17 diciembre 2009

Ya nadie podrá reirse de un cadáver / Shila Vilker

La Nueva Era: Ya nadie podrá reírse de un cadáver

Por Shila Vilker*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Aimée Zito Lema

La inseguridad, cada vez más, empieza a revelarse como un problema que trasciende las fronteras vinculadas estrictamente al delito. Acordamos en ver en este proceso un fenómeno global; sin embargo, nos gustaría destacar algunas de sus particularidades locales.



La desaparición de las revistas policiales más truculentas, hacia fines de los años noventa –y la simultánea sustitución por una nueva leyenda urbana del crimen-, tal vez pueda inscribirse en una serie de fenómenos vinculados al nuevo carácter de la violencia social; serie que parece ser mundial: la de la “inseguridad” como flagelo constante en las sociedades contemporáneas.
Esta transformación que sufren todas las grandes urbes del planeta no nos es tampoco ajena, mucho menos en el marco del abandónico Estado neoliberal. La sospecha que recae sobre la ciudad como espacio pernicioso no constituye ninguna novedad, de hecho la ciudad ha sido siempre sospechada como espacio de riesgo.
Sin embargo, ahora nos encontramos frente a un fenómeno de nueva dimensión y modalidad; se trata de un proceso que señala –cuando no “obliga”- una nueva redistribución de las viviendas, las trayectorias, y a un nuevo trazado de los valores ciudadanos, es decir, se troca la economía de circulación y valorización urbana. La inseguridad es, en este sentido, un fenómenos de fuerte transvaloración del delito urbano y de las relaciones interpersonales en los espacios públicos.

Ya algunos años antes de que nosotros enfrentásemos nuestro “flagelo de la inseguridad”, Estados Unidos -salvando las diferencias- contaba con una larga experiencia de crimen urbano y alta sensación térmica de inseguridad. Este nuevo mal-interno conformaba y sigue conformando una tendencia mundial y globalizada de experiencias urbanas. En tal sentido es posible preguntarse si la inseguridad es un fenómeno de carácter global. Y lo es, en tanto y en cuanto, la inseguridad es el proceso de nominación de la nueva marginalidad.
Nuestras sociedades posindustriales se han vuelto dramáticamente expulsivas. La sociedad excluyente propone un planteo de achique social, en la que la participación y el acceso a los bienes sociales por las vías legítimas se va tornando imposible para un grupo numeroso de personas. Es este proceso de exclusión activa y constante lo que nombra la inseguridad; pues la inseguridad es la miseria vuelta contra los que aún permanecen integrados. Es, más aún, el proceso de informalización general de los ámbitos estructurantes de nuestra cotidianidad: trabajo, estudios, familia.
Marvin Harris, unos años atrás, se preguntaba por qué había miedo en las calles de las principales ciudades de Estados Unidos analizando una serie de encuestas que mostraban que más de una quinta parte de los habitantes se sienten “muy inseguros”. Harris afirmaba que las estadísticas no pueden medir el impacto del delito violento en nuestras vidas: Nadie sabe cuántas personas se han mudado a zonas residenciales de los suburbios con el fin primordial de huir de vecindarios azotados por la delincuencia. Y resulta imposible enumerar todas las cosas que hacemos a diario para protegernos de atracadores, violadores y otros criminales.
Por supuesto que todos estos actos están rodeados y motivados por una extrema sensibilidad ante la amenaza que encarna el otro, y se convierten en una fuerte carga psicológica y física, que puede observase simplemente si tomamos en cuenta todos los cerrojos y pestillos de seguridad con los que hay que lidiar cada día, las mirillas por las que hay que mirar, los espejos y monitores de televisión en vestíbulos y ascensores en los que hay que fijarse, entre otro sin fin de actividades destinadas al monitoreo y protección frente al delito.

Ahora bien, si se trata de pensar el crecimiento del delito y del delito violento, debemos tener en cuenta las condiciones de vida de aquellos que encarnan la amenaza. Para Harris, el diferencial que explica este fatal crecimiento se ancla en el hecho de que Norteamérica ha desarrollado una particular subclase racial, compuesta por millones de negros e hispanos pobres que viven en ghettos del centro de la ciudad, lo que brinda tanto el motivo como la oportunidad para la conducta delictiva violenta. Al respecto sostiene Harrris que el crecimiento de estos ghettos coincide con el aumento en los índices de delincuencia urbana. Profundizando su tesis, afirmará Harris que no es la raza, sino la pobreza desesperada y el desempleo crónico lo que proporciona la clave para explicar la concentración y el alto índice delictivo producido.
Del mismo modo, en nuestras grandes ciudades, para amplias franjas de la población, en particular los sectores más jóvenes –que son quienes padecen el mayor impacto del proceso general de informalización del mundo laboral y la precarización general de las condiciones de vida-, se perfila el fracaso como una condena para toda su madurez y como una sentencia a miseria perpetua. Estos jóvenes urbanos tienen tanto la oportunidad como el motivo para cometer delitos violentos. Podríamos pensar que se trata de una opción racional, ya que en estas condiciones, los beneficios de la conducta delictiva compensan ampliamente los riesgos de ser detenido y enviado a la cárcel ante un horizonte vital que tiende a aplanarse.

La inseguridad, cada vez más, empieza a revelarse como un problema que trasciende las fronteras vinculadas estrictamente al delito. Acordamos en ver en este proceso un fenómeno global; sin embargo, nos gustaría destacar algunas, y sólo algunas, de sus particularidades locales.
Hacia finales de 1996, cuando apareció por primera vez la chapa “inseguridad” en los matutinos de mayor circulación, no resultaba fácil vincular inseguridad y delito. Cuando se indagaba sobre el crimen y el delito urbano difícilmente los entrevistados respondían pensando el fenómeno desde la perspectiva securitaria; más aún, había que explicar –a lo largo de aquellos últimos años de la década del 90-, el concepto de inseguridad.
El concepto de inseguridad, de a poco, fue construyendo una sensibilidad y una valoración determinada en torno del delito. En líneas gruesas, su alcance conceptual ha permanecido relativamente estable; no obstante, a lo largo de estos años, se pueden trazar algunos puntos de inflexión en sus significaciones.
En primer lugar, cabe advertir que la perspectiva genealógica permite remontarse a una relación de fuerzas originaria, en la cual se puede advertir de manera aún no encubierta y directa la significación originaria de nuestros conceptos. En tal sentido, es posible mostrar cómo la inquietud generalizada por la inseguridad surge del mismo proceso con que las reformas del Estado, la economía y el mundo del trabajo fueron produciendo una sociedad escindida entre incluidos y excluidos.
Al detenerse en las condiciones sociales de la gestación del problema y en el modo de sus sucesivas articulaciones, es posible señalar que la inseguridad era el modo en que comenzaba a procesarse la miseria y la exclusión social. El proceso activo de exclusión social, durante aquellos años no se vio acompañado de un discurso claro y distinto; procedió, si se quiere, pragmáticamente, por fuera del discurso; en su lugar, la nueva miseria tuvo expresión de una forma compleja y distinta, bajo la forma de inseguridad.
En un segundo momento, la matriz securitaria se va consolidando. Esto es, la inseguridad impacta sobre las formas en que percibimos el mundo. La inseguridad se vuelve un ambiente. En tanto tal, es posible decir de ella que se vuelve lente de aumento a través del cual observamos otros fenómenos sociales (la economía, la política, los espacios de esparcimiento, los alimentos, etc.).
En este devenir, el 2004 marca. asimismo un punto de no retorno. Aparece una voz en escena que da carnadura a todos los miedos, la de Blumberg. A partir de entonces la inseguridad se yergue como horizonte experiencial y en tanto tal transformará los modos de hacer experiencia. Desde entonces, ya no será posible procesar el crimen a través de la jocosidad truculenta ni de los valores de la fuerza física ni de la lógica del suceso grotesco. En la nueva era, ya nadie podrá reírse de un cadáver.
*Shila Vilker, Licenciada en Ciencias de la Comunicación, docente e investigadora UBA.

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