(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Marc Chagall
El 16 de julio se acaba de aprobar la ley que establece el matrimonio igualitario, que otorga a los homosexuales la posibilidad de casarse entre ellos. Para la parte hegemónica de la jerarquía católica liderada por el cardenal Bergoglio, el homosexual es el otro que debe ser mantenido fuera del ordenado cosmos en el que se desenvuelve nuestra vida.
Son conocidas las narraciones evangélicas sobre la “multiplicación de los panes”, porque se trata de dos multiplicaciones, y no sólo de una. Dichas narraciones son simbólicas, expresándose en ellas el nivel económico del proyecto de nueva sociedad anunciado por Jesús con el símbolo “Reino de Dios”. La primer multiplicación, según Marcos, se realiza en la orilla oeste del “mar” de Galilea que era judía, y la segunda, en la otra orilla que era “pagana”.
Narra el evangelio de Marcos que Jesús después de la primera “multiplicación de los panes”, “obliga” a los militantes de su movimiento, denominados “discípulos”, a embarcarse para trasladarse al otro lado del “mar”. La travesía se encuentra obstaculizada por fuertes vientos que amenazan con hacer naufragar la embarcación. Como consecuencia de ello, claman por el salvador que se les aparece caminando sobre las aguas, pero ellos no lo conocen, creyéndolo un “fantasma”. Finalmente Jesús logra apaciguarlos y llevarlos al otro lado, a la región de los “paganos”, para hacer también allí la propuesta de la nueva sociedad.
El pretendido “mar” que hay que atravesar, en realidad es un lago de pequeñas dimensiones. Se lo denomina “mar” porque en la narración mitológica, es en el fondo del “mar” donde se encuentran los terribles monstruos del miedo al otro que pueden invadir nuestros cosmos, hacernos perder el sentido, la orientación. Los discípulos confunden a Jesús con un fantasma, símbolo éste claro de que los discípulos no tienen confianza en el proyecto de Jesús. Lo encuentran fantasmal
Lo que temen los discípulos es el encuentro con los paganos, “los otros”, el Otro, pues éste quiere invadir su “cosmos” donde todo está ordenado, donde presuntamente se sabe a ciencia cierta qué está bien y qué está mal. El otro es el monstruo que amenaza hacer naufragar la barca, es decir, el ordenado universo en el que estamos orientados.
El 16 de julio se acaba de aprobar la ley que establece el matrimonio igualitario, que otorga a los homosexuales la posibilidad de casarse entre ellos. Para parte de la sociedad y en especial para la parte hegemónica de la jerarquía católica liderada por el cardenal Bergoglio, el homosexual es el otro que debe ser mantenido fuera del ordenado cosmos en el que se desenvuelve nuestra vida.
Puede ser “tolerado” en la medida en que se lo mantenga al margen, en los límites de la sociedad. En 1994 Monseñor Antonio Quarracino, entonces cardenal primado abogó para que se les crease “una zona grande para que viviesen en ella todos los gays y lesbianas, con sus leyes, su periodismo y hasta su propia constitución”. O sea, un “apartheid”. De esa manera aclaró “se limpiaría una mancha innoble del rostro de la sociedad”.
El problema, pues, es que no contaminen la sociedad, por lo cual hay que mantenerlo al margen. Ahora si se los admite plenamente en las instituciones no habrá quien pare la contaminación. Que viven al margen, se tolera. Que pretendan gozar del matrimonio como la parte “sana” de la sociedad, es inadmisible.
Es por eso que el Dios del miedo calza la armadura y declara la guerra. Dice Bergoglio, el actual cardenal primado: “Aquí está en juego la identidad y la supervivencia de la familia: papá, mamá e hijos”. Otra forma de familia hace tambalear el sentido fijado de una vez para siempre. Entramos en un tembladeral en que nada permanece fijo, todo se tambalea, y esto no puede más que ser obra del enemigo de Dios, el “demonio, padre de la mentira”.
¡Guerra, pues, al demonio! Pero hay que tener en cuenta que la guerra del Dios de Bergoglio no comienza ahora. Comenzó en el origen mismo de la humanidad, en el Edén cuando el demonio, bajo la figura de la serpiente se hizo presente para destruir el orden estatuido por Dios. Lo dice Bergoglio en la carta en que ordena a la legión de las carmelitas ponerse en orden de batalla: “Aquí también la envidia del demonio, por la que entró el pecado en el mundo, que arteramente pretende destruir la imagen de Dios: hombre y mujer que reciben el mandato de crecer, multiplicarse y dominar la tierra”.
“La imagen de Dios: hombre y mujer”. Es el cosmos, el universo con sentido. Todo está ordenado. Cada quien en su lugar. Viene ahora el demonio y amenaza destruir este orden. En lugar del cosmos, el caos. Todo se desordena, todo pierde sentido. El Dios que todo lo ha ordenado no puede menos que salir a dar pelea.
En el siglo XII era el Islam el que ponía en peligro el cosmos, por lo cual desde la cúspide de la Iglesia se ordena la “cruzada” en la que como dice San Bernardo “el soldado de Jesucristo mata gustoso a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, a sí se hace bien; si mata, lo hace a Jesucristo”.
En el siglo XIV el Dios de Bergoglio sale a guerrear contra valdenses, albigenses, lombardos y hussitas. Son los “otros”, los herejes que hacían tambalear el orden. Desde el siglo XII el tribunal de la inquisición viene funcionando a pleno. El sínodo de Verona (1184) inculca a los obispos “el deber de proceder en todas las parroquias, mediante un sacerdote y algunos laicos de confianza, a la denuncia de los herejes y a su castigo por medio de la autoridad civil”.
En el siglo XIX el monstruo que amenaza lanzar el universo al caos se denomina “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” proclamado por la Revolución Francesa. Las condenaciones eclesiásticas apuntan a “la plena e inmoderada libertad de opiniones”, al “delirio” de sostener que “la libertad de conciencia y de culto es propia de cada hombre” que es, en realidad, la “libertad de perdición”.
Pío IX da a conocer un elenco de los errores modernos entre los que figura sostener que “el conocimiento de las cuestiones morales, lo mismo que las leyes civiles, puedan y deban ser independientes de la autoridad divina y eclesiástica”. Pero la perla de los ochenta errores enumerados es la que dice que es un error que debe ser condenado sostener que “el Pontífice Romano puede y debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la reciente civilización”.
El otro que hoy amenaza el cosmos es el homosexual, el impuro. En el 587 aC los neo-babilonio se apoderan de Jerusalén y destierran al estamento dirigente de la sociedad, conformado fundamentalmente por los sacerdotes. Éstos, en Babilonia elaboran el proyecto de una sociedad sacerdotal, dividida en estamentos de acuerdo al grado de pureza. En la cúspide el Sumo Sacerdote que debía observar estrictas normas de pureza, y en el fondo, el leproso, impuro entre los impuros. Éste perturbaba absolutamente el orden social, resquebrajaba el cosmos, por lo cual establece el Levítico:
“Llevará los vestidos rasgados, se cubrirá hasta el bigote e irá despeinado gritando: ‘impuro, impuro’. Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo”.
¿Qué hace Jesús? Se acerca al leproso, lo toca, con lo cual él también se transforma en impuro según la concepción sacerdotal. Pero en realidad cura al leproso, es decir, lo incorpora a la sociedad, con el cual desaparece la impureza, o mejor, muestra que nunca la hubo. El orden sacerdotal se desploma. En efecto, Jesús le dice al ex-leproso que se presente al sacerdote según ordenaba la ley de Moisés, “en testimonio contra ellos”.
Para Bergoglio y su Dios el homosexual es el pagano, el musulmán, el valdense, el albigense, en una palabra, el hereje que amenaza a la familia, a la sociedad, esto es, al cosmos en que nuestra vida tiene sentido. Por ello ordena a su tropa ponerse en orden de combate. Es la “guerra de Dios”.
En realidad con la ley del matrimonio igualitario nuestra sociedad es mejor, nosotros somos mejores, en la medida en que hay una injusticia menos y nuestras relaciones intersubjetivas serán mejores, más creativas, más amigables. Desaparecerá un motivo para sentir culpa y todos seremos un poco más felices.
Buenos Aires, 17 de julio de 2010
Narra el evangelio de Marcos que Jesús después de la primera “multiplicación de los panes”, “obliga” a los militantes de su movimiento, denominados “discípulos”, a embarcarse para trasladarse al otro lado del “mar”. La travesía se encuentra obstaculizada por fuertes vientos que amenazan con hacer naufragar la embarcación. Como consecuencia de ello, claman por el salvador que se les aparece caminando sobre las aguas, pero ellos no lo conocen, creyéndolo un “fantasma”. Finalmente Jesús logra apaciguarlos y llevarlos al otro lado, a la región de los “paganos”, para hacer también allí la propuesta de la nueva sociedad.
El pretendido “mar” que hay que atravesar, en realidad es un lago de pequeñas dimensiones. Se lo denomina “mar” porque en la narración mitológica, es en el fondo del “mar” donde se encuentran los terribles monstruos del miedo al otro que pueden invadir nuestros cosmos, hacernos perder el sentido, la orientación. Los discípulos confunden a Jesús con un fantasma, símbolo éste claro de que los discípulos no tienen confianza en el proyecto de Jesús. Lo encuentran fantasmal
Lo que temen los discípulos es el encuentro con los paganos, “los otros”, el Otro, pues éste quiere invadir su “cosmos” donde todo está ordenado, donde presuntamente se sabe a ciencia cierta qué está bien y qué está mal. El otro es el monstruo que amenaza hacer naufragar la barca, es decir, el ordenado universo en el que estamos orientados.
El 16 de julio se acaba de aprobar la ley que establece el matrimonio igualitario, que otorga a los homosexuales la posibilidad de casarse entre ellos. Para parte de la sociedad y en especial para la parte hegemónica de la jerarquía católica liderada por el cardenal Bergoglio, el homosexual es el otro que debe ser mantenido fuera del ordenado cosmos en el que se desenvuelve nuestra vida.
Puede ser “tolerado” en la medida en que se lo mantenga al margen, en los límites de la sociedad. En 1994 Monseñor Antonio Quarracino, entonces cardenal primado abogó para que se les crease “una zona grande para que viviesen en ella todos los gays y lesbianas, con sus leyes, su periodismo y hasta su propia constitución”. O sea, un “apartheid”. De esa manera aclaró “se limpiaría una mancha innoble del rostro de la sociedad”.
El problema, pues, es que no contaminen la sociedad, por lo cual hay que mantenerlo al margen. Ahora si se los admite plenamente en las instituciones no habrá quien pare la contaminación. Que viven al margen, se tolera. Que pretendan gozar del matrimonio como la parte “sana” de la sociedad, es inadmisible.
Es por eso que el Dios del miedo calza la armadura y declara la guerra. Dice Bergoglio, el actual cardenal primado: “Aquí está en juego la identidad y la supervivencia de la familia: papá, mamá e hijos”. Otra forma de familia hace tambalear el sentido fijado de una vez para siempre. Entramos en un tembladeral en que nada permanece fijo, todo se tambalea, y esto no puede más que ser obra del enemigo de Dios, el “demonio, padre de la mentira”.
¡Guerra, pues, al demonio! Pero hay que tener en cuenta que la guerra del Dios de Bergoglio no comienza ahora. Comenzó en el origen mismo de la humanidad, en el Edén cuando el demonio, bajo la figura de la serpiente se hizo presente para destruir el orden estatuido por Dios. Lo dice Bergoglio en la carta en que ordena a la legión de las carmelitas ponerse en orden de batalla: “Aquí también la envidia del demonio, por la que entró el pecado en el mundo, que arteramente pretende destruir la imagen de Dios: hombre y mujer que reciben el mandato de crecer, multiplicarse y dominar la tierra”.
“La imagen de Dios: hombre y mujer”. Es el cosmos, el universo con sentido. Todo está ordenado. Cada quien en su lugar. Viene ahora el demonio y amenaza destruir este orden. En lugar del cosmos, el caos. Todo se desordena, todo pierde sentido. El Dios que todo lo ha ordenado no puede menos que salir a dar pelea.
En el siglo XII era el Islam el que ponía en peligro el cosmos, por lo cual desde la cúspide de la Iglesia se ordena la “cruzada” en la que como dice San Bernardo “el soldado de Jesucristo mata gustoso a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, a sí se hace bien; si mata, lo hace a Jesucristo”.
En el siglo XIV el Dios de Bergoglio sale a guerrear contra valdenses, albigenses, lombardos y hussitas. Son los “otros”, los herejes que hacían tambalear el orden. Desde el siglo XII el tribunal de la inquisición viene funcionando a pleno. El sínodo de Verona (1184) inculca a los obispos “el deber de proceder en todas las parroquias, mediante un sacerdote y algunos laicos de confianza, a la denuncia de los herejes y a su castigo por medio de la autoridad civil”.
En el siglo XIX el monstruo que amenaza lanzar el universo al caos se denomina “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” proclamado por la Revolución Francesa. Las condenaciones eclesiásticas apuntan a “la plena e inmoderada libertad de opiniones”, al “delirio” de sostener que “la libertad de conciencia y de culto es propia de cada hombre” que es, en realidad, la “libertad de perdición”.
Pío IX da a conocer un elenco de los errores modernos entre los que figura sostener que “el conocimiento de las cuestiones morales, lo mismo que las leyes civiles, puedan y deban ser independientes de la autoridad divina y eclesiástica”. Pero la perla de los ochenta errores enumerados es la que dice que es un error que debe ser condenado sostener que “el Pontífice Romano puede y debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la reciente civilización”.
El otro que hoy amenaza el cosmos es el homosexual, el impuro. En el 587 aC los neo-babilonio se apoderan de Jerusalén y destierran al estamento dirigente de la sociedad, conformado fundamentalmente por los sacerdotes. Éstos, en Babilonia elaboran el proyecto de una sociedad sacerdotal, dividida en estamentos de acuerdo al grado de pureza. En la cúspide el Sumo Sacerdote que debía observar estrictas normas de pureza, y en el fondo, el leproso, impuro entre los impuros. Éste perturbaba absolutamente el orden social, resquebrajaba el cosmos, por lo cual establece el Levítico:
“Llevará los vestidos rasgados, se cubrirá hasta el bigote e irá despeinado gritando: ‘impuro, impuro’. Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo”.
¿Qué hace Jesús? Se acerca al leproso, lo toca, con lo cual él también se transforma en impuro según la concepción sacerdotal. Pero en realidad cura al leproso, es decir, lo incorpora a la sociedad, con el cual desaparece la impureza, o mejor, muestra que nunca la hubo. El orden sacerdotal se desploma. En efecto, Jesús le dice al ex-leproso que se presente al sacerdote según ordenaba la ley de Moisés, “en testimonio contra ellos”.
Para Bergoglio y su Dios el homosexual es el pagano, el musulmán, el valdense, el albigense, en una palabra, el hereje que amenaza a la familia, a la sociedad, esto es, al cosmos en que nuestra vida tiene sentido. Por ello ordena a su tropa ponerse en orden de combate. Es la “guerra de Dios”.
En realidad con la ley del matrimonio igualitario nuestra sociedad es mejor, nosotros somos mejores, en la medida en que hay una injusticia menos y nuestras relaciones intersubjetivas serán mejores, más creativas, más amigables. Desaparecerá un motivo para sentir culpa y todos seremos un poco más felices.
Buenos Aires, 17 de julio de 2010
* Profesor e investigador de filosofía en la facultad de ciencias sociales de la Universidad de Buenos Aires. Teólogo.
Algunas de sus publicaciones: Revolución burguesa y nueva racionalidad, Razón y libertad, intersubjetividad y reino de la verdad, La odisea de la conciencia moderna, La utopía que todo lo mueve. En lo referente al campo religioso ha publicado, La utopía de Jesús, Autoritarismo y democracia en la Biblia y en la Iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comentarios