(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Omar Panosetti
Ilustración: Omar Panosetti
A propósito de la actual discusión sobre Papel Prensa, podría preguntarse –de hecho la pregunta ha aparecido una y otra vez en artículos periodísticos- si conviene abrir las compuertas de la historia para que afloren los hechos del pasado, aparentemente en su intangibilidad originaria. El tema pertenece a una reflexión muy antigua y que tiene a su servicio grandes textos, como el muy conocido de Ernest Renán, Qué es una nación. Escrito a finales del siglo XIX, sigue siendo una fuente de reflexión sorbe la cuestión de las naciones, proponiendo una visión con la que no es posible concordar, aunque no puede dejarse de lado en el momento de darle nuevo impulso a esta larga discusión. Renán comprueba que el pasado es un enemigo al acecho de las naciones consideradas como un “plebiscito cotidiano”. Por lo tanto, llama a los investigadores, historiadores y ciudadanos, a considerar como práctica real el posible olvido militante del pasado. “El olvido, y diría yo el error histórico, son factores esenciales en la creación de una nación, y por ello el progreso de los estudios históricos es con frecuencia peligroso para la nacionalidad”.
No nos apresuremos a condenar estas opiniones. Provienen de un cuerpo de ideas que intenta sustentar la compleja vida de las naciones, sustrayéndoles todo motivo de conflicto que no pueda ser contenido en el propio cuerpo nacional. Es decir, el conflicto de disolución de la nación misma. Por eso, sustrae del concepto de nación a la razón etnográfica, la identidad lingüística, religiosa, económica o geográfica. Descartados todos estos aglutinantes, la nación aún permanecería como un legado común de memorias, con la salvedad de que ellas tendrán que ser selectivas, adecuadamente sedimentadas, no revisables como si siempre estuvieran disponibles para una nueva interpretación.
¿Es posible pensar de este modo para juzgar las cuestiones referidas al presente de cualquier país, por caso, al presente argentino? Renán pensaba en la Francia posterior a la Comuna de París y a la guerra Franco Prusiana. Para las naciones latinoamericanas, tomadas a lo largo de su desarrollo histórico, este pensamiento no parece adecuado. Mucho menos si se piensa en la actualidad de nuestro país, dónde las creencias dominantes en torno al pasado, son de revisión, indagación profunda y enjuiciamiento por vías legales de los graves atropellos a la condición humana. Por lo tanto, ni el olvido ni el error histórico son recomendables, como suponía Renán con su ejemplo característico: “ningún ciudadano francés sabe si es burgundio, alano, taifal o visigodo: todo ciudadano francés debe haber olvidado la San Bartolomé y las masacres del Mediodía en el siglo XVII”. ¿Cabe a nuestra actualidad un pensamiento de esta índole? En principio, no desconsideremos debatir con él. Renán sabe qué escribe y porqué lo escribe. Lo que podemos decir nosotros es que no nos cuadra, pero no que no comprendemos el problema. Cuando en la espuma de nuestros días resurge el tema de Papel prensa, es lógico que muchos hubieras postulado la idea de dejar en paz los acontecimientos del pasado, dejar reposar los sedimentos de la historia.
Pero eso no es conveniente. Lo decimos porque estas afirmaciones, que de alguna manera son palmarias, no deben pasar por obvias e irrefutables de por sí. El pasado debe estar siempre en revisión, convocando los juegos de interpretación más diversos, pero tampoco debe ser una materia que no sepa del reposo sedimentado, de los hechos ya asentados.
Pero en la Argentina no hay hechos en reposo. Los hechos están revueltos, no sedimentados. Papel prensa significa un núcleo activo de la tragedia argentina localizada en los años 70, pues revela cómo la violencia generaba formas de acumulación ilegales de poder económico, cómo la ilegalidad –no necesariamente de las formaciones insurgentes sino del Estado mismo-, era una fuerza productiva. Lo cual entrañaba gravedad para la continuidad ético-política del Estado, pues lo colocaba como un ente que garantizaba la ley y mantenía sus partes operativas y su lenguaje real en la ilegalidad. Por un lado, la metáfora fundadora del capitalismo volvía a luz –la acumulación económica como acto de expropiación, conquista y coacción-, y por otro lado, el Estado se escindía y se agrietaba entre dos posiciones –la de la falsa legalidad, y la de las acciones en as tinieblas, su brazo terrorista que había inventado un lenguaje que todos abarcaba, condenado a franjas inauténticas de discursos a toda la sociedad y a todos los tratos civiles conocidos.
Se comprende que ante esta revelación –develación, en verdad, de lo ya sabido, ya escrito, ya investigado, pero ahora lanzado como discurso público desde la primera voz gubernamental-, muchos soliciten echar un nuevo manto de prudencia y olvido sobre los hechos. Esta actitud es inadecuada pero comprensible, pues no sólo surge del bastión de los interesados en dejar al resguardo la metodología de obtención de bienes en épocas revueltas, sino que muchas personas de buena fe preferirían vivir en un mundo histórico sosegado, estabilizado y generador de sus propias fuentes de objetividad.
¿Y quién no lo quiere? Es preciso sostener que todos queremos una vida así, pero no sin promover la revisión de lo que parecía sedimentado. Los que somos partidarios de que la historia no esté quieta podemos decirle a quienes indagan con la pregunta “¿para qué?”, que entendemos la idea de que alguna vez los hechos queden establecidos y sus interpretaciones sean calmas lucubraciones académicas. Sí, entendemos estas preguntas: “¿Por qué no dejaron en paz los túmulos? ¿Por qué no dieron por hecho lo ya hecho en vez de remover las cosas? ¿Por qué abrir cicatrices, traer de nuevo a luz lo que estaba cerrado, hablar de los nombres que estaban callados bajo sus lápidas, de memorias que se estaban calcificando, de gritos que eran piedras ya hundidas en el rezago de la historia? ¿Por qué no hacer como quiso Renán, no hablar más de la masacre de San Bartolomé, no traer a colación los hechos pasado de Papel prensa?”
Entendemos. Y porque entendemos esas preguntas, adquirimos el derecho de decir que se reabren las causas no necesariamente en el terreno judicial y parlamentario –aunque deban intervenir-; se reabren en el terreno de la conciencia colectiva para poder vivir en paz, para restituir una nueva objetividad que no sea el rostro superficial de una vida facciosa e ilegal, sino que coloque los hechos en un bastidor visible, ya despojados de su misterio, ya historizados sin su carácter de sedimento simulado, tan solo aquietado por formar parte del llamado de los vencedores por considerar a la historia como un pobre reflejo de sus necesidades particulares, tomadas como sustitutas de las formas generales de la historia común.
No nos apresuremos a condenar estas opiniones. Provienen de un cuerpo de ideas que intenta sustentar la compleja vida de las naciones, sustrayéndoles todo motivo de conflicto que no pueda ser contenido en el propio cuerpo nacional. Es decir, el conflicto de disolución de la nación misma. Por eso, sustrae del concepto de nación a la razón etnográfica, la identidad lingüística, religiosa, económica o geográfica. Descartados todos estos aglutinantes, la nación aún permanecería como un legado común de memorias, con la salvedad de que ellas tendrán que ser selectivas, adecuadamente sedimentadas, no revisables como si siempre estuvieran disponibles para una nueva interpretación.
¿Es posible pensar de este modo para juzgar las cuestiones referidas al presente de cualquier país, por caso, al presente argentino? Renán pensaba en la Francia posterior a la Comuna de París y a la guerra Franco Prusiana. Para las naciones latinoamericanas, tomadas a lo largo de su desarrollo histórico, este pensamiento no parece adecuado. Mucho menos si se piensa en la actualidad de nuestro país, dónde las creencias dominantes en torno al pasado, son de revisión, indagación profunda y enjuiciamiento por vías legales de los graves atropellos a la condición humana. Por lo tanto, ni el olvido ni el error histórico son recomendables, como suponía Renán con su ejemplo característico: “ningún ciudadano francés sabe si es burgundio, alano, taifal o visigodo: todo ciudadano francés debe haber olvidado la San Bartolomé y las masacres del Mediodía en el siglo XVII”. ¿Cabe a nuestra actualidad un pensamiento de esta índole? En principio, no desconsideremos debatir con él. Renán sabe qué escribe y porqué lo escribe. Lo que podemos decir nosotros es que no nos cuadra, pero no que no comprendemos el problema. Cuando en la espuma de nuestros días resurge el tema de Papel prensa, es lógico que muchos hubieras postulado la idea de dejar en paz los acontecimientos del pasado, dejar reposar los sedimentos de la historia.
Pero eso no es conveniente. Lo decimos porque estas afirmaciones, que de alguna manera son palmarias, no deben pasar por obvias e irrefutables de por sí. El pasado debe estar siempre en revisión, convocando los juegos de interpretación más diversos, pero tampoco debe ser una materia que no sepa del reposo sedimentado, de los hechos ya asentados.
Pero en la Argentina no hay hechos en reposo. Los hechos están revueltos, no sedimentados. Papel prensa significa un núcleo activo de la tragedia argentina localizada en los años 70, pues revela cómo la violencia generaba formas de acumulación ilegales de poder económico, cómo la ilegalidad –no necesariamente de las formaciones insurgentes sino del Estado mismo-, era una fuerza productiva. Lo cual entrañaba gravedad para la continuidad ético-política del Estado, pues lo colocaba como un ente que garantizaba la ley y mantenía sus partes operativas y su lenguaje real en la ilegalidad. Por un lado, la metáfora fundadora del capitalismo volvía a luz –la acumulación económica como acto de expropiación, conquista y coacción-, y por otro lado, el Estado se escindía y se agrietaba entre dos posiciones –la de la falsa legalidad, y la de las acciones en as tinieblas, su brazo terrorista que había inventado un lenguaje que todos abarcaba, condenado a franjas inauténticas de discursos a toda la sociedad y a todos los tratos civiles conocidos.
Se comprende que ante esta revelación –develación, en verdad, de lo ya sabido, ya escrito, ya investigado, pero ahora lanzado como discurso público desde la primera voz gubernamental-, muchos soliciten echar un nuevo manto de prudencia y olvido sobre los hechos. Esta actitud es inadecuada pero comprensible, pues no sólo surge del bastión de los interesados en dejar al resguardo la metodología de obtención de bienes en épocas revueltas, sino que muchas personas de buena fe preferirían vivir en un mundo histórico sosegado, estabilizado y generador de sus propias fuentes de objetividad.
¿Y quién no lo quiere? Es preciso sostener que todos queremos una vida así, pero no sin promover la revisión de lo que parecía sedimentado. Los que somos partidarios de que la historia no esté quieta podemos decirle a quienes indagan con la pregunta “¿para qué?”, que entendemos la idea de que alguna vez los hechos queden establecidos y sus interpretaciones sean calmas lucubraciones académicas. Sí, entendemos estas preguntas: “¿Por qué no dejaron en paz los túmulos? ¿Por qué no dieron por hecho lo ya hecho en vez de remover las cosas? ¿Por qué abrir cicatrices, traer de nuevo a luz lo que estaba cerrado, hablar de los nombres que estaban callados bajo sus lápidas, de memorias que se estaban calcificando, de gritos que eran piedras ya hundidas en el rezago de la historia? ¿Por qué no hacer como quiso Renán, no hablar más de la masacre de San Bartolomé, no traer a colación los hechos pasado de Papel prensa?”
Entendemos. Y porque entendemos esas preguntas, adquirimos el derecho de decir que se reabren las causas no necesariamente en el terreno judicial y parlamentario –aunque deban intervenir-; se reabren en el terreno de la conciencia colectiva para poder vivir en paz, para restituir una nueva objetividad que no sea el rostro superficial de una vida facciosa e ilegal, sino que coloque los hechos en un bastidor visible, ya despojados de su misterio, ya historizados sin su carácter de sedimento simulado, tan solo aquietado por formar parte del llamado de los vencedores por considerar a la historia como un pobre reflejo de sus necesidades particulares, tomadas como sustitutas de las formas generales de la historia común.
El efecto del develamiento de Papel prensa –saber de otro modo lo que ya se sabía- produjo una nueva discusión sorbe las responsabilidades, pero sobretodo sobre las decisiones personales y grupales en un momento donde la historia aparecía bajo el rostro de la coacción. ¿Quién tiene razón en la historia? Finalmente, el que la devela con mayor sensibilidad, el que resguarda a las víctimas con un acceso real a la memoria crítica, el que comprende las trincheras del pasado y las facciones que absorbieron la voluntad de los protagonistas, pero es capaz de superarlas en nombre de un punto de vista nuevo. Conocidos los hechos, surgieron voces en torno a la legalidad de los hechos, a la corrección de lo actuado, a la amenaza de los partisanos armados, cuando en lo profundo del develamiento no se trataba tan solo de mostrar un hecho de acción bajo tortura, de los miles y miles que ocurrieron. Sin que esto sea secundario o circunstancial –es claro, no lo es-, se trataba también de mostrar que una época puede tener la literatura más sensible para juzgar a otra época. En nuestro caso, no son aceptables “el olvido, el error histórico, o impedir el progreso de los estudios históricos”.
Sabemos que no hay vida en común sin cierto estrato sedimentado de la experiencia colectiva y sin reposición de niveles calificados de objetividad y sentido común. Por eso se está discutiendo hoy en la Argentina. La actitud de revolver los papeles del pasado debe formar parte de una ética historiadora, de un memorial trabajado con cuidado y sabiduría. No se logra esto sin comprender a los que niegan esta posibilidad pensando que la historia guarda secretos pavorosos que no deben salir a luz. Nosotros no creemos que esos pliegues olvidados, puedan salir de cualquier modo ni interrogados sin pericia. Pero de todas maneras emergen. En el caso, no lo hicieron sin las prevenciones que surgen de un momento tenso y sutil de la historia nacional, donde brota el pasado pero debe hacerlo para construir una nueva objetividad social. Hombres que han cumplido un relevante papel en el pasado en torno a estos mismos temas –y que respetamos, como el fiscal Strassera-, se equivocan al pensar que no hay que interrogar nuevamente a “la masacre de San Bartolomé”.
Ya dijimos, esta convicción es atendible en ciertos momentos de una historia y no parece ser éste uno de esos momentos. Todavía la Argentina precisa enriquecer su literatura sobre el memorial del pasado, abrir nuevos archivos desde la sociedad y desde los salones centrales del gobierno, porque todo gobierno, o es un gobierno también de la memoria situada y analítica convocando a crear un nuevo estrato colectivo de comprensión, o trataría tan solo de pensar el pasado bajo coyunturas explícitas y puntuales del presente. Puede parecer que se lo considere así, y por eso la relación de quienes piensan que los hechos ya están narrados, pero solo un conocimiento cabal de lo que pasó nos hará libres. Si no nos engañamos, ese es el papel histórico de la prensa, compañera de la ampliación de la esfera pública, de las revoluciones burguesas y obreras, de los cambios progresistas y de las grandes invenciones de lenguaje.
No entenderlo así, implica no entender la época que vivimos. Pero para entenderla, también es preciso saber que el temor por abrir los hechos con el abrelatas de la conciencia histórica, es un horizonte real de la historia y sus luchas. Lo sabemos, puede ser también un sordo reclamo soterrado en nuestra propia conciencia. Por eso, acompañar el quebranto del secreto suena más auténtico para miles y miles de personas, cuanto más conocemos en el pliegue interno de nuestra vida que tales revelaciones pagan costos extremos, porque suelen ser correlativas a lo que más importa, a la ampliación de la esfera pública y a la emancipación colectiva.
Sabemos que no hay vida en común sin cierto estrato sedimentado de la experiencia colectiva y sin reposición de niveles calificados de objetividad y sentido común. Por eso se está discutiendo hoy en la Argentina. La actitud de revolver los papeles del pasado debe formar parte de una ética historiadora, de un memorial trabajado con cuidado y sabiduría. No se logra esto sin comprender a los que niegan esta posibilidad pensando que la historia guarda secretos pavorosos que no deben salir a luz. Nosotros no creemos que esos pliegues olvidados, puedan salir de cualquier modo ni interrogados sin pericia. Pero de todas maneras emergen. En el caso, no lo hicieron sin las prevenciones que surgen de un momento tenso y sutil de la historia nacional, donde brota el pasado pero debe hacerlo para construir una nueva objetividad social. Hombres que han cumplido un relevante papel en el pasado en torno a estos mismos temas –y que respetamos, como el fiscal Strassera-, se equivocan al pensar que no hay que interrogar nuevamente a “la masacre de San Bartolomé”.
Ya dijimos, esta convicción es atendible en ciertos momentos de una historia y no parece ser éste uno de esos momentos. Todavía la Argentina precisa enriquecer su literatura sobre el memorial del pasado, abrir nuevos archivos desde la sociedad y desde los salones centrales del gobierno, porque todo gobierno, o es un gobierno también de la memoria situada y analítica convocando a crear un nuevo estrato colectivo de comprensión, o trataría tan solo de pensar el pasado bajo coyunturas explícitas y puntuales del presente. Puede parecer que se lo considere así, y por eso la relación de quienes piensan que los hechos ya están narrados, pero solo un conocimiento cabal de lo que pasó nos hará libres. Si no nos engañamos, ese es el papel histórico de la prensa, compañera de la ampliación de la esfera pública, de las revoluciones burguesas y obreras, de los cambios progresistas y de las grandes invenciones de lenguaje.
No entenderlo así, implica no entender la época que vivimos. Pero para entenderla, también es preciso saber que el temor por abrir los hechos con el abrelatas de la conciencia histórica, es un horizonte real de la historia y sus luchas. Lo sabemos, puede ser también un sordo reclamo soterrado en nuestra propia conciencia. Por eso, acompañar el quebranto del secreto suena más auténtico para miles y miles de personas, cuanto más conocemos en el pliegue interno de nuestra vida que tales revelaciones pagan costos extremos, porque suelen ser correlativas a lo que más importa, a la ampliación de la esfera pública y a la emancipación colectiva.
*Sociólogo, ensayista y Director de La Biblioteca Nacional
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