09 diciembre 2008

Especial Violencia y Ciudad/ Blues en la ciudad del espanto - Por Vicente Zito Lema

Blues en la ciudad del espanto
Por Vicente Zito Lema

(especial para La Tecl@ Eñe)
Foto: Efraín Dávila
De pie, sobre la hoguera del espanto…
Veo el cielo. Entre torres, entre espejos y humos
serpenteados donde flotan los cadáveres, veo el cielo.
Lo que era azul y morado va hacia el negro, lento, lento…
y más tarde es un vaivén espiralado. En agonías llegan
las estrellas, son los ojos de los ángeles ciegos,
que traspiran los delirios de la eternidad. Y por detrás,
al galope, se atisva el otro cielo, que nos espera,
fuera del tiempo… Acaso sea un fuego con dientes
de acero, sobre un gran agujero. Una sustancia suspirante,
sin enconos ni piedad…

La ciudad que en las vísperas del horror en el horror
conoció los bombardeos (¡en su Plaza Mayor abierta de
par en par fue el bautismo del fuego!), tampoco desnuda
sus enconos, menos aún la dichosa piedad, que ha rodeado
la boca de sus dioses con alambre crispado, como si fuera luz.
Las púas se extienden hasta la garganta de la ciudad:
gris pardo en alabanzas es su color; de tabaco su aliento
que perdura.
Desde las nubes, sobre las joyas, entre relinchos de ayer
y bocinas del hoy, surge un cartel en su frontera:
Pobres, de Aquí no Pasan.
Sopla un viento que arde, se arremolina
en los bordes del hechizo… De allí en más las almas
cargarán con su desierto.

La muerte va y viene en los albores de un verano
prematuro. Son ráfagas de aquelarre las de noviembre;
arriman veneno a nuestras manos, como ayer rosas,
jazmines y otras flores pálidas, alado es el perfume…
Instalada a sus anchas en el camino que va,
hay una sombra que vuelve…

Las hojas de diarios se amontonan junto a un cuerpo
yacente. Es un cuerpo pequeño, esmirriado y encogido.
Grecia y Roma, el Imperio de los Godos y la Santa
Ley de Mercado le han machacado toda la noche
con un palo su cabeza. Es una cabeza achatada y sangrante,
allí pululan las pulgas y los piojos. Si quedan restos,
para el alba rosada hasta el hartazgo
se arrimarán las cucarachas.
El ruido es un silencio que sofoca. Y más
tarde es una sinfonía: se destacan los oboes y
las trompetas. De la bóveda celeste cae una lágrima
perfecta, podría ser un diamante.
Las bocinas de los ómnibus son como campanas
de iglesias blancas y cerradas, que despiden a las almas
en los umbrales del Gólgota.
Una voz me dicta: el alma no tiene fin
ni principio,
sólo es espanto…


Llegará la noche, a bocanadas. Lucirá perlas en su
cuello de gallo y andrajos hasta el final de sus largos
tobillos de cristal. Ocurrida la noche, como sonámbulo
se anunciará el día. ¿Qué harán los pájaros si irrumpe
la lluvia con su puñal mientras ellos cantan? Será
hermoso, vulgar e inevitable, igual que una tromba
marina. Cuando el agua se convierta en terciopelo, y el
humo que desgarra las carnes haga brotar el sol
–un sol volcánico, que no escuchará lamentos–,
se podrán inventariar los nuevos muertos. A horcajadas
del grito de la víctima, corre el grito del victimario.
La línea de la vida que los separa es más frágil
que un suspiro…
¡Uuuuhh! El empedrado se derrite! ¡Qué caiga
toda el agua del mar para aliviar el tufo de los vómitos!
¡Loada la inocencia!

Pobrecitos los muertos…
La ciudad de las dos costaneras que pisan las flores
del aire y empapan las almas del mañana como si fueran
las mieles del pasado, no se detiene para escuchar
a los muertos. Tampoco agita su abanico.
El estómago de la ciudad semeja una ballena. La voz
de las muertos titila en la agonía. No es más que una vela de
grasa, enmudece como el viento del verano. Su llama
dura menos que un suspiro.
Allí queda, inútil, como una corona de calas
en las puertas del infierno, la palabra con que cada muerto
se alejó del vientre de su madre.
¡Cosas de niños! ¡Dulzuras! La ballena abre
su boca en el fondo del primer océano. Olas en la ola.
Cresta en las crestas. La tempestad golpea
con puños de seda contra los muros de la ciudad.

Manos blanquecinas. Manos azuladas. O guantes
largos, de fiesta, almidonados, para servir con esmero
una lista de muertos…
Muertos a cuchilladas. Abundan. Se vacían las
venas. El color aquí es carmesí…
Muertos a tiros. El callejón retumba. Toda la
escena es un paisaje anegado sobre fondo oscuro. Oscuro
de trufas. Apesta.
Muertos en los hilos del azar. Oh, diosa, hay una
salidera bancaria que salió mal: es el mediodía
y el astro rey parte las frentes. A las corridas, el profundo
orín de los gatos seca los nomeolvides…


Muertos al levantar un coche con el pasaje
adentro. Fue de putas. El dueño miró fijo, amagó
resistir, y por las dudas… le tiramos, salió en la
cabeza
; la voz dijo, sonó aburrida. (Hay que tener
15 años para cagarse encima de miedo y reír a la vez
mientras el arma quema, porque la vida ya fue en la muerte,
más que opaca o perversa, gratuita… como el barquito de papel
que se arroja al río y no es más que un viaje hacia las tumbas)
Muertos porque vaciaban cervezas; en la plaza
los árboles que rozaban el cielo eran la noche, y en la noche
todos los gatos son pardos y todos los pobres son chorros
y la maldad se explica en la maldad
(como bien sostiene el principio aristotélico de identidad);
así que los policías bajaron del patrullero maneando
los cartucheras, y el que tira primero tira dos veces, más
si los otros, apenas niños, están desarmados y no hay otros
testigos que las mudas estrellas, por ejemplo la Cruz del Sur,
que poco sabe de la vida que pasa a ser la muerte
en menos que canta un gallo…
Muertos por ahorcarse en el calabozo. Es lo que
se dice, después de sacarle las medias del cuello
al que nunca se puso una media en el cuello. (Sobre
el piso, entre la tierra, junto al cuerpo de ojos saltones
deshecho a patadas, queda una media amarilla, sucia
de miedo y sudor, agujereada…)
Muertos porque la merca tenía demasiado vidrio
molido, demasiado polvo talco, demasiado raticida,
demasiado manos en la masa, demasiado de todo allí en el
tugurio donde no hay nada, ni siquiera un banco de madera
o una bandera roja, para detener el tren a la estrellas
que jamás para en la maldita estación que
deslinda el conurbano…

La lista de los muertos es el collar de Thánatos y
agobia, como agobia Febo en los escalones del estío.
El subte revienta. El shopping revienta. El super del chino
revienta. Nadie saca a pasear su corazón porque revienta.
El secreto de la vida es un grano de pus que revienta.
Siempre hay muertos para pisar o tapar en la ciudad
de las seis terminales de trenes con antiguo carbón y del reloj
en la Plaza de los Ingleses. (Allí mismo, con mis ojos,
he visto un ahorcamiento. Oh, sí, la desgracia ya estaba escrita.
Yo corrí y frente a un templo me detuve, temblé…)
Los muertos desnudos son el único rostro de un Dios
posible en la ciudad crecida sobre las espaldas del Río
de la Plata. Allí donde confluyen las miasmas y las desgracias,
donde el mayor hechizo es la tortura (ese cuerpo que cae
desde el avión, porque todo el cielo es un avión),
se pescan bagres en la madrugada, que parece eterna,
y los ahogados de pelo enmarañado salen del agua
que va del gris al marrón, con la lengua hinchada y
la carne blanda…
En la ciudad se cuentan como porotos de truco los
asesinatos sin misterio, se habla de fantasmas y
malevos y alguien calcula que hay 10 ratas por persona.
En la Villa 31 de Retiro las ratas van en aumento.
Todo está organizado para que se produzca
el nacimiento de la muerte. ¡Aleluya! La única cloaca serán
los rezos del alma. ¡Quién martiriza el feto!
En los pasillos de la villa el mayor placer es la
persecución de la luna. Nadie hace preguntas. Se sabe
que a la luna hay que estrangularla.
Allí se numeran a pedradas 100 ratas por niño,
el agua es más escasa que la sangre que es poca y se derrama,
y más costosa, y más sospechada que la frente celeste
del universo.
Sobre las camas sin sueños, desnudos frente
a una gran pantalla, los cuerpos con sus almas se violan
antes de los cinco años). Antes de que la razón se haga
y la conciencia despierte.
Así sea en la Tierra.
Así sea en el Averno. (Los ángeles del bien imaginan
que sus diosas del mal tienen los senos rosados y
y el pubis negro…)
A los muertos se les limpia los bolsillos
y más tarde dan pie a los altares, en sus cuellos
rebanados se depositan velas. Nadie paga por unas lágrimas.
Nadie memora la última tarde del sollozo. Nadie suspira
bajo aquellos cielos por una bandada de pájaros.

Los muertos desnudos pueden aburrirse o buscar
entre las sombras las señales del espanto. No se
escabullen fácilmente las gotas de aceite del sufrimiento.
Hay una cicatriz rebelde en la cara y la cara es una plegaria
que sucumbe en letanías. En los hombros del muerto
se destacan las serpientes tatuadas; cuando llegue la
noche se marcharán por el sueño con su veneno.
Ligeras son las nubes que arrastran el nombre
de los muertos. Son nubes espesas, de tormenta, justas
para unos muertos, pobres desde el día en que nacieron.
Nacieron en un mal día, en la peor espera,
en un maldito lugar y la partera estrelló un feto
contra el árbol. Sobran las augurios. Se ufanan las leyendas.
Alguna vez han soñado los muertos que viajaban
en un carro de plata hasta la luna. Allí los caballos
se bañaron con su espuma.
Tampoco conocen el mar, lo imaginan a los gritos,
sucio y sin horizonte.
La voz de un muerto se guarece en la penumbra:
al mar le daría una buena cuchillada en la garganta…
Esa piel amarillada de su serpiente relampaguea…

Suena justo que los muertos de la ciudad
tengan un monumento, o al menos una pira funeraria. (Un
rito puede calmar la boca del desprecio de unos dioses que
nacen en el establo.)
Las piedras arden. Y estallan para que llegue el alba.
A mano quedan los papeles, el cartón,
tiznadas maderas y hasta botellas de ron o de ginebra
donde alguna vez brillaron los fantasmas del amor. (Son
fantasmas que exhiben en el vientre un balazo de calibre 32)
Un cálculo prudente del horror arrastra los pasos de
los muertos, como si fueran las columnas de una iglesia. Los
muertos en la ciudad olvidan que sus ojos de olvido
están sumergidos bajo el derrumbe del espacio. Han
quedado abiertos, perpetuos, suspendidos en el tiempo,
girando en falso, igual que una estrella vacía…
Si la luz sin gasas los molesta, diríase que parpadean,
como si una arenilla movida por el viento del sur los irritara.
Sin embargo sus labios sin alabanzas están fríos,
si alguien los besara no despertarían.
Ello no sucederá. En las vigilias de la ciudad del
espanto, nadie besa a los muertos; las bocas soplan
un viento amargo. La eternidad cae sin gracia por el hueco
del ascensor.
…Cuerpos y cuerpos se arrastran por las calles,
en los arrabales del desierto las aves de rapiña acechan,
hay un temblequeo en sus alas, luz de neon en sus picos…
Allí pasan los cuerpos enceguecidos, de largo junto a
los muertos… Pensando en Dios evitan la piedad, como
si ella fuera la virgen del mucho rencor que trae el cáncer
a los huesos…
Se escucha la voz:
¡Oh, alma mía!
¡Que la oscuridad caiga sobre mí!
¡Y el agua del cielo inunde mi valle!

Sobre veredas de cenizas los ojos asombrados
de los muertos. Oh, sí, asombrados, sin huellas… Y
también fascinados. Inmóviles. Aunque el delirio, tejiendo
los flecos de las nubes rojas, no se detenga.
Igual que el río sin nombre de Heráclito, así pasan
pesadas, ¡tan pesadas!, las horas, y las aguas viejas se
convierten en vapor de hielo, que después sube al cielo,
siempre inmaculado, purísima pureza, derrame de lirios,
donde todo se desvanece, pronto, como las plegarias
entre destellos azulinos, indiferentes ante el aroma agobiante
de la perfección, mientras los monstruos de la Villa 31
(pegada a las terminales y el puerto, creciendo como el pasto
salvaje), oh monstruos de nuestro espíritu, oh idea de todas
las ideas, disputan a dentelladas el cuerpito ardiente de
ese niño, harto de pobre, harto de fiebre, demasiado muerto.
¡Que no sufra más, Parca! ¡Llévalo en tu barca!
Convertidas las heridas en estatuas de sal, jadeantes de
espanto abrimos los brazos al abismo, sin más redención
que el olvido…
Estamos arropados en el silencio. Estamos listos,
anclados en la bahía de los desperdicios para escuchar la voz:
¡Oh, alma mía!
dónde está el ángel
que levanta su espada
junto a la cabeza del niño
perdido; perdido, oh tú,
que apenas fuiste sombra…
Nada se detiene en la ciudad. Desde el mismo caos
surge la escena; todo el espacio supura la vera crueldad / toda
la historia es una vía cruxis de la pobreza, un exilio sin puerto.
Perseguidos, contra las cuerdas, la única estrategia será
sobrevivir. No da para mucho más.

Sobre los ruidos y los ruidos, entre gritos y blasfemias
se abre paso un violoncello. Su música de purezas anuncia
el agrio final, un final que se muerde la cola.

Va cayendo el telón. Si el drama es agrio, la tragedia
es dolorosa y el abandono piadoso de una mater es dolorosísimo.

Semejante dolor, religioso dolor en un escenario atroz,
fuera de lo humano, no duele, no perfora las costras, ya no basta…

Sin anuncios, sin coros ni sorpresas,
una luz acaramelada, un poniente viciado, ¡un olor! ¡un olor!,
desnuda el basural.

Sobre la sórdida basura se destaca, aún allí se
destaca, en el tun tun de la peor basura se destaca: un bulto,
una cosa, un desecho…

Pareciera que responde a una lógica distinta, y todavía así,
quebrada; un desatino en la demencia, el aullido de un loco que
ahuyenta a los locos en la Nave de los locos…

Poco importa si la realidad anidó primero, o si la
pesadilla construyó la realidad a su imagen y semejanza…

Lo que se ve, ¡lo que se ve!, ¡terrible Dios mío!
es la cabeza desnuda, separada, cortada del niño villero...
¡Sobras! ¡Sobras! ¡Aquí lo humano son sobras!...
Otra vez la bóveda celeste, impenetrable en sus designios.

El horror ha sido santificado y la víctima ocupa su lugar. Ya
no hay manos ni deseos para las plegarias, mientras las ratas
triunfantes dan vueltas y vueltas, acechadas de cerca por los
cerdos… en el supremo fuego del basural.
¡Escucha, escucha ciudad, hay una voz que dicta!:
¡Hemos nacido sin cuerpo…!
¡Yacemos sin espíritu...!
¡Nos devoramos sin pausas la vida…!
¡Nadie nos arroja un sudario!

Vicente Zito Lema, Noviembre de 2008.-

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