Fracasa, pero fracasa mejor
Samuel Beckett escribe en la narración Worstward Ho “Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. La Argentina de inicios del Siglo XXI, la de hoy, parece seguir esta afirmación de tono imperativo como si se tratara de un sino infortunado del que no podemos escapar. La crisis del 2001 nos dejó, por lo menos, dos grandes enseñanzas: Uno, la destrucción del sujeto y del tejido social que genera la pobreza. Y dos, el serio riesgo que conlleva la desintegración de la palabra, del lenguaje, que manipula la producción de un deseo con el cual el sujeto, las personas, los individuos, las comunidades, nunca llegan a encontrarse. Da la impresión que los homeopáticos y desesperados anuncios que el gobierno nacional realiza generan esa sensación de nuevo fracaso. Por un lado, porque la dilapidación constante de la palabra presidencial, reflejada en marchas y contramarchas, anuncios y contra anuncios, han erosionado la confianza en la capacidad de comunicar, y lo que es peor, de trasladar el concepto al hecho fáctico. Y por el otro, porque en ese destartalamiento del lenguaje y de las acciones se diluye el deseo de alrededor de trece millones de pobres. Esto es ni más ni menos que un inefable desencuentro entre millones de deseos de vida y la constante mutación de un poder que juega las veces al progresismo concentrándose en una encerrona de irrealidad. Pareciera que reina la ausencia de realidad. El INDEC de Moreno es la palmaria comprobación de ese fenómeno de implicación con el fracasa mejor, pero acentuado en su cualidad perversa y patoteril. La ausencia de realidad domina esas oscuras oficinas en un complejo mecanismo de ocultamiento de la verdad pero sin realización alguna de síntesis que no sea un monstruoso discurso totalizador de la mentira y el engaño. No hay síntesis superadora de los conflictos sino tensión y perseverancia en el fracasa mejor. Allí los índices de mortalidad infantil carecen de sentido como también el aumento de la pobreza y la inflación devoradora de salarios y vidas. Porque éste es el inicio del fin: la necesidad de sostener la mentira o el ocultamiento, multiplicándola tal vez al infinito, acerca de datos de la realidad que ya hace mucho señalaban que el ciclo de crecimiento sostenido (sobre qué condiciones) se derrumbaba por una feroz fuga de capitales y una agazapante y venenosa inflación creciente.
Pero lo mejor de la derrota de la verdad, entendida como la capacidad de definir un porvenir que esté más allá de la inmediata humanidad, es decir, pensar en realizar algo que no veremos y que mejorará las condiciones de vida de las personas y su sociedad, da paso a un bestialismo verbal de anuncios que se agotan en la inhumanidad de lo inmediato; en una canallada infame que nos aleja casi definitivamente de las prioridades de la verdad.
Los millones de pobres e indigentes se vuelven ausencia detrás de ausencias. Los sujetos son así destruidos mediante su invisibilización o a través de su precarización. Las redes sociales se debilitan a raíz de tanta confusión, y en la confusión crece el miedo y la inmovilidad. La confusión es la madre de los miedos, y los cercos de miedo crecen monstruosamente mientras las negaciones de lo evidente comienzan a horadar las defensas del poder de gobierno al tiempo que destruyen irremediablemente el deseo de una verdad inhumana que nos proyecte hacia un mundo mejor y más justo. Aunque suene idealista.
Si no queda, y vuelvo a Beckett, el “¿Quién habla? No importa quien habla… No hay pronombre… Yo, él, nosotros, no sirven”
Conrado Yasenza
Noviembre de 2008
Samuel Beckett escribe en la narración Worstward Ho “Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. La Argentina de inicios del Siglo XXI, la de hoy, parece seguir esta afirmación de tono imperativo como si se tratara de un sino infortunado del que no podemos escapar. La crisis del 2001 nos dejó, por lo menos, dos grandes enseñanzas: Uno, la destrucción del sujeto y del tejido social que genera la pobreza. Y dos, el serio riesgo que conlleva la desintegración de la palabra, del lenguaje, que manipula la producción de un deseo con el cual el sujeto, las personas, los individuos, las comunidades, nunca llegan a encontrarse. Da la impresión que los homeopáticos y desesperados anuncios que el gobierno nacional realiza generan esa sensación de nuevo fracaso. Por un lado, porque la dilapidación constante de la palabra presidencial, reflejada en marchas y contramarchas, anuncios y contra anuncios, han erosionado la confianza en la capacidad de comunicar, y lo que es peor, de trasladar el concepto al hecho fáctico. Y por el otro, porque en ese destartalamiento del lenguaje y de las acciones se diluye el deseo de alrededor de trece millones de pobres. Esto es ni más ni menos que un inefable desencuentro entre millones de deseos de vida y la constante mutación de un poder que juega las veces al progresismo concentrándose en una encerrona de irrealidad. Pareciera que reina la ausencia de realidad. El INDEC de Moreno es la palmaria comprobación de ese fenómeno de implicación con el fracasa mejor, pero acentuado en su cualidad perversa y patoteril. La ausencia de realidad domina esas oscuras oficinas en un complejo mecanismo de ocultamiento de la verdad pero sin realización alguna de síntesis que no sea un monstruoso discurso totalizador de la mentira y el engaño. No hay síntesis superadora de los conflictos sino tensión y perseverancia en el fracasa mejor. Allí los índices de mortalidad infantil carecen de sentido como también el aumento de la pobreza y la inflación devoradora de salarios y vidas. Porque éste es el inicio del fin: la necesidad de sostener la mentira o el ocultamiento, multiplicándola tal vez al infinito, acerca de datos de la realidad que ya hace mucho señalaban que el ciclo de crecimiento sostenido (sobre qué condiciones) se derrumbaba por una feroz fuga de capitales y una agazapante y venenosa inflación creciente.
Pero lo mejor de la derrota de la verdad, entendida como la capacidad de definir un porvenir que esté más allá de la inmediata humanidad, es decir, pensar en realizar algo que no veremos y que mejorará las condiciones de vida de las personas y su sociedad, da paso a un bestialismo verbal de anuncios que se agotan en la inhumanidad de lo inmediato; en una canallada infame que nos aleja casi definitivamente de las prioridades de la verdad.
Los millones de pobres e indigentes se vuelven ausencia detrás de ausencias. Los sujetos son así destruidos mediante su invisibilización o a través de su precarización. Las redes sociales se debilitan a raíz de tanta confusión, y en la confusión crece el miedo y la inmovilidad. La confusión es la madre de los miedos, y los cercos de miedo crecen monstruosamente mientras las negaciones de lo evidente comienzan a horadar las defensas del poder de gobierno al tiempo que destruyen irremediablemente el deseo de una verdad inhumana que nos proyecte hacia un mundo mejor y más justo. Aunque suene idealista.
Si no queda, y vuelvo a Beckett, el “¿Quién habla? No importa quien habla… No hay pronombre… Yo, él, nosotros, no sirven”
Conrado Yasenza
Noviembre de 2008
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