Por Horacio González*
(especial para La Tecl @
Eñe)
Va
y viene entre nosotros la expresión “corporaciones”, que resulta ser una
formidable interpretación, y según el caso, una recusación muy enfática de las
instituciones que se cierran sobre sí mismas, reagrupándose en torno a sus
intereses primarios o particularistas. En los últimos tiempos, por obra de la
intensa lucha por el poder que recorre a la sociedad argentina, se expandió el
término corporaciones con el sentido de un obstáculo a la libre circulación de iniciativas
sociales y obstrucción de un ideal universalista de ciudadanía.
La
palabra corporación tiene un viejo arraigo en el lenguaje político. Por un lado
su origen funcionalista, con el que se quiere señalar que un cuerpo común
regula un conjunto diverso de funciones, lo que no contrasta, por otro lado,
con otra interpretación de base un tanto mística. El aserto común “somos una
gran familia”, que suelen decir muchos discurseadores en las fiestas de fin de
año de empresas y establecimientos de todo tipo, no son otra cosa que los
restos en el lenguaje oficioso de una gran ilusión organicista. Se trata de un
cuerpo místico como fórmula utopista de protección y creación de lazos a modo
de un linaje subyacente; que siempre subsiste fantasmal, a pesar de los
conflictos. Lo cierto es que las corporaciones son quizás una de las más
arcaicas formas de agrupamiento social y económico. La visión de que los hechos
sociales y económicos pertenecen a una autodeliberación –mejor digamos a una
conciencia que procede con intereses asumidos y distintos grados de autonomía-,
es una moderna creación del pensamiento humano colectivo. La gran idea de
“sociedad”, “socius”, estaba inscripta en la lengua de antiguas formas
asociativas de vida. Pero recién con la era de la industria, el maquinismo, la
disolución del mundo campesino y lo que Marx llamó “acumulación primitiva”, advino
la amplia aceptación de la idea de sociedad. Es la gran creación del siglo XIX.
En
consonancia con ella, se privilegió en todas las reflexiones políticas cierto
sentido atomístico de la trama social, a veces interpretada como una vasta
colección abstracta de individuos, a quienes solo una concepción de la
ciudadanía les permitiría no recaer en átomo personal desmigajado. Se potencia
así la idea de ciudadano como juego de derechos y obligaciones entrelazados. Y
esto ocurre, sea en un pacto social, sea en acuerdos generales creadores de
soberanía colectiva, donde se ceden partes que en un “estado de naturaleza”
pertenecerían al individuo, pero si van formando de un ámbito incesante de donaciones
mutuas, se crea la sociedad. En cesiones de intereses privados, entregadas en
simultáneo por todos a una conciencia colectiva, de inmediato estos actos son
recibidos como fundación. La idea misma de ciudadano es lo que se funda. Sin
embargo, un leve aroma corporativo tienen estos pactos sociales y voluntades
generales. Subyacen los recuerdos del alodio medieval, de la núcleo económico
cooperativo alrededor de pater familiae,
de las grandes ligas económicas que marcaron el medioevo y los comienzos de
gran mercantilismo, como la Liga
Hanseática, fundadora de ciudades, creadora de lenguas mercantiles y
sostenedora de proyectos supra-regionales, donde lo corporativo y de federativo
accionaban como términos complementarios, siendo la expresión “feudal” un
antecedente muy probable del término “federal”.
Se
podría decir que lo que llamamos capitalismo es el máximo grado de
universalidad alcanzado por su célula madre, lo que en el primer capítulo del El Capital se denomina “fetichismo de la
mercancía”, que es un acto de reflexión colectiva que desvía su noción de
realidad, con una elevada elaboración ideológica por la cual se sustituye la
producción humana como sentido de la historia, por una animación alegórica de
los productos que emanan de ella. La obra del hombre crea poderes en contra de
lo humano mismo. Por eso “piensan” las cosas, porque se anula la
autodeliberación de los productores. Se asemeja este pensar sustitutivo a las
religiones. La ruptura del mundo comunitario, que era la proyección de la
corporación mercantil sobre su ideal de organización comunal, no originaba una
sociedad igualitaria sino un capitalismo convertido en pensamiento incapaz de
autoreflexión. Se llamaba capitalismo a la creación abstracta del ciudadano
omitiendo al productor. La crítica al ciudadano la hacía el productor que
lograba no ser confiscado por la máquina abstracta del maquinismo capitalista.
Pero en una dramática inversión, la teoría política de mediados del siglo XX, iría
luego a criticar la omisión de la “invención democrática” al despreciarse la
autonomía del ciudadano. Favoreció esta crítica el resquebrajamiento de los
cimientos de socialismo real soviético, convertido en procesos oscuros de
mediación estatal que provocaban similares efectos de “fetichismo”, aunque en
este caso organizacional.
La idea originaria de Marx de
pasar de una abstracción indeterminada, el “ciudadano”, hacia el “productor”
entendido como universal concreto, contenía bellos fracasos en por lo menos dos
planos. Primero, porque como demostró todo el pensamiento emancipador
post-soviético de los años 80, no era necesario suprimir la pertinencia de la esfera
democrático-emancipadora en nombre de una sociedad de libre productores carente
de mediaciones institucionales, buenas herederas de las revoluciones
igualitaristas. Segundo, porque el propio Marx, en sus trabajos póstumos, llegó
a revalorizar la idea de la comunidad, a través de sus reflexiones sobre el mir y la obschina, las comunas rurales rusas, que ya poseían indicios de
propiedad común de la tierra, y que acaso permitirían un pasaje al socialismo
–entonces, un socialismo comunitario- no atravesados por los axiomas de la
“etapa burguesa”.
De
una manera u otra, el capitalismo cumplía con una oscura misión que sus
teóricos tanto como sus críticos, no atinaron a definir muy bien. Era la de la
existencia remanente de formas organizativas económicas basadas en indicios
comunitarios, que con distinta prevalencia y peso, se entremezclaban en su
opacidad con la noción de modo de producción capitalista. En verdad, el
capitalismo real no se parecía demasiado a aquel del culto a la producción
cosificadora de un autómata central generando sus obreros parcelarios, sino a
un conglomerado de empresas que ocultaban muy deficientemente sus lógicas
corporativas, que se apoderaban de áreas diversas de productividad en términos
de lo que en el marxismo se llamó “irracionalidad de mercado” –contrapuesta a
la racionalidad en el interior de cada una de sus unidades productivas-, y que
al hacerlo, producían puntos de condensación que podían llamarse JP Morgan, United
Steel Corporation, Krupp, Compañía de Indias, Compañía de Jesús, Google,
Telmex, Telefónica, Clarín, Petrobrás, Pemex, Falkland Company, Microsoft,
Monsanto, Barrick, HSBC, United Fruit, etc. ¿Distintas situaciones y
disposiciones? Sin duda, enumeramos al azar empresas estatales y privadas, y
también órdenes religiosas, no muy diferente en sus actuaciones a las
financieras, de distintos tamaños y competencias, pero no estamos
calificándolas necesariamente por su posición dominante en el mercado (incluso
en el mercado de las almas), aunque en un sentido todas la tienen o la
comparten con otra empresa del mismo rubro e igual condensación de poderes. Ni
tampoco tuvimos en cuenta que en el caso de las empresas estatales –sobretodo
si fueron recuperadas de un anterior proceso de privatización- hay que
distinguir que su accionista mayoritario es el Estado, por lo cual entran en la
condición de empresas públicas legítimamente competentes para abarcar áreas
económicas de eminente sensibilidad social.
Puede haber corporación sin monopolización o
monopolización relativa del mercado en términos de “anarquía capitalista”. En
las grandes corporaciones privadas, se origina una identidad productiva con sus
“logos” a la misma escala de los emblemas nacionales, y es de recordar a modo
de rápida ejemplificación, que los obreros de Toyota cantan el himno de la
empresa cada mañana al entrar a las cintas de montaje. La expresión
“corporaciones”, por la profunda ambivalencia que posee, entre lo económico, lo
político y la ética gerencial (los estilos de mando más o menos
regimentadores), dota a este concepto de una gran capacidad para deslizarse por
distintos estilos y formas organizativas. Así, llegamos a las corporaciones
mediáticas, sindicales, jurídicas, que complementan lo que desde hace mucho
tiempo, también se denomina corporación política, sucedáneo de lo que asimismo
aparece bajo la denominación de “clase política”. Esto es, un conglomerado
cruzado por toda clase de contradicciones ideológicas que no pocas veces
enmascaran procedimientos de fondo constituidos por una urdimbre de acuerdos
apriorísticos, fundados en ideologías más recónditas que las que aparecen en
los textos heredados, compuestas por ataduras, contraprestaciones y
reciprocidades que canjean permanentemente ciertos dones que hacen a un tejido
implícito de intereses profundos compartidos.
Más
detectable son las corporaciones sindicales, comunicacionales, empresariales…
¿judiciales? Evidentemente, el comportamiento corporativo proviene de una
herencia política estamental, respondiendo a un pensamiento del Totus, el conglomerado comunitario en
estado de ofrecimiento y devoción, que tiene su lado pastoral y su lado
mercantil, como la gran cadena de supermercados de Falabella, llamada
precisamente así, Tottus. Una
comodidad en la reflexión sobre la realidad social proviene de este Totus
estamental. Si es mejor concebir una sociedad a la manera de un juego de
estamentos que deje bien claras las identidades de mando, de servicios
religiosos, económicos y militares, de “éticas protestantes”, de obediencias y
sumisiones…¿por qué postular una sociedad en permanentes rupturas y conflictos,
llamando “clases sociales” a lo que emerge de una disputa entre el capital y el
trabajo, ya sea para convertirlas en la base de una verdad develada del enigma
social (la lucha entre clases como lucha por el conocimiento finalístico de la
historia) o la lucha morigerada con expresiones como “correcta distribución de
la renta”, “pleno empleo”, “reparto de utilidades”, “equilibrio de poderes
entre productores y propietarios”, “capitalismo con rostro humano”, etc.? La
fórmula de la lucha de clases precisa de pedagogías y lenguajes incisivos para
instalarse en la conciencia social, naturalmente nostálgica de la bucólica
comunidad aldeana. Abandonar con respeto ese legado, postulaba Lenin en su gran
trabajo “A qué herencia enunciamos”.
Es
que el mundo contemporáneo se compone de la imposibilidad de la reconstrucción
de sociedades estamentales y corporativas, pues el capitalismo no las necesita,
y rechaza también las ideologías corporativistas del fascismo, que terminaron
siendo una respuesta ineficaz y de un arcaísmo que algunos interpretaron
poéticamente (como Gabriele D´Annunzio en su República del Fiume, que Mariátegui ve con críticas, aunque las
dice con nostálgica simpatía), pero imposible desde el doble punto de vista de
que se trataba de una contrarrevolución que hablaba como revolución, lo que la
hacía al extremo riesgosa, y que tal exacerbación impedía funcionar a la
mayoría de los aspectos prácticos del capitalismo. No obstante, no parecía
carente de tino rememorar los aspectos añorados de las viejas comunidades
medievales en la época del alto industrialismo, para fusionar formas de
conducción disciplinarias con la productividad de la gran industria. Hubo que
esperar hasta los experimentos de post guerra del capitalismo japonés y del
chino, uno después del otro, para combinar aspectos rígidos del
disciplinamiento social con aspectos manifiestos de la concentración
capitalista. Particularmente, en el caso de la actual República China, a la
concentración del mercado capitalista se le retiraba el control de la subjetividad
disciplinante y al Estado se le mantenían rigores de una teleología
productivista en la historia. Tal experiencia de conjunción
capitalista-comunista pone en juego una dramática refutación de la construcción
de horizontes humanos no interferidos por un cierre contundente de la propia
experiencia histórica.
En
décadas anteriores solía hablarse del complejo militar-industrial (sobre todo
la revista de la izquierda norteamericana Monthly
Review) para señalar las bases reales del poder capitalista, ya no la
plusvalía detectada por Marx, sino los excedentes provenientes de acciones
militares con sentido económico y viceversa. Mezcla de capitalismo y
corporativismo. No era este un punto de vista desacertado, a lo que habría que
agregarle que mientras toda la teoría marxiana se establece en la idea de que
el capitalismo crece en condiciones de legalidad y su “superestructura
legal-judicial” está al servicio del propietario privado, el siglo veinte hizo
evidente un tipo de comportamiento capitalista que surge de su ilegalidad. Una
ilegalidad productiva, que permite que buena parte de las instancias jurídicas,
culturales y específicamente productivas, usufructúen un ambiente de ilegalidad
a gran escala. Mientras hay tribunales para todo, las decisiones últimas surgen
de ámbitos cerrados al público, pero producto de circuitos o mandos que
unifican en el sigilo de sus acciones, la rama legal de las sociedades y su
rama ilegal. No es verdad que ésta se verifique tan solo en los tratos
evidentes –y de carácter estamental, muchas veces vinculados a distintas formas
de omertá-, de sectores policiales,
del aparato jurídico, de porciones del aparato político. Esos son los modelos
popularmente conocidos, alrededor del dealer,
del desarmador de autos robados o del mercader de vidas. Para pensar, ocuparnos
y re-legislar sobre estos temas, faltan conceptos y nuevas actitudes
colectivas, que suelen esbozarse episódicamente, y que seguramente se darán
cita en nuevas legislaciones tanto como en nuevas éticas de aplicación. Pero lo
que importa efectivamente, es que estas formaciones del estilo de la 'Ndrangheta, modelo de negocios clandestinos basados en
fabulaciones de amistad y coraje (la palabra es de origen griego: andragathía,
que alude al coraje humano), se resuelven ahora en conglomerados sigilosos que
dictaminan por medio de altas criminalidades corporativas. Suelen estar ligadas
al racionalismo de lenguas políticas que solo ocultan decisiones estatales y
para estatales (y para-económicas) ligadas al control o eliminación de
personas. En muchos casos, estas organizaciones hacen trastabillar las viejas
estructuras de los Estados Nacionales.
La acepción actual con
que se emplea entre nosotros la expresión corporaciones,
se refiere al intento de refundar una noción general de ciudadanía y un Estado
que haga de sus raíces sociales un acto irreversible de sostenimiento de una
democracia no estamental y no condicionada por la reproducción capitalista de
la ilegalidad. Desde luego, hay un sentimiento general de que dicha calificación
no supone que una sociedad sea meramente una suma de corporaciones ni que, como
es evidente, el sistema económico global no sea un perímetro de circulación de
alta complejidad, donde la libertad y la necesidad, donde peticiones de
emancipación y formas de control del flujo social, se hallan en permanente
combinación. Tal es el caso de las corporaciones tecnológicas de las redes
mediáticas y comunicativas, que actúan como arcaicas detentoras de todo el
flujo colectivo, pero postulando un nuevo tipo de circulación sin Estado y una
fórmula emancipatoria que excluye la pregunta sobre ellas mismas, revestidas de
un altruismo ensoñado pero falso que recuerda los orígenes del capitalismo. Solo
que ahora atacando el derecho de autor –basamento del orden burgués- para
transponerlo a un orden filantrópico aparente, con un tipo de
autorización post-burguesa que entiende el conjunto y la efusión de
significados como una corporación supuestamente libre, pero haciendo convivir
un nuevo tipo de empresario puritano con un reverdecimiento de la ilegalidad
creadora. No es tiempo aun de hacer estos balances civilizatorios, con su
contraparte de erosión de los legados clásicos.
En
vista de la complejidad del tema, vale la pena detenerse en expresiones que
antes de cerrar los comportamientos de antiguas instituciones del estado y de
las comunicaciones en recintos corporativos, puedan en cambio explicitar y
juzgar sus momentos corporativos –o sus estilos
corporativos- con adecuados llamados a la comprensión y crítica social de
la obturación que provocan respecto a la propagación de los actos de la
ciudadanía libre. Hay más estilos corporativos que corporaciones, y muchas
otras veces, más corporaciones que pasan por empresas con responsabilidad
social bien afirmada. Naturalmente, hay ciertas instituciones con más propensión
corporativa que otras. Los ejércitos las tienen más que los entes
comunicacionales. Pero no es esto así en nuestro país. La expresión de la
Presidenta, al reiterar la alegoría de “fierros mediáticos” y deslizarla hacia
el mundo judicial (“los fierros judiciales”), indica el tono dramático en que
se realiza la lucha por la dirección concreta del colectivo social. Los temas
planteados son cruciales y las parábolas empleadas, sin duda muy duras. La
metáfora del “fierro” solía aludir a las fuerzas armadas. Aunque se debe
considerar a éstas el origen de la metáfora de los fierros, se las interpreta ahora
como menos ligadas a ella que a la memoria pendiente del horror, que las
sobredetermina inexorablemente. No obstante, el foco deslizante de la alegoría
fierresca se dirige hacia otros ámbitos: el comunicacional, el judicial.
La
palabra fierros proviene del argot de
la política. Nada hay en ella que deba obstruir u ofuscar inadecuadamente el
tema que está en discusión. Estamos asistiendo a la mayor discusión sobre el
poder en la Argentina –su rumbo histórico y social-, de que se tenga memoria en
las últimas décadas o aun, en un largo ciclo nacional, eso sí, excluyendo
aquellas confrontaciones que se dirimieron por el uso no metafórico de las
armas. Casi estaríamos tentar a decir que estamos ante las “formulas del
pathos” en relación a íconos –en este caso del lenguaje habitual-, tal como las
ha tratado un fundamental historiador del arte, hoy abundantemente citado, como
Aby Warburg. Parecería que en el empleo de ciertos caracteres idiomáticos que
provienen de un slang del castellano
político, el idioma del cenáculo, la coloquialidad y la lunfardía atrevida, -que
atraviesa en su resbalarse de un área institucional a otra-, está yacente una
reconstitución de la lengua política argentina. Ella está siempre en peligro,
como la lengua general, pero eso parece que es la condición para recrear un
idioma de emancipación que reconozca las zonas oscuras de opresión. Así, puede
concebirse que los estilos corporativos en las áreas comunicacionales, deban
superar su verdadero encierro, que no es solamente su régimen de propiedad
monopolista, sino también sus reclusiones de lenguaje, su construcción de una
línea de inteligibilidad estrecha que avasalla al ser social de la lengua y a
las imágenes más abiertas en relación a sus formas más insondables y sagaces.
La nueva ley de medios hace radicar su valor de fondo no solo en la ampliación
de la diversidad propietaria, sino en una nueva investigación de las imágenes y
la construcción de una nueva temporalidad en la relación imagen-palabra. Una
reformulación del sistema judicial, asimismo, no hace necesaria su elección a
través de elecciones generales, pues se exportaría la lucha entre las facultades
de opinar a la facultad de juzgar, que debe rencontrarse con su ideal de verdad
de otra manera y no en la mera doxa.
Pero la reconstrucción vendrá de las corrientes judiciales que hace tiempo actúan
de manera lúcidamente reformista en el seno del conglomerado judicial más
macilento.
Vivimos
un tiempo excepcional y riesgoso: abismal. Cabe la frase de Tácito que cita
Mariano Moreno como apertura del ciclo nacional de las citas universales: “Raros tiempos de
felicidad en los que se puede pensar lo que se quiere, y decir lo que se
piensa”. Es una recurrente frase de Tácito que sirve a nuestro propósito. La
rareza alberga la condición misma de lo humano y su aptitud para el lenguaje.
Una excepcionalidad no solo es escasa sino que nos introduce a un mundo de
riesgo que quizás querríamos que no aparezca, pero es la condición para el
pensamiento. Retengo de este momento, que existe lo grave pero también lo llamativamente
avanzado en las discusión sobre las libertades, pues no solo impera en el habla
la metáfora coloquial –es cierto, no se habla como Tácito, pero está claro que
bajo condiciones muy difíciles, nos encontramos ante un gran debate de ideas-,
sino que todas las instituciones se han colocado, por imperio del propio
diferendo que vive la sociedad argentina, en estado de revisión trascendental
de sus fundamentos. Llamamos democracia avanzada a estos movimientos revisores.
La democracia es siempre una noción de avance sobre sí misma, y en la
ebullición de su lengua específica, se recrea un sentimiento de deshacer los
ánimos corporativos –o dicho de otra manera, la sociedad organicista, sea que
gire alrededor de una empresa privada de cualquier tipo; sea comunicacional o
proveedora de servicios monopólicos de determinadas tecnologías, en muchos
casos ofensivas al medio ambiente-, para caminar hacia un sentimiento
alternativo. Cual es el de forjar –pues es tiempo de ello- una noción del común
donde nunca se presenta ningún significado en forma totalista, sino siempre en
relación con lo incompleto de la lengua. Si hasta el sentimiento nacional mismo
debe descorporativizarse.
En términos parecidos a éstos expone este tema
Jorge Alemán en su libro Soledad: Común,
donde afirma una brecha del ser, que se manifiesta en que es irrepresentable
pero no puede desligarse de “su relación con el Otro, que lo precede
lógicamente”. La Soledad
radical del sujeto y el carácter de lo Común que se encuentra en los aparatos
simbólicos del lenguaje, se ensamblan en
un habla común perforada de antagonismos
fundantes, de los que no vale quejarse sino actuar en ellos, en su interior,
con la mejor formulación que se tenga para restaurar la objetividad herida. El
uso metafórico y crítico de la expresión “fierros”, lejos de vulnerar el supuesto
buen gusto democrático, expone la sociedad como un Común lesionado por los
estilos corporativos, que lo que hacen es fosilizar la lengua. Es que el cierre
que manifiestan los estilos corporativos está en la lengua. Por eso hay que examinar
los asuntos del sujeto, su reinvención profunda desde un punto abismal, que
llamaremos ahora política democrática autoconsciente de sí, política que
procede de lo que nos antecede en el lenguaje y debemos revisar libertariamente.
*Director de la Biblioteca Nacional.
Sociólogo y Docente.
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