los tiempos de La calesita están sometidos a un ida y vuelta entre el presente apaciguado y nostálgico –es una calesita de barrio, con matronas años sesenta que llevan su traviesos polluelos con los que Hugo ensaya su misteriosa y veterana tolerancia- y un pasado tormentoso, en la vida del calesitero y en la del país. A la salida de la cárcel, Hugo probará suerte en el comité conservador de su padrino (quién había sido también pretendiente de su madre, y leal adversario derrotado en el duelo amoroso) y será ese viejo rival de su padre el que lo proteja en sus póstumas andanzas. La gran crónica de Hugo del Carril y que permite entretejer su vida a su ficción de cantante de la estirpe nacional-criolla, es la que sigue el rastro del honor. El honor es un sucedáneo del “crisol de razas” y permite dar la batalla o el duelo con armas leales, que al par que levantan la condición de verdad en el coraje, saben reconocer lealmente la derrota en las armas o en el amor.
H. del C. forjó esa ética perseverante, anti-burguesa, en su carrera de cantor y en el cine que de veras hizo. Su biografía está tanto en sus oficios payadorescos como en las melancolías y heroísmos con los que en el cine quiso fijar una estirpe nacional, democrática e integradora. Por eso, poner el legado criollista frente a las culturas de otros pueblos inmigatorios era un cuestión de honor. Es el honor lo que impide acudir a lo que sería nuestra primer manifestación de identidad, espontánea y acaso ciega. Por honor, y luego por razón, y quizás luego por amor, reconocemos en lo que no nos es familiar, la voz de lo que en algún otro momento seremos. Estas reflexiones permite un film que parecería contener apenas una apelación a la nostalgia y el pintoresquismo.
En La calesita, cuando Hugo sale de la cárcel deben ser los años 40. El aire mítico del tratamiento cinematográfico es ingenuo, pero visto hoy, adquiere una extraña fuerza. Las técnicas de fundido y esfumado de aquél cine, se nos presentan hoy como tiernas invenciones técnicas que dejan al relato mucho más engarzado a sus metáforas montaje, ajenas a las actuales prisiones efectistas que suelen solicitar los actos de la memoria con un frenesí tecnológico. En esos años 40, entre tangos, cabarets y riñas de gallo, en medio de atmósferas porteñas legendarias, con estafas malignas y amores fracasados, termina la historia del calesitero Hugo del Carril, que le habla a la cámara y llama “relación” a su reminiscencia oral acriollada.
En una escena, en las inmediaciones de la calesita –época actual, años sesenta, épocas pos peronistas, pos gardelianas-, dos personas se acusan mutuamente de que los partidos políticos de sus amores, habían hundido el país. “Fue el tuyo”, dice uno, “no, fue el tuyo”, responde el otro. A esa discusión, el calesitero la considera absecada, y medita que hay que trascender la política, que no que hay que ocuparse de ella pues lleva al juego falso de la mutua recriminación, que lo importante está en otro lado. ¿En dónde? Quizás en los amores perdidos, aunque si lo son, tampoco se tornan reparadores. Quizás en el tiempo nostálgico y en el extravío de los deseos, que de alguna manera son las materias mustias sobre la que tejen los tangos, y quizás en el ejercicio del recuerdo a propósito de esos enfrentamientos que –según el calesitero H. del C.-, “no llevaban a nada”.
Lo cierto es que el calesitero había sido radical y luego conservador, brevemente antisemita y luego purgando ese desvarío momentáneo, paladín de una justicia personal, meditada en la serenidad de su ocaso. El peronismo no contaba; aquel diálogo de los vecinos respecto a los partidos habían hundido el país mostraba un despecho y un descompromiso. Hugo del Carril podía no haber manifestado eso –el calesitero lo dice, pero es H. del C. el que habla pos gardelianamente-, pero lo dice. Los tiempos de Gardel habían terminado y en su balance personal, el país de los radicales y conservadores había fracasado y quizás, mucho más fallaría el conflicto de peronistas y antiperonistas que le seguía.
El ciclo criollo desde la finalización de la campaña del desierto hasta la caída del peronismo, que Hugo del Carril representa como pocos en la poética popular modernista, se superpone al gardelismo y lo culmina en una rara manifestación de abandono de lo político (las dos muertes en el atrio, la del padre militante radical y la del padre judío de su perdido amor, así se lo aconsejan), abandono que al mismo tiempo es una confirmación de la base melancólica y condescendiente del tango o de la milonga. El tropero, el guapo, el cuchillero borgiano, incluso el huelguista (Pascual Contursi lo es en El último payador, hasta que el tango lo contiene) se refugian en la pacífica figura del calesitero, con su cansado matungo, anacrónico frente a sus desvencijados caballitos y encarcelado por sus recuerdos, pero de ellos surge una promesa extraña de emancipación respecto a la víscera fatal de la confrontación argentina. Para H. del C., tiempos pos gardelianos.
Sin embargo, él había dado una versión del peronismo que parecía canónica, la más adecuada para comprenderlo. En Las aguas bajan turbias, de 1953, nunca se menciona este movimiento político, pero su tema es el fin de la humillación y la opresión. Para decirlo, Hugo del Carril, actuando y dirigiendo un film fundamental en la cinematografía argentina, intenta llegar al núcleo profundo de la deshonra humana, el trato a los hombres como carne explotada, desechable. Los yerbatales de Formosa y Misiones son la escena propicia de este desmantelamiento humano, los mensú son reclutados con engaños y se los conduce a una atroz prisión laboral que recuerda los campos de concentración, sometidos por el látigo y el ultraje.
Precisamente, una de las escenas de flagelamiento de un mensú se encuentra entre las más recordables elaboraciones de la cinematografía nacional. Un mensú insiste en que recogió ocho quilos de yerba y el de la balanza le dice que son siete, método habitual de estafar el trabajo de los yerbateros. Mientras va cayendo bajo la acción del látigo, exclama cada vez más agónicamente, que eran ocho, ocho. Hasta que cesa el asombroso contrapunto entre látigo y ocho, en un lamento de la verdad laboral del martirizado dialogando con la cantidad de quilos burlada por el azote. Ese diálogo, que es feroz, es puro cine, hallazgo de H. del C. y su guionista Borrás, pero su raíz entera está en la novela de Alfredo Varela, El río oscuro. El novelista Alfredo Varela –la historia es muy conocida-, retomaba en su literatura ciertos aires quiroguianos y Juan Carlos Portantiero, tempranamente lo quiso ver como un literato gramsciano. Varela era un militante comunista que se hallaba preso en la cárcel de Devoto. Hacia allí concurre en 1951 Hugo del Carril para afinar el guión de la película. Por imposición de Apold, que también desconfiará de Hugo del Carril, no figura en el film el nombre de Varela.
No es posible pasar por alto la escena de la violación –y todo su planteo previo- y la situación que se produce con el padre ciego de la muchacha en el momento en que en el rancho se da el encuentro entre los dos hombres que mantienen la cifra arquetípica de la confrontación: el capanga brutalizador y el personaje que sostiene H. del C., adalid involuntario de la revuelta, pues, y en esto el film es perfecto, actúa por amor aunque la reivindicación pasional se fundirá con el cese de la época de la vergüenza humana. Son momentos gloriosos del cine argentino. Se había encontrado allí la pepita de oro de la narración epopéyica, la fusión del amor cortés –pero en un clima de campesinos explotados- y la recuperación de la raíz humana en el seno de la redención del trabajo, dónde la acción insurgente surge del corazón absorto que se descubre repentinamente hechizado: “no me había dado cuenta que eras tan hermosa”, dice el personaje de H. del C. a la doncella campesina, invirtiendo el piropo a primera vista y mostrando que estaba absorto en el clima de vilipendio social antes que lo despertara ese llamado de la belleza femenina en medio de la maleza.
Sutilezas de una historia de las que muy de tanto en tanto pueden verse ahora. Lo cierto es que haber llegado al núcleo de la miseria humana, con sus verdugos y sus redentores, le daba al film un aire mucho más bíblico que si hubiera sido construído con el vocabulario de palabras políticas de la hora. Ciertamente, se emplea un recurso al antes y el después, pues la película se abre con un Río Paraná en los años ’50, progresista y prometedor, y luego se muestra ese pasado que “afortunadamente quedaba atrás”. Pero el método no consigue ser definitivamente tranquilizador. Primero, porque lo que cuenta no es una dudosa reparación de un presente sin pesadilla, sino el efectivo relato que vemos, que no es sino un teatro universal de la infamia y la explotación. Luego, porque el lugar en que H. del C. prefería colocar la rememoración es un presente con pena pero ya escampado, como en La calesita.
Por eso si vemos Las aguas bajan turbias a la luz de La calesita –la primera, sin duda, un joya despareja pero vibrante; la segunda un film que parece imperfecto, y lo es, pero trasunta sorprendente emotividad- comprobamos que la ignominia del hombre solo produce un ámbito posterior de consuelo en el recuerdo, una reconciliación personal en el estoicismo ya maduro, antes que una ofrenda social de justicia que por ventura un gobierno sistematiza.
Las aguas bajan turbias fue premiada en el festival de Cannes de 1953, y el film quedó en la memoria nacional. Y aún quienes no lo vieron –siendo así, es recomendable que se remedie con urgencia un vacío injustificable- pueden reconocer en el halo de su mero título, el perfume agrio del sufrimiento como base de un relato originario, primordial. Desde luego, hay un momento en que se habla del sindicato que allá en Posadas surge para evitar la indignidad del trabajo, y más cierto aún que la pareja vengadora que consigue huir con su hijo por nacer, encarna el estado puro de la promesa concreta, histórica, palpable. Pero nada de eso suena a propaganda o a concesión política, sino al contrario, son los datos augurales de lo que el cine puede decir cuando reconstruye los actos del infortunio entre los hombres y a un tiempo alberga elementos de historicidad confiada, no innecesarios aunque exteriores a la esencia del relato.
Hugo del Carril filmó un poco antes La Quintrala, vieja leyenda del Chile colonial, también con el auxilio del guionista Borrás. Hay también latigazos, autoflagelación en medio de imágenes sórdidas, nocturnales. Raro film, de fundamentos góticos, tomando casi con simpatía el caso de una mujer poseída en un medio monacal y pacatamente jerárquico, que asesina a sus amantes y a su padre. Arrebatada por un misticismo agónico que representa mejor ella que los monjes que intentan contenerla, esa mujer, la Quintrala, paga un precio demonológico, de sangre y perjurio, por el acceso a su libertad. Con recursos que hoy parecen inocentes- pero que vistos de otro modo, resaltan el diáfano método con el que el cine convoca a la imaginación en una época en la que su forma no asfixia su sentido-, La Quintrala puede ser uno de esos grandes envíos folletinescos que perduran en el cine para públicos aprisionados en distintas formas de iniquidad y desazón cotidiana.
Hugo del Carril tuvo predilección por héroes que los sistemas opresivos rechazan, pero son héroes precisamente forjados en las entrañas de esa opresión, para combatirla. Con la Quintrala encuentra una heroína del amor, que devora a sus amantes y está sometida por los demonios de la pasión convertidos en mensaje mortífero. En el límite del interés de H. del C. por la rebelión, la de la Quintrala –con una recordable actuación de Ana María Lynch-, representa la intolerable situación de querer emanciparse acudiendo al ejercicio del mal y destruyendo los vínculos amorosos falazmente creados. Tema riesgoso para el horizonte de época, sostenido con altura y con un sutil empalme hacia la invitación a pensar, con las armas del folletín de los herejes, los caminos oscuros del libre albedrío.
En Las aguas bajan turbias Hugo del Carril lograría el total dominio de ese sentido del cine, con un tema social que el mismo tiempo era lo mejor que conseguía la cinematografía argentina vinculada a la atmósfera política del momento. Pero la trascendía notablemente al poner el significado de la política en el núcleo profundo que irradia el ser emancipado. Justamente, esos latigazos que filmados horadan la conciencia y que del seno del mal intentan extraer, con las armas técnicas del cine, una cuota moral de liberación. El cine de Hugo del Carril es moral porque se basa en mostrar las imágenes del ludibrio para rescatar la dignidad a partir del mismo despojo del mal. Intentó este juego de filosofía moral cinematográfica arriesgándose a no ser comprendido. No significaba apenas lo que se heredaba de Gardel, aunque eso, lo sabemos, no era poco. Hugo del Carril venía con un desafiante pos gardelismo, con la la manera rememorativa del criollismo lírico, a la Manzi, para juzgar el ciclo social argentino, con sus desgarramientos y sus legados musicales.
Es vastamente conocida la grabación de Los muchachos peronistas por Hugo del Carril, en 1949, editada por RCA Víctor. De las muchas investigaciones realizadas sobre esta pieza fundamental del folklore político nacional –y debemos mencionar en primer lugar el magnífico trabajo del recordado Julio Nudler publicado en fascículos por Página/12- surgen las fuentes carnavalescas, folletinescas, burlescas, jacobinas y también marciales de este gran himno de los plebeyos, que recuerda vaporosamente a La marsellesa. Las versión de Hugo del Carril tiene timbres egregios, estatales. Pero nunca pierde su verdadero aire escénico, la plaza pública y el trabajo anónimo de las multitudes. La voz, sin duda, es una textura única para cada individuo, y de por sí ya sugiere lo que habita de arte en todo ser humano. La voz de Hugo del Carril, despojada de intimismo en la versión de la marchita, no impide tomar a ésta como fuente de múltiples reinterpretaciones. Sin duda, la fijación que se produce en su voz no cierra la historia sino que se convierte en una de las tantas posibilidades de la inacabable creación anónima.
No es materia de derecho de autor, concepto que resulta aquí opresivo. El látigo del opresor, filmado en Las aguas bajan turbias, revela lo que en verdad quiso decir Hugo del Carril. Los autores de la historia, los verdaderos sujetos juglarescos y comprometidos –y también buscando esperanzados arraigos, infinitamente postergados, como en Horacio Quiroga- estaban signados por los cuerpos sempiternos que recibían los lonjazos. Mucho de eso se percibe en el pliegue más secreto de esos énfasis gallardos con los que H. del C. había entonado su homenaje a uno de los hilos conductores de la historia contemporánea del país, esa burla, credo y vindicta de los pueblos, que en su marcha atraviesan innúmeros nombres e incesantes identidades.

Horacio González

Aclaración de Darío Nudler, sobre error en artículo de Horacio González

Estimado Conrado:

Lo molesto simplemente para salvar un error en el artículo de Horacio González "El ciclo criollista de Hugo del Carril: la gran marcha", publicado en su blog con fecha 10 de julio de 2009. Allí dice González: "Es vastamente conocida la grabación de Los muchachos peronistas por Hugo del Carril, en 1949, editada por RCA Víctor. De las muchas investigaciones realizadas sobre esta pieza fundamental del folklore político nacional –y debemos mencionar en primer lugar el magnífico trabajo del recordado Julio Nudler publicado en fascículos por Página/12- surgen las fuentes carnavalescas, folletinescas, burlescas, jacobinas y también marciales de este gran himno de los plebeyos...

" La colección "La Marcha: Los Muchachos Peronistas" que dirigió mi padre (http://www.lamarchaperonista.com.ar/home/) no fue publicada por Página/12 ni contó con apoyo logístico u económico del diario. A mi madre -Hilda Cabrera, quien notó el error- y a mí nos gustaría que se aclare en el mismo párrafo como nota del editor, si es posible.

Agradezco su atención

Darío Nudler