(para la Tecl@ Eñe)
Ilustración: Fernand Léger
–Hola, ¿Sebastián?
–Sí, ¿quién habla?
–Soy Federico. Escuchame, estoy cerca de tu casa. ¿Nos encontramos a tomar un café?
–Qué lástima. Estoy en Vicente López en este momento.
–¿En Vicente López? ¿Y qué estás haciendo en Vicente López?
–Estoy dando una clase y…
–¡Andá! –me interrumpió– ¿Y hablás por teléfono mientras das clases, vos?
–No, estoy en un recreo que justo ahora se está terminando.
–Mirá, yo mañana también voy a andar por acá, ¿nos juntamos a almorzar?
–Mañana no puedo, pero… mirá, tengo que entrar en la clase. Después te llamo.
Federico se enojó conmigo porque yo respondía por teléfono de manera lacónica a sus preguntas. Horas después lo supe, cuando lo llamé con más tiempo. Me dijo que yo le contestaba como diciendo “no me interesa nada de lo que me decís”. Y que él no iba a dejarse maltratar por mí. Para él, que yo estuviera entrando en una clase en Vicente López no era más que una excusa para agredirlo. No hubo modo de convencerlo: Según él, si una persona está en el trabajo, directamente no atiende el celular.
Una conocida en común me contó que una vez había tenido un problema parecido: Federico la había llamado para encontrarse un viernes a cenar, y como esta persona le contestó que tenía que encontrarse con unos amigos, Federico le dijo: “Ah, creía que yo era amigo tuyo también, pero se ve que me equivoqué”.
Más allá de la sensibilidad extrema de Federico, que roza con la paranoia, su caso es bastante revelador de lo que sucede cuando nos dejamos llevar por los patrones.
Intuimos, suponemos, inferimos. Gran parte de nuestra percepción del mundo no está en ese mundo, precisamente, sino en nuestro mundo interior. A partir de allí, respondemos: agradecemos, nos quejamos, tomamos represalias. Lo que los demás hacen adquiere para nosotros una significación que no necesariamente es la que los demás buscaban. Pero se la adjudicamos, seguros de que las cosas son como nosotros creemos que somos.
A menudo a esta percepción se la llama dogma, pero sólo se trata de patrones. Los patrones son inferencias propias, familiares o grupales que no se ponen en discusión. A diferencia del dogma, no hay una ley indiscutible detrás, sino la convicción de que todos miramos la situación desde el mismo ángulo.
Si alguien cuenta chistes en una reunión y no para de hacer referencias a sí mismo, asumimos que se trata de un exhibicionista, de una persona que busca ser el centro de atención porque se cree superior a nosotros. Probablemente sea así. Probablemente sea así casi siempre. Pero detrás de ese histrionismo en expansión quizás no está el mensaje de “aquí estoy yo, mírenme”. Puede suceder que esa persona esté transmitiendo, de manera consciente o inconsciente, otro mensaje: “estoy angustiado, estoy ansioso, no soporto los movimientos que tengo dentro de mí y los tapo como puedo con una hiperactividad que no puedo dominar”.
Recuerdo que hace tiempo me contaron que había un empresario que despedía a los empleados que trabajaban con la bufanda puesta. El empresario decía: Con esa actitud, los que se dejan la bufanda puesta están diciendo que están de paso, que tienen ganas de irse. Sí, en algunos casos puede ser cierto. Pero hay que corroborarlo. Quizás algunos sólo estén diciendo que tienen frío, que el respaldo de la silla está sucio, o que tienen una madre que no les transmitió el patrón “bufanda puesta es igual a ganas de irse”.
Christopher Boone, el protagonista de “El curioso incidente del perro a medianoche”, de Mark Haddon, dice:
–Sí, ¿quién habla?
–Soy Federico. Escuchame, estoy cerca de tu casa. ¿Nos encontramos a tomar un café?
–Qué lástima. Estoy en Vicente López en este momento.
–¿En Vicente López? ¿Y qué estás haciendo en Vicente López?
–Estoy dando una clase y…
–¡Andá! –me interrumpió– ¿Y hablás por teléfono mientras das clases, vos?
–No, estoy en un recreo que justo ahora se está terminando.
–Mirá, yo mañana también voy a andar por acá, ¿nos juntamos a almorzar?
–Mañana no puedo, pero… mirá, tengo que entrar en la clase. Después te llamo.
Federico se enojó conmigo porque yo respondía por teléfono de manera lacónica a sus preguntas. Horas después lo supe, cuando lo llamé con más tiempo. Me dijo que yo le contestaba como diciendo “no me interesa nada de lo que me decís”. Y que él no iba a dejarse maltratar por mí. Para él, que yo estuviera entrando en una clase en Vicente López no era más que una excusa para agredirlo. No hubo modo de convencerlo: Según él, si una persona está en el trabajo, directamente no atiende el celular.
Una conocida en común me contó que una vez había tenido un problema parecido: Federico la había llamado para encontrarse un viernes a cenar, y como esta persona le contestó que tenía que encontrarse con unos amigos, Federico le dijo: “Ah, creía que yo era amigo tuyo también, pero se ve que me equivoqué”.
Más allá de la sensibilidad extrema de Federico, que roza con la paranoia, su caso es bastante revelador de lo que sucede cuando nos dejamos llevar por los patrones.
Intuimos, suponemos, inferimos. Gran parte de nuestra percepción del mundo no está en ese mundo, precisamente, sino en nuestro mundo interior. A partir de allí, respondemos: agradecemos, nos quejamos, tomamos represalias. Lo que los demás hacen adquiere para nosotros una significación que no necesariamente es la que los demás buscaban. Pero se la adjudicamos, seguros de que las cosas son como nosotros creemos que somos.
A menudo a esta percepción se la llama dogma, pero sólo se trata de patrones. Los patrones son inferencias propias, familiares o grupales que no se ponen en discusión. A diferencia del dogma, no hay una ley indiscutible detrás, sino la convicción de que todos miramos la situación desde el mismo ángulo.
Si alguien cuenta chistes en una reunión y no para de hacer referencias a sí mismo, asumimos que se trata de un exhibicionista, de una persona que busca ser el centro de atención porque se cree superior a nosotros. Probablemente sea así. Probablemente sea así casi siempre. Pero detrás de ese histrionismo en expansión quizás no está el mensaje de “aquí estoy yo, mírenme”. Puede suceder que esa persona esté transmitiendo, de manera consciente o inconsciente, otro mensaje: “estoy angustiado, estoy ansioso, no soporto los movimientos que tengo dentro de mí y los tapo como puedo con una hiperactividad que no puedo dominar”.
Recuerdo que hace tiempo me contaron que había un empresario que despedía a los empleados que trabajaban con la bufanda puesta. El empresario decía: Con esa actitud, los que se dejan la bufanda puesta están diciendo que están de paso, que tienen ganas de irse. Sí, en algunos casos puede ser cierto. Pero hay que corroborarlo. Quizás algunos sólo estén diciendo que tienen frío, que el respaldo de la silla está sucio, o que tienen una madre que no les transmitió el patrón “bufanda puesta es igual a ganas de irse”.
Christopher Boone, el protagonista de “El curioso incidente del perro a medianoche”, de Mark Haddon, dice:
La gente me provoca confusión.
Eso me pasa por dos razones principales.
La primera razón principal es que la gente habla mucho sin utilizar ninguna palabra. Siobhan dice que si uno arquea una ceja puede querer decir montones de cosas distintas. Puede significar «quiero tener relaciones sexuales contigo» y también puede querer decir «creo que lo que acabas de decir es una estupidez».
Siobhan también dice que si cierras la boca y expeles aire con fuerza por la nariz puede significar que estás relajado, o que estás aburrido o que estás enfadado, y todo depende de cuánto aire te salga por la nariz y con qué rapidez y de qué forma tenga tu boca cuando lo hagas y de cómo estés sentado y de lo que hayas dicho justo antes y de cientos de otras cosas que son demasiado complicadas para entenderlas en sólo unos segundos.
Eso me pasa por dos razones principales.
La primera razón principal es que la gente habla mucho sin utilizar ninguna palabra. Siobhan dice que si uno arquea una ceja puede querer decir montones de cosas distintas. Puede significar «quiero tener relaciones sexuales contigo» y también puede querer decir «creo que lo que acabas de decir es una estupidez».
Siobhan también dice que si cierras la boca y expeles aire con fuerza por la nariz puede significar que estás relajado, o que estás aburrido o que estás enfadado, y todo depende de cuánto aire te salga por la nariz y con qué rapidez y de qué forma tenga tu boca cuando lo hagas y de cómo estés sentado y de lo que hayas dicho justo antes y de cientos de otras cosas que son demasiado complicadas para entenderlas en sólo unos segundos.
En general, no solemos hacernos este tipo de cuestionamientos. Decidimos a partir de nuestros patrones que quien arqueó una ceja quiso decir algo específico. Y no nos parece, no nos preguntamos si nos parece, no nos preguntamos si es posible que otro haya entendido algo diferente. Y tampoco corroboramos con la persona que arqueó las cejas qué es lo que quiso decir. O si quiso decir algo.
En su cuento “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, Raymond Carver muestra a dos parejas charlando en una sobremesa. A partir de una mención a una persona, la charla deriva en el tema del amor y los cuatro se ven sorprendidos, incrédulos y conmovidos cuando descubren que cada uno tiene un concepto del amor diferente, propio, extraño, incompatible con el concepto del amor de los otros. Y la gran sorpresa viene (intuyo, supongo, infiero) porque hasta ese momento cada uno asumía que cuando hablaba de amor con otra persona estaba hablando de la misma cosa, de un sentimiento común, conocido y reconocible por todos, de un sentimiento que no se define ni se analiza porque partimos del patrón de que todos amamos de la misma manera.
Vaya revelación, entonces. La comunicación es más compleja de lo que creíamos. ¿Cuántas veces nos habremos enojado, sonrojado, sentido halagados por error? ¿Cuántas veces más nos sucederá? ¿Cuántos se habrán sentido heridos por una inferencia equivocada? En más ocasiones de las que creemos, somos actores o espectadores confundidos y quizás ni siquiera valga la pena intentar remediarlo.
En su cuento “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, Raymond Carver muestra a dos parejas charlando en una sobremesa. A partir de una mención a una persona, la charla deriva en el tema del amor y los cuatro se ven sorprendidos, incrédulos y conmovidos cuando descubren que cada uno tiene un concepto del amor diferente, propio, extraño, incompatible con el concepto del amor de los otros. Y la gran sorpresa viene (intuyo, supongo, infiero) porque hasta ese momento cada uno asumía que cuando hablaba de amor con otra persona estaba hablando de la misma cosa, de un sentimiento común, conocido y reconocible por todos, de un sentimiento que no se define ni se analiza porque partimos del patrón de que todos amamos de la misma manera.
Vaya revelación, entonces. La comunicación es más compleja de lo que creíamos. ¿Cuántas veces nos habremos enojado, sonrojado, sentido halagados por error? ¿Cuántas veces más nos sucederá? ¿Cuántos se habrán sentido heridos por una inferencia equivocada? En más ocasiones de las que creemos, somos actores o espectadores confundidos y quizás ni siquiera valga la pena intentar remediarlo.
* Poeta y Narrador. Estudió Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y periodismo en el Taller Escuela Agencia (TEA)
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