Por Marcelo Manuel Benítez*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Fernand Léger
Hay unanimidad en considerar a la televisión como una ventana. Porque este invento fatal que se instaló en cada hogar para alimentarlo o envenenarlo está allí, en un rincón del living, del dormitorio o de la cocina, para mostrarnos algo que pretende siempre pasar por real. Pero esta creación que en su momento pareció mágica, fue sufriendo una evolución sin tregua a lo largo de las décadas cuyos responsables no son únicamente los product6ores, ni tampoco los avisadores, ni siquiera los incontables gobiernos que le dieron libertad para imaginar y crear o se la escamotearon y cercenaron con espíritu paranoico como se observó durante las dictaduras militares. Pero, entendámoslo bien, el otro gran responsable de los aciertos y desaciertos de la televisión es el público que acepta o rechaza, que aplaude o abuchea. Pero no hay buenos públicos y malos públicos, como se sostuvo respecto al electorado que si votaba al peronismo era porque no sabía votar. El público será siempre el conjunto de los habitantes de una nación o al menos mayoritarios recortes de ese todo que representa a la sociedad; y allí conviven los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los peronistas y los radicales.
Tal vez un rápido viaje al pasado nos permitirá desentrañar con sentido crítico el cuerpo voluptuoso de esta víbora seductora.
Desde los primeros ensayos de programación, en aquel lejano 1951, la televisión llegó para quedarse, y así podríamos evocar el “Petit bar” con Juan Carlos Thorry y Analía Gadé, “Tropicana Club” con un elegante Osvaldo Miranda, una bellísima Beba Bidart, una Blackie sin anteojos ni arrugas y una Amelita Vargas que ya intentan llevar a todos los hogares el esplendor de las revistas del Maipo. Pero también comedias inocentes de la jerarquía de “¡ Cómo te quiero Ana!” (1953), con la talentosa pareja compuesta por Ana María Campoy y José Cibrián, o unitarios como “Todo el año es Navidad”(1957) con Raúl Rossi. Producciones todas que procuraban hacer llegar a la casa de los argentinos esa pureza soñadora que ya recreaba el cine desde los años ’30, y en el que invariablemente ganaba el bien sobre el mal, ocultando, ignorando, evitando los aspectos sórdidos, miserables o escandalosos de la realidad. En esta primera televisión no existía la droga, ni los homosexuales, ni los comunistas y, en tiras románticas como “Teleteatro para la hora del té” (1957) con Fernando Heredia y María Aurelia Bisutti sólo los muy buenos y sinceros eran premiados con el amor y la riqueza.
Pero al irrumpir desde el periodismo o la literatura los intelectuales más o menos de izquierda, lectores apasionados todos ellos de Jean Paul Sartre, Marx, Simone de Beauvoir o Althusser, esta televisión tan inocente es duramente criticada y programas del formato de “ Historia de jóvenes”(1959) a cargo del grupo que más tarde se conocería como “el clan Stivel” anuncia un cambio que pronto será acompañado por el cine con películas como “Pajarito Gómez”, “La piscina” o “La mano en la trampa”. Sin embargo, junto a programas de intención democrática como “Polémica en el fútbol” (1961), “Parlamento 13” (1964) o “Cosa juzgada” (1969), aún perduraba la delicadeza y la blancura en un “ Dr. Cándido Pérez, señoras” (1961), “Mujercitas” (1960), adaptación edulcorada de la novela de Louisa May Alcott, o aquellos teleteatros en los años que, si bien las heroínas fumaban, se separaban de sus maridos o se anamaban a probar las formas del amor más o menos reprochables, aún narraban historias envueltas en la bruma de la ensoñación romántica de potiches azules o el tul casi inmaterial de un velo de novia, con títulos inolvidables como “El amor tiene cara de mujer” (1964), “Cuatro hombres para Eva” (1965), ambos surgidos de la pluma de Nené Cascallar. O no, o centrados el la paz inalterable de la familia apuntalando siempre los valores más cristianos como “Mis hijos y yo” (1964) , “La nena” (1965) o “Quinto año nacional” (1965) escrito éste último por Abel Santa Cruz y que perpetuando la vieja costumbre de ignorar las miserias sociales arrojaban sobre la audiencia el embriagador perfume de los finales felices.
Pero otro esfuerzo realizó la televisión ya en los ’60 fortalecida por los años y la popularidad. Invirtió energía y dinero en los grandes textos clásicos: “Romeo y Julieta”, protagonizada por Rodolfo Bebén y Evangelina Salazar, (1966) la tragedia “Judith” con Violerta Antier y Alfredo Alcón en el papel de Holofernes (1960), pero asimismo “Hamlet” (1964), “Otelo” (1969) y las realizaciones semanales de “Teatro Universal” (Lorca, Ionesco, Gógol, Wilde, Moliere),o las adaptaciones de gran calidad de la literatuta policial y de terror de la mano de Chicho Serrador (El fantasma de la Opera, El Muñeco maldito) protagonizados por Narciso Ibáñez Menta.
Y esta televisión de los ’60 se dirigía a un público que incluía, no sólo a una clase media culta, sino también a los sectores más humildes de la población que igualmente hubieran rechazado las malas palabras, una escena de sexo explícito o el protagonismo de un travesti. Y la preocupación principal de estas realizaciones televisivas era la calidad de las actuaciones, la prolijidad de la dirección y la elevación del pueblo todo hasta las alturas vaporosas del arte de todos los tiempos. Se imponía en la pantalla chica una forma de refinamiento aunque escondiendo la verdad “detrás de un largo muro”.
Pero al pisar la década siguiente, con el regreso del peronismo (que también había sido negado con mutismos y prohibiciones) y el protagonismo de las clases más populares la televisión se vuelve chabacana. Se olvidan para siempre los “especiales” de Alfredo Alcón y se pone en el aire “si lo sabe, cante” (1969- Canal 11) o el efímero “Los ravioles de Doña Domingo”. Desde entonces, los responsables de la programación presumieron que lo que más festejaba esa multitud gritona que llenaba la Plaza de Mayo, a la que aún no se conocía bien pero a la que se imaginaba pobre, inculta y animista, lo que más la divertía era la payasada de una mujer obesa desafinado frente a las cámaras, los balbuceos lastimosos de un adolescente con retraso mental o el concurso que buscaba al padre más joven para premiar a una pareja de villeros porque el muchacho con sonrisa desdentada tenía 17 años y su esposa sugería la astucia de haber engatusado a un negrito. Fue una televisión que despertó furibundas polémicas: los exquisitos hablaban de mal gusto pero los populistas gritaban que ahora la televisión era realmente del pueblo. Así, el tango entró al Colón al tiempo que, por primera vez, los pobres pudieron saludar a la cámara.
Pero muy poco duraría toda esta exaltación de pan dulce y sidra .En 1976 se produjo el golpe de Estado que llevó al Teniente Gral. Videla a la presidencia y la televisión se transformó en un ámbito más para las mentiras y la tenebrosa censura para todo lo que pareciera original, elevado, renovador o polémico. Una televisión en la cual hasta los más humildes técnicos eran vigilados (por razones inexplicables durante el año 1981, en el control de algunos programas de ATC se instalaban unos inquietantes desconocidos que tomaban nota en una libretita de todos los menores movimientos de los empleados que se encontraban allí grabando. Ni que hablar con los que conversaban u opinaban. Se sentaban sin presentarse y se retiraban sin pedir permiso). Era la televisión de la Dictadura Militar, toda ella en manos del Ejército y en la que sonaba cada vez más hueca “La hora de la verdad” en noticieros que desmentían cínicamente lo que ocurría en la calle.
Pero la televisión del terror también cayó y toda esa libertad que inundó los camarines a partir de 1984, poco a poco, imperceptiblemente, a medida que se imponía entre los jóvenes la droga, las borracheras, las picadas, y de la mano de una distensión saludable a la que conduce una libertad que se mantiene, se autorizan las malas palabras, los cuerpos desnudos y la publicidad de la vida íntima de los artistas, políticos y escritores. Hace su entrada la televisión de los miserables: travestis que se han cortado el pene porque no reúnen el dinero para la operación de cambio de sexo. Gran despliegue de tetas, culos y bocas modificadas por la cirugía . Homosexuales excesivamente explícitos y que no sirven para crear conciencia sobre los derechos que se merecen las minorías porque se esmeran en producir la imagen de que ellos no son discriminados para ocasionar la carcajada relajada que instala en la audiencia la convicción de que la monstruosidad del otro puede ser un espectáculo para comentar al día siguiente en la oficina. Porque esta invasión de homosexuales chillones y de muchachas liberales no hacen nada para combatir los prejuicios contra el diferente o el puritanismo fascista, se han transformado en personajes que divierten como antiguamente en las cortes europeas, divertía el enano o el cantante castrado. Los miserables de la sociedad moderna, de los callejones más prohibidos, se combinan maravillosamente bien con el eructo de la cena o la flatulencia del desayuno.
Con todo, de este show carnalalezco el cine argentino parece haber tomado distancia. El descenso a la hilaridad pintarrajeada, a esta frivolización enmascarada de la angustia, parece ser un fenómeno exclusivo de la televisión, en la que progresa el programa chimentero que no sólo aprovecha, también crea, peleas encarnizadas entre aspirantes a vedettes, travestis viejos y feos a los que se les paga para inspirar lástima o amores clandestinos y rupturas escandalosas entre los galanes de moda.
Igual que la juventud de la “jarra loca” y el vómito del cansado amanecer, la libertad de la televisión sirve para obtener dinero explotando más esta imagen de descontrol, de frivolidad y de hastío. Pero nadie, absolutamente nadie, se ha puesto a pensar que este goce sofisticado con la fealdad y el ridículo, este regodeo en la bajeza de otro, esta risa desmesurada por la monstruosidad ajena, como la felicidad que da la embriaguez, también es efímera.
*Psicólogo y poeta
Ilustración: Fernand Léger
Hay unanimidad en considerar a la televisión como una ventana. Porque este invento fatal que se instaló en cada hogar para alimentarlo o envenenarlo está allí, en un rincón del living, del dormitorio o de la cocina, para mostrarnos algo que pretende siempre pasar por real. Pero esta creación que en su momento pareció mágica, fue sufriendo una evolución sin tregua a lo largo de las décadas cuyos responsables no son únicamente los product6ores, ni tampoco los avisadores, ni siquiera los incontables gobiernos que le dieron libertad para imaginar y crear o se la escamotearon y cercenaron con espíritu paranoico como se observó durante las dictaduras militares. Pero, entendámoslo bien, el otro gran responsable de los aciertos y desaciertos de la televisión es el público que acepta o rechaza, que aplaude o abuchea. Pero no hay buenos públicos y malos públicos, como se sostuvo respecto al electorado que si votaba al peronismo era porque no sabía votar. El público será siempre el conjunto de los habitantes de una nación o al menos mayoritarios recortes de ese todo que representa a la sociedad; y allí conviven los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los peronistas y los radicales.
Tal vez un rápido viaje al pasado nos permitirá desentrañar con sentido crítico el cuerpo voluptuoso de esta víbora seductora.
Desde los primeros ensayos de programación, en aquel lejano 1951, la televisión llegó para quedarse, y así podríamos evocar el “Petit bar” con Juan Carlos Thorry y Analía Gadé, “Tropicana Club” con un elegante Osvaldo Miranda, una bellísima Beba Bidart, una Blackie sin anteojos ni arrugas y una Amelita Vargas que ya intentan llevar a todos los hogares el esplendor de las revistas del Maipo. Pero también comedias inocentes de la jerarquía de “¡ Cómo te quiero Ana!” (1953), con la talentosa pareja compuesta por Ana María Campoy y José Cibrián, o unitarios como “Todo el año es Navidad”(1957) con Raúl Rossi. Producciones todas que procuraban hacer llegar a la casa de los argentinos esa pureza soñadora que ya recreaba el cine desde los años ’30, y en el que invariablemente ganaba el bien sobre el mal, ocultando, ignorando, evitando los aspectos sórdidos, miserables o escandalosos de la realidad. En esta primera televisión no existía la droga, ni los homosexuales, ni los comunistas y, en tiras románticas como “Teleteatro para la hora del té” (1957) con Fernando Heredia y María Aurelia Bisutti sólo los muy buenos y sinceros eran premiados con el amor y la riqueza.
Pero al irrumpir desde el periodismo o la literatura los intelectuales más o menos de izquierda, lectores apasionados todos ellos de Jean Paul Sartre, Marx, Simone de Beauvoir o Althusser, esta televisión tan inocente es duramente criticada y programas del formato de “ Historia de jóvenes”(1959) a cargo del grupo que más tarde se conocería como “el clan Stivel” anuncia un cambio que pronto será acompañado por el cine con películas como “Pajarito Gómez”, “La piscina” o “La mano en la trampa”. Sin embargo, junto a programas de intención democrática como “Polémica en el fútbol” (1961), “Parlamento 13” (1964) o “Cosa juzgada” (1969), aún perduraba la delicadeza y la blancura en un “ Dr. Cándido Pérez, señoras” (1961), “Mujercitas” (1960), adaptación edulcorada de la novela de Louisa May Alcott, o aquellos teleteatros en los años que, si bien las heroínas fumaban, se separaban de sus maridos o se anamaban a probar las formas del amor más o menos reprochables, aún narraban historias envueltas en la bruma de la ensoñación romántica de potiches azules o el tul casi inmaterial de un velo de novia, con títulos inolvidables como “El amor tiene cara de mujer” (1964), “Cuatro hombres para Eva” (1965), ambos surgidos de la pluma de Nené Cascallar. O no, o centrados el la paz inalterable de la familia apuntalando siempre los valores más cristianos como “Mis hijos y yo” (1964) , “La nena” (1965) o “Quinto año nacional” (1965) escrito éste último por Abel Santa Cruz y que perpetuando la vieja costumbre de ignorar las miserias sociales arrojaban sobre la audiencia el embriagador perfume de los finales felices.
Pero otro esfuerzo realizó la televisión ya en los ’60 fortalecida por los años y la popularidad. Invirtió energía y dinero en los grandes textos clásicos: “Romeo y Julieta”, protagonizada por Rodolfo Bebén y Evangelina Salazar, (1966) la tragedia “Judith” con Violerta Antier y Alfredo Alcón en el papel de Holofernes (1960), pero asimismo “Hamlet” (1964), “Otelo” (1969) y las realizaciones semanales de “Teatro Universal” (Lorca, Ionesco, Gógol, Wilde, Moliere),o las adaptaciones de gran calidad de la literatuta policial y de terror de la mano de Chicho Serrador (El fantasma de la Opera, El Muñeco maldito) protagonizados por Narciso Ibáñez Menta.
Y esta televisión de los ’60 se dirigía a un público que incluía, no sólo a una clase media culta, sino también a los sectores más humildes de la población que igualmente hubieran rechazado las malas palabras, una escena de sexo explícito o el protagonismo de un travesti. Y la preocupación principal de estas realizaciones televisivas era la calidad de las actuaciones, la prolijidad de la dirección y la elevación del pueblo todo hasta las alturas vaporosas del arte de todos los tiempos. Se imponía en la pantalla chica una forma de refinamiento aunque escondiendo la verdad “detrás de un largo muro”.
Pero al pisar la década siguiente, con el regreso del peronismo (que también había sido negado con mutismos y prohibiciones) y el protagonismo de las clases más populares la televisión se vuelve chabacana. Se olvidan para siempre los “especiales” de Alfredo Alcón y se pone en el aire “si lo sabe, cante” (1969- Canal 11) o el efímero “Los ravioles de Doña Domingo”. Desde entonces, los responsables de la programación presumieron que lo que más festejaba esa multitud gritona que llenaba la Plaza de Mayo, a la que aún no se conocía bien pero a la que se imaginaba pobre, inculta y animista, lo que más la divertía era la payasada de una mujer obesa desafinado frente a las cámaras, los balbuceos lastimosos de un adolescente con retraso mental o el concurso que buscaba al padre más joven para premiar a una pareja de villeros porque el muchacho con sonrisa desdentada tenía 17 años y su esposa sugería la astucia de haber engatusado a un negrito. Fue una televisión que despertó furibundas polémicas: los exquisitos hablaban de mal gusto pero los populistas gritaban que ahora la televisión era realmente del pueblo. Así, el tango entró al Colón al tiempo que, por primera vez, los pobres pudieron saludar a la cámara.
Pero muy poco duraría toda esta exaltación de pan dulce y sidra .En 1976 se produjo el golpe de Estado que llevó al Teniente Gral. Videla a la presidencia y la televisión se transformó en un ámbito más para las mentiras y la tenebrosa censura para todo lo que pareciera original, elevado, renovador o polémico. Una televisión en la cual hasta los más humildes técnicos eran vigilados (por razones inexplicables durante el año 1981, en el control de algunos programas de ATC se instalaban unos inquietantes desconocidos que tomaban nota en una libretita de todos los menores movimientos de los empleados que se encontraban allí grabando. Ni que hablar con los que conversaban u opinaban. Se sentaban sin presentarse y se retiraban sin pedir permiso). Era la televisión de la Dictadura Militar, toda ella en manos del Ejército y en la que sonaba cada vez más hueca “La hora de la verdad” en noticieros que desmentían cínicamente lo que ocurría en la calle.
Pero la televisión del terror también cayó y toda esa libertad que inundó los camarines a partir de 1984, poco a poco, imperceptiblemente, a medida que se imponía entre los jóvenes la droga, las borracheras, las picadas, y de la mano de una distensión saludable a la que conduce una libertad que se mantiene, se autorizan las malas palabras, los cuerpos desnudos y la publicidad de la vida íntima de los artistas, políticos y escritores. Hace su entrada la televisión de los miserables: travestis que se han cortado el pene porque no reúnen el dinero para la operación de cambio de sexo. Gran despliegue de tetas, culos y bocas modificadas por la cirugía . Homosexuales excesivamente explícitos y que no sirven para crear conciencia sobre los derechos que se merecen las minorías porque se esmeran en producir la imagen de que ellos no son discriminados para ocasionar la carcajada relajada que instala en la audiencia la convicción de que la monstruosidad del otro puede ser un espectáculo para comentar al día siguiente en la oficina. Porque esta invasión de homosexuales chillones y de muchachas liberales no hacen nada para combatir los prejuicios contra el diferente o el puritanismo fascista, se han transformado en personajes que divierten como antiguamente en las cortes europeas, divertía el enano o el cantante castrado. Los miserables de la sociedad moderna, de los callejones más prohibidos, se combinan maravillosamente bien con el eructo de la cena o la flatulencia del desayuno.
Con todo, de este show carnalalezco el cine argentino parece haber tomado distancia. El descenso a la hilaridad pintarrajeada, a esta frivolización enmascarada de la angustia, parece ser un fenómeno exclusivo de la televisión, en la que progresa el programa chimentero que no sólo aprovecha, también crea, peleas encarnizadas entre aspirantes a vedettes, travestis viejos y feos a los que se les paga para inspirar lástima o amores clandestinos y rupturas escandalosas entre los galanes de moda.
Igual que la juventud de la “jarra loca” y el vómito del cansado amanecer, la libertad de la televisión sirve para obtener dinero explotando más esta imagen de descontrol, de frivolidad y de hastío. Pero nadie, absolutamente nadie, se ha puesto a pensar que este goce sofisticado con la fealdad y el ridículo, este regodeo en la bajeza de otro, esta risa desmesurada por la monstruosidad ajena, como la felicidad que da la embriaguez, también es efímera.
*Psicólogo y poeta
El autor se encierra en la realidad argentina y no toma en cuenta que la televisiòn basura que hoy se ve en nuestro paìs no es exclusivamente nuestra. Es màs, muchos de los programas que hoy vemos son meras copias de otros gestados en Europa o Norteamérica. La TV miserable -como la llama Benítez- es la TV privada, forjada en la Argentina en épocas de gobiernos antipopulares y hecha por hombres y mujeres de clara ideología gorila(Moser, Legrand, Pinky, Cascallar, Avilés, Tato Bores). Esa es la TV que hoy subsiste (con otro ropaje) y que en su afàn de novedad (y lucro incesante) llega a extremos como los actuales,los que abandonarà cuando el viento de los beneficios económicos (o la ingerencia estatal, ley de Medios mediante)sople para otro lado. No olvidemos que la misma televisión de "Alta Comedia" y "Nosotros y los miedos" fue la que se regodeó pasando varias veces el replay de un hombre fallecido en càmara en un programa "para la juventud". En resumen: desde "La Familia Falcón" hasta "Bailando por un sueño" la TV privada argentina ha sido ideológicamente lineal: siempre msierable. ¿O acaso "Peter Capusotto y sus videos" podría verse en otra pantalla que no fuera la de la TV Pública?
ResponderEliminarRaúl Lasa
Gracias por el comentario Raúl. Coincido plenamente con tu opinión. Se la reenvío al autor de la nota. Abrazos
ResponderEliminarRespuesta a Raúl Lasa: Le agradezco Raúl el interés puesto al leer mi nota. Si bien comparto algunos contenidos de su opinión, considero que la TV, como todo espectáculo cultural, es un matrimonio entre empresarios y público. La responsabilidad no es, ahora y en todos los tiempos, sólo del empresariado; siempre existió, y existirá, un público que acepta y rechaza los contenidos y programas. Creo haber dejado claro en la nota que esta televisión de pajarracos es aplaudida por la audiencia, lo cual la hace también responsable de los contenidos de la TV. Quizás debamos preguntarnos qué es lo que pasa con el público. Es verdad que Canal 7 hace un esfuerzo por mejorar los contenidos pero las mediciones del rating lo dejan solo. Saludos
ResponderEliminarMarcelo Manuel Benítez