La historia de la niñez es el recorrido por los últimos eslabones de la cadena social. Apéndices de la mujer, los niños, no podían menos que acompañarlas en su destino de exclusión y agravio.
Por Jorge Garaventa*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Fernand Léger
Ilustración: Fernand Léger
La ley que posibilita en matrimonio entre personas del mismo sexo, y consecuentemente la adopción de niños está entre nosotros. Lo que creíamos lejano y hasta imposible ha llegado para quedarse y nos llena de algarabía a quienes no se nos ocurriría pensar que hay alguna razón humanamente valedera para que en una sociedad que se jacta de amplia y democrática existan personas con algún derecho conculcado.
Portamos la misma alegría que nos embargó cuando en 1990 el Congreso de la Nación ratificó la Convención Internacional por los Derechos del Niño. Sabíamos que eran instrumentos de gobierno necesarios para imponer racionalidad en relación a sectores sociales hacia los que el prejuicio, el maltrato y el abuso es casi un paisaje natural. Sabíamos, sabemos, que la construcción, sanción y promulgación de una ley está lejos de ser un punto de llegada. Son mas bien instrumentos de defensa imprescindibles para un camino a recorrer. No son todo. Las sociedades no abandonan fácilmente sus preconceptos y, como lo hemos visto en estos días, hay en su seno instituciones al servicio de la defensa de los privilegios y las desigualdades.
No es caprichoso el movimiento que hace nuestro razonamiento ya que auguramos que la mayor resistencia a la flamante ley se va a librar en el ámbito de las adopciones.
Las leyes son las principales normativas que rigen en los estados para garantizar la armónica convivencia de sus miembros y suelen ser resultados de diversos procesos y en algunos casos la combinación de varios.
Hay ocasiones en las que estos instrumentos llegan para legalizar cuestiones ya legitimadas en la sociedad, y en otros hacen vanguardia. Lo que fuere no traslada automáticamente como efecto el libre ejercicio de derechos ni el cumplimiento de deberes. La distancia entre la sanción de una ley y su efectiva vigencia, hace al tema que intentamos analizar en este escrito.
Nuestro país, como el grueso de la humanidad, tiene una deuda que se resiste a pagar en tiempo y forma en relación a los derechos de la niñez. Durante casi un siglo se rigió por la llamada Ley de Patronato que despojaba a los niños de derechos, para dejar sus destinos en manos de funcionarios judiciales de turno que podían disponer de sus vidas y bienes a voluntad. Así fue como niños golpeados, maltratados o abusados en sus hogares eran excluidos de los mismos para ser cosificados en institutos y reformatorios junto a pares que habían cometido delitos. No había diferencia entre cometer o ser víctima ya que el destino era casi el mismo. En no pocas ocasiones los “niños delincuentes” eran confinados a cárceles de adultos donde además de recibir los más inimaginables maltratos cursaban de forma acelerada y eficiente la diplomatura hacia la marginalidad.
Hablamos en pasado pero, dolorosamente estas situaciones son decorados del escenario actual.
Veinte años tardó la sociedad en derogar la ley de Patronato. Dos décadas después de ratificada la Convención, lo que la convierte en obligatoria en cuanto a su aplicación, se necesita seguir sancionando leyes que posibiliten su cumplimiento porque, como dice Gustavo Gallo, Defensor de Niñas y Niños de la Nación, no son las leyes las que hay que cambiar sino la cabeza de quienes tienen el deber de aplicarla.
Todo tipo de artilugio es válido para eludir su cumplimiento. Y cuando esto no es posible no es de extrañar una aplicación dañina como la que realizó un fiscal porteño que citó a indagatoria a un niño de cinco años acusado de haber robado un juguete a otro, en un Jardín de Infantes, pretextando que la nueva ley lo obligaba a escuchar la palabra del niño. Esas suelen ser advertencias de algunos sectores judiciales para con quienes se atrevan a pretender la plena vigencia de sus derechos.
Lo que tratamos de decir es que la historia de la niñez es el recorrido por los últimos eslabones de la cadena social. Apéndices de la mujer, los niños, no podían menos que acompañarlas en su destino de exclusión y agravio.
Aún hoy, incluso de muchos de sus revindicadores se pueden entrever conductas que hacen dudar de sus convicciones últimas.
La Convención habla centralmente de niñas y niños como sujetos plenos de derechos y responsables de sus deberes. La vigencia de lo primero garantizaría lo siguiente. Sin embargo, no sin asombro, comprobamos que hay un porcentaje nada desdeñable de estudios e iniciativas tendientes a garantizar las penas al incumplimiento de deberes antes que a garantizar el ejercicio de derechos.
La educación y la cultura golpeadora hacia la niñez no abandonan fácilmente la pelea. Las crisis en las familias y escuelas producto de los nuevos paradigmas y las flamantes subjetividades convocan nostalgias autoritarias que siguen escudándose en un cierto consenso social, vergonzante, disfrazado, pero consenso al fin.
Cuando en algún instituto de “menores” sabemos de algún “delincuente” que ha sido entregado por sus padres, no podemos menos que recordar al historiador Marcelo Valko cuando nos cuenta que en 1772, en los registros de la prisión de la isla Martín García, había dos niños recluidos por desobedecer a su madre. Bueno es recordar que el destino de gran parte de esa población carcelaria era la peste y la muerte.
La homosexualidad no ha sido menos vejada que la niñez. Es cierto que en los últimos años han crecido los signos de tolerancia a la diferencia. También es cierto que mucha de esa tolerancia se sustenta en la tranquilidad de la otredad, es decir, que los putos, las trabas y las trolas sean los otros que viven en sus guetos, en sus espacios no contaminantes. Con sus lugares de esparcimiento separados del resto. Gran parte de la aceptación social descansa en ese razonamiento. Por eso la adopción horroriza en muchos y genera dudas en otros, pero sobre todo habilita una generalizada comprensión hacia la negativa: “se trata de los pibes, ¿viste?”
La iglesia católica, envuelta en los más vergonzosos escándalos sobre abuso sexual infantil no vaciló en movilizar a sus feligreses en defensa del derecho de los niños a tener un papá y una mamá. ¿Cuánto hubiera cambiado en la historia de la niñez si esta institución, tan poderosa hubiera convocado a sus adeptos en contra del maltrato y abuso a la niñez? ¿Cuánto si el mismo repudio se hubiera alzado contra los Grassi y los Storni?
Lo doloroso es que la iglesia no sólo son los curas, y ellos lo saben, sino que son portadores de un pensamiento social de plena vigencia y buena salud. Son parte de esa sociedad que prefiere a un padre abusador antes que a un padre gay, que prefiere un niño que crezca en el terror del maltrato pero con padre y madre antes que en la “desviación lesbiana”, que prefiere para la niñez, el hacinamiento, la corrupción, las golpizas de un instituto, antes que un hogar homosexual. Que no puede aceptar que lo único que necesitan un niño y una niña es amor. Y que el amor es bueno para quien lo recibe, independientemente de la elección afectiva y sexual de aquel o aquella que es capaz de darlo.
Portamos la misma alegría que nos embargó cuando en 1990 el Congreso de la Nación ratificó la Convención Internacional por los Derechos del Niño. Sabíamos que eran instrumentos de gobierno necesarios para imponer racionalidad en relación a sectores sociales hacia los que el prejuicio, el maltrato y el abuso es casi un paisaje natural. Sabíamos, sabemos, que la construcción, sanción y promulgación de una ley está lejos de ser un punto de llegada. Son mas bien instrumentos de defensa imprescindibles para un camino a recorrer. No son todo. Las sociedades no abandonan fácilmente sus preconceptos y, como lo hemos visto en estos días, hay en su seno instituciones al servicio de la defensa de los privilegios y las desigualdades.
No es caprichoso el movimiento que hace nuestro razonamiento ya que auguramos que la mayor resistencia a la flamante ley se va a librar en el ámbito de las adopciones.
Las leyes son las principales normativas que rigen en los estados para garantizar la armónica convivencia de sus miembros y suelen ser resultados de diversos procesos y en algunos casos la combinación de varios.
Hay ocasiones en las que estos instrumentos llegan para legalizar cuestiones ya legitimadas en la sociedad, y en otros hacen vanguardia. Lo que fuere no traslada automáticamente como efecto el libre ejercicio de derechos ni el cumplimiento de deberes. La distancia entre la sanción de una ley y su efectiva vigencia, hace al tema que intentamos analizar en este escrito.
Nuestro país, como el grueso de la humanidad, tiene una deuda que se resiste a pagar en tiempo y forma en relación a los derechos de la niñez. Durante casi un siglo se rigió por la llamada Ley de Patronato que despojaba a los niños de derechos, para dejar sus destinos en manos de funcionarios judiciales de turno que podían disponer de sus vidas y bienes a voluntad. Así fue como niños golpeados, maltratados o abusados en sus hogares eran excluidos de los mismos para ser cosificados en institutos y reformatorios junto a pares que habían cometido delitos. No había diferencia entre cometer o ser víctima ya que el destino era casi el mismo. En no pocas ocasiones los “niños delincuentes” eran confinados a cárceles de adultos donde además de recibir los más inimaginables maltratos cursaban de forma acelerada y eficiente la diplomatura hacia la marginalidad.
Hablamos en pasado pero, dolorosamente estas situaciones son decorados del escenario actual.
Veinte años tardó la sociedad en derogar la ley de Patronato. Dos décadas después de ratificada la Convención, lo que la convierte en obligatoria en cuanto a su aplicación, se necesita seguir sancionando leyes que posibiliten su cumplimiento porque, como dice Gustavo Gallo, Defensor de Niñas y Niños de la Nación, no son las leyes las que hay que cambiar sino la cabeza de quienes tienen el deber de aplicarla.
Todo tipo de artilugio es válido para eludir su cumplimiento. Y cuando esto no es posible no es de extrañar una aplicación dañina como la que realizó un fiscal porteño que citó a indagatoria a un niño de cinco años acusado de haber robado un juguete a otro, en un Jardín de Infantes, pretextando que la nueva ley lo obligaba a escuchar la palabra del niño. Esas suelen ser advertencias de algunos sectores judiciales para con quienes se atrevan a pretender la plena vigencia de sus derechos.
Lo que tratamos de decir es que la historia de la niñez es el recorrido por los últimos eslabones de la cadena social. Apéndices de la mujer, los niños, no podían menos que acompañarlas en su destino de exclusión y agravio.
Aún hoy, incluso de muchos de sus revindicadores se pueden entrever conductas que hacen dudar de sus convicciones últimas.
La Convención habla centralmente de niñas y niños como sujetos plenos de derechos y responsables de sus deberes. La vigencia de lo primero garantizaría lo siguiente. Sin embargo, no sin asombro, comprobamos que hay un porcentaje nada desdeñable de estudios e iniciativas tendientes a garantizar las penas al incumplimiento de deberes antes que a garantizar el ejercicio de derechos.
La educación y la cultura golpeadora hacia la niñez no abandonan fácilmente la pelea. Las crisis en las familias y escuelas producto de los nuevos paradigmas y las flamantes subjetividades convocan nostalgias autoritarias que siguen escudándose en un cierto consenso social, vergonzante, disfrazado, pero consenso al fin.
Cuando en algún instituto de “menores” sabemos de algún “delincuente” que ha sido entregado por sus padres, no podemos menos que recordar al historiador Marcelo Valko cuando nos cuenta que en 1772, en los registros de la prisión de la isla Martín García, había dos niños recluidos por desobedecer a su madre. Bueno es recordar que el destino de gran parte de esa población carcelaria era la peste y la muerte.
La homosexualidad no ha sido menos vejada que la niñez. Es cierto que en los últimos años han crecido los signos de tolerancia a la diferencia. También es cierto que mucha de esa tolerancia se sustenta en la tranquilidad de la otredad, es decir, que los putos, las trabas y las trolas sean los otros que viven en sus guetos, en sus espacios no contaminantes. Con sus lugares de esparcimiento separados del resto. Gran parte de la aceptación social descansa en ese razonamiento. Por eso la adopción horroriza en muchos y genera dudas en otros, pero sobre todo habilita una generalizada comprensión hacia la negativa: “se trata de los pibes, ¿viste?”
La iglesia católica, envuelta en los más vergonzosos escándalos sobre abuso sexual infantil no vaciló en movilizar a sus feligreses en defensa del derecho de los niños a tener un papá y una mamá. ¿Cuánto hubiera cambiado en la historia de la niñez si esta institución, tan poderosa hubiera convocado a sus adeptos en contra del maltrato y abuso a la niñez? ¿Cuánto si el mismo repudio se hubiera alzado contra los Grassi y los Storni?
Lo doloroso es que la iglesia no sólo son los curas, y ellos lo saben, sino que son portadores de un pensamiento social de plena vigencia y buena salud. Son parte de esa sociedad que prefiere a un padre abusador antes que a un padre gay, que prefiere un niño que crezca en el terror del maltrato pero con padre y madre antes que en la “desviación lesbiana”, que prefiere para la niñez, el hacinamiento, la corrupción, las golpizas de un instituto, antes que un hogar homosexual. Que no puede aceptar que lo único que necesitan un niño y una niña es amor. Y que el amor es bueno para quien lo recibe, independientemente de la elección afectiva y sexual de aquel o aquella que es capaz de darlo.
*psicólogo
hermoso articulo.
ResponderEliminarviva el amor, freud decia: amar y trabajar, ... de eso se trata. felicitaciones jorge!
Hola! gracias por el comentario. me gustaría saber quien sos. saludos Jorge Garaventa
ResponderEliminarSr Jorge Garaventa: ante todo felicitarlo por su articulo.
ResponderEliminarCreo que el mismo refleja la pura verdad. Somos victima de una culturizacion en donde se prefiere conservar los modelos arcaicos a las evoluciones.
Con la aprobacion de esta ley creo que se esta gestando un intento y un sentimiento de avanzar. La organizacion "Queremos mama y papa" no es mas, desde mi punto de vista, solo un intento de la iglesia catolica para no perder el ejercicio del poder, para que "su" iglesia no se aleje del status donde esta ubicada hace siglos.
Creeo que no importa quien cumpla el rol de madre o padre, sino que esas figuras representativas ESTEN presentes para el normal desarrollo del ser humano, pero esas figuras deben estar cargadas del afecto necesario para que esa "normalidad" sea un hecho; por eso la aprobacion de la adopcion sera un comienzo de menos chicos abusados y maltratados por sus progenitores, y podra darse lo que dice Freud ,y el anonimo del comentario anterior, como concepto de salud "la capacidad de amar y trabajar" podra ser un hecho.
Lo saludo atentamente
Juan Francisco Martinez Pucci
Estudiante de Musicoterapia
Universidad Maimonides
Estimado Lic: lo felicito por su nota, es excelente. Espero que sirva para disipar tantos fantasmas que han creado al respecto.
ResponderEliminarun saludo cordial
Daniel Guzmán
Fonoaudiólogo
Cantante y Egr.T.Colón
Estimados Juan Francisco y Daniel. Gracias por sus comentarios. Si el artículo sirve para convocarnos a pensar el tema, bienvenida la Escritura, Abrazo! Jorge Garaventa
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