Por Susana Cella*
(especial para La Tecl@ Eñe)
Calificadas opiniones, y de las otras también, ha habido en un lapso mucho
mayor que el de estos tres largos años de maniobras dilatorias para que se
aplique una ley que viene a terminar con una de las tantas imposiciones del
poder cívico militar plenamente asentado en nuestro país desde 1976 hasta 2003.
De modo que si algo digo, si se me convoca a decir algo sobre esta especie de
camino no exento de piedras, escollos, escarpadas pendientes, huecos escondidos
o disimulados, palabras dichas y escritas, rúbricas y cuestionamientos, lo hago
desde un lugar no afincado en el saber de leyes o instituciones (con todo lo
que tal cosa implica y habilita) sino en un deseo y una ilusión, cosas que por
estos días navideños no dejan de abundar en saludos múltiples y anhelos de
dicha y paz.
De los que también participo. No me gustan las racionalizaciones
(uso este término en sentido psicoanalítico)
destructoras de formas de la comunicación afectiva, a partir de algo que
nos interpele, lo que me lleva a evocar a uno de esos grandes personajes que
tanto dicen respecto de la amargura enraizada que rechaza las Fiestas y con
ellas, los afectos y más, valores.
Hace ya mucho tiempo que cada diciembre me llega, de un modo u otro, el más
famoso de los cuentos de Navidad de Charles Dickens, el del misántropo y avaro
Ebenezer Scrooge, al que visita primero, el fantasma de su socio, quien
arrastra su condena por haber hecho lo que hizo y sido lo que fue, en resumen,
un miserable en vida, y le anuncia para esa noche la visita de los espíritus de
las Navidades pasadas, presente y futura, cosa que efectivamente sucede, y al
cabo de lo cual, Scrooge modifica absolutamente su actitud. Numerosas versiones
cinematográficas fueron reiterando, cada cual con sus variaciones, pero siempre
en similar desenlace, la historia de ese ser odioso y el final feliz, cargado
de sentimentalismo, según se observó, además de idealizado. Pero con todo, esa
historia persiste, como los saludos y las postales de Navidad.
Pude ver en estos días una versión algo diferente en un film donde Bill
Murray protagonizaba a un empresario de la televisión, que precisamente iba a
transmitir, en Navidad, la historia de Dickens pero convertida en una especie
de cachivache en clave de espectáculo, durante cuya realización no dejaba de
mostrar su absoluta indiferencia o su desprecio y suspicacia por cada uno de
los que tenía alrededor. En sus pertrechadas oficinas en las alturas de la
ciudad, en el estudio de grabación, en la calle, se le fueron apareciendo los
fantasmas primero de su viejo patrón y luego los de las Navidades, pero también
surgieron en esos lugares, las vivas
presencias de su amada, de la secretaria, de un sujeto bastante trepador que
intentaba reemplazarlo, de otro empresario que insistía en que siguiera su
misma lógica mediática, etc. Aggiornados
seguían estando ahí varios de los personajes dickensianos. También en este film,
el protagonista cambia de conducta, ante las pantallas proclama la solidaridad,
y hasta el máximo director de esa corporación (Robert Mitchum) termina aceptándolo.
Me imaginé entonces, al empresario Magnetto visitado por tales espíritus,
rememorando sus días de infancia y juventud, algún amor si lo tuvo, algo, cualquier
cosa que pudiera haber querido y consecuentemente olvidado en la prosecución de
su carrera. Pero el espíritu de las Navidades pasadas fue a dar a los años en
que brindaba con Videla y la Señora Noble, y con dos chicos oscuramente
adoptados, que recibían regalitos de Reyes. A diferencia de la historia de
Dickens surgió entonces un gran baile de máscaras, una noche de aquelarre en la
que él mismo y muchos otros se endosaban caretas y se las iban cambiando, según
les fuera conviniendo, durante varias Navidades, varias décadas. En verdad, el
espíritu de las Navidades pasadas, no dejaba aquí sueños perdidos y ambiciones
tristes, sino un sucio páramo de estafas, coacciones y crímenes. Si la función
del Espíritu de las Navidades presentes era hacerle tomar conciencia a Scrooge
de lo que sucedía con un espectro social vario que abarcaba desde su sobrino,
quien no padecía carencias, pero sí quería que las cosas fueran más justas; a
su empleado, al que explotaba sin saber o sin importarle qué pasaba con él y su
familia, y, extendiendo la cosa, a los que no tenían cobijo ni alimento, me
encontré con que en el caso de Magnetto, no hacía falta recordarle ni revelarle
nada, porque sabe más que bien qué pasa con todos ellos, empleados, despedidos,
pobres en general, lo sabe desde las anteriores Navidades, cuando mientras para
algunos eran festejo o aturdimiento, para muchos eran dolor de ausencia y
sufrimiento en cuerpo y alma. De las Navidades futuras, vaya a saber, pero es
más que improbable que un futuro de condena u olvido le importase mucho, inclusive
cuando haya visto que algunos de sus cómplices de las Navidades pasadas hoy
anden execrados y condenados, como el Espíritu con aspecto de Parca le mostraba
a Ebenezer, el que, además, vale recordar, no era sino un comerciante o
prestamista, y no un poderoso noble ni un representante del poder. La parodia
de Bill Murray, en cierto sentido, anda por el mismo camino, por más que su
personaje televisivo, más notorio que el negociante inglés, sea más influyente,
tampoco es el verdadero centro del poder, en todo caso su conversión podría,
como en el caso de la historia de Dickens, favorecer a algunos, pero la
estructura queda intacta. Quizá Mitchum (mejor dicho, el personaje que actúa
Mitchum) celebre la gran ocurrencia de su empleado calculando los beneficios de
lo que bien podía ver como una ingeniosa resolución, para su empresa.
Imposible, entonces, pese a una fugaz ilusión, hacer un cuentito de Navidad
dickensiano protagonizado por Magnetto
(nombro a este sólo en tanto cierto carácter representativo, cara
visible de un poder al que sólo sirve). Desde luego, entre otras cosas, porque
aquella perspectiva de Dickens no es sino coherente con algunas ideas suyas
sobre la sociedad, que son más que difíciles de compartir. Y aun, aunque no se
trate de que la solución anide en un cambio moral en un personaje de clase
media, el cuento sigue teniendo su atractivo en el reservorio de cuentos
populares y tradicionales porque sostiene una esperanza. Seguramente no la de
que los malos se transformen en buenos, sino más bien, de que sea posible
modificar un orden de cosas que quizá algunos en megalomanía, quieren invariable.
Ahí se me aparece la Ley de Medios como la punta de un iceberg, siguiendo con mis asociaciones literarias, ya no dickensianas.
La parte grande del bloque duro y helado, la que se esconde en aguas
turbulentas, tiene que ver con las instituciones en su conjunto en lo que atañe
a la misma estructura política y a la organización de la sociedad. Mi perpleja
pregunta (ingenua, podría ser, pero ingenua en el sentido del Traje del
Emperador) es cómo es posible que una ley discutida, aprobada e incluso
recientemente declarada constitucional, no se pueda aplicar. ¿Qué pasa con los
tres Poderes, tan abundantemente elogiados en la organización republicana? Fuerte
es el silencio, fuertes las presiones, fuerte la fuerza que siguen detentando
los que mandan por sobre gobiernos y estamentos sociales e institucionales. Quizá
abuse ahora de imágenes vistas recientemente en la televisión, pero quisiera
citar otra, un documental sobre una escuelita en la Puna, donde un grupo de
maestros admirables, entre las rocas y los caminos terrosos, hacen que sus
alumnos no sólo puedan convertir cactus secos en objetos de uso y belleza, sino
que también, difundan, en una radio, sus voces, cargadas de experiencia y
sentido, sus entonaciones, y que, como dice una de las maestras, puedan saber
de su valor, de su dignidad, de que no son menos que otros más blancos y sin la
competencia idiomática de ellos que saben hablar dos lenguas.
La Ley de Medios, al darles espacio, posibilita que esas voces y esos
medios, desprecarizados, puedan lograr además de una llegada amplia, una
creciente calidad. Quizá, en esta pequeña anécdota se me objete que cierto
sentimentalismo dickensiano me invade, sin embargo, no se trata de eso, en
tanto no confundo sentimentalismo como golpe bajo y efectista (del que por otra
parte se sirven cuando les conviene los medios hegemónicos), con sensibilidad
ante lo que nos concierne como sociedad múltiple, heterogénea y por lo mismo
con mayores riquezas que la poca exhibida en chatura y tontería, por decir lo
menos, transmitida y retransmitida respecto de lo que le pasó o le pasa por
ejemplo, a una vedette, a un actorcito, a su amante, socio, marido o lo que
fuera, y, peor todavía, más que chatura y tontería, en la repetición y
re-repetición de opiniones de opinadores autoproclamados como inteligentes,
“libres”, “críticos”, cuestionadores y similares calificativos bastardeados.
Mi ingenua pregunta no lo es. Enfrentar aquello que busca hegemonizar y
naturalizar una ideología, armar un imaginario favorable a la reproducción de
un orden desigual es cosa difícil. Y mucho, porque se enfrentan grandes
intereses que reafirman en la defensa de su hegemonía cultural, la de su privilegio
económico. Aun en el propio Imperio, aun con esos argumentos de combatir
prácticas monopólicas, se entrevé, en los intersticios que dejan ver imágenes
tan disímiles como las de Bush y Obama, quiénes deciden y trazan las reglas. De
ahí la magnitud del desafío que explica los tres años y mucho más que
indudablemente, a diferencia de la romántica historia de Scrooge no se resuelve
en una noche.
* Poeta y novelista.
Profesora titular de la carrera de Letras, UBA. Colabora habitualmente en la
sección libros de Radar. Tiene a su cargo una sección en la revista Caras y
Caretas y dirige el Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural
de la Cooperación.
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