15 marzo 2010

Sorrentino Fernando/ El señor Andrés / Cuento

Fernando Sorrentino
El señor Andrés*

Ilustración: Aoife Spinosa

Cuando en el servicio militar me dieron de baja, tenía sellada y firmada la libreta de enrolamiento pero no tenía trabajo. Después de algunas inútiles peregrinaciones con el diario —plegado en la sección de avisos clasificados— bajo el brazo, me decidí a visitar al señor Olivieri. Este señor es —o, al menos, lo era entonces— martillero público y ex concejal municipal. La primera condición se traduce en una oficina con vidrieras llenas de ofertas de compra y venta de casas, terrenos y departamentos; de la segunda ha heredado una serie de relaciones influyentes, legado que administra con sabiduría. En los alrededores de las calles Cabrera y Carranza casi no hay vecino que no le deba algún favor: los inservibles, empleos; los miopes, licencias de conductor; los quinieleros, la rápida instalación del teléfono. Estos deudores están sin excepción afiliados al Partido del Progreso y, cuando se realizan elecciones internas, votan por los candidatos de la facción del ex concejal. Ir a ver al señor Olivieri no me quitaba un ápice de independencia —esa independencia que ha regido mi vida—, pues, en las elecciones nacionales, yo votaba precisamente en favor del Partido Progresista, cuya plataforma electoral, como es fama, se opone en un todo a la del Partido del Progreso.

El señor Olivieri me reconoció, me trató paternalmente y me habló adueñándose de ese tono gauchesco que los directores del cinematógrafo atribuyen a los dirigentes políticos. Le expuse mi problema. El señor Olivieri me pareció súbitamente empequeñecido. Él, otrora tan poderoso, no podía ahora conseguirme un empleo.


—La situación está difícil —repetía—. No se mueve una hoja.


Ignoro el sentido de esta metáfora, pero me llamó la atención que la contradijera jugueteando con una montaña de hojas de papel que tenía sobre el escritorio. Estaba abrumado; su fisonomía era la de quien había conocido épocas más felices.


—Lo siento por vos, muchacho —decía—. Justamente con vos…, no poder darte una manito…
Abrió y cerró varias veces los cajones del escritorio, como si en ellos pudiera encontrar la solución. Sus manos pecosas recorrían en saltitos el cristal de la mesa. De pronto se detuvieron.


—Mirá —dijo, como optando por una alternativa hacia la que sintiera un fuerte escrúpulo—, te voy a dar un teléfono para que llamés de parte mía. Preguntá por el señor Andrés y decile que necesitás un empleo.


Escribió algo en un papelito y me lo tendió. Entonces sonó la campanilla del teléfono. Antes de atender me estrechó fugazmente la mano y dijo:


—Que tengás suerte, muchacho.


La manera con que tomó el tubo e hizo girar su sillón me indicó que debía retirarme.


Me fui caminando por el cordón de la vereda, que es lo que hago cuando necesito meditar. Seguía hallándome sin empleo, pero guardaba una tarjeta en el bolsillo. Pensé si este señor Andrés (¿sería nombre o apellido?) no me daría una tarjeta para otro señor y así hasta completar un círculo que se cerraría nuevamente en el señor Olivieri, tal como sucede en un cuento de Eduardo Wilde. Me causaba cierto temor llamar a ese anónimo señor Andrés. No era lo mismo que tratar con el señor Olivieri. Yo a éste lo conocía, votaba por su facción, muchas veces repartí publicidad de sus candidatos. Y, así y todo, mucho me había costado decidirme a hablarle. Yo soy muy orgulloso. Me lastima pedir favores. La idea de independencia rige mi vida.


Durante una semana más continué ambulando infructuosamente con el diario bajo el brazo. Los hipotéticos empleadores requerían condiciones extrañas: unos pretendían que supiese inglés; otros, contabilidad; otros, que poseyera título secundario (aunque cursé todo el bachillerato, todavía tengo pendiente el examen de química).


Por fin, después de unas últimas vacilaciones y viendo que por mis propios medios no lograba conseguir ni el más modesto de los empleos, me resolví a llamar al señor Andrés. Fui atendido por una voz correcta y femenina. En el instante de hablar, sentí una súbita vergüenza y corté la comunicación. En seguida pensé que había cometido una tontería. Con aparentes bromas telefónicas sólo conseguiría predisponer en mi contra al señor Andrés. Dejé pasar una media hora para que no se sospechara que era yo quien había llamado antes y volví a marcar el número del señor Andrés. Me atendió nuevamente la misma voz; al final de cada frase me decía señor. Esto aumentó mi malestar. Aquella voz llamaba señor a un pobre muchacho que ni siquiera tenía empleo. El escudo que suponía el teléfono me eximió de ruborizarme. Yo soy muy orgulloso y percibo claramente cuándo no hay correspondencia entre las palabras y los hechos.


La secretaria —sin duda, era la secretaria— me dijo que el señor Andrés no se encontraba en Buenos Aires y me preguntó mi nombre para dejarle un mensaje (así dijo: mensaje; y yo, estúpidamente, pensé en palomas). Esta bifurcación complicaba las cosas. Es muy difícil solicitar algo a un desconocido y, por añadidura, mediante un mensaje. Atiné a decirle que hablaba de parte del señor Olivieri y que llamaría unos días después.


—Como guste, señor —respondió, y me pareció que había recriminación en su voz.


Pensé que acaso había herido los sentimientos de la secretaria al no aceptar su mediación para transmitir el mensaje. Dejé pasar ocho días (no me pareció correcto llamar exactamente una semana más tarde) y volví a telefonear. El señor Andrés había regresado el día anterior pero acababa de marcharse, ahora a Rosario (yo no sabía dónde había estado antes). La secretaria, sin apremiarme, me instó a dejar en sus manos el mensaje. Hiriendo doblemente sus sentimientos, le dije que prefería llamar en otra ocasión.


Hasta que me atreví a telefonear, pasó un mes entero. El hecho de que el señor Andrés se hallase ahora en Salta me decidió a dejarle a la secretaria mi mensaje. Con un tono eficaz me preguntó nombre y apellido, edad, nacionalidad, domicilio, teléfono, estudios realizados y el número de la libreta de enrolamiento. Avergonzado, le proporcioné todos esos datos. Mi convicción era mínima: hubiera preferido hablar directamente con el señor Andrés.


Cuando colgué el tubo, me sentí bastante deprimido. Con ese favor que acababa de pedir había menoscabado mi espíritu de independencia. Si no hubiera sido que necesitaba demasiado conseguir empleo, casi casi habría deseado que mis gestiones fracasaran.


El mediodía del sábado (como no tenía nada que hacer, solía levantarme muy tarde), al abrir la puerta para retirar el diario, encontré en el umbral un sobre con membrete del Congreso Nacional. Contenía una carta impresa en la que sólo habían tenido que escribir mi nombre y domicilio. Aunque soy muy orgulloso, preferí no ofenderme ante este impersonalismo.


El lunes me presenté en el Congreso. Concurrí vestido con traje y corbata; sin embargo, me asignaron un puesto de peón de limpieza. Habría aspirado a algo más. El poder del señor Andrés me pareció bastante débil. De todos modos, como necesitaba trabajar y porque soy muy tímido, acepté el puesto sin ninguna objeción. El sueldo no era gran cosa. Pero, en cambio, el trabajo a realizar no agotaría mis fuerzas. A los pocos días advertí que había más peones que los necesarios. En realidad, terminé por estar satisfecho con el puesto.


Entonces llamé al señor Andrés para darle las gracias. Como se hallaba en una reunión (la gente importante siempre se halla en alguna reunión), le pedí a la secretaria, venciendo mi timidez, que le transmitiera mi agradecimiento.


No soy ninguna lumbrera, pero siempre me gustó leer e informarme. A menudo consulto el diccionario y tengo una idea general sobre algunos personajes de la historia. En cuanto a mis compañeros peones, eran gente cuyo mundo se reducía al fútbol, las carreras, la quiniela y las revistas deportivas o de historietas. Gradualmente fui sintiendo que me aislaba de ellos y que yo había nacido para algo más que peón de limpieza.


Mientras, embutido en un overol gris, barría papelitos y colillas, observaba con alguna envidia a los ordenanzas. Vestían uniforme azul con botones plateados, camisa y corbata celestes. No andaban entre escobas y trapos de piso. Algunos estaban adscriptos a las oficinas administrativas; otros, a las cámaras de legisladores. Todos llevaban canastas con papeles o bandejas con café y té. Me presenté, pues, al intendente del Congreso. Con timidez, con emoción, viendo peligrar mi independencia, le expuse mis progresos culturales, mis antecedentes de buen trabajador, mis deseos de ingresar en el cuerpo de ordenanzas. Me escuchó sin mayor atención, mientras con un lápiz iba tildando una larga serie de números. Me dijo que no podía hacer nada; que no dependía de él: el presupuesto nacional no preveía aumentar el número de los ordenanzas.


Esa tarde llegué amargado a casa. Miré mi diccionario con decepción. Tantas horas de lectura no habían servido para nada. ¿Debería ser toda mi vida un insignificante peón de limpieza? De noche, mientras daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, se me ocurrió una idea audaz. Llamaría al señor Andrés, le explicaría mis recientes aspiraciones, invocaría nuevamente al señor Olivieri. Pero, como tantas veces sucede, las ideas que de noche parecen magníficas se tornan absurdas por la mañana. Con el sol contemplé el problema desde este nuevo punto de vista. ¿Cómo reincidiría en abusar del señor Andrés? ¿Acaso podría acordarse de mí? ¿Con qué derecho me tomaría la libertad de invocar el nombre del señor Olivieri? Todavía recordaba cuánto había dudado éste antes de darme el teléfono del señor Andrés. Esa semana sentí como nunca el oprobio que implicaba la mediocre compañía de los otros peones. Aquella idea de llamar al señor Andrés volvía una y otra vez a mi cerebro. Razoné pragmáticamente. Llamaría al señor Andrés: lo peor que podría sucederme era que el señor Andrés rechazara mi pretensión. Para atenuar mi error no mencionaría al señor Olivieri.


Durante varios días fui postergando el momento de llamar al señor Andrés. Me costaba mucho sobreponerme a mi timidez y a mi orgullo. Mi independencia volvía a tambalear. Por eso, la tarde en que hice la llamada oí con alivio que el señor Andrés se hallaba descansando (la gente importante no duerme la siesta: descansa); la secretaria, señorita Gottheit —que sólo me recordó cuando mencioné al señor Olivieri—, se comunicaría con el señor Andrés para hacerle conocer mis deseos. Corté la comunicación satisfecho de no haber logrado lo que en otro tiempo tanto quería: hablar directamente con el señor Andrés. Mi timidez no me permitía enfrentarme con él.
Así es el corazón humano (o, al menos, el mío). Ahora, después de haber puesto tanto empeño en llamar al señor Andrés, estaba arrepentido de haberlo hecho. Pensé si el señor Andrés, irritado por mi audacia, no me quitaría inclusive el puesto de peón. Diariamente esperaba la noticia de mi cesantía. Durante quince días no hubo novedades. Supuse con agrado que el señor Andrés no había recibido mi mensaje. Hasta atribuí tal hecho a la secretaria, cuya intervención salvadora agradecí en mi fuero íntimo.


Un lunes, el intendente del Congreso me llamó para entregarme el uniforme de ordenanza. Su disgusto era evidente. Sin duda, habían pasado sobre su autoridad. Me trató con brusquedad, me informó cuáles eran mis obligaciones, mi nuevo sueldo. Yo estaba incómodo: haber injuriado la jerarquía del intendente me sumía en ilimitada vergüenza. Creí que desde ese día no podría soportar su vista. Sin embargo, no fue así. Poco a poco fui acostumbrándome al uniforme y a mis nuevas funciones, hasta que me pareció que siempre había sido ordenanza, que nunca había sido peón.


Por las tardes continuaba mis lecturas. Guiado por el diccionario, empecé a comprar algunas obras más específicas. Paralelamente pensaba que estos libros no me serían útiles. Yo pertenecía al grupo de los ordenanzas asignados a los empleados administrativos. Pronto advertí que éstos carecían de lecturas, pero sabían algunas cosas prácticas: escribían a máquina, sabían contabilidad, manejaban las calculadoras. Gradualmente me empezó a molestar el hecho de tener que servirles café a esos sujetos, soportar su trato familiar y por momentos autoritario. Dejando a un lado mis libros, seguí cursos de dactilografía y contabilidad. Sólo cuando concluí ambos, me atreví a llamar al señor Andrés.


El señor Andrés estaba asistiendo a un extenso simposio en Nueva York. La señorita Irene Gottheit me prometió, pese a mis protestas en el sentido de no molestar al señor Andrés en pleno simposio, enviarle una carta con mis deseos. Pese a que mi timidez y mi orgullo continuaban vigentes, consideré por completo natural que la señorita Irene Gottheit molestara al señor Andrés en Nueva York, y, si dije lo contrario, fue para exagerar mi condición de hombre prudente. Mi carácter había cambiado bastante, aunque el espíritu de independencia continuaba siendo su nota distintiva. Ahora estaba impaciente, miraba el calendario, calculaba cuánto podría tardar una carta en llegar a los Estados Unidos, me irritaba pensar que el señor Andrés no respondiera con la premura necesaria.


Cortés pero firmemente empecé a reprimir las muestras de familiaridad de los empleados. Estaba seguro de que —días antes, días después— abandonaría mi uniforme de ordenanza y trabajaría vestido de calle. Cuando, indefectiblemente, ello sucedió, demostré ser un eficaz empleado administrativo. En verdad me agradaba esa tarea de escribir a máquina, poner sellos, rubricar expedientes. Además, el sueldo era sensiblemente superior.


Quizá nunca habría vuelto a llamar al señor Andrés si no se hubiera producido un hecho que, apartándome de mi conformismo, me impulsó a hacerlo. Al enterarme de que el señor Ruiz Díaz, el jefe de los empleados administrativos, estaba a punto de jubilarse, no tuve otra alternativa que recurrir al señor Andrés.


Éste se encontraba en un debate (ignoro su tema, que presumo importante). Irene tomó nota de mi pedido. Los empleados más antiguos ensayaron una protesta. Recuerdo a un viejecito cuya vida había transcurrido en la oficina (y a quien yo mentalmente había bautizado Bachmachkin, como el protagonista de “El abrigo”, de Gógol). Pero en un aspecto, para su mal, no se parecía a Bachmachkin: el empleado William Horace Cubelli —uruguayo con cincuenta años de residencia en Buenos Aires— era ambicioso y codiciaba el puesto dejado por el señor Ruiz Díaz. Este sujeto me tornó inquina, como si yo fuera responsable de las decisiones del señor Andrés. Para escarmentarlo, tuve buen cuidado de darle el trabajo más engorroso y pesado.


Fui un jefe severo y eficiente. Demostré —pese a mi timidez, que no me había abandonado— poseer don de mando y capacidad organizativa. Mi remuneración era bastante alta. Iba bien vestido y no me quitaba nunca el saco, por más calor que hiciera. Paradójicamente, aunque —fiel a mis convicciones— seguía votando por los candidatos del Partido Progresista, me hice amigo de algunos diputados del Partido del Progreso. Tomando café con ellos en la confitería del Molino, cualquiera podría creerme un diputado más. Lástima que no tenía el derecho de participar en la sanción de las leyes.


Adquirí entonces unos libros sobre derecho constitucional. Leyéndolos, me di cuenta de que las cosas no eran tan complicadas —al menos para mí, que sólo debía química—. Perseveré cada tarde en ellos, hasta que me encontré en condiciones de llamar al señor Andrés. Irenita le escribió a París. El señor Andrés es tan poderoso, que, al obligarme a abandonar para siempre mis simpatías hacia el Partido Progresista, casi menoscabó mi independencia. Mi nombre fue incluido en el quinto lugar de la lista de candidatos a diputados por el Partido del Progreso, que, como nadie ignora, ganó esas elecciones por amplio margen.


Era encantador ser diputado. En esta diversión demostré poseer una susceptibilidad que en otras épocas no hubiera imaginado. Me pasaba las sesiones interponiendo cuestiones de privilegio. Perdíamos tanto tiempo en las ásperas discusiones suscitadas por mi quisquillosidad, que prácticamente no sancionamos ninguna ley, salvo una que garantizó para los diputados el acceso gratuito a los teatros de revistas. Esta infatigable laboriosidad —unida a las réplicas mordaces e irónicas con que solía ridiculizar a los diputados del Partido Progresista— me valió una bien ganada fama de legislador celoso de los inalienables derechos del pueblo. Ante mis sarcasmos, el presidente de la cámara, doctor Fittipaldi —correligionario nuestro— agitaba furiosamente la campanilla y me llamaba al orden, pero después, en el Molino, se divertía de lo lindo recordando mis intervenciones. No había otro diputado cuyo nombre fuera recogido por los diarios con tanta asiduidad como el mío. Casi daba la sensación de que la cámara se compusiera de un solo diputado: yo.


Me gustaba ser diputado, y no abrigaba entonces ninguna otra ambición. El chofer de mi coche me llamaba doctor y yo lo tuteaba: debido a mi timidez, me costó mucho atreverme a hacerlo. Además, realicé varios viajes de estudio al exterior. Viajábamos juntos veinte o treinta diputados. Hay que ver cómo nos divertíamos en el avión: me recordaba la época en que los muchachos del barrio íbamos al estadio de Racing en el colectivo 95. Apren­dimos muchas cosas dignas de ser aplicadas en nuestra patria: yo, particularmente, regresé con la firme idea de instalar en Villa Lugano una base espacial similar a la de Houston, y con una serie de magníficos aparatos electrónicos.


Quizá por mi culpa, las sesiones de la cámara de diputados se habían hecho demasiado tumultuosas. En realidad, siempre me gustaron el silencio y la tranquilidad. A menudo abandonaba el Congreso con dolor de cabeza, y, en casa, no podía proseguir con mis lecturas. En cambio, ¡qué calma, qué beatitud imperaban en la cámara de senadores! Los diputados éramos muchos y estrepitosos; los senadores, pocos y reposados. Sus sesiones parecían tranquilas reuniones de amigos jubilados. Aún faltaban dos años para las elecciones de senadores. Me gustaría más ser senador por la provincia que por la capital. Hombre precavido vale por dos. como dijeron el otro día por la radio. Me mudé a Olivos; por intermedio del señor Olivieri —que ahora me trata de usted— puse en venta la vieja casa de mis sueños juveniles, la casa solariega de la calle Fitz Roy: en su predio yergue ahora su gallarda arquitectura un moderno albergue transitorio. Sin pérdida de tiempo inscribí mi nuevo domicilio en el Registro Civil de Vicente López. Mi timidez me indicó que no debía hacerle pasar apurones al señor Andrés: le hablé con suficiente anticipación. Nené me dijo que el señor Andrés se hallaba en esos momentos conversando con un embajador europeo. Ella le dejaría una esquela con mis deseos.


Fui elegido senador por la provincia de Buenos Aires. Mis valiosos antecedentes de diputado obraron para que me nombrasen vicepresidente primero de la cámara. En tal función entrevisté varias veces al primer magistrado. Resultó ser un hombre como cualquiera, e, inclusive, yo era algo más alto que él. Pero este señor tenía sobre mí la ventaja de estar siempre rodeado de vistosos granaderos; se sentaba al extremo de una larga mesa, frente a una banderita argentina, respaldado por un oficial ornado de hermosos cordones; todo el mundo le decía excelencia; recibía regalos de los diplomáticos extranjeros; y, lo mejor de todo, esto: su foto aparecía incesantemente en diarios y revistas.


Terminadas las escasas sesiones mensuales, y cuando por las noches regresaba a mi casa, pasaba frente a la quinta presidencial. No soy envidioso, pero sé hacer comparaciones. Mientras que mi chofer se tenía que detener como cualquier colectivero de la línea 60 delante de los semáforos rojos, el incontenible coche del presidente iba precedido y escoltado por ululantes motocicletas de la policía. Mientras que yo tenía que bajar del coche y abrir la puerta de mi casa con la llave, el presidente encontraba las puertas abiertas de par en par, y el auto penetraba en los jardines hasta dejarlo como quien dice en su cama. Mientras que yo tenía un jardincito con dos solitarios abetos, él se ilimitaba en un desaforado parque que podía recorrer a su antojo.


Cuando llamé, Nenecita pronosticó mi triunfo en las próximas elecciones presidenciales. No supe cuál era la opinión del señor Andrés, porque acababa de partir hacia el Vaticano, invitado por el papa. Aprovechando el escudo del teléfono, me sobrepuse a mi timidez y le pedí a Nenecita le comunicara al señor Andrés que deseaba casarme con ella. Al día siguiente, el señor Andrés envió un telegrama desde Roma. Inmediatamente, para cumplir con el consabido precepto constitucional, que veda la soltería del presidente, Nenecita y yo, en un acto sencillo pero emotivo, nos contrajimos matrimonio: comprobé que era una mujer muy bella y muy simpática.
Es increíble la cantidad de cartas y llamados telefónicos que recibe un presidente de la nación. Para atenderlos, he puesto varios secretarios. La mayor parte de las cartas y llamados proviene de gente que no posee espíritu de independencia —esa independencia que ha regido mi vida—; es gente inútil, incapaz de arreglárselas por sí misma; gente osada, sin timidez, proclive a pedir las cosas más temerarias. Mis secretarios son inflexibles y van desechando una tras otra estas impertinencias.


Para concluir mi mandato me falta algo menos de un año, y, como se sabe, desde el punto de vista constitucional, no puedo ser reelecto. Continúo con mis lecturas. Sin embargo, no leo tanto como quisiera. Es que estoy nervioso. ¿Cómo podré soportar los seis grises años que sobrevendrán? Bastante tristeza he experimentado al leer esos compulsivos artículos de la Constitución, que parecen sostener la idea de que el primer magistrado es un sirviente. Y con esos multiplicados diputados y senadores del Partido Progresista, que se solazan limitando mis atribuciones y cercenando mis poderes con ridículas leyes. A veces —cuando me siento melancólico— las vidas del emperador Carlos V, de Hitler, de Stalin.
Es en esos momentos cuando llamo y vuelvo a llamar al señor Andrés. El teléfono suena y suena. Nadie contesta. ¿Será porque ya no está su secretaria para atenderlo?

*Cuento incluido en el libro Imperios y servidumbres, Barcelona, Seix Barral, 1972.

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