Por Estela Calvo*
(para La Tecl@ Eñe)
(para La Tecl@ Eñe)
Los defensores de los derechos de los pueblos originarios, han acuñado estos términos sustituyendo indio, indígena, aborigen, para destacar, justamente, el hecho de haber sido los primeros en habitar estas tierras; los que poblaron las pampas, los bosques y los desiertos hace miles de años, mucho antes de la llegada del español y por ende, mucho antes de que Argentina y los demás países de América existieran como tales.
Si la anterioridad de permanencia brinda algún derecho, se podría decir que los pueblos originarios los tienen todos.
El español empujó, explotó, enfermó, eliminó buena parte de esa población y a la vez impuso su cultura y su lengua y al mismo tiempo en alguna medida, ambas culturas, la del invasor y la del invadido, se fundieron produciendo nuevas realidades: sincretismo, mestizaje, fagocitación... palabras que fueron definiendo, a lo largo del tiempo, el nuevo orden de las cosas.
Pero no solo el invasor español consideró a los indios como meros objetos vivientes, aptos para cumplimentar las necesidades y deseos del hombre blanco (laborales, sexuales y de cualquier índole) especímenes propios de la exploración de un naturalista, animales…
“Envié a una casa que es de la parte del río del Poniente, y trujeron siete cabezas de mujeres entre chicas e grandes y tres niños” …
escribe Colón en su diario del 12 de Noviembre 1492… inaugurando la equivalencia mujeres indias - ganado. . “Ganado” retirado de su casa para llevarlo a España como muestra de lo encontrado en las nuevas tierras, sin preguntar, obviamente, si tal “ganado” deseaba emprender ese viaje.
Naturalmente que el argentino descendiente de aquellos conquistadores, la clase blanca que gobernó el país posteriormente, la famosa generación del 80 con Sarmiento, Mitre y Roca entre sus máximos dignatarios, siguió considerando al indio de la misma manera y arrojarlo primero de sus tierras hacia regiones mas remotas y exterminarlo luego en donde diera lugar, fue todo una sola y misma campaña. Merced a este tratamiento, muchos de esos pueblos originarios desaparecieron por completo. Pero el exterminio no solo fue desaparición. Algunos lograron sobrevivir. Los que mejor lo hicieron fueron los que, más aislados, pudieron sostener sus tierras y sus costumbres, su lengua, sus formas de gobierno, las modalidades de alimentación, de educación, la transmisión de sus valores ancestrales, de sus relatos, de sus mitos, la administración de sus recursos, su religión y su cosmovisión. Pero aquellos que entraron en contacto con el blanco, perdieron sus referencias culturales, ya no pudieron sostener sus experiencias vitales y pronto se vieron enfermos, reducidos, invadidos no solo en sus territorios, en los que se iban cercenando partes, plantas, pájaros, que eran cercados incluyendo sus ríos en los que se les impedía ir a pescar, perdiendo así una fuente fundamental de alimentación; sino invadidos también por la introducción del alcohol, el dinero y el consumo, la incorporación de elementos que al no poder ser integrados a sus estructuras culturales ya heridas, irrumpieron avasallando y destruyendo toda capacidad de reacción. Así, no se adaptaron, no encontraron alguna manera de defenderse, se empobrecieron, se desnutrieron, fueron quedando sumidos en la pasividad, la privación y la tristeza.
Indolentes y perezosos, los llama el blanco, después de haberlos destrozado a través de siglos de tortura infinita.
Y contra lo que podría esperarse de los tiempos presentes, en que cabría contar con un pensamiento más civilizado, lo que implicaría decir más tolerante, dialógico y capaz de abarcar la complejidad, vamos viendo semana a semana en esta Argentina, como esos habitantes originarios siguen siendo acorralados, desplazados, desalojados de los lugares que históricamente les pertenecen, avasallados, reprimidos y muertos, con un afán que parece decidido a eliminarlos de la tierra.
La muerte que sobreviene por desnutrición o por las balas de los piratas de todo tipo (gobernantes, sojeros, terratenientes, punteros, vecinos con poder) que acechan sus despojadas pertenencias territoriales, es muerte que trasciende. Paradojalmente, esa muerte los hace visibles. Pero solo por un rato. Los supuestos blancos, -aún los que nos reconocemos mestizos porque somos siempre resultado de la mezcla de diferentes culturas y quisiéramos recorrer un destino común-, volvemos a nuestras actividades sin atinar a encontrar el grito que desgarre los muros del poder y abra para ellos un camino distinto. Y ellos, pasado el torbellino de las noticias que propagan la muerte y ponen a descubierto el aplastamiento del hombre por el hombre, retornan a su exilio.
Retornan a su exilio. Ellos que son los habitantes originarios, los dueños ancestrales de la tierra, los que inicialmente la poblaron, la cuidaron, tomaron sus frutos y la celebraron, hoy sobreviven exiliados en ella.
Paradoja mayor aún que la anterior: están exiliados en su propio país, en su paisaje. Si el exilio es una experiencia despojante, deshumanizante, desarraigante, dura, oscura y difícil, el des-tierro en la propia tierra inhabilita hasta la idea del retorno, el sueño del reencuentro, de refugio en el hogar perdido… anhelos que alimentan la esperanza de quienes se han visto obligados a escapar de los horrores del hambre, la guerra o la persecución política. Si el exiliado se ve obligado muchas veces a aprender otra lengua y a dejar la suya para el ámbito doméstico exclusivamente, esto es entendible en la medida en que se realizado un traslado a otro país, pero ¿cuál es el sentimiento de quién tiene que dejar de hablar su lengua, cuando no se ha movido de su lugar, pero las escuelas y las instituciones por donde transita no conocen ni respetan ni permiten esa lengua, cuando no está directamente prohibida?
El desterrado en su propia tierra ni siquiera puede decir, con Juan Gelman
“Estoy desterrado de vos. Mis pies pisan otras tierras, y la cosa es que viva yo en otras tierras sin mentirme, sin mentir”… El indio es un desterrado aunque pise su propia tierra y desterrado también de su lengua aunque no haya cambiado de país.
Quienes han hablado del exilio han señalado como una de las características más feroces del mismo la imposibilidad de soñar y de desear. Y si no hay deseo, lo que sobreviene, a la larga, es la cercanía de la muerte. Por lo menos, de esa que se llama muerte en vida.
Seguramente quienes más resisten a esta mortificación son aquellas comunidades que han sostenido sus banderas de lucha e intentan permanentemente defender su cultura y ser reconocidos en sus derechos: los comunes a todos y aquellos que provienen de sus particularidades culturales.
Seguramente también, eso que el blanco llama impunemente, “pereza”, “indolencia”, se corresponde a la pérdida del deseo y de los sueños. Nada que soñar, nada que desear, nada que vivir.
¿Podemos revertir semejante situación? Pregunta para dejar actuando. Para responder socialmente, comunitariamente. Desde las propias comunidades hasta las dirigencias políticas y sociales que ven el problema y son sensibles a él y todos los interesados en resolverlo. De hacer algo depende no solo la suerte de los pueblos originarios, sino la de todos, porque con ellos se va y
se pierde parte de lo que somos, raíces sin las cuales, tarde o temprano terminaremos secándonos.
Lo primero, claro está, prioritario y esencial, es detener los desalojos en todo el territorio argentino. Legalizar la posesión de las tierras de una vez y hacer cumplir la ley. Y garantizar los recursos económicos, educativos y sanitarios que permitan el real ejercicio de todos sus derechos. Cuestión de decisión política.
Pero no se cierra allí el tema. Hay algo más que necesitan estas comunidades. Es volver del exilio. Es retornar. Pero no el retorno imposible de volver a ser lo que eran allá cuando el español no había invadido, conquistado y cubierto a América, no un volver atrás a aquel suelo originario, al reencuentro con lo que fue su cultura en los tiempos míticos, sino un retorno hacia adelante, un acto de invención, algo nuevo que incluya parte de lo que fue y lo que se perdió y lo proyecte de algún modo. Un hacer con el exilio.
Claro que no se como se hace, pero se que hay que hacerlo. Pienso en principio, en el nombre de “reserva” con que se designa el permiso provisorio de ocupación de tierras otorgado por el Estado a grupos indígenas hasta tanto se practiquen los deslindes individuales correspondientes y que entre nosotros suena mas a discriminación que a protección y se me ocurre que hay un sentido oculto en ese nombre que conviene descubrir: el de reserva como aquella fuente de recursos y de valores a los cuales es posible recurrir en tiempos de escasez o de crisis. Hay algo de nuestra identidad, de lo que somos, que tenemos que ir a buscarlo allí.
Pueblos del Gran Chaco - Esta bendita tierra de los Qom (o Tobas)
DERECHO A SER
Derribarás un árbol, dos, tres, cuatro. Pero las raíces no.
Siempre hay unas raíces y unos árboles que se salvan de los cuales brotan otros.Encerrarán un ave, dos, tres, cuatro.
Pero su canto no.
Y hay dos como el aire: la esperanza y el amor.
La memoria de los ancianos es el más real de los escritos.
Se oía en el campo y en ciudades, como el trinar de los pájaros, y como el rayo del sol.
El tirano quería detenerlo, pero no pudo, no: en sus propios ojos, estaba, en sus oídos.
Si cerraba sus ojos, lo oía, si no quería oír, lo veía.
David Zacarías Maestro de idioma toba Pcia. R. Sáenz Peña: 1992
(tomado de Varela en red. Raíces, argentinas.)
(tomado de Varela en red. Raíces, argentinas.)
*Psicóloga, dramaturga e integrante del grupo de Teatro Comunitario Res o no Res
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