28 diciembre 2012

Especial Ley de Medios/Corporaciones ¿en qué sentido?/Por Horacio González


Corporaciones ¿en qué sentido?

Por Horacio González*

(especial para La Tecl@ Eñe)



                Va y viene entre nosotros la expresión “corporaciones”, que resulta ser una formidable interpretación, y según el caso, una recusación muy enfática de las instituciones que se cierran sobre sí mismas, reagrupándose en torno a sus intereses primarios o particularistas. En los últimos tiempos, por obra de la intensa lucha por el poder que recorre a la sociedad argentina, se expandió el término corporaciones con el sentido de un obstáculo a la libre circulación de iniciativas sociales y obstrucción de un ideal universalista de ciudadanía.

                La palabra corporación tiene un viejo arraigo en el lenguaje político. Por un lado su origen funcionalista, con el que se quiere señalar que un cuerpo común regula un conjunto diverso de funciones, lo que no contrasta, por otro lado, con otra interpretación de base un tanto mística. El aserto común “somos una gran familia”, que suelen decir muchos discurseadores en las fiestas de fin de año de empresas y establecimientos de todo tipo, no son otra cosa que los restos en el lenguaje oficioso de una gran ilusión organicista. Se trata de un cuerpo místico como fórmula utopista de protección y creación de lazos a modo de un linaje subyacente; que siempre subsiste fantasmal, a pesar de los conflictos. Lo cierto es que las corporaciones son quizás una de las más arcaicas formas de agrupamiento social y económico. La visión de que los hechos sociales y económicos pertenecen a una autodeliberación –mejor digamos a una conciencia que procede con intereses asumidos y distintos grados de autonomía-, es una moderna creación del pensamiento humano colectivo. La gran idea de “sociedad”, “socius”, estaba inscripta en la lengua de antiguas formas asociativas de vida. Pero recién con la era de la industria, el maquinismo, la disolución del mundo campesino y lo que Marx llamó “acumulación primitiva”, advino la amplia aceptación de la idea de sociedad. Es la gran creación del siglo XIX.
                En consonancia con ella, se privilegió en todas las reflexiones políticas cierto sentido atomístico de la trama social, a veces interpretada como una vasta colección abstracta de individuos, a quienes solo una concepción de la ciudadanía les permitiría no recaer en átomo personal desmigajado. Se potencia así la idea de ciudadano como juego de derechos y obligaciones entrelazados. Y esto ocurre, sea en un pacto social, sea en acuerdos generales creadores de soberanía colectiva, donde se ceden partes que en un “estado de naturaleza” pertenecerían al individuo, pero si van formando de un ámbito incesante de donaciones mutuas, se crea la sociedad. En cesiones de intereses privados, entregadas en simultáneo por todos a una conciencia colectiva, de inmediato estos actos son recibidos como fundación. La idea misma de ciudadano es lo que se funda. Sin embargo, un leve aroma corporativo tienen estos pactos sociales y voluntades generales. Subyacen los recuerdos del alodio medieval, de la núcleo económico cooperativo alrededor de pater familiae, de las grandes ligas económicas que marcaron el medioevo y los comienzos de gran mercantilismo, como la Liga Hanseática, fundadora de ciudades, creadora de lenguas mercantiles y sostenedora de proyectos supra-regionales, donde lo corporativo y de federativo accionaban como términos complementarios, siendo la expresión “feudal” un antecedente muy probable del término “federal”.
                Se podría decir que lo que llamamos capitalismo es el máximo grado de universalidad alcanzado por su célula madre, lo que en el primer capítulo del El Capital se denomina “fetichismo de la mercancía”, que es un acto de reflexión colectiva que desvía su noción de realidad, con una elevada elaboración ideológica por la cual se sustituye la producción humana como sentido de la historia, por una animación alegórica de los productos que emanan de ella. La obra del hombre crea poderes en contra de lo humano mismo. Por eso “piensan” las cosas, porque se anula la autodeliberación de los productores. Se asemeja este pensar sustitutivo a las religiones. La ruptura del mundo comunitario, que era la proyección de la corporación mercantil sobre su ideal de organización comunal, no originaba una sociedad igualitaria sino un capitalismo convertido en pensamiento incapaz de autoreflexión. Se llamaba capitalismo a la creación abstracta del ciudadano omitiendo al productor. La crítica al ciudadano la hacía el productor que lograba no ser confiscado por la máquina abstracta del maquinismo capitalista. Pero en una dramática inversión, la teoría política de mediados del siglo XX, iría luego a criticar la omisión de la “invención democrática” al despreciarse la autonomía del ciudadano. Favoreció esta crítica el resquebrajamiento de los cimientos de socialismo real soviético, convertido en procesos oscuros de mediación estatal que provocaban similares efectos de “fetichismo”, aunque en este caso organizacional.
La idea originaria de Marx de pasar de una abstracción indeterminada, el “ciudadano”, hacia el “productor” entendido como universal concreto, contenía bellos fracasos en por lo menos dos planos. Primero, porque como demostró todo el pensamiento emancipador post-soviético de los años 80, no era necesario suprimir la pertinencia de la esfera democrático-emancipadora en nombre de una sociedad de libre productores carente de mediaciones institucionales, buenas herederas de las revoluciones igualitaristas. Segundo, porque el propio Marx, en sus trabajos póstumos, llegó a revalorizar la idea de la comunidad, a través de sus reflexiones sobre el mir y la obschina, las comunas rurales rusas, que ya poseían indicios de propiedad común de la tierra, y que acaso permitirían un pasaje al socialismo –entonces, un socialismo comunitario- no atravesados por los axiomas de la “etapa burguesa”.
                De una manera u otra, el capitalismo cumplía con una oscura misión que sus teóricos tanto como sus críticos, no atinaron a definir muy bien. Era la de la existencia remanente de formas organizativas económicas basadas en indicios comunitarios, que con distinta prevalencia y peso, se entremezclaban en su opacidad con la noción de modo de producción capitalista. En verdad, el capitalismo real no se parecía demasiado a aquel del culto a la producción cosificadora de un autómata central generando sus obreros parcelarios, sino a un conglomerado de empresas que ocultaban muy deficientemente sus lógicas corporativas, que se apoderaban de áreas diversas de productividad en términos de lo que en el marxismo se llamó “irracionalidad de mercado” –contrapuesta a la racionalidad en el interior de cada una de sus unidades productivas-, y que al hacerlo, producían puntos de condensación que podían llamarse JP Morgan, United Steel Corporation, Krupp, Compañía de Indias, Compañía de Jesús, Google, Telmex, Telefónica, Clarín, Petrobrás, Pemex, Falkland Company, Microsoft, Monsanto, Barrick, HSBC, United Fruit, etc. ¿Distintas situaciones y disposiciones? Sin duda, enumeramos al azar empresas estatales y privadas, y también órdenes religiosas, no muy diferente en sus actuaciones a las financieras, de distintos tamaños y competencias, pero no estamos calificándolas necesariamente por su posición dominante en el mercado (incluso en el mercado de las almas), aunque en un sentido todas la tienen o la comparten con otra empresa del mismo rubro e igual condensación de poderes. Ni tampoco tuvimos en cuenta que en el caso de las empresas estatales –sobretodo si fueron recuperadas de un anterior proceso de privatización- hay que distinguir que su accionista mayoritario es el Estado, por lo cual entran en la condición de empresas públicas legítimamente competentes para abarcar áreas económicas de eminente sensibilidad social.
                 Puede haber corporación sin monopolización o monopolización relativa del mercado en términos de “anarquía capitalista”. En las grandes corporaciones privadas, se origina una identidad productiva con sus “logos” a la misma escala de los emblemas nacionales, y es de recordar a modo de rápida ejemplificación, que los obreros de Toyota cantan el himno de la empresa cada mañana al entrar a las cintas de montaje. La expresión “corporaciones”, por la profunda ambivalencia que posee, entre lo económico, lo político y la ética gerencial (los estilos de mando más o menos regimentadores), dota a este concepto de una gran capacidad para deslizarse por distintos estilos y formas organizativas. Así, llegamos a las corporaciones mediáticas, sindicales, jurídicas, que complementan lo que desde hace mucho tiempo, también se denomina corporación política, sucedáneo de lo que asimismo aparece bajo la denominación de “clase política”. Esto es, un conglomerado cruzado por toda clase de contradicciones ideológicas que no pocas veces enmascaran procedimientos de fondo constituidos por una urdimbre de acuerdos apriorísticos, fundados en ideologías más recónditas que las que aparecen en los textos heredados, compuestas por ataduras, contraprestaciones y reciprocidades que canjean permanentemente ciertos dones que hacen a un tejido implícito de intereses profundos compartidos.
                Más detectable son las corporaciones sindicales, comunicacionales, empresariales… ¿judiciales? Evidentemente, el comportamiento corporativo proviene de una herencia política estamental, respondiendo a un pensamiento del Totus, el conglomerado comunitario en estado de ofrecimiento y devoción, que tiene su lado pastoral y su lado mercantil, como la gran cadena de supermercados de Falabella, llamada precisamente así, Tottus. Una comodidad en la reflexión sobre la realidad social proviene de este Totus estamental. Si es mejor concebir una sociedad a la manera de un juego de estamentos que deje bien claras las identidades de mando, de servicios religiosos, económicos y militares, de “éticas protestantes”, de obediencias y sumisiones…¿por qué postular una sociedad en permanentes rupturas y conflictos, llamando “clases sociales” a lo que emerge de una disputa entre el capital y el trabajo, ya sea para convertirlas en la base de una verdad develada del enigma social (la lucha entre clases como lucha por el conocimiento finalístico de la historia) o la lucha morigerada con expresiones como “correcta distribución de la renta”, “pleno empleo”, “reparto de utilidades”, “equilibrio de poderes entre productores y propietarios”, “capitalismo con rostro humano”, etc.? La fórmula de la lucha de clases precisa de pedagogías y lenguajes incisivos para instalarse en la conciencia social, naturalmente nostálgica de la bucólica comunidad aldeana. Abandonar con respeto ese legado, postulaba Lenin en su gran trabajo “A qué herencia enunciamos”. 
                Es que el mundo contemporáneo se compone de la imposibilidad de la reconstrucción de sociedades estamentales y corporativas, pues el capitalismo no las necesita, y rechaza también las ideologías corporativistas del fascismo, que terminaron siendo una respuesta ineficaz y de un arcaísmo que algunos interpretaron poéticamente (como Gabriele D´Annunzio en su República del Fiume, que Mariátegui ve con críticas, aunque las dice con nostálgica simpatía), pero imposible desde el doble punto de vista de que se trataba de una contrarrevolución que hablaba como revolución, lo que la hacía al extremo riesgosa, y que tal exacerbación impedía funcionar a la mayoría de los aspectos prácticos del capitalismo. No obstante, no parecía carente de tino rememorar los aspectos añorados de las viejas comunidades medievales en la época del alto industrialismo, para fusionar formas de conducción disciplinarias con la productividad de la gran industria. Hubo que esperar hasta los experimentos de post guerra del capitalismo japonés y del chino, uno después del otro, para combinar aspectos rígidos del disciplinamiento social con aspectos manifiestos de la concentración capitalista. Particularmente, en el caso de la actual República China, a la concentración del mercado capitalista se le retiraba el control de la subjetividad disciplinante y al Estado se le mantenían rigores de una teleología productivista en la historia. Tal experiencia de conjunción capitalista-comunista pone en juego una dramática refutación de la construcción de horizontes humanos no interferidos por un cierre contundente de la propia experiencia histórica.
                En décadas anteriores solía hablarse del complejo militar-industrial (sobre todo la revista de la izquierda norteamericana Monthly Review) para señalar las bases reales del poder capitalista, ya no la plusvalía detectada por Marx, sino los excedentes provenientes de acciones militares con sentido económico y viceversa. Mezcla de capitalismo y corporativismo. No era este un punto de vista desacertado, a lo que habría que agregarle que mientras toda la teoría marxiana se establece en la idea de que el capitalismo crece en condiciones de legalidad y su “superestructura legal-judicial” está al servicio del propietario privado, el siglo veinte hizo evidente un tipo de comportamiento capitalista que surge de su ilegalidad. Una ilegalidad productiva, que permite que buena parte de las instancias jurídicas, culturales y específicamente productivas, usufructúen un ambiente de ilegalidad a gran escala. Mientras hay tribunales para todo, las decisiones últimas surgen de ámbitos cerrados al público, pero producto de circuitos o mandos que unifican en el sigilo de sus acciones, la rama legal de las sociedades y su rama ilegal. No es verdad que ésta se verifique tan solo en los tratos evidentes –y de carácter estamental, muchas veces vinculados a distintas formas de omertá-, de sectores policiales, del aparato jurídico, de porciones del aparato político. Esos son los modelos popularmente conocidos, alrededor del dealer, del desarmador de autos robados o del mercader de vidas. Para pensar, ocuparnos y re-legislar sobre estos temas, faltan conceptos y nuevas actitudes colectivas, que suelen esbozarse episódicamente, y que seguramente se darán cita en nuevas legislaciones tanto como en nuevas éticas de aplicación. Pero lo que importa efectivamente, es que estas formaciones del estilo de la 'Ndrangheta, modelo de negocios clandestinos basados en fabulaciones de amistad y coraje (la palabra es de origen griego: andragathía, que alude al coraje humano), se resuelven ahora en conglomerados sigilosos que dictaminan por medio de altas criminalidades corporativas. Suelen estar ligadas al racionalismo de lenguas políticas que solo ocultan decisiones estatales y para estatales (y para-económicas) ligadas al control o eliminación de personas. En muchos casos, estas organizaciones hacen trastabillar las viejas estructuras de los Estados Nacionales.
                La acepción actual con que se emplea entre nosotros la expresión corporaciones, se refiere al intento de refundar una noción general de ciudadanía y un Estado que haga de sus raíces sociales un acto irreversible de sostenimiento de una democracia no estamental y no condicionada por la reproducción capitalista de la ilegalidad. Desde luego, hay un sentimiento general de que dicha calificación no supone que una sociedad sea meramente una suma de corporaciones ni que, como es evidente, el sistema económico global no sea un perímetro de circulación de alta complejidad, donde la libertad y la necesidad, donde peticiones de emancipación y formas de control del flujo social, se hallan en permanente combinación. Tal es el caso de las corporaciones tecnológicas de las redes mediáticas y comunicativas, que actúan como arcaicas detentoras de todo el flujo colectivo, pero postulando un nuevo tipo de circulación sin Estado y una fórmula emancipatoria que excluye la pregunta sobre ellas mismas, revestidas de un altruismo ensoñado pero falso que recuerda los orígenes del capitalismo. Solo que ahora atacando el derecho de autor –basamento del orden burgués- para transponerlo a un orden filantrópico aparente, con un tipo de autorización post-burguesa que entiende el conjunto y la efusión de significados como una corporación supuestamente libre, pero haciendo convivir un nuevo tipo de empresario puritano con un reverdecimiento de la ilegalidad creadora. No es tiempo aun de hacer estos balances civilizatorios, con su contraparte de erosión de los legados clásicos.
                En vista de la complejidad del tema, vale la pena detenerse en expresiones que antes de cerrar los comportamientos de antiguas instituciones del estado y de las comunicaciones en recintos corporativos, puedan en cambio explicitar y juzgar sus momentos corporativos –o sus estilos corporativos- con adecuados llamados a la comprensión y crítica social de la obturación que provocan respecto a la propagación de los actos de la ciudadanía libre. Hay más estilos corporativos que corporaciones, y muchas otras veces, más corporaciones que pasan por empresas con responsabilidad social bien afirmada. Naturalmente, hay ciertas instituciones con más propensión corporativa que otras. Los ejércitos las tienen más que los entes comunicacionales. Pero no es esto así en nuestro país. La expresión de la Presidenta, al reiterar la alegoría de “fierros mediáticos” y deslizarla hacia el mundo judicial (“los fierros judiciales”), indica el tono dramático en que se realiza la lucha por la dirección concreta del colectivo social. Los temas planteados son cruciales y las parábolas empleadas, sin duda muy duras. La metáfora del “fierro” solía aludir a las fuerzas armadas. Aunque se debe considerar a éstas el origen de la metáfora de los fierros, se las interpreta ahora como menos ligadas a ella que a la memoria pendiente del horror, que las sobredetermina inexorablemente. No obstante, el foco deslizante de la alegoría fierresca se dirige hacia otros ámbitos: el comunicacional, el judicial.
                La palabra fierros proviene del argot de la política. Nada hay en ella que deba obstruir u ofuscar inadecuadamente el tema que está en discusión. Estamos asistiendo a la mayor discusión sobre el poder en la Argentina –su rumbo histórico y social-, de que se tenga memoria en las últimas décadas o aun, en un largo ciclo nacional, eso sí, excluyendo aquellas confrontaciones que se dirimieron por el uso no metafórico de las armas. Casi estaríamos tentar a decir que estamos ante las “formulas del pathos” en relación a íconos –en este caso del lenguaje habitual-, tal como las ha tratado un fundamental historiador del arte, hoy abundantemente citado, como Aby Warburg. Parecería que en el empleo de ciertos caracteres idiomáticos que provienen de un slang del castellano político, el idioma del cenáculo, la coloquialidad y la lunfardía atrevida, -que atraviesa en su resbalarse de un área institucional a otra-, está yacente una reconstitución de la lengua política argentina. Ella está siempre en peligro, como la lengua general, pero eso parece que es la condición para recrear un idioma de emancipación que reconozca las zonas oscuras de opresión. Así, puede concebirse que los estilos corporativos en las áreas comunicacionales, deban superar su verdadero encierro, que no es solamente su régimen de propiedad monopolista, sino también sus reclusiones de lenguaje, su construcción de una línea de inteligibilidad estrecha que avasalla al ser social de la lengua y a las imágenes más abiertas en relación a sus formas más insondables y sagaces. La nueva ley de medios hace radicar su valor de fondo no solo en la ampliación de la diversidad propietaria, sino en una nueva investigación de las imágenes y la construcción de una nueva temporalidad en la relación imagen-palabra. Una reformulación del sistema judicial, asimismo, no hace necesaria su elección a través de elecciones generales, pues se exportaría la lucha entre las facultades de opinar a la facultad de juzgar, que debe rencontrarse con su ideal de verdad de otra manera y no en la mera doxa. Pero la reconstrucción vendrá de las corrientes judiciales que hace tiempo actúan de manera lúcidamente reformista en el seno del conglomerado judicial más macilento.
                Vivimos un tiempo excepcional y riesgoso: abismal. Cabe la frase de Tácito que cita Mariano Moreno como apertura del ciclo nacional de las citas universales: Raros tiempos de felicidad en los que se puede pensar lo que se quiere, y decir lo que se piensa”. Es una recurrente frase de Tácito que sirve a nuestro propósito. La rareza alberga la condición misma de lo humano y su aptitud para el lenguaje. Una excepcionalidad no solo es escasa sino que nos introduce a un mundo de riesgo que quizás querríamos que no aparezca, pero es la condición para el pensamiento. Retengo de este momento, que existe lo grave pero también lo llamativamente avanzado en las discusión sobre las libertades, pues no solo impera en el habla la metáfora coloquial –es cierto, no se habla como Tácito, pero está claro que bajo condiciones muy difíciles, nos encontramos ante un gran debate de ideas-, sino que todas las instituciones se han colocado, por imperio del propio diferendo que vive la sociedad argentina, en estado de revisión trascendental de sus fundamentos. Llamamos democracia avanzada a estos movimientos revisores. La democracia es siempre una noción de avance sobre sí misma, y en la ebullición de su lengua específica, se recrea un sentimiento de deshacer los ánimos corporativos –o dicho de otra manera, la sociedad organicista, sea que gire alrededor de una empresa privada de cualquier tipo; sea comunicacional o proveedora de servicios monopólicos de determinadas tecnologías, en muchos casos ofensivas al medio ambiente-, para caminar hacia un sentimiento alternativo. Cual es el de forjar –pues es tiempo de ello- una noción del común donde nunca se presenta ningún significado en forma totalista, sino siempre en relación con lo incompleto de la lengua. Si hasta el sentimiento nacional mismo debe descorporativizarse.
En términos parecidos a éstos expone este tema Jorge Alemán en su libro Soledad: Común, donde afirma una brecha del ser, que se manifiesta en que es irrepresentable pero no puede desligarse de “su relación con el Otro, que lo precede lógicamente”. La Soledad radical del sujeto y el carácter de lo Común que se encuentra en los aparatos simbólicos del lenguaje,  se ensamblan en un habla común perforada de antagonismos fundantes, de los que no vale quejarse sino actuar en ellos, en su interior, con la mejor formulación que se tenga para restaurar la objetividad herida. El uso metafórico y crítico de la expresión “fierros”, lejos de vulnerar el supuesto buen gusto democrático, expone la sociedad como un Común lesionado por los estilos corporativos, que lo que hacen es fosilizar la lengua. Es que el cierre que manifiestan los estilos corporativos está en la lengua. Por eso hay que examinar los asuntos del sujeto, su reinvención profunda desde un punto abismal, que llamaremos ahora política democrática autoconsciente de sí, política que procede de lo que nos antecede en el lenguaje y debemos revisar libertariamente.


*Director de la Biblioteca Nacional. Sociólogo y Docente.


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