Carlos Barbarito
Sobre mimeógrafos y blogs
(para La Tecl@ Eñe)
No dramatizo si digo que todo cambió dramáticamente. Desde aquellos setenta hasta hoy se sucedieron los cambios, no se trató de una transformación súbita, aunque así lo parece, sino el resultado de un proceso. Describo una escena de aquellos remotos días: en una pequeña oficina un grupo de jóvenes publicaba una revista –ecología, rock, literatura-; alguien escribía en una Olivetti sin cinta sobre un esténcil; otros ubicaban los esténciles perforados en un mimeógrafo y lo ponían en marcha, manualmente; otros, por fin, tomaban los papeles impresos y los abrochaban. La tarea demandaba horas. Y, Ley de Murphy mediante, siempre aparecía un error en alguna parte que había que corregir o borrar. Años más tarde, el esténcil electrónico permitió más nitidez y prolijidad, llevábamos los originales y del resto se ocupaba otro. A esas revistas, situadas en un fenómeno poco o nada estudiado todavía, el de la llamada prensa subterránea, las enviábamos por correo postal, con riesgos de extravío, las hacíamos circular de mano en mano en los conciertos de rock, con riesgos de detención.
Ahora describo otra escena, la de estos tiempos: sólo se necesita una computadora, los numerosos programas permiten editar con progresiva perfección. Los recursos son ilimitados. Se puede imprimir pero lo usual es que esas publicaciones se difundan de manera virtual, por correo electrónico, o a través de una página o de un blog. En una publicación virtual pueden variarse las fuentes tipográficas, pueden colocarse imágenes, estáticas o animadas, videos de breve duración, música, hipervínculos. Si hace décadas el acceso del público era restringido, lleno de dificultades, ahora es mucho más llano, potencialmente universal. Veo en el contador de un blog sobre arte y literatura una cifra: 15686, número de visitantes; en otros tiempos, fuera de las revistas y diarios conocidos, algo imposible. El número de ejemplares que lográbamos lanzar a la calle jamás superaba los 100; recuerdo alguna publicación, hecha en imprenta, que tiraba la asombrosa cantidad de 500. No me explayo sobre los sacrificios y pesares, que el placer de ver el trabajo terminado y en manos de los lectores atenuaban, porque resultarían, a la vista de limitaciones e inconvenientes, una obviedad para quien lee esta nota.
El uso obligado del correo postal o del teléfono tenía dos efectos: por un lado, que unos no supieran muchas veces qué hacían otros, aunque estuviesen desarrollando tareas semejantes, y, por el otro, producía en cada uno, cada vez que compartíamos amistad y labores con otros, una alegría inmensa. A veces se me ocurre definir esos encuentros y trabajos conjuntos, pese a que no creo en ellos, valga la paradoja, como pequeños milagros. Ahora es posible saber de los otros, pero la virtualidad muchas veces hace que el encuentro cara a cara no sea necesario; lo que en el pasado fue fruto de carencia o imposibilidad ahora es asunto sin importancia. Aquí hay un peligro, un peligro grave.
(para La Tecl@ Eñe)
No dramatizo si digo que todo cambió dramáticamente. Desde aquellos setenta hasta hoy se sucedieron los cambios, no se trató de una transformación súbita, aunque así lo parece, sino el resultado de un proceso. Describo una escena de aquellos remotos días: en una pequeña oficina un grupo de jóvenes publicaba una revista –ecología, rock, literatura-; alguien escribía en una Olivetti sin cinta sobre un esténcil; otros ubicaban los esténciles perforados en un mimeógrafo y lo ponían en marcha, manualmente; otros, por fin, tomaban los papeles impresos y los abrochaban. La tarea demandaba horas. Y, Ley de Murphy mediante, siempre aparecía un error en alguna parte que había que corregir o borrar. Años más tarde, el esténcil electrónico permitió más nitidez y prolijidad, llevábamos los originales y del resto se ocupaba otro. A esas revistas, situadas en un fenómeno poco o nada estudiado todavía, el de la llamada prensa subterránea, las enviábamos por correo postal, con riesgos de extravío, las hacíamos circular de mano en mano en los conciertos de rock, con riesgos de detención.
Ahora describo otra escena, la de estos tiempos: sólo se necesita una computadora, los numerosos programas permiten editar con progresiva perfección. Los recursos son ilimitados. Se puede imprimir pero lo usual es que esas publicaciones se difundan de manera virtual, por correo electrónico, o a través de una página o de un blog. En una publicación virtual pueden variarse las fuentes tipográficas, pueden colocarse imágenes, estáticas o animadas, videos de breve duración, música, hipervínculos. Si hace décadas el acceso del público era restringido, lleno de dificultades, ahora es mucho más llano, potencialmente universal. Veo en el contador de un blog sobre arte y literatura una cifra: 15686, número de visitantes; en otros tiempos, fuera de las revistas y diarios conocidos, algo imposible. El número de ejemplares que lográbamos lanzar a la calle jamás superaba los 100; recuerdo alguna publicación, hecha en imprenta, que tiraba la asombrosa cantidad de 500. No me explayo sobre los sacrificios y pesares, que el placer de ver el trabajo terminado y en manos de los lectores atenuaban, porque resultarían, a la vista de limitaciones e inconvenientes, una obviedad para quien lee esta nota.
El uso obligado del correo postal o del teléfono tenía dos efectos: por un lado, que unos no supieran muchas veces qué hacían otros, aunque estuviesen desarrollando tareas semejantes, y, por el otro, producía en cada uno, cada vez que compartíamos amistad y labores con otros, una alegría inmensa. A veces se me ocurre definir esos encuentros y trabajos conjuntos, pese a que no creo en ellos, valga la paradoja, como pequeños milagros. Ahora es posible saber de los otros, pero la virtualidad muchas veces hace que el encuentro cara a cara no sea necesario; lo que en el pasado fue fruto de carencia o imposibilidad ahora es asunto sin importancia. Aquí hay un peligro, un peligro grave.
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