Por Miguel Molina y Vedia *
(especial para La Tecl@ Eñe)
Alumbrado al calor de los
lockouts agrarios de 2008, el concepto de “lo destituyente” ha disfrutado desde
entonces de una insospechada celebridad, que amenaza con hacer naufragar su
eficacia descriptiva. Si la denuncia de lo destituyente acaba por cristalizar
esa noción en un sinónimo eufemizado del añejo golpismo, su modulación
específica quedará malograda. La incomodidad ante este desplazamiento no niega
las ostensibles continuidades entre las antiguas expresiones conservadoras del
país y las que hoy acceden, a menudo de forma confusa, a la arena pública. En
efecto, lo destituyente contiene potencialmente la promesa de una ominosa
venganza antipopular, pero se manifiesta en lo primordial a través de
operaciones discursivas (la concepción que sostenemos acerca del vínculo entre
lenguaje y política no presupone que esta característica mengüe su grado de
incidencia ni mucho menos).
El accionar incesante de la prédica destituyente es
el reflejo invertido de un proyecto político como el kirchnerismo, que ha
tenido como una de sus principales virtudes la capacidad para motorizar unas
prácticas simbólicas tendencialmente opuestas. El placer intelectual por las
simetrías, sumado a la utilización del término en algunos discursos de
integrantes del Gobierno, ofrece la tentación de catalogar esta orientación
como “restituyente”. Esta palabra, si bien describe algunos aspectos
importantes del proceso político abierto en 2003, ciñe demasiado la
interpretación del período a la restauración de un pasado perdido, o bien a la
fatigosa reparación reactiva de las difamaciones destitutivas cotidianas. En
cambio, aún con la presunción de que no hemos dado aún con el mote preciso,
preferimos pensar la contracara de lo destituyente como “lo habilitante” o “lo
autorizante”. El kirchnerismo ha puesto en circulación una lengua que le otorga
igualdad de honor a los deseos y las
demandas (y a los sujetos de esos deseos y demandas) que son sistemáticamente
denigrados por los medios masivos, los políticos opositores y los manifestantes
callejeros “espontáneos” del 13-S y el 8-N. Más aún, esta disposición
autorizante alcanza incluso a un conjunto muy diverso de reivindicaciones a las
que el propio kirchnerismo, ya sea por sus límites y contradicciones internas,
ya sea por presiones ajenas, no ha conseguido aún satisfacer. Esta
peculiaridad, que algunos consideran una prueba incontrastable de su
hipocresía, resulta en cambio uno de sus mayores legados: ensanchar el campo de
lo posible y de lo decible. Lo destituyente es una fuerza que insiste en
sabotear esa expansión.
Un ejercicio sugerente respecto
de la lengua destituyente es constatar como habla (o como calla) respecto de
esas demandas igualitarias autorizadas pero no saldadas por el Gobierno. Puede
reconocerse que cierta precaria ambigüedad que Jorge Lanata mantiene, acaso por
un dejo de mala conciencia o vaga fidelidad a su pasado, a la hora de
desempolvar una agenda temática que corre por izquierda al kirchnerismo,
desaparece por completo en los caceroleros que lo erigen como uno de sus
paladines. Ese repertorio, que para el nuevo periodista estrella del Grupo
Clarín tiene vigencia al menos como recurso argumentativo, ni siquiera en esa
clave interesada resulta reconocible para la mayoría de los movilizados del 13
de septiembre y el 8 de noviembre, ya que los únicos destinos aceptables que
admiten para ese universo múltiple de aspiraciones populares son la
invisibilidad o la extinción.
Los pobres sólo pueden acceder a
la pantalla renunciando a cualquier vocación ascendente. Los únicos roles que
los contemplan en los programas televisivos hegemónicos confirman los lugares
sociales prefijados: ser una otredad violenta y amenazante o una encarnación
inequívoca de la desposesión. En ese sentido, “Periodismo para Todos”,
constituye un ejemplo emblemático de la discursividad destituyente. Mientras la
persistencia de situaciones de miseria e indigencia en la provincia de Formosa
es funcionalizada para “desmitificar el relato K”, la contracara de movimientos
territoriales en el Noroeste y el Conurbano bonaerense que han conseguido
mejorar notablemente las condiciones habitacionales de su área de influencia es
presentada como evidencia de corrupción y clientelismo. De esta manera, la
supuesta inconsistencia de un Lanata que hace menos de un año despotricaba
contra la Ley de Medios preguntándose “¿Quién carajo va a escuchar la radio de
los wichis?” y pocos meses después dedicó informes en su envío de canal 13 a
denunciar la situación de los pueblos originarios, es tan sólo aparente. En
este caso, el poder lo detenta el que tiene la capacidad de construir el
relato. Retomando el par conceptual que proponíamos al principio, el que está
autorizado a hablar, o dicho de otra manera, el que puede destituir
lingüísticamente. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual habilita la
posibilidad de que sean los propios movimientos sociales los que produzcan y
emitan sus representaciones del mundo. Esa mera potencialidad jaquea la
potestad, hasta ahora indiscutida, de las emisoras privadas de gestionar la
visibilidad de la agitación política popular de acuerdo a sus propios
intereses.
La distribución del 33% de las
licencias a organizaciones sin fines de lucro, prescripta por la Ley pero aún
no implementada, a pesar de no estar interdicta por las medidas cautelares
solicitadas por Clarín, constituye un nudo problemático y complejo de la
disputa por la democracia comunicacional. En una dirección similar al exabrupto
de Lanata acerca de las radios wichis, alrededor de la época de aprobación de
la ley en 2009 el entonces diputado de la Coalición Cívica, Fernando Iglesias
(destituyente compulsivo si los hay), denunciaba que ese rango del espectro
radioeléctrico terminaría deviniendo en la aparición de engendros como “Moyano
TV”. Aquel patético intento de humorada adquiere hoy otra significación, habida
cuenta del derrotero del líder histórico de Camioneros hacia la oposición. La
diatriba de Iglesias, montada sobre el prejuicio antisindical, desconocía el
carácter esencialmente inestable de las lealtades políticas. Acaso teniendo a
su disposición un canal propio, Hugo Moyano no hubiera necesitado entregarse
mansamente a las estrategias del Grupo Clarín para manifestar públicamente sus
legítimas divergencias con el Gobierno.
De todas maneras, no nos desvela
el ejercicio contrafáctico. Nos anima, en cambio, subrayar esa condición indomeñable del activismo político
y social que podría enriquecer el sistema de comunicación nacional. El
protagonismo de la Coalición por una Radiodifusión Democrática es un componente
crucial de la legitimidad de la Ley promulgada hace más de tres años. Sin
embargo, también es cierto que del movimiento reivindicativo hasta su cristalización
en la letra de la ley se produce una traducción no exenta de desplazamientos. Y
una segunda migración se opera entre la
vigencia de esa norma escrita y su puesta en práctica. Sin ir más lejos,
un primer llamado a concurso para licitar las señales destinadas a
organizaciones sin fines de lucro debió ser cancelado ante los reclamos que numerosos medios
comunitarios realizaron por el precio prohibitivo de los pliegos. Aún ante la
comprensible incertidumbre acerca de la implementación efectiva de la Ley, el
sentido renovado e involuntario que cobra en el presente la afirmación patotera
de Iglesias, reafirma el carácter profundamente disruptivo que podría tener
incluso una aplicación parcial e interesada de la norma. Casi pueden adivinarse
las denuncias acaloradas que sobrevendrán cuándo agrupaciones afines al
proyecto kirchnerista accedan a alguna de las nuevas licencias. Sin embargo,
tanto por el protagonismo militante de esas corrientes como por su capacidad
para concitar adhesiones, no puede negarse que deberían estar reflejadas en la
distribución de emisoras. Desde luego que sería deseable, por no decir
primordial, que no acapararan el espectro disponible, sino que otras visiones
alternativas, ajenas a la pulseada Gobierno-Clarín, enriquecieran la oferta
discursiva. De todos modos, nuestra recuperación arqueológica de una frase de
un referente opositor, demuestra que las organizaciones políticas, aún las más
encuadradas en proyectos partidarios, son esencialmente fugitivas y
gelatinosas. Su acceso a la posición de emisores introduciría una lógica de
producción de verdades muy diferente a la de la administración pública de
medios o las empresas periodísticas privadas. La mayor parte de la oposición
parlamentaria reniega de esta potencialidad tanto por su carencia de
imaginación estética como por su desprecio de la militancia territorial, en la
cual su magro despliegue no se condice con su presencia electoral y mediática.
Tanto más ajenas a esas modalidades están las multitudes vociferantes que
salieron a las calles en meses pasados. En cierto sentido, su rechazo o su
indiferencia respecto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es
consecuente con su módico universo simbólico.
Las disquisiciones anteriores no
invalidan la relevancia de la disputa judicial por la vigencia plena de los
artículos 45 y 161 de la Ley. La hegemonía de Clarín es un componente
constitutivo de un sistema de medios heredado de la dictadura y profundizado
durante el menemismo. Eso no significa que el multimedio sea la fuerza oculta
detrás de todas las expresiones reaccionarias de descontento, como sospechan
algunos simpatizantes del gobierno, gozosos amantes de las teorías
conspirativas. Por el contrario, la ligazón entre los intereses del grupo y el
coro destituyente es tan inextricable que puede prescindir de los
inconvenientes prácticos del complot. Se trata, en cambio, de una intensa
conformación de subjetividades que arrastra más de tres décadas, signadas por
sucesivos procesos de disciplinamiento de la población, es decir, de la
audiencia. Su influencia no puede minimizarse, hasta el punto de que no quedará
ni mucho menos derogada con la deseable vigencia plena de la Ley. Por mencionar
una inquietud que recobró resonancia tras la absolución de todos los acusados
por la desaparición de Marita Verón, la instauración de los juicios por jurados
no podría reparar las miserias de la corporación judicial mientras persista la
hegemonía moral de unos medios sensacionalistas y propiciatorios del
linchamiento, que regula la percepción social de los casos criminales.
Aun así, la notoriedad pública
que los debates acerca de la cuestión de los medios alcanzaron en el último
lustro constituye una cesura irreversible en ese legado dictatorial antes
incólume. La capacidad de seguir desbaratando ese entramado en el futuro
inmediato es una condición mínima e insoslayable de una posible democracia
simbólica, por frágil que sea.
* Docente-Investigador. Facultad de Ciencias Sociales, UBA y Ciclo
Inicial, UNAJ.
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