Este texto fue escrito por Alejandro Margulis para la presentación, en 2006 en Mar del Plata, de su libro “Novela de difuntos y colegialas”, el cual fue publicado originalmente en Internet y hoy ha comenzado a circular en una profesional edición a demanda. Pero también es la historia de cómo el autor, a través de un libro de fotografías de difuntos que llegó a la redacción del diario La Nación, medio en el cual trabajaba Margulis, y de la lectura azarosa del Nunca Más, fue enfrentándose al descubrimiento de los luctuosos años de terror y muerte de la última dictadura militar argentina
1.
Si un antecedente tuvo mi camino hacia esta novela fue el día en que, al segundo año de trabajar en el diario La Nación, cayó en mis manos casualmente una revista de fotografía. Después de hojearla distraídamente un artículo centró mi interés. Escrito de modo catedrático pero legible explicaba los orígenes y desarrollo del arte perdido de la fotografía de difuntos. No viene a cuento repetir acá todos los conceptos que vertía apasionadamente su autor (sí quizás consignar que su apellido, Príamo, me resultó familiar). Lo importante es que el trabajo se basaba en la recuperación que él había hecho del archivo fotográfico de un famoso retratista esperancino Fernando Paillet, con el auspicio de una fundación benéfica de la capital, y que describía las características de las ars moriendi argentinas a partir de la historia de vida y el trabajo de Paillet. Esa fue la primera vez que vi imágenes de difuntos consideradas como tales; los cuerpos muertos estaban en sus féretros muy bien vestidos y maquillados, había algunos de adultos y otros de bebés de pecho. Vi ahí también criaturas atadas a una sillas y otras más que en este momento me resulta difícil describir con precisión. La vista de esas fotos disparó entonces en mí una explosión de asociaciones.
En realidad las asociaciones iban a empezar a surgir a partir de ese momento en mi conciencia de un modo tedioso. Por algún motivo que entonces no podía explicarme, esas imágenes poco a poco fueron desplazando de mis intereses otros motivos sin duda más amables. Lo primero que hice fue inscribir una hoja de ruta argumental en las mismas páginas de la revista. Con un marcador azul fui colocando redondeles y haciendo dibujitos alrededor de las fotos en blanco y negro que ilustraban la nota. Hice globos obvios con frases del tipo “qué lindo soy” unidas por flechas de historieta a los cadáveres retratados. Los retratos eran de los parientes de Paillet, a quienes él mismo había fotografiado no entendí si para experimentar las técnicas o por pura morbosidad. Un movimiento de la creación siempre lleva a otro y bastó que empezara a animármele a esos espectros para que se despertara en mí la imaginación más macabra. Al cabo de media hora las hojas de la revista estaban llenas de flechas, números y letras. Me sentí exhausto pero feliz; después me vino un cansancio enorme. En pocas semanas mi casa entera, mi estudio, mis otros proyectos personales sufrieron las consecuencias de esa visión que extrañamente comenzó a resultarme de mal gusto y absolutamente demodé.
2.
Quiero en este punto decir que a mí, como a algunos, la dictadura me pescó desprevenidos. No sé si por mi condición de clase o por mi edad (yo era en esos años un adolescente nieto de un judío industrial, que vivía en la Recoleta), o quizás por el apoliticisismo militante de mi madre, muy poco era lo que tenía en claro de los hechos aberrantes que sucedían a mi alrededor. Salvo por la desabrida enseñanza escolar, mi primer contacto con la historia y la política fueron una serie de láminas gigantes, que venían en la enciclopedia de las revoluciones que juntaba fascículo a fascículo, cada semana, sin leerlas pero con la intuitiva inquietud de un coleccionista precoz. Luego supe que la dictadura había prohibido esos fascículos por considerarlos un material subversivo pero para los días en que los compraba a mí sólo me apasionaba llevar adelante un juego muy peculiar. Ese juego era el siguiente: sobre la alfombra pegada al piso de la pieza (moquet beish) desplegaba los retratos de los grandes hombres de la historia, que eran grandes en verdad, como una sábana cuadrada, me arrodillaba primero encima de esas láminas de papel para desdoblarlas, me acostaba arriba -eran tan grandes que mi cuerpo estirado no alcanzaba a cubrir toda su extensión- y después me paraba para verlos en perspectiva. En el piso de la pieza las caras de papel de los grandes hombres de la historia ocupaban todo el espacio disponible entre la cama y el mueble funcional, forrado en fórmica, que hacía las veces de biblioteca, escritorio y cajoneras. Entonces me subía a la silla con rueditas y estirado en puntas de pie bajaba de la parte de arriba de la biblioteca la caja de dardos de plástico, con puntas de acero dorado. Sin moverme de ahí iba lanzando los dardos sobre las caras de esos hombres impresionantes. Los clavé primero a los más claramente antipáticos: así terminé con la cara de papel celcote de adolfo hitler (le guardaba rabia al personaje desde una vez que mi madre me había pegado una cachetada en el último asiento de un colectivo, delante de todo el mundo, para que dejara estirar el brazo derecho estúpidamente al grito de jail jitler); pero después seguí con Juan Domingo Perón y con Mao Tse Tung o incluso luego, llevado por la inercia de ese festín destructivo dejé convertido en papel picado el amoroso espectro impreso de mahatma Gandhi. Ninguno de esos personajes me decían a mí nada de nada, esa es la triste verdad. Pero sus imágenes gigantescas despertaban furor y ansia de destrucción.
Afortunadamente en esa misma época también me vino la costumbre de quemar en la hornalla de la cocina los soldaditos de plástico que venían en el doble fondo de las bolsas de cereales. Los quemaba empezando por el fusil extendido, atento a cómo los goterones negros iban cayendo mientras una llama redonda y azul avanzaba hacia las cabezas; o los quemaba desde la cabeza a los pies, especulando cuánto tiempo tardaría en consumirse la figura. Cuando no los quemaba los encerraba en las hieleras de goma del congelador. La pasión crematoria habría podido durar años de no ser porque un día, sorpresivamente, mi madre le preguntó a la empleada doméstica qué eran esas manchas negras que había en el techo de la cocina. “Debe ser el hollín que entra por la ventana, señora”, dijo la empleada y se puso a limpiar el techo con un trapo apretado en la punta del secador de pisos. Ese día decidí torturar nada más que en frío.
3.
De modo que estuve durante mucho tiempo obsedido por la obstinada decisión de contar el legado que aquellas experiencias tempranas con el horror habían provocado no sólo en mí sino en todos los que, como yo, crecimos en la ignorancia del terror. Pero la intensidad que le ponía a ese objetivo era discontinua y, salvo por una serie de articulaciones sobre el pasado que fui haciendo en una revista literaria -como el descubrimiento de que los desaparecidos eran reales a partir de encontrar a una escritora cuyos cuentos habíamos publicado, sin conocerla personalmente, en las primeras listas de secuestrados que publicaron las organizaciones de derechos humanos-, salvo por eso, repito, la presencia de la muerte fue durante casi toda mi juventud algo imposible de asimilar. El descubrimiento casual de las imágenes de difuntos en esa revista de fotografía entonces me perturbó profundamente. Si bien yo había visto alguna vez las clásicas, inolvidables tomas de los prisioneros de los campos de concentración que Susan Sontag considera con razón el “antes y después” de la fotografía como máquina de representación, fueron esas fotos tomadas por motivos mucho más inocentes, cien años atrás, y en un pueblo del interior del país, las que me impusieron un nexo con la realidad de mi país. Casi todo lo que yo estaba escribiendo en esa época quedó suspendido a la espera de que ese material hiciera su trabajo en mi conciencia -estoy hablando de una novela cuyas páginas más lejanas empezaron a escribirse hace más de una década atrás. Acumulé un poco maníacamente entonces todo registro que fui encontrando sobre las artes de difuntos; compré libros y pinté calaveras con esmalte sobre planchas de telgopor (que después quemé asustado de mi propia morbosidad); hasta tal punto llegó mi delirio que arrastré a la madre de mi hijo, a mi hija de tres años y al varón recién nacido a un tedioso “viaje literario” hasta el cementerio de Esperanza, en busca de la tumba de Fernando Paillet.
Paralelamente a eso había empezado a trabajar en el diario del poder. Como por reflejo o autoprotección empecé a escribir un diario de lo que me sucedía en esos días. Entraban como en todo diario cosas personales pero muchas de las que me hacían sentir mal en esa empresa centenaria, cuyos códigos -fui entendiendo poco a poco- eran absolutamente compatibles con el estilo de los políticos que gobernaban en esos años. La Nación no era un diario como es ahora, que trabaja en un rol de oposición: sus principales columnistas aplaudían el desguace del Estado y condescendían la frivolidad de la clase gobernante en la medida en que ésta respondía a los intereses conservadores de la administración de la cosa pública. En la edición de los contenidos periodísticos el doble discurso también era funcional al estilo del Gobierno. Así podía llegar a criticarse moderadamente algún que otro intento de constreñir la libertad de expresión o las vistas gordas con que la administración permitía excepciones flagrantes (por caso, las inmobiliarias en la ciudad de Buenos Aires), y con estos eufemismos se evitaba hablar de actos de desfalco, licuado de dinero manchado con sangre o sobornos. También en el orden de la cultura funcionó en esos años de la década del 90 un sistema de permisividad complaciente; no podía publicar algunas cosas que yo iba sabiendo por el repentino privilegio que me daba ejercer el periodismo desde un ámbito tan solicitado (porque la idea de “la vidriera” les interesa siempre a todos, aunque tenga los bordes sucios), y me retiraba catárticamente a las páginas de mi diario personal. El diario personal y el diario real se unieron así a los intentos de escribir sobre los legados del pasado; de la fotografía de difuntos se me ocurrió hacer la asociación con un posible fotógrafo que hubiera trabajado para la dictadura retratando cadáveres, y en eso estaba cuando la realidad se me cruzó otra vez por delante dándome miedo de seguir. En este caso fue leyendo azarosamente el Nunca más, aquel testimonio de la Conadep que sirvió de base ética y jurídica para abrir los juicios a las cúpulas y -ahora además y por fortuna- también a los cuadros intermedios. Lo que me encontré en el Nunca más fue este párrafo que ahora es uno de los epígrafes de la novela: “Feced me expresó que iban a trasladar a mi hija a jefatura y que me la entregarían. Me dijo que me entretuviera mirando las fotos de unos álbumes de gran tamaño. No pude ver más de dos páginas. Eran fotos en colores de cuerpos destrozados de ambos sexos, bañados en sangre. Feced me expresó que lo que estaba viendo era sólo una muestra, que él era el hombre clave que iba a barrer con la subversión”. Si había habido esas fotos espantosas había habido alguien que las tomaba. Mi fantasía se quedaba otra vez a contramano de lo macabro. De ahí a imaginar que un fotógrafo así pudiera haber trabajado para el diario del poder no hubo más que un paso. Lo di contento aunque nervioso, y como por arte de magia empecé en esos días a encontrar toda clase de indicios de que estos hechos eran más que verosímiles; eran hiper-reales.
Por ejemplo encontré otro fotógrafo, uno que salió en el diario diciendo que él había sacado las fotos de los cuerpos de las monjas francesas arrojadas al Río de la Plata después de que las denunciara Astiz. No sólo lo encontré: propuse hacerle una entrevista y todo, pero a él no le dieron crédito (ahora se sabe que los cuerpos de los que él dijo haber hecho retratos no eran de ellas, pero en ese momento todo era posible, y más para mí, que estaba viendo líneas de unión por todas partes con la puntillosidad de un paranoico del pasado).
4.
Hacia fines del año 2002, cuando ya llevaba casi diez años de tratar de hacer algo con tantos materiales diversos, fui a escuchar una serie de ponencias que se organizaron en las ex salas de una clínica maternal del centro de la ciudad, donde funciona desde siempre (para mí) uno de los edificios de la Universidad de Buenos Aires. Se presentaban entre otros trabajos los realizados por jóvenes investigadores en derechos humanos. Cuando entré a una de las aulas, en cuyo pizarrón había una serie de anotaciones que se ve habían quedado de alguna clase, me sentí enseguida molesto por una muletilla. Antes de cada frase perteneciente a un autor o a un texto el expositor decía, adoptando un tono lo más neutro posible, “cito”. Después decía la frase u oración. Y después, “fin de cita”. No era la primera vez que escuchaba ese cliché académico pero sí la única en que empezó a resultarme insoportable. Me daba cuenta de que era casi imprescindible para demostrar qué de lo dicho pertenecía al expositor y qué al texto original. De lo que esencialmente se hablaba era de las estructuras totalitarias con que se impuso el modelo nazi en Alemania y, por extensión, en la sociedad argentina. Los expositores eran una pareja de chicas de pelo lacio y caras asustadas que desarrollaban su trabajo frente al pequeño auditorio que consistían otros colegas de su edad, sentados como yo en largos bancos, y un profesor de pelo ruloso y cortito que las escuchaba alentadoramente al lado suyo, junto al pizarrón. Citaban entonces el pensamiento de Hanna Arendt y de éste, la idea de que las estructuras totalitarias son sociedades secretas que funcionan a plena luz del día. Dos mundos separados pero que funcionaban al unísono, decían, el de los verdugos y las víctimas. Como consecuencia o quizás a raíz del olvido posterior, decían también, lo que se constituía en los discursos de las sociedades no era lo narrativo sino lo repetitivo. Los regímenes totalitarios, por su parte, más bien buscaban la renominalización de casi todo: así la dictadura se bautizó a sí misma proceso, a los operativos represivos los llamó enfrentamientos y a las ejecuciones, traslados. Entonces el discurso era un falso discurso. Me sentí aliviado al escuchar eso. Por ahí iba la cosa también con lo que estaba intentando escribir en mi novela. Sólo que en ésta el discurso falso no era precisamente el de las palabras sino de las imágenes: contra todo lo que mi cultura visual tendía a decir, la falsedad de una foto finalmente también era posible, o al menos intuí que podía serlo, aunque no podía aún descifrar cómo.
El día de esa exposición académica en la universidad escuché también esto: que el objetivo de una estructura totalitaria era ocultar todo, inclusive la voluntad de ocultar. El aparato represivo era la sociedad secreta que funcionaba a plena luz del día y para poder extender su dominio y su lógica exigía a sus miembros el cumplimiento de códigos muy estrictos: juramentos, amenazas, aprendizajes del silencio, pactos de sangre se habían constituido así en las virtudes del mal que necesitaba paradójicamente de su acatamiento para ejercitarse como tal. Tanto los secuestros como los asesinatos y las torturas requirieron de esa norma estremecedoramente virtuosa (como virtuosa es la actividad de cumplir con una cierta legalidad impuesta por la época). Pero al mismo tiempo, señaló en ese momento el profesor (y recuerdo perfectamente su nombre: Enrique Oteiza), el totalitarismo también tiene el deseo de que lo que ha hecho trascienda. Para que sus objetivos sean eficaces es necesario que todos sepan que lo que pasa se debe a su dominio. El totalitarismo opera por sustracción (de personas, de textos) y esto es lo que incide en la población en general, dijo y ahí ya no me sentí aliviado sino inquieto. A los centros de detención, se recordó a continuación repitiendo la muletilla del principio, se los llamaba lugares de reunión de detenidos (LRD), y a los prisioneros de guerra, citaron otra vez, delincuentes subversivos para eludir la convención de Ginebra. La reaparición del cliché en mi atención me recordó que lo era, pero esta vez ya no me pareció fastidioso sino una llave: si yo lograba aplicar el mismo procedimiento doble -de ocultamiento y exhibición- mi novela se iba a encauzar. Decidí incluir el relato del fotógrafo junto con mi diario personal y hasta con los fragmentos más imaginarios de lo que estaba escribiendo o incluso había escrito y publicado alguna vez. Me acordé de una novela de Antonio Tabucchi en la que el autor utiliza una muletilla gramatical para darle un ritmo, y termina usándola como título. Pensé por otra parte en algunas críticas que alguna vez me habían hecho daño con respecto a mi producción: “retazos mal digeridos de literatura”, había dicho de mi trabajo una mujer que yo estimaba, paralizándome. Y sin embargo resultaba que algunas cosas era imposibles decirlas, y otras resultaban intolerables hasta para la imaginación, pero no por no poder ser imaginadas sino porque, muy al contrario, un escritor como yo acababa de comprobar lo que cientos habían descubierto mucho antes: que en semejantes niveles de terror la realidad había sido y siempre sería superior. Así me vino la urgencia de buscar y colocar otra de las citas que abren este libro: “No dice lo que vio, pero dice que no lo puede decir, de manera que aquellas cosas que no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es no haber qué decir, sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir”, de Sor Juana Inés de la Cruz
5.
Queda quizás por último decir unas palabras acerca del modo en que esta novela se encuentra presentada a sus lectores. Como ustedes saben, aún no existe una versión de ella en papel impreso. A partir del conocimiento de que mis limitaciones para narrar lo cruento no se debían a mi incapacidad sino a la herencia del terrorismo de Estado, me sentí libre del peso de la solemnidad. Entonces la escritura se volvió muy placentera y veloz. Casi cualquier fragmento de lo que fuera asociando yo a partir de ese momento podía entrar en el cuerpo de la novela si aplicaba la ley de la cita. Surgió por último un narrador seudo crítico, suerte de alter ego que me iba a comentar y defender (y chistosamente también, por momentos, a atacar). Lo llamé Ernesto Mientes y lo doctoré profesor de la Universidad Castólica Melónica (la sigla me divirtió: UCAMELO). El tendría a su cargo la sustentación de una larguísima ponencia acerca de, como dice en alguna parte que ahora no puedo ubicar, la obra inédita de Alejandro Margulis. Juego de espejos entre lo que no se permite decir y lo que lucha por ser dicho pese a todo, antes que exaltación del solipsismo. Pero también autocrítica mordaz de un modo de ser por cierto narcisista que me es propio -y conmigo a muchos, que conozco- en estos tiempos difíciles. Aceptar lo fragmentario como marca de época pero también como condición inevitable del tema que quería contar me habilitó la decisión de publicarla como obra terminada en Internet.
Si un antecedente tuvo mi camino hacia esta novela fue el día en que, al segundo año de trabajar en el diario La Nación, cayó en mis manos casualmente una revista de fotografía. Después de hojearla distraídamente un artículo centró mi interés. Escrito de modo catedrático pero legible explicaba los orígenes y desarrollo del arte perdido de la fotografía de difuntos. No viene a cuento repetir acá todos los conceptos que vertía apasionadamente su autor (sí quizás consignar que su apellido, Príamo, me resultó familiar). Lo importante es que el trabajo se basaba en la recuperación que él había hecho del archivo fotográfico de un famoso retratista esperancino Fernando Paillet, con el auspicio de una fundación benéfica de la capital, y que describía las características de las ars moriendi argentinas a partir de la historia de vida y el trabajo de Paillet. Esa fue la primera vez que vi imágenes de difuntos consideradas como tales; los cuerpos muertos estaban en sus féretros muy bien vestidos y maquillados, había algunos de adultos y otros de bebés de pecho. Vi ahí también criaturas atadas a una sillas y otras más que en este momento me resulta difícil describir con precisión. La vista de esas fotos disparó entonces en mí una explosión de asociaciones.
En realidad las asociaciones iban a empezar a surgir a partir de ese momento en mi conciencia de un modo tedioso. Por algún motivo que entonces no podía explicarme, esas imágenes poco a poco fueron desplazando de mis intereses otros motivos sin duda más amables. Lo primero que hice fue inscribir una hoja de ruta argumental en las mismas páginas de la revista. Con un marcador azul fui colocando redondeles y haciendo dibujitos alrededor de las fotos en blanco y negro que ilustraban la nota. Hice globos obvios con frases del tipo “qué lindo soy” unidas por flechas de historieta a los cadáveres retratados. Los retratos eran de los parientes de Paillet, a quienes él mismo había fotografiado no entendí si para experimentar las técnicas o por pura morbosidad. Un movimiento de la creación siempre lleva a otro y bastó que empezara a animármele a esos espectros para que se despertara en mí la imaginación más macabra. Al cabo de media hora las hojas de la revista estaban llenas de flechas, números y letras. Me sentí exhausto pero feliz; después me vino un cansancio enorme. En pocas semanas mi casa entera, mi estudio, mis otros proyectos personales sufrieron las consecuencias de esa visión que extrañamente comenzó a resultarme de mal gusto y absolutamente demodé.
2.
Quiero en este punto decir que a mí, como a algunos, la dictadura me pescó desprevenidos. No sé si por mi condición de clase o por mi edad (yo era en esos años un adolescente nieto de un judío industrial, que vivía en la Recoleta), o quizás por el apoliticisismo militante de mi madre, muy poco era lo que tenía en claro de los hechos aberrantes que sucedían a mi alrededor. Salvo por la desabrida enseñanza escolar, mi primer contacto con la historia y la política fueron una serie de láminas gigantes, que venían en la enciclopedia de las revoluciones que juntaba fascículo a fascículo, cada semana, sin leerlas pero con la intuitiva inquietud de un coleccionista precoz. Luego supe que la dictadura había prohibido esos fascículos por considerarlos un material subversivo pero para los días en que los compraba a mí sólo me apasionaba llevar adelante un juego muy peculiar. Ese juego era el siguiente: sobre la alfombra pegada al piso de la pieza (moquet beish) desplegaba los retratos de los grandes hombres de la historia, que eran grandes en verdad, como una sábana cuadrada, me arrodillaba primero encima de esas láminas de papel para desdoblarlas, me acostaba arriba -eran tan grandes que mi cuerpo estirado no alcanzaba a cubrir toda su extensión- y después me paraba para verlos en perspectiva. En el piso de la pieza las caras de papel de los grandes hombres de la historia ocupaban todo el espacio disponible entre la cama y el mueble funcional, forrado en fórmica, que hacía las veces de biblioteca, escritorio y cajoneras. Entonces me subía a la silla con rueditas y estirado en puntas de pie bajaba de la parte de arriba de la biblioteca la caja de dardos de plástico, con puntas de acero dorado. Sin moverme de ahí iba lanzando los dardos sobre las caras de esos hombres impresionantes. Los clavé primero a los más claramente antipáticos: así terminé con la cara de papel celcote de adolfo hitler (le guardaba rabia al personaje desde una vez que mi madre me había pegado una cachetada en el último asiento de un colectivo, delante de todo el mundo, para que dejara estirar el brazo derecho estúpidamente al grito de jail jitler); pero después seguí con Juan Domingo Perón y con Mao Tse Tung o incluso luego, llevado por la inercia de ese festín destructivo dejé convertido en papel picado el amoroso espectro impreso de mahatma Gandhi. Ninguno de esos personajes me decían a mí nada de nada, esa es la triste verdad. Pero sus imágenes gigantescas despertaban furor y ansia de destrucción.
Afortunadamente en esa misma época también me vino la costumbre de quemar en la hornalla de la cocina los soldaditos de plástico que venían en el doble fondo de las bolsas de cereales. Los quemaba empezando por el fusil extendido, atento a cómo los goterones negros iban cayendo mientras una llama redonda y azul avanzaba hacia las cabezas; o los quemaba desde la cabeza a los pies, especulando cuánto tiempo tardaría en consumirse la figura. Cuando no los quemaba los encerraba en las hieleras de goma del congelador. La pasión crematoria habría podido durar años de no ser porque un día, sorpresivamente, mi madre le preguntó a la empleada doméstica qué eran esas manchas negras que había en el techo de la cocina. “Debe ser el hollín que entra por la ventana, señora”, dijo la empleada y se puso a limpiar el techo con un trapo apretado en la punta del secador de pisos. Ese día decidí torturar nada más que en frío.
3.
De modo que estuve durante mucho tiempo obsedido por la obstinada decisión de contar el legado que aquellas experiencias tempranas con el horror habían provocado no sólo en mí sino en todos los que, como yo, crecimos en la ignorancia del terror. Pero la intensidad que le ponía a ese objetivo era discontinua y, salvo por una serie de articulaciones sobre el pasado que fui haciendo en una revista literaria -como el descubrimiento de que los desaparecidos eran reales a partir de encontrar a una escritora cuyos cuentos habíamos publicado, sin conocerla personalmente, en las primeras listas de secuestrados que publicaron las organizaciones de derechos humanos-, salvo por eso, repito, la presencia de la muerte fue durante casi toda mi juventud algo imposible de asimilar. El descubrimiento casual de las imágenes de difuntos en esa revista de fotografía entonces me perturbó profundamente. Si bien yo había visto alguna vez las clásicas, inolvidables tomas de los prisioneros de los campos de concentración que Susan Sontag considera con razón el “antes y después” de la fotografía como máquina de representación, fueron esas fotos tomadas por motivos mucho más inocentes, cien años atrás, y en un pueblo del interior del país, las que me impusieron un nexo con la realidad de mi país. Casi todo lo que yo estaba escribiendo en esa época quedó suspendido a la espera de que ese material hiciera su trabajo en mi conciencia -estoy hablando de una novela cuyas páginas más lejanas empezaron a escribirse hace más de una década atrás. Acumulé un poco maníacamente entonces todo registro que fui encontrando sobre las artes de difuntos; compré libros y pinté calaveras con esmalte sobre planchas de telgopor (que después quemé asustado de mi propia morbosidad); hasta tal punto llegó mi delirio que arrastré a la madre de mi hijo, a mi hija de tres años y al varón recién nacido a un tedioso “viaje literario” hasta el cementerio de Esperanza, en busca de la tumba de Fernando Paillet.
Paralelamente a eso había empezado a trabajar en el diario del poder. Como por reflejo o autoprotección empecé a escribir un diario de lo que me sucedía en esos días. Entraban como en todo diario cosas personales pero muchas de las que me hacían sentir mal en esa empresa centenaria, cuyos códigos -fui entendiendo poco a poco- eran absolutamente compatibles con el estilo de los políticos que gobernaban en esos años. La Nación no era un diario como es ahora, que trabaja en un rol de oposición: sus principales columnistas aplaudían el desguace del Estado y condescendían la frivolidad de la clase gobernante en la medida en que ésta respondía a los intereses conservadores de la administración de la cosa pública. En la edición de los contenidos periodísticos el doble discurso también era funcional al estilo del Gobierno. Así podía llegar a criticarse moderadamente algún que otro intento de constreñir la libertad de expresión o las vistas gordas con que la administración permitía excepciones flagrantes (por caso, las inmobiliarias en la ciudad de Buenos Aires), y con estos eufemismos se evitaba hablar de actos de desfalco, licuado de dinero manchado con sangre o sobornos. También en el orden de la cultura funcionó en esos años de la década del 90 un sistema de permisividad complaciente; no podía publicar algunas cosas que yo iba sabiendo por el repentino privilegio que me daba ejercer el periodismo desde un ámbito tan solicitado (porque la idea de “la vidriera” les interesa siempre a todos, aunque tenga los bordes sucios), y me retiraba catárticamente a las páginas de mi diario personal. El diario personal y el diario real se unieron así a los intentos de escribir sobre los legados del pasado; de la fotografía de difuntos se me ocurrió hacer la asociación con un posible fotógrafo que hubiera trabajado para la dictadura retratando cadáveres, y en eso estaba cuando la realidad se me cruzó otra vez por delante dándome miedo de seguir. En este caso fue leyendo azarosamente el Nunca más, aquel testimonio de la Conadep que sirvió de base ética y jurídica para abrir los juicios a las cúpulas y -ahora además y por fortuna- también a los cuadros intermedios. Lo que me encontré en el Nunca más fue este párrafo que ahora es uno de los epígrafes de la novela: “Feced me expresó que iban a trasladar a mi hija a jefatura y que me la entregarían. Me dijo que me entretuviera mirando las fotos de unos álbumes de gran tamaño. No pude ver más de dos páginas. Eran fotos en colores de cuerpos destrozados de ambos sexos, bañados en sangre. Feced me expresó que lo que estaba viendo era sólo una muestra, que él era el hombre clave que iba a barrer con la subversión”. Si había habido esas fotos espantosas había habido alguien que las tomaba. Mi fantasía se quedaba otra vez a contramano de lo macabro. De ahí a imaginar que un fotógrafo así pudiera haber trabajado para el diario del poder no hubo más que un paso. Lo di contento aunque nervioso, y como por arte de magia empecé en esos días a encontrar toda clase de indicios de que estos hechos eran más que verosímiles; eran hiper-reales.
Por ejemplo encontré otro fotógrafo, uno que salió en el diario diciendo que él había sacado las fotos de los cuerpos de las monjas francesas arrojadas al Río de la Plata después de que las denunciara Astiz. No sólo lo encontré: propuse hacerle una entrevista y todo, pero a él no le dieron crédito (ahora se sabe que los cuerpos de los que él dijo haber hecho retratos no eran de ellas, pero en ese momento todo era posible, y más para mí, que estaba viendo líneas de unión por todas partes con la puntillosidad de un paranoico del pasado).
4.
Hacia fines del año 2002, cuando ya llevaba casi diez años de tratar de hacer algo con tantos materiales diversos, fui a escuchar una serie de ponencias que se organizaron en las ex salas de una clínica maternal del centro de la ciudad, donde funciona desde siempre (para mí) uno de los edificios de la Universidad de Buenos Aires. Se presentaban entre otros trabajos los realizados por jóvenes investigadores en derechos humanos. Cuando entré a una de las aulas, en cuyo pizarrón había una serie de anotaciones que se ve habían quedado de alguna clase, me sentí enseguida molesto por una muletilla. Antes de cada frase perteneciente a un autor o a un texto el expositor decía, adoptando un tono lo más neutro posible, “cito”. Después decía la frase u oración. Y después, “fin de cita”. No era la primera vez que escuchaba ese cliché académico pero sí la única en que empezó a resultarme insoportable. Me daba cuenta de que era casi imprescindible para demostrar qué de lo dicho pertenecía al expositor y qué al texto original. De lo que esencialmente se hablaba era de las estructuras totalitarias con que se impuso el modelo nazi en Alemania y, por extensión, en la sociedad argentina. Los expositores eran una pareja de chicas de pelo lacio y caras asustadas que desarrollaban su trabajo frente al pequeño auditorio que consistían otros colegas de su edad, sentados como yo en largos bancos, y un profesor de pelo ruloso y cortito que las escuchaba alentadoramente al lado suyo, junto al pizarrón. Citaban entonces el pensamiento de Hanna Arendt y de éste, la idea de que las estructuras totalitarias son sociedades secretas que funcionan a plena luz del día. Dos mundos separados pero que funcionaban al unísono, decían, el de los verdugos y las víctimas. Como consecuencia o quizás a raíz del olvido posterior, decían también, lo que se constituía en los discursos de las sociedades no era lo narrativo sino lo repetitivo. Los regímenes totalitarios, por su parte, más bien buscaban la renominalización de casi todo: así la dictadura se bautizó a sí misma proceso, a los operativos represivos los llamó enfrentamientos y a las ejecuciones, traslados. Entonces el discurso era un falso discurso. Me sentí aliviado al escuchar eso. Por ahí iba la cosa también con lo que estaba intentando escribir en mi novela. Sólo que en ésta el discurso falso no era precisamente el de las palabras sino de las imágenes: contra todo lo que mi cultura visual tendía a decir, la falsedad de una foto finalmente también era posible, o al menos intuí que podía serlo, aunque no podía aún descifrar cómo.
El día de esa exposición académica en la universidad escuché también esto: que el objetivo de una estructura totalitaria era ocultar todo, inclusive la voluntad de ocultar. El aparato represivo era la sociedad secreta que funcionaba a plena luz del día y para poder extender su dominio y su lógica exigía a sus miembros el cumplimiento de códigos muy estrictos: juramentos, amenazas, aprendizajes del silencio, pactos de sangre se habían constituido así en las virtudes del mal que necesitaba paradójicamente de su acatamiento para ejercitarse como tal. Tanto los secuestros como los asesinatos y las torturas requirieron de esa norma estremecedoramente virtuosa (como virtuosa es la actividad de cumplir con una cierta legalidad impuesta por la época). Pero al mismo tiempo, señaló en ese momento el profesor (y recuerdo perfectamente su nombre: Enrique Oteiza), el totalitarismo también tiene el deseo de que lo que ha hecho trascienda. Para que sus objetivos sean eficaces es necesario que todos sepan que lo que pasa se debe a su dominio. El totalitarismo opera por sustracción (de personas, de textos) y esto es lo que incide en la población en general, dijo y ahí ya no me sentí aliviado sino inquieto. A los centros de detención, se recordó a continuación repitiendo la muletilla del principio, se los llamaba lugares de reunión de detenidos (LRD), y a los prisioneros de guerra, citaron otra vez, delincuentes subversivos para eludir la convención de Ginebra. La reaparición del cliché en mi atención me recordó que lo era, pero esta vez ya no me pareció fastidioso sino una llave: si yo lograba aplicar el mismo procedimiento doble -de ocultamiento y exhibición- mi novela se iba a encauzar. Decidí incluir el relato del fotógrafo junto con mi diario personal y hasta con los fragmentos más imaginarios de lo que estaba escribiendo o incluso había escrito y publicado alguna vez. Me acordé de una novela de Antonio Tabucchi en la que el autor utiliza una muletilla gramatical para darle un ritmo, y termina usándola como título. Pensé por otra parte en algunas críticas que alguna vez me habían hecho daño con respecto a mi producción: “retazos mal digeridos de literatura”, había dicho de mi trabajo una mujer que yo estimaba, paralizándome. Y sin embargo resultaba que algunas cosas era imposibles decirlas, y otras resultaban intolerables hasta para la imaginación, pero no por no poder ser imaginadas sino porque, muy al contrario, un escritor como yo acababa de comprobar lo que cientos habían descubierto mucho antes: que en semejantes niveles de terror la realidad había sido y siempre sería superior. Así me vino la urgencia de buscar y colocar otra de las citas que abren este libro: “No dice lo que vio, pero dice que no lo puede decir, de manera que aquellas cosas que no se pueden decir, es menester decir siquiera que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es no haber qué decir, sino no caber en las voces lo mucho que hay que decir”, de Sor Juana Inés de la Cruz
5.
Queda quizás por último decir unas palabras acerca del modo en que esta novela se encuentra presentada a sus lectores. Como ustedes saben, aún no existe una versión de ella en papel impreso. A partir del conocimiento de que mis limitaciones para narrar lo cruento no se debían a mi incapacidad sino a la herencia del terrorismo de Estado, me sentí libre del peso de la solemnidad. Entonces la escritura se volvió muy placentera y veloz. Casi cualquier fragmento de lo que fuera asociando yo a partir de ese momento podía entrar en el cuerpo de la novela si aplicaba la ley de la cita. Surgió por último un narrador seudo crítico, suerte de alter ego que me iba a comentar y defender (y chistosamente también, por momentos, a atacar). Lo llamé Ernesto Mientes y lo doctoré profesor de la Universidad Castólica Melónica (la sigla me divirtió: UCAMELO). El tendría a su cargo la sustentación de una larguísima ponencia acerca de, como dice en alguna parte que ahora no puedo ubicar, la obra inédita de Alejandro Margulis. Juego de espejos entre lo que no se permite decir y lo que lucha por ser dicho pese a todo, antes que exaltación del solipsismo. Pero también autocrítica mordaz de un modo de ser por cierto narcisista que me es propio -y conmigo a muchos, que conozco- en estos tiempos difíciles. Aceptar lo fragmentario como marca de época pero también como condición inevitable del tema que quería contar me habilitó la decisión de publicarla como obra terminada en Internet.
Alejandro Margulis
Mar del Plata, 2006
Coda
Varios años después (diciembre de 2010), este libro cambió y dejó de lado (es decir, en Internet) la base solipsística para convertirse en una ficción cuya peripecia y personajes fueron construidos más o menos tradicionalmente. Con el título “Novela de difuntos y colegialas” ha comenzado a circular en una profesional edición a demanda, una modalidad de publicación que parece venir a cubrir la brecha que existe hoy en día entre las ofertas de muchas editoriales y las de quienes, por una razón u otra, no logramos coincidir con los parámetros del mercado o de las modas. Los interesados en leerla pueden escribir directamente al autor a alejandromargulis@ayeshalibros.com.ar
Mar del Plata, 2006
Coda
Varios años después (diciembre de 2010), este libro cambió y dejó de lado (es decir, en Internet) la base solipsística para convertirse en una ficción cuya peripecia y personajes fueron construidos más o menos tradicionalmente. Con el título “Novela de difuntos y colegialas” ha comenzado a circular en una profesional edición a demanda, una modalidad de publicación que parece venir a cubrir la brecha que existe hoy en día entre las ofertas de muchas editoriales y las de quienes, por una razón u otra, no logramos coincidir con los parámetros del mercado o de las modas. Los interesados en leerla pueden escribir directamente al autor a alejandromargulis@ayeshalibros.com.ar
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