Lo específico de este ciclo histórico nacional y mundial es que casi toda la palabra política ha devenido periodística. Esto no significa subestimar la importancia de la reanimación de escenarios propiamente políticos y de órganos de prensa que giran a su alrededor en nuestra realidad nacional. Por el contrario, es el primer indicio de que la inflación periodística no ha terminado de destruir el valor del lenguaje político. Sin embargo, el espacio central y las formas principales del debate político actual están colonizadas por las reglas del habla periodística.
Por Edgardo Mocca*
(para La Tecl@ Eñe)
Así hablaba Gramsci de
la previsión política: “…prever significa ver bien el presente y el pasado en
cuanto movimiento…pero es absurdo pensar en una previsión puramente “objetiva”.
Quienes prevén tienen en realidad un “programa” para hacer triunfar y la
previsión es justamente un elemento de ese triunfo”. Más adelanta afirmaba que
“sólo en la medida en que el aspecto objetivo de la previsión está vinculado a
un programa, adquiere objetividad… sólo quien desea fuertemente identifica los
elementos necesarios para la realización de su voluntad”. Toda la excitada
discusión sobre periodismos militantes y periodismos independientes que recorre
nuestro espacio público con desdichada intensidad luce, frente a esta reflexión,
como una tendencia inflacionaria de las palabras políticas. Como una permanente
devaluación del valor de la palabra.
Lo específico de este
ciclo histórico nacional y mundial es que casi toda la palabra política ha devenido
periodística. Esto no significa subestimar la importancia de la reanimación de
escenarios propiamente políticos y de órganos de prensa que giran a su
alrededor en nuestra realidad nacional. Por el contrario, es el primer indicio
de que la inflación periodística no ha terminado de destruir el valor del
lenguaje político. Sin embargo, el espacio central y las formas principales del
debate político actual están colonizadas por las reglas del habla periodística.
Claramente no me estoy refiriendo exclusivamente al campo de los antagonistas
del gobierno actual.
El habla periodística
domina la escena porque nuestra época (nadie sabe en estas horas cuán duradera
será “nuestra época”) es la época de la instantaneidad y la época de la
“libertad” del individuo. Es la época, por lo tanto, de disolución de los
grandes relatos colectivos devorados por la tragedia de los totalitarismos. La
de la desaparición consecuente de los sujetos históricos envueltos en el manto
de sospecha sobre las verdades únicas que aparejaron esas tragedias. La del fin
de las clases sociales. La del agotamiento de las identidades colectivas y sus
expresiones partidarias. Es el tiempo de los “derechos” como catálogo de
obligaciones que tiene el estado como prestatario de servicios y de ningún modo
como territorio de disputas y contradicciones.
El lenguaje es el de
las “instituciones”, entendidas ya no como el territorio en el que los bandos
en pugna aceptan combatir sino como lo político mismo: es decir la comprensión
de la política como el resultado de juegos institucionales neutros y pasivos.
Toda la parafernalia de metáforas economicistas de la política –la oferta, la
competencia, la demanda…- apuntala el discurso políticamente correcto. El
centro del objetivo es aniquilar la idea misma de la lucha por el poder.
La expresión lucha por
el poder tiene una potencia evocativa muy fuerte. Alude a pasados recientes de
combate, de dolor, de muerte, de fracaso. Es como un monstruo que debe
exorcizarse o condenarse al eterno silencio. El poder es lo innombrable. No se
debe nombrarlo porque de su conjuro brotan mágicamente la intolerancia, la
violencia, el autoritarismo. Como la ilusión comunista terminó en terrible
desencanto, no hay que permitir que su vocabulario vuelva a la escena. Como la rebelión
popular en el país y la región degeneró en aventuras irresponsables y/o en
trágicas derrotas, no se puede desempolvar ninguna de sus alusiones, ninguno de
sus desafíos.
Lo nuevo, lo
específico de estos últimos años es que ese modo de hablar dominante está en
problemas. No estoy hablando de la ley de medios sino del contorno mundial que
rodea nuestras conversaciones políticas. De ese contorno que muestra a las
democracias europeas -esos ejemplos doctrinarios que el liberalismo ostentó
orgulloso e incontestado desde la caída del muro de Berlín- vacías e impotentes
frente a las nuevas pretensiones del capitalismo financiero. En esa área
ejemplar de la democracia mundial se suceden gobiernos de signo supuestamente
distinto y contradictorio que caen sucesivamente abatidos por el hecho de su
absoluta heteronomía frente a los poderes fácticos. El huevo de la tan temida
serpiente autoritaria europea crece a la vista de todo el mundo: la
discriminación y el odio nacional y racial, los rencores entre nacionalismos
que se daban por muertos en las celebraciones neoliberales, la indignación
social sin cabales referencias políticas a la vista, todo está señalando un
horizonte bien problemático para la democracia europea. Europa es el centro de una crisis
que abarca al conjunto del mundo capitalista desarrollado. Una crisis que no es
solamente económica. Es social, política, cultural y geopolítica. Es general y
civilizatoria.
Nuestro lenguaje
periodístico recibe tarde y mal las noticias de la crisis. Se abroquela en
el arsenal políticamente correcto. Sigue discurriendo la inmediatez del día a
día sin sentido histórico. Abomina de las ideologías, se escandaliza por el
conflicto y se estremece por cada “anomalía” que produce la política en el
“orden natural de las cosas”. La idea de poder es el santo y seña de su
indignación. Se ruboriza tan sólo de escuchar su nombre. Hace gárgaras con la
cuestión de la pluralidad de poderes y de la circulación de distintos tipos de
poder. Pero oculta la naturaleza de los conflictos reales de poder. En su
versión soft del mundo en que vivimos, no hay lugar para las estructuras de
poder que operan fuera de la escena política formal. Su horizonte ideal
inevitable es el cualunquismo antipolítico, ese hablar desde la perspectiva del
hombre de a pie que elude la complejidad, que reniega de la incertidumbre, que
quiere un mundo ordenado, seguro, sin conflicto, sin política.
El habla periodística
inunda todo el territorio, incluidas las filas del movimiento político que más
ha hecho en la historia por enfrentar el poder comunicativo real. ¿Cómo se
expresa esa colonización del lenguaje masmediático en las filas del
kirchnerismo? Se expresa en el punto de vista que adjudica a “problemas de
gestión y de comunicación” la naturaleza del actual estado del conflicto
político argentino. No se trata de una discusión sobre la conveniencia de la crítica. No se trata
de la mayor o menor funcionalidad de esos argumentos para los adversarios del
proyecto gobernante. Se trata del método de análisis. Se trata de la pretensión
de un lugar de ajenidad desde el cual se observa el conflicto.
Así se sostiene, por
ejemplo, que se exagera la importancia de la ley de medios y se critica la
dramatización de la fecha del 7D. No cambia el mundo, se dice, no se solucionan
todos los problemas. Del mismo modo se intenta minimizar el problema de la
sucesión presidencial, la actual imposibilidad de reelección y la cuestión de
la eventual reforma constitucional como problemas simplemente devenidos de una
exagerada centralidad de la presidente en el conjunto de la fuerza política que
gobierna. No es la crítica, eventualmente razonable, a tal o cual aspecto de la
gestión y de la comunicación que se hace de esa gestión lo que quiere aquí
ponerse en discusión. De lo que se trata es del método de análisis que evalúa
la política como relación de oferta y demanda de productos materiales y
simbólicos entre el gobierno y la sociedad. Una matriz liberal de pensamiento que
solamente ve individuos calculadores y agregadores de intereses y gobiernos que
aciertan o fallan en la satisfacción de esos intereses. En el esquema, los
“sectores sociales” son solamente conjuntos de individuos gregariamente
calculadores y no identidades, pasiones y mitos históricamente construidos. No
hay de por medio, en esta interpretación, una gran batalla cultural por el
sentido común, una gran batalla hegemónica, hay solamente aciertos y errores de
gestión y comunicación que ensanchan o angostan las propias posibilidades
políticas y las de los adversarios.
Si dejamos reaparecer
el problema del poder la cuestión cambia. Entonces aparece la imagen de una
sociedad altamente polarizada en términos de valores y de rumbos. No tiene aquí
ninguna importancia el palabrerío cínico que dice que la inmensa mayoría no se
plantea esas disquisiciones y mira tranquilamente el programa de Tinelli. La
sociedad participa de la polarización y oscila entre uno y otro polo. Para eso
existen los sectores políticamente activos que procesan los acontecimientos y
cumplen así esa famosa función “intelectual” tan bastardeada desde siempre por
los antipolíticos. No es una masa amorfa la que rodea, aunque sea desde lejos,
las discusiones político-ideológicas; tiene historia, tiene capacidad de
intuir. Nunca está muy claro cuál es el camino que nos lleva al corazón y la
conciencia de las mayorías. Pero está muy claro que el atajo de mostrarse
servil ante los intereses y ante los modos de enunciación de los poderosos
lleva a un callejón sin salida (o con un helicóptero como salida).
La principal tarea de
un proyecto democrático-popular es construir, conservar, aumentar y reproducir
el poder. El poder es la condición de la política y de las políticas. Es la
condición de un rumbo económico favorable al empleo, el consumo popular y la
reindustrialización de la economía nacional. Es la posibilidad de un horizonte
de reparación social y de igualdad del que solamente se han dado los primeros
pasos. Es la única base de la consolidación de un estado-nación plenamente
soberano y dispuesto a multiplicar la potencia de esa soberanía en alianza con
los socios de la región y con los países emergentes de todo el mundo. La ley de
medios es una batalla de poder. La sucesión es otra de las batallas de poder,
porque presupone la posibilidad de despejar los obstáculos para una plena
continuidad y profundización del rumbo emprendido en 2003. No se trata de
anécdotas pasibles de uso publicitario y de agitación y propaganda; son
conflictos cruciales no solamente de un gobierno sino de una democracia que
pugna por deshacerse de las tutelas que la época mundial en la que resurgió
puso en su camino.
Por eso, volviendo al
comienzo, no hay lugar para una “previsión” hecha desde la platea. Por eso
prevemos con un programa a hacer triunfar. Tanto como nuestros adversarios, aún
cuando procuren revestirse con el aura de la independencia tienen su propia
previsión al servicio de su propio programa. Y es muy importante valorar que
estas batallas –tan históricas, tan decisivas- se libran en el territorio de la
democracia, de la paz y del pluralismo. Para mantenernos en ese terreno no hace
falta imitar la corrección política del neo o no tan neo liberalismo.
*Politólogo
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