El pecho de Fausto: modos de ser intelectual
Por Horacio González
A Jorge Alemán, Eduardo Grüner y Diego Tatián, que en su tarea intelectual buscan infatigablemente la lengua que pertenezca a las cosas y la secreta razón que las separa.
(para La Tecl@ Eñe)
Siempre acude a mi memoria una vieja lectura de Georg Lukács, el intelectual húngaro que se revolvió entre las obligaciones que imponía la revolución de su tiempo y el legado cultural del vitalismo neo-romántico. Entre la primera y la segunda década del siglo XX, Lukács había publicado obras fundamentales de crítica literaria e histórica –El alma y las formas; Teoría de la novela; Historia y conciencia de clase- en las que se examinaban los temas centrales de la filosofía social trágico-romántica en relación a lo que podríamos llamar una teoría de la conciencia revolucionaria. No puede haber un arqueo estricto de esos temas, pero baste enumerar algunos: la relación entre la naturaleza y la historia; el sujeto de la historia por encima de la naturaleza como cosa; el privilegio del ensayo como escritura de indagación sobre el ser trágico del mundo; la conciencia de clase como totalización metodológica de un marxismo presentado como crítica a la “cosificación de la conciencia” y el destino de la existencia ante la ironía de la historia, entendida como “mística negativa de una época sin dioses”.
A Lukács siempre pudo presentárselo como uno de los casos más dramáticos de la existencia intelectual en medio de las reorientaciones partidarias –en su caso los partidos comunistas del Este de Europa, especialmente el soviético-, y de las mutaciones en la organización técnica del capitalismo. Son particularmente importantes sus prólogos de 1967 a la re-publicación –que le estaba vedada- de sus mencionados ensayos de la década del 10 y del 20 –esto es, cuarenta años antes. Volverían a ver la luz gracias a que Lukács esbozara diversas autocríticas repletas de explicaciones contritas sobre aquellos grandes trabajos. A la luz de las vicisitudes de su extensa carrera intelectual, que se había iniciado con el apoyo al gobierno ultrista de Bela Kuhn, que había merecido críticas del propio Lenin en 1919, y concluido con el apoyo al reformista Imre Nagy, que en la ocasión no resultaba del agrado de Moscú, Lukács puede considerarse el alma trágica de la historia intelectual del siglo XX. En el caso de sus dos experiencias de participación en aquellos gobiernos, su función era la de atender los problemas de política educacional, pero en ambientes políticos muy diferentes entre sí. Un ultrismo revolucionario en el primer caso, y una apertura democratista en el segundo, pero de alguna manera enhebrando una extraña continuidad en la vida de un intelectual que escribía y actuaba en medio de las tempestades.
La autocrítica de Lukács tenía una enorme fuerza. Se situaba a sí mismo, en esos trabajos juveniles, como alguien que poseía “una concepción del mundo basada en una fusión de “ética de “izquierda’” y teoría de conocimiento (ontología, etcétera), “de derecha’”. Decía haber superado esa escisión que de alguna manera estaba envuelta en el clima existencial y en teorías “comprensivistas” del conocimiento que tenían expresión en las obras de Dilthey y luego en la de Heidegger, al que veía tomando algunos de sus temas sin mencionarlo y dándole otro rigor argumental a la idea de que “la alienación era una forma eterna de la condición humana”. Sin embargo, la idea de tener dos flancos del conocimiento en fusión –ética de izquierda y epistemología de derecha-, resultaba tan profundamente atractivo que él mismo se atreve a compararla con la situación de Fausto. “Si se admite, en el caso de Fausto, que un mismo pecho puede albergar dos almas, ¿por qué no ha de ser posible reconocer la acción simultánea y contradictoria de tendencias espirituales opuestas en un mismo hombre, un hombre normal que pasa de una clase a la otra, en el proceso de una crisis mundial?”. Este recurso al ejemplo fáustico y otros entusiasmos con el que Lukács describe su “error juvenil” hacen pensar que no estaba muy convencido de la “autocrítica” que concede en vista de depurar su nombre ante las autoridades partidarias. Más bien da la impresión de que la publicación de las obras –inmediatamente traducidas al francés y al castellano a fines de los 60-, era el objetivo que se protegía con esos prólogos arrepentidos. Sin embargo, la explicación de sus “errores” tenía atractivos fundamentos, como si hubiera deseado que la autocrítica se entendiera como un gesto al que se sentía obligado pero que dejaba a salvo todo lo que había pensado en aquellas obras malditas. Es que la descripción de aquellos desvíos hacía en verdad apasionantes los desvíos mismos, sus supuestas heterodoxias.
El caso de Lukács es acaso el más impresionante en cuanto al intelectual en medio de las exigencias de los partidos, gobiernos y estados. Una cosa es el intelectual partidario, usualmente mal llamado “orgánico”, que comparte genéricos preceptos con las organizaciones en las que actúa, y otra cosa es el que viene de sostener una obra notoriamente distanciada de cánones partidarios y se adhiere a una fuerza política que no le reclama que ponga de lado el lenguaje diferente que ya ha elaborado. Es ésta una situación habitual en los ámbitos regidos por ideologías liberales, que justamente en el horizonte cultural se jactan de cumplir con la observancia hacia el culto de los “eximios legados”. La coincidencia entre los partidismos liberales y el trato con una concepción del arte “encumbrado” –con su correspondiente teoría del gusto: no es lo mismo apreciar un buen borgoña que un Tiziano-, da como resultado una zona no conflictiva entre los “partidos de la civilización” y los intelectuales que se piensan como custodios de valores selectos que pueden ser amenazados.
Aunque no es ésta una definición que contenga cabalmente el pensamiento de Kart Popper, que fue muy leído entre nosotros durante casi tres décadas, este ensayista defensor del nominalismo y fuerte crítico del historicismo y el “esencialismo”, ubicó en Platón, Hegel y Marx la síntesis de todos los ataques que sufría la “sociedad abierta”. Esta expresión era un sinónimo de lo que luego serían las teorías pluralistas de la conciencia política, cuyo acecho por los “autoritarismos” se convertía en la mayor plataforma de defensa de lo que con los años se transformó en la consigna del “capitalismo serio”. Popper fue en su momento miembro de la Sociedad Mont Pelerin, fundada por su amigo Hayek. El liberalismo de sus posturas políticas y científicas –el llamado falsacionismo por un lado, y su recusación al historicismo como plataforma del totalitarismo-, pretendía adosar un colofón científico a una conclusión política. Se puede decir que el liberalismo de los intelectuales –a diferencia del caso Lukács-, pretendía asentar una relación armoniosa entre epistemología y ética.
Resulta interesante contrastar las apreciaciones de Thomas Mann sobre la cultura alemana con las tesis popperianas de una sociedad liberal inspirada en una ciencia nominalista. Mann, en sus Consideraciones de un apolítico, tropieza con la cuestión de la cultura alemana como un llamado a la educación de sí mismo, la célebre bildung, refractaria a su integración a un horizonte cosmopolita. La “cultura nacional” -en este gran libro de posturas nacionalistas que Mann luego abandonaría-, aparece como un escollo que mantiene fijo a su suelo al “burgués intimista” y no permite llegar al estadio del burgués liberal, no telúrico. Thomas Mann, de alguna manera, traza así su propio derrotero desde el espiritualismo de la ética protestante hasta su crítica al trascendentalismo o del mesianismo alemán. El mundo político al que Mann ingresa poco después, que culmina con su destacada actividad de guía espiritual de los exilados antinazis en todo el mundo, no es el del liberalismo cientificista de Popper sino el de un hijo de la kultur alemana intentando preservarla en una nueva cepa histórica, universalista, pero sin perder su condición trágica. Testimonio de ello es su libro sobre Nietzsche, Freud y Schopenhauer, que trata sobre la formación moral alemana de un modo en que no pudiese ser pensada por los nazis, precisamente rescatando autores que podrían figurar en los anaqueles de ese movimiento que, significativamente, apelaba a fuerzas anímicas soterradas.
Esto nos devuelve a Lukács. Más arriba dije que su autocrítica en los años 60 (cuando se preparaba a escribir su Ontología del ser social, un libro con simpatías hacia lo que en aquel momento se llamó eurocomunismo, aunque en verdad es un proyecto para darle un estatuto epistemológico radical a los Manuscritos de Marx del año 44), podía ser un gesto al parecer dictado por el deseo de participar de la nueva etapa que se abría en un Hungría (y él era el más importante intelectual húngaro, junto a Arnold Hauser, autor de la Historia social de la literatura y el arte, trabajo que quienes cursábamos materias en las facultades de humanidades, leíamos hace casi ya medio siglo). En efecto, El alma y las formas, escrito en 1911, es muy superior y deja un recuerdo de lectura más vigoroso que la Ontología, o incluso que la Estética, trabajo que se ve afectado por pretensiones sistemáticas que no parecen tener sustento en cierta ligereza con la que trata la idea de “reflejo”, aunque son muy valorables sus preocupaciones sobre los significados inmanentes del arte en la vida cotidiana.
De modo que podría dudarse sobre los planos de la conciencia intelectual del propio Lukács cuando escribió sus prólogos autocríticos. ¿Es o no es sincero? Él mismo había dicho que en ciertas oportunidades de su vida había “comprado un billete de entrada” para la época política que sobrevenía, abandonando o mejor protegiendo sus verdaderas convicciones políticas con los ropajes de la crítica literaria: allí había surgido su apología al realismo crítico, sus denuestos a Kafka y su moderada aprobación hacia Thomas Mann, a quien homenajea con un escrito siempre citado, A la búsqueda del hombre burgués, considerando que Mann sostiene una literatura cuyo corazón dadivoso aunque oscuro se refiere a que falta en él lo que debería ser la conciencia burguesa que definitivamente lo sacara de su lidia con los fantasmas de la cultura del “irracionalismo alemán”.
Precisamente, un libro de Lukács que impresionó fuertemente a los lectores de pos-guerra, hacia 1950, es El asalto a la razón. (Recuerdo que aún se leía al comienzo de los años 60, cuando ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras, en una edición que ahora dudo si era del Fondo de Cultura Económica o de Grijalbo, cuyos editores habían tenido una interesante correspondencia con Lukács a propósito de su traducción al castellano). Libro extraño, maledicente, injusto. Pero, leído hoy es un modelo de construcción de una historia nacional –la de Alemania- en relación a sus configuraciones culturales y el modo en que habían avalado el surgimiento de un poder político alienado. La tesis fundamental del libro es que la disparidad entre el desarrollo de la esfera productiva y el “atraso” de la esfera ideológica, daba como resultado un hiato conceptual irracionalista, que la filosofía alemana desplegó con creces en términos de ataques a la razón. El clima intelectual así generado habría sido propicio para el nazismo, al punto de que el libro de Lukács se subtitula de Schelling a Hitler. La mención de un filósofo que recorrió todas las estaciones del idealismo trascendental y la antropología filosófica del idealismo, desembocando en Hitler, como si estos dos nombres pudieran equipararse en cualquier secuencia serial que fuese, habla del carácter panfletario del ensayo de Lukács.
Pero no era cualquier ensayo. Dedicado al ejército soviético que había entrado en Berlín en 1945 –a modo de nuevo sujeto de la razón crítica en combate-, El asalto a la razón tenía la particularidad de que era implacable con los antiguos maestros de Lukács. Él se había formado con Simmel y Weber. En el primero había inspirado su libro ya mencionado, El alma y las formas, que dedicaba atención a figuras del romanticismo místico, como Stephan George, poeta profético y de exquisita sensibilidad esotérica y popular (su noción salvífica extremadamente mitologizada llamó la atención del nazismo aunque, a la inversa, Stephan George no se interesó por el nazismo; el círculo de intelectuales de George estaba integrado también por Simmel, uno de los maestros de Lukács: el mismo Max Weber llega a considerar a Stephan George como un tema válido para su sociología espiritualizada del capitalismo, como un monje que sale hacia el mundo con su elaboración mesiánica).
Pues bien, Lukács combatiría todo eso en El asalto a la razón, con lo que también estaba combatiendo los primeros eslabones de su educación intelectual. Estaba atacando la bildung alemana en sus máximas expresiones, las mismas que habían informado sus primeras obras. Es cierto que emplea toda clase de matices, pero los aplasta en el recorrido de la hipótesis general del libro, donde el irracionalismo enhebra como una flecha maldita todos los autores que se sitúan en esa oscura fisura entre la economía y la ideología, propagando nada menos que la argamasa mitológica en la que se basó el nazismo para coronar demoníacamente su sistema. Quizás es el mayor libro de propaganda filosófica del siglo XX, aunque habría que equipararlo a la Decadencia de Occidente de Spengler (antípodas del de Lukács, aunque también dedicado a un ejército, el alemán), que por cierto también está en la fila de los autores que “haciéndolo sin saber”, fertilizaban el terreno en el cual surgiría el hitlerismo.
Este libro, que de alguna manera es una autobiografía del propio Lukács en contra de su remoto pasado, no habilitaría para considerar que sus autocríticas posteriores son ejercicios de reacomodamiento que a la manera de la “escritura entre líneas” o “esotérica” que explica Leo Strauss en su Persecusión y el arte de escribir, llevarían a un escritor sobre el que penden prohibiciones, a exponer sus pensamientos como “equivocados” pero por esa vía, no obstante, exponerlos. En todo caso, podría pensarse que en el comprensible arrebato que llevaba a festejar el fin del nazismo, se trataba de trazar un gran cuadro filosófico que sancionara al idealismo alemán –que Marx consideraba uno de sus afluentes-, como corresponsable de la creación de una de las más siniestras formas de dominio político jamás concebidas. Este propósito, sin duda, era desmesurado. La hipótesis del correlato trascendental entre las creaciones ideológicas y sus consecuencias políticas exigía mayores cautelas que las que está dispuesto a entregar Lukács. Por un lado, era la disparidad entre lo económico y el tradicionalismo ideológico de las elites propietarias de la tierra lo que originaba el pathos irracionalista. Por otro lado, en un círculo arbitrario, eran esas “filosofías del alma” las que originaban enteras cadenas políticas y construcciones estatales.
A su modo, Thomas Mann en La montaña mágica, había intentado –con su señorial narrativa-, tratar este mismo tema de la filosofía capaz de educar las sensibilidades más recónditas sin abandonar, luego del libre juego de la hybris salvacionista, la reconstrucción del ciudadano democrático que, eso sí, no debía abandonar a su turno las cuestiones del alma, como ese gran personaje de la novela, el sabio italiano Settembrini, que aún nos emociona, al que Mann definía como un “sociólogo del alma”. En esa novela, siempre recordable, se decía que el propio Lukács aparecía como personaje en la máscara del jesuita Naphta, quien exhibía rasgos de obcecación mesiánica, a la manera de un bolchevique poseído por la furia revolucionaria, tocándose así con un jesuitismo redentorista. Este pequeño episodio de la historia literaria motivó muchas opiniones, incluso la del propio Thomas Mann negando que hubiera retratado a Lukács en Naphta. A Mann no le gustaba Lukács, era el pensamiento de un novelista que intentaba recrear el espíritu fáustico en un ambiente de burgueses desesperados, frente al arduo teórico marxista, algo dictaminador, que sofocaba en su espíritu ese momento inicial en el que también pensó su biografía como un problema que evocaba las “dos almas de Fausto”, el peso del presente revitalizado y la apelación a las fuerzas irredentas del pasado. Hace años, Michael Löwy, con su estilo esmerado, viene estudiando estas configuraciones intelectuales en los interregnos históricos de la Europa revolucionaria, revalorizando el momento trágico del marxismo, con lo que evidentemente muestra cierta audibilidad –cuidadosa, por cierto-, del problema lukacsiano.
Lukács, evidentemente, es mucho más interesante a principios del siglo XX –con su problema situado en la escisión trágica del sujeto-, que en los tiempos que anuncian el derrumbe de la Unión Soviética, castillo filosófico al fin, donde el problema ya no parecía ser el de la construcción de una ontología del ser político para recobrar la forma emancipatoria del “ser genérico del hombre”. No descartamos que él mismo lo haya pensado así, a pesar de los testimonios de fidelidad más o menos obligatorios –y más o memos auténticos-, que ofreció a la gran corriente de hechos que pasaban por la construcción del nuevo hombre racionalista, crítico y autoconciente, capaz de hacer las cosas al mismo tiempo que era capaz de explicarlas. Ahora bien. ¿Percibió esto? Si aceptamos uno de los puntos de partida de su filosofar, la conciencia de la cosificación capitalista –“lo hacen pero no lo saben”-, Lukács fue presa de su propia consigna. Primero puso toda su historia de iniciación intelectual bajo la mácula del irracionalismo, y luego intentó una explicación generosa para sus “desviaciones” que en sí misma se convertía en un interesante programa filosófico. En efecto, su idea de “una concepción del mundo basada en una fusión de “ética de izquierda” y teoría de conocimiento (ontología, etcétera), “de derecha”, establece un conjunto de problemas que vendrían a estallar de una manera muy sugerente en el panorama de los debates sobre el sujeto cultural hacia finales del siglo XX.
¿Es adecuada esta fórmula? En principio llama la atención sobre los legados culturales universales que pueden ser reinterpretados por las izquierdas, que los someterían a un balance que permitiría conservarlos y a la vez transformarlos. Acude aquí una idea familiar: la dialéctica. Fue la gran discusión en los orígenes de la Unión Soviética sobre ciencia y tecnología, aptas para proceder a incorporarlas. Pero Lukács habla de fusión cuando sería más atinado pensar en una transferencia o en una traducción, en la cual las epistemologías conservadoras –romanticismo, barroco, espiritualismo, idealismo, etc.-, se dejan interpretar por fuerzas culturales de izquierda. Supongamos que éstas proponen otro “sujeto histórico” capaz de ofrecer esa interpretación (o reinterpretación), con lo cual este se convierte en depositario de un legado y obtiene a la vez el derecho a promover interrogantes sobre las grandes obras –Dostoyevsky, por ejemplo-, en la que se verían las almas en expiación como figuras que no custodian valores sacros, sino abren el espíritu a otras jornadas de liberación moral e intelectual.
Las tesis de la “teoría de la recepción”, que hace varias décadas se difundieron en los ambientes académicos, señalan que hay una remota unidad cultural que se desplaza en el tiempo, dando carácter singular a obras antepasadas que adquieren rostros modernos sin perder la veta arcaica. Hace muchos años, los trabajos de H. R. Jauss pusieron de relieve esta circunstancia hermenéutica, con ejemplos como los de Ulises atado al palo del insigne navío y Jesucristo clavado en la no menos célebre cruz. Dos figuras imposibilitadas de actuar pero revelando la trascendencia del goce o del sacrificio. ¿Podemos entonces juzgar así toda lógica cultural, como estaciones de trasbordo y modificación de un puñado de alegorías o metáforas fundamentales? El desafío es grande, pero muchas veces estos trabajos recuerdan apenas la consigna de la “unidad en la diversidad” del espíritu humano. Con el tiempo, estas teorías “recepcionistas” se dedicaron a estudiar cómo ciertos mundos culturales marginales recibían en su seno, por medio de pioneros, traductores o agentes colonizadores, los materiales primigenios que se elaboraban en los ambientes culturales más maduros. Proliferaron los estudios sobre la relación Europa-Resto del mundo, con el propósito de seguir el itinerario de modificaciones culturales que eran recepcionadas extramuros.
Pero el sentido que Lukács avizora en su sentencia autocrítica es otro. Se trataría de un traspaso-reinterpretación (más que fusión) que permitiría juzgar todas las culturas, y no solo como un legado que el proletariado respeta, resguarda y eventualmente utiliza, fuera o dentro de los museos a los que se destine el material heredado. El breve y elocuente trabajo de Marx sobre el arte griego pertenece en cierto sentido a este tipo de razonamiento, pero hay que tener en cuenta que allí el autor de El Capital introduce un tema inquietante respeto al conjunto de su teoría, cual es el de la perdurabilidad del gusto, dándole a la nostalgia artística un valor al borde de los transhistórico: gran jugada maestra en medio de una obra que consagra la historicidad incesante de la producción.
Pero Lukács lo que hace es mentar no tanto la traductibilidad de los lenguajes de la cultura, sino una escisión entre ética y ontología (o epistemología, utiliza imprecisamente esos conceptos), a las que les confiere adjetivaciones de izquierda y derecha respectivamente. El planteo resulta inesperado y atractivo, aunque la palabra “derecha”, como está destinada a ser refutada, no molesta en la aseveración de Lukács pero es inadecuada si fuéramos a considerar la posible pertinencia de este enunciado. Habría que decir “patrimonio universal de la memoria artística” o algo por el estilo. En efecto, pensamos que si era de ese modo que pensaba Lukács mientras permanecía en los círculos weberianos de la época, estaba bien planteado el problema. Y quizás él mismo lo desea hacer saber de un modo que llamaríamos oblicuo, describiendo en términos de autorefutación lo que realmente seguía pensando. Es cierto que sus trabajos posteriores implican un proyecto de equiparación entre ética, epistemología y estética. Lo demuestra la más bien tosca armazón de El asalto a la razón, que sin embargo aún nos impresiona por la abolición del nivel estético-epistemológico en el nivel político-social, un reduccionismo que no lo es de cualquier modo, pues es Lukács el que escribe. Es un reduccionismo como género ensayístico, urgente, de la moral colectiva en tiempo de guerra, reverso de su programa refutado, la ética de izquierda en fusión con la epistemología conservadora.
Y en verdad, ese “programa lukacsiano refutado” resultaría hoy más tentador para reconstituir en términos de una nueva actualidad a las fuerzas de la sapiencia cultural, o si se quiere, de la izquierda cultural. Las formas de definirlo son las mismas formas para concebirlo y debatirlo. A Lukács se le ocurrió lo de los dos corazones de Fausto, ligando con esa alegoría el problema del conocimiento escindido (ética y gnoseología por cuerdas separadas), con lo que acercaba al debate a la tradición fáustica, y por lo tanto, a Thomas Mann. Esto es, una Alemania con su historia cultural “goethiana” o “schilleriana” y su política social de “izquierda democrática” o “autonomista igualitaria”. Los rótulos, como se ve, son chirriantes. Pero se entiende el problema. Como sea, la fórmula paradojal –izquierda ética junto a tradicionalismo epistemológico-, ha resistido la prueba del tiempo. Mientras el liberalismo postuló hemisferios compatibles para el arte, la teoría del conocimiento y la política (de ahí las tesis de una completa antropología económica liberal la organización Mont Pelerin, que ni siquiera pueden cumplirse en el mismo Vargas Llosa), las izquierdas clásicas también eligieron un tipo de relación sin fisuras ni contradicciones entre la realidad artística y el juicio sobre lo real histórico: de ahí el realismo socialista. Se achicaba el pecho de Fausto.
La obra y más aún la biografía intelectual de Georg Lukács –su familia había comprado un apellido nobiliario, él se saca el “von”-, son uno de los testimonios más dramáticos de las vicisitudes de la filosofía en medio de las tensiones de la esfera pública. El alma profunda de una vida así considerada es la autocrítica. Ésta es una figura de la dialéctica vinculada al proceso inmanente del conocimiento. En Lukács es el pasaje a una conciencia que preserva varias capas de memoria teórica, que desean cancelarse pero perviven en lo que podríamos llamar la nostalgia pensante. Había escrito contra sus antiguos maestros, lo que implicó haber escrito contra sí mismo. La autocrítica parecía severa y cierta y no hay motivos para dudar que se había desandado los pasos de su ultraizquierdismo de 1919. Lo que ponemos en duda es si sus notables esfuerzos ensayísticos –no hay que olvidar su magnífico ensayo de 1911 sobre “el ensayo sobre destino”, esto es, unión de alma y forma-, no perdurarían en el plano más renegado de su itinerario intelectual, ya sea en su hora soviética, luego como partícipe del gobierno húngaro de 1956 y después como exilado en Rumania. Creemos que sí. Perduran. El acertijo de la izquierda ética “fusionada” con la derecha epistemológica es suficientemente asombroso como que para que no sea, so capa del renegado, la presentación fina de lo que subsistía en sus convicciones íntimas.
El logogrifo lukacsiano, que intentamos interrogar al margen de su anécdota, puede ser un camino posible para retratar al intelectual del siglo XX, por lo menos en la dimensión que resulta más apasionante: la del que recoge un legado ligado a los grandes escritos del éxtasis cultural clásico y trata de ponerlo a disposición de una época de revulsión social. La simultánea lectura de Maquiavelo y de Marx que hace Gramsci es el ejemplo más acabado del gran mito del intelectual que vive escindido entre la esfera arcaica del memorial humano y la esfera social de los movimientos que procuran un huso del tiempo actual para escapar de los trastos viejos de la historia. Ahora bien, sería interesante proponer esta travesura intelectual –al margen de la cual no existen los llamados “intelectuales”- para juzgar la historia argentina. El hilo conductor de este desafío sería investigar los momentos en que se evidenciaba una gran traducción cultural de las culturas añejas hacia los ramos activistas del cambio social. Traducción que para el caso podría estar muy bien representada en el libro de claves –quizás toda la obra de Lukács- que llamó a que se considere verosímil, por la inversa, hacer convivir un conocimiento de izquierda, con formas del ser troqueladas por la otra alma de Fausto: la creencia en la tenaces y opacas herencias culturales de la humanidad.
Por Horacio González
A Jorge Alemán, Eduardo Grüner y Diego Tatián, que en su tarea intelectual buscan infatigablemente la lengua que pertenezca a las cosas y la secreta razón que las separa.
(para La Tecl@ Eñe)
Siempre acude a mi memoria una vieja lectura de Georg Lukács, el intelectual húngaro que se revolvió entre las obligaciones que imponía la revolución de su tiempo y el legado cultural del vitalismo neo-romántico. Entre la primera y la segunda década del siglo XX, Lukács había publicado obras fundamentales de crítica literaria e histórica –El alma y las formas; Teoría de la novela; Historia y conciencia de clase- en las que se examinaban los temas centrales de la filosofía social trágico-romántica en relación a lo que podríamos llamar una teoría de la conciencia revolucionaria. No puede haber un arqueo estricto de esos temas, pero baste enumerar algunos: la relación entre la naturaleza y la historia; el sujeto de la historia por encima de la naturaleza como cosa; el privilegio del ensayo como escritura de indagación sobre el ser trágico del mundo; la conciencia de clase como totalización metodológica de un marxismo presentado como crítica a la “cosificación de la conciencia” y el destino de la existencia ante la ironía de la historia, entendida como “mística negativa de una época sin dioses”.
A Lukács siempre pudo presentárselo como uno de los casos más dramáticos de la existencia intelectual en medio de las reorientaciones partidarias –en su caso los partidos comunistas del Este de Europa, especialmente el soviético-, y de las mutaciones en la organización técnica del capitalismo. Son particularmente importantes sus prólogos de 1967 a la re-publicación –que le estaba vedada- de sus mencionados ensayos de la década del 10 y del 20 –esto es, cuarenta años antes. Volverían a ver la luz gracias a que Lukács esbozara diversas autocríticas repletas de explicaciones contritas sobre aquellos grandes trabajos. A la luz de las vicisitudes de su extensa carrera intelectual, que se había iniciado con el apoyo al gobierno ultrista de Bela Kuhn, que había merecido críticas del propio Lenin en 1919, y concluido con el apoyo al reformista Imre Nagy, que en la ocasión no resultaba del agrado de Moscú, Lukács puede considerarse el alma trágica de la historia intelectual del siglo XX. En el caso de sus dos experiencias de participación en aquellos gobiernos, su función era la de atender los problemas de política educacional, pero en ambientes políticos muy diferentes entre sí. Un ultrismo revolucionario en el primer caso, y una apertura democratista en el segundo, pero de alguna manera enhebrando una extraña continuidad en la vida de un intelectual que escribía y actuaba en medio de las tempestades.
La autocrítica de Lukács tenía una enorme fuerza. Se situaba a sí mismo, en esos trabajos juveniles, como alguien que poseía “una concepción del mundo basada en una fusión de “ética de “izquierda’” y teoría de conocimiento (ontología, etcétera), “de derecha’”. Decía haber superado esa escisión que de alguna manera estaba envuelta en el clima existencial y en teorías “comprensivistas” del conocimiento que tenían expresión en las obras de Dilthey y luego en la de Heidegger, al que veía tomando algunos de sus temas sin mencionarlo y dándole otro rigor argumental a la idea de que “la alienación era una forma eterna de la condición humana”. Sin embargo, la idea de tener dos flancos del conocimiento en fusión –ética de izquierda y epistemología de derecha-, resultaba tan profundamente atractivo que él mismo se atreve a compararla con la situación de Fausto. “Si se admite, en el caso de Fausto, que un mismo pecho puede albergar dos almas, ¿por qué no ha de ser posible reconocer la acción simultánea y contradictoria de tendencias espirituales opuestas en un mismo hombre, un hombre normal que pasa de una clase a la otra, en el proceso de una crisis mundial?”. Este recurso al ejemplo fáustico y otros entusiasmos con el que Lukács describe su “error juvenil” hacen pensar que no estaba muy convencido de la “autocrítica” que concede en vista de depurar su nombre ante las autoridades partidarias. Más bien da la impresión de que la publicación de las obras –inmediatamente traducidas al francés y al castellano a fines de los 60-, era el objetivo que se protegía con esos prólogos arrepentidos. Sin embargo, la explicación de sus “errores” tenía atractivos fundamentos, como si hubiera deseado que la autocrítica se entendiera como un gesto al que se sentía obligado pero que dejaba a salvo todo lo que había pensado en aquellas obras malditas. Es que la descripción de aquellos desvíos hacía en verdad apasionantes los desvíos mismos, sus supuestas heterodoxias.
El caso de Lukács es acaso el más impresionante en cuanto al intelectual en medio de las exigencias de los partidos, gobiernos y estados. Una cosa es el intelectual partidario, usualmente mal llamado “orgánico”, que comparte genéricos preceptos con las organizaciones en las que actúa, y otra cosa es el que viene de sostener una obra notoriamente distanciada de cánones partidarios y se adhiere a una fuerza política que no le reclama que ponga de lado el lenguaje diferente que ya ha elaborado. Es ésta una situación habitual en los ámbitos regidos por ideologías liberales, que justamente en el horizonte cultural se jactan de cumplir con la observancia hacia el culto de los “eximios legados”. La coincidencia entre los partidismos liberales y el trato con una concepción del arte “encumbrado” –con su correspondiente teoría del gusto: no es lo mismo apreciar un buen borgoña que un Tiziano-, da como resultado una zona no conflictiva entre los “partidos de la civilización” y los intelectuales que se piensan como custodios de valores selectos que pueden ser amenazados.
Aunque no es ésta una definición que contenga cabalmente el pensamiento de Kart Popper, que fue muy leído entre nosotros durante casi tres décadas, este ensayista defensor del nominalismo y fuerte crítico del historicismo y el “esencialismo”, ubicó en Platón, Hegel y Marx la síntesis de todos los ataques que sufría la “sociedad abierta”. Esta expresión era un sinónimo de lo que luego serían las teorías pluralistas de la conciencia política, cuyo acecho por los “autoritarismos” se convertía en la mayor plataforma de defensa de lo que con los años se transformó en la consigna del “capitalismo serio”. Popper fue en su momento miembro de la Sociedad Mont Pelerin, fundada por su amigo Hayek. El liberalismo de sus posturas políticas y científicas –el llamado falsacionismo por un lado, y su recusación al historicismo como plataforma del totalitarismo-, pretendía adosar un colofón científico a una conclusión política. Se puede decir que el liberalismo de los intelectuales –a diferencia del caso Lukács-, pretendía asentar una relación armoniosa entre epistemología y ética.
Resulta interesante contrastar las apreciaciones de Thomas Mann sobre la cultura alemana con las tesis popperianas de una sociedad liberal inspirada en una ciencia nominalista. Mann, en sus Consideraciones de un apolítico, tropieza con la cuestión de la cultura alemana como un llamado a la educación de sí mismo, la célebre bildung, refractaria a su integración a un horizonte cosmopolita. La “cultura nacional” -en este gran libro de posturas nacionalistas que Mann luego abandonaría-, aparece como un escollo que mantiene fijo a su suelo al “burgués intimista” y no permite llegar al estadio del burgués liberal, no telúrico. Thomas Mann, de alguna manera, traza así su propio derrotero desde el espiritualismo de la ética protestante hasta su crítica al trascendentalismo o del mesianismo alemán. El mundo político al que Mann ingresa poco después, que culmina con su destacada actividad de guía espiritual de los exilados antinazis en todo el mundo, no es el del liberalismo cientificista de Popper sino el de un hijo de la kultur alemana intentando preservarla en una nueva cepa histórica, universalista, pero sin perder su condición trágica. Testimonio de ello es su libro sobre Nietzsche, Freud y Schopenhauer, que trata sobre la formación moral alemana de un modo en que no pudiese ser pensada por los nazis, precisamente rescatando autores que podrían figurar en los anaqueles de ese movimiento que, significativamente, apelaba a fuerzas anímicas soterradas.
Esto nos devuelve a Lukács. Más arriba dije que su autocrítica en los años 60 (cuando se preparaba a escribir su Ontología del ser social, un libro con simpatías hacia lo que en aquel momento se llamó eurocomunismo, aunque en verdad es un proyecto para darle un estatuto epistemológico radical a los Manuscritos de Marx del año 44), podía ser un gesto al parecer dictado por el deseo de participar de la nueva etapa que se abría en un Hungría (y él era el más importante intelectual húngaro, junto a Arnold Hauser, autor de la Historia social de la literatura y el arte, trabajo que quienes cursábamos materias en las facultades de humanidades, leíamos hace casi ya medio siglo). En efecto, El alma y las formas, escrito en 1911, es muy superior y deja un recuerdo de lectura más vigoroso que la Ontología, o incluso que la Estética, trabajo que se ve afectado por pretensiones sistemáticas que no parecen tener sustento en cierta ligereza con la que trata la idea de “reflejo”, aunque son muy valorables sus preocupaciones sobre los significados inmanentes del arte en la vida cotidiana.
De modo que podría dudarse sobre los planos de la conciencia intelectual del propio Lukács cuando escribió sus prólogos autocríticos. ¿Es o no es sincero? Él mismo había dicho que en ciertas oportunidades de su vida había “comprado un billete de entrada” para la época política que sobrevenía, abandonando o mejor protegiendo sus verdaderas convicciones políticas con los ropajes de la crítica literaria: allí había surgido su apología al realismo crítico, sus denuestos a Kafka y su moderada aprobación hacia Thomas Mann, a quien homenajea con un escrito siempre citado, A la búsqueda del hombre burgués, considerando que Mann sostiene una literatura cuyo corazón dadivoso aunque oscuro se refiere a que falta en él lo que debería ser la conciencia burguesa que definitivamente lo sacara de su lidia con los fantasmas de la cultura del “irracionalismo alemán”.
Precisamente, un libro de Lukács que impresionó fuertemente a los lectores de pos-guerra, hacia 1950, es El asalto a la razón. (Recuerdo que aún se leía al comienzo de los años 60, cuando ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras, en una edición que ahora dudo si era del Fondo de Cultura Económica o de Grijalbo, cuyos editores habían tenido una interesante correspondencia con Lukács a propósito de su traducción al castellano). Libro extraño, maledicente, injusto. Pero, leído hoy es un modelo de construcción de una historia nacional –la de Alemania- en relación a sus configuraciones culturales y el modo en que habían avalado el surgimiento de un poder político alienado. La tesis fundamental del libro es que la disparidad entre el desarrollo de la esfera productiva y el “atraso” de la esfera ideológica, daba como resultado un hiato conceptual irracionalista, que la filosofía alemana desplegó con creces en términos de ataques a la razón. El clima intelectual así generado habría sido propicio para el nazismo, al punto de que el libro de Lukács se subtitula de Schelling a Hitler. La mención de un filósofo que recorrió todas las estaciones del idealismo trascendental y la antropología filosófica del idealismo, desembocando en Hitler, como si estos dos nombres pudieran equipararse en cualquier secuencia serial que fuese, habla del carácter panfletario del ensayo de Lukács.
Pero no era cualquier ensayo. Dedicado al ejército soviético que había entrado en Berlín en 1945 –a modo de nuevo sujeto de la razón crítica en combate-, El asalto a la razón tenía la particularidad de que era implacable con los antiguos maestros de Lukács. Él se había formado con Simmel y Weber. En el primero había inspirado su libro ya mencionado, El alma y las formas, que dedicaba atención a figuras del romanticismo místico, como Stephan George, poeta profético y de exquisita sensibilidad esotérica y popular (su noción salvífica extremadamente mitologizada llamó la atención del nazismo aunque, a la inversa, Stephan George no se interesó por el nazismo; el círculo de intelectuales de George estaba integrado también por Simmel, uno de los maestros de Lukács: el mismo Max Weber llega a considerar a Stephan George como un tema válido para su sociología espiritualizada del capitalismo, como un monje que sale hacia el mundo con su elaboración mesiánica).
Pues bien, Lukács combatiría todo eso en El asalto a la razón, con lo que también estaba combatiendo los primeros eslabones de su educación intelectual. Estaba atacando la bildung alemana en sus máximas expresiones, las mismas que habían informado sus primeras obras. Es cierto que emplea toda clase de matices, pero los aplasta en el recorrido de la hipótesis general del libro, donde el irracionalismo enhebra como una flecha maldita todos los autores que se sitúan en esa oscura fisura entre la economía y la ideología, propagando nada menos que la argamasa mitológica en la que se basó el nazismo para coronar demoníacamente su sistema. Quizás es el mayor libro de propaganda filosófica del siglo XX, aunque habría que equipararlo a la Decadencia de Occidente de Spengler (antípodas del de Lukács, aunque también dedicado a un ejército, el alemán), que por cierto también está en la fila de los autores que “haciéndolo sin saber”, fertilizaban el terreno en el cual surgiría el hitlerismo.
Este libro, que de alguna manera es una autobiografía del propio Lukács en contra de su remoto pasado, no habilitaría para considerar que sus autocríticas posteriores son ejercicios de reacomodamiento que a la manera de la “escritura entre líneas” o “esotérica” que explica Leo Strauss en su Persecusión y el arte de escribir, llevarían a un escritor sobre el que penden prohibiciones, a exponer sus pensamientos como “equivocados” pero por esa vía, no obstante, exponerlos. En todo caso, podría pensarse que en el comprensible arrebato que llevaba a festejar el fin del nazismo, se trataba de trazar un gran cuadro filosófico que sancionara al idealismo alemán –que Marx consideraba uno de sus afluentes-, como corresponsable de la creación de una de las más siniestras formas de dominio político jamás concebidas. Este propósito, sin duda, era desmesurado. La hipótesis del correlato trascendental entre las creaciones ideológicas y sus consecuencias políticas exigía mayores cautelas que las que está dispuesto a entregar Lukács. Por un lado, era la disparidad entre lo económico y el tradicionalismo ideológico de las elites propietarias de la tierra lo que originaba el pathos irracionalista. Por otro lado, en un círculo arbitrario, eran esas “filosofías del alma” las que originaban enteras cadenas políticas y construcciones estatales.
A su modo, Thomas Mann en La montaña mágica, había intentado –con su señorial narrativa-, tratar este mismo tema de la filosofía capaz de educar las sensibilidades más recónditas sin abandonar, luego del libre juego de la hybris salvacionista, la reconstrucción del ciudadano democrático que, eso sí, no debía abandonar a su turno las cuestiones del alma, como ese gran personaje de la novela, el sabio italiano Settembrini, que aún nos emociona, al que Mann definía como un “sociólogo del alma”. En esa novela, siempre recordable, se decía que el propio Lukács aparecía como personaje en la máscara del jesuita Naphta, quien exhibía rasgos de obcecación mesiánica, a la manera de un bolchevique poseído por la furia revolucionaria, tocándose así con un jesuitismo redentorista. Este pequeño episodio de la historia literaria motivó muchas opiniones, incluso la del propio Thomas Mann negando que hubiera retratado a Lukács en Naphta. A Mann no le gustaba Lukács, era el pensamiento de un novelista que intentaba recrear el espíritu fáustico en un ambiente de burgueses desesperados, frente al arduo teórico marxista, algo dictaminador, que sofocaba en su espíritu ese momento inicial en el que también pensó su biografía como un problema que evocaba las “dos almas de Fausto”, el peso del presente revitalizado y la apelación a las fuerzas irredentas del pasado. Hace años, Michael Löwy, con su estilo esmerado, viene estudiando estas configuraciones intelectuales en los interregnos históricos de la Europa revolucionaria, revalorizando el momento trágico del marxismo, con lo que evidentemente muestra cierta audibilidad –cuidadosa, por cierto-, del problema lukacsiano.
Lukács, evidentemente, es mucho más interesante a principios del siglo XX –con su problema situado en la escisión trágica del sujeto-, que en los tiempos que anuncian el derrumbe de la Unión Soviética, castillo filosófico al fin, donde el problema ya no parecía ser el de la construcción de una ontología del ser político para recobrar la forma emancipatoria del “ser genérico del hombre”. No descartamos que él mismo lo haya pensado así, a pesar de los testimonios de fidelidad más o menos obligatorios –y más o memos auténticos-, que ofreció a la gran corriente de hechos que pasaban por la construcción del nuevo hombre racionalista, crítico y autoconciente, capaz de hacer las cosas al mismo tiempo que era capaz de explicarlas. Ahora bien. ¿Percibió esto? Si aceptamos uno de los puntos de partida de su filosofar, la conciencia de la cosificación capitalista –“lo hacen pero no lo saben”-, Lukács fue presa de su propia consigna. Primero puso toda su historia de iniciación intelectual bajo la mácula del irracionalismo, y luego intentó una explicación generosa para sus “desviaciones” que en sí misma se convertía en un interesante programa filosófico. En efecto, su idea de “una concepción del mundo basada en una fusión de “ética de izquierda” y teoría de conocimiento (ontología, etcétera), “de derecha”, establece un conjunto de problemas que vendrían a estallar de una manera muy sugerente en el panorama de los debates sobre el sujeto cultural hacia finales del siglo XX.
¿Es adecuada esta fórmula? En principio llama la atención sobre los legados culturales universales que pueden ser reinterpretados por las izquierdas, que los someterían a un balance que permitiría conservarlos y a la vez transformarlos. Acude aquí una idea familiar: la dialéctica. Fue la gran discusión en los orígenes de la Unión Soviética sobre ciencia y tecnología, aptas para proceder a incorporarlas. Pero Lukács habla de fusión cuando sería más atinado pensar en una transferencia o en una traducción, en la cual las epistemologías conservadoras –romanticismo, barroco, espiritualismo, idealismo, etc.-, se dejan interpretar por fuerzas culturales de izquierda. Supongamos que éstas proponen otro “sujeto histórico” capaz de ofrecer esa interpretación (o reinterpretación), con lo cual este se convierte en depositario de un legado y obtiene a la vez el derecho a promover interrogantes sobre las grandes obras –Dostoyevsky, por ejemplo-, en la que se verían las almas en expiación como figuras que no custodian valores sacros, sino abren el espíritu a otras jornadas de liberación moral e intelectual.
Las tesis de la “teoría de la recepción”, que hace varias décadas se difundieron en los ambientes académicos, señalan que hay una remota unidad cultural que se desplaza en el tiempo, dando carácter singular a obras antepasadas que adquieren rostros modernos sin perder la veta arcaica. Hace muchos años, los trabajos de H. R. Jauss pusieron de relieve esta circunstancia hermenéutica, con ejemplos como los de Ulises atado al palo del insigne navío y Jesucristo clavado en la no menos célebre cruz. Dos figuras imposibilitadas de actuar pero revelando la trascendencia del goce o del sacrificio. ¿Podemos entonces juzgar así toda lógica cultural, como estaciones de trasbordo y modificación de un puñado de alegorías o metáforas fundamentales? El desafío es grande, pero muchas veces estos trabajos recuerdan apenas la consigna de la “unidad en la diversidad” del espíritu humano. Con el tiempo, estas teorías “recepcionistas” se dedicaron a estudiar cómo ciertos mundos culturales marginales recibían en su seno, por medio de pioneros, traductores o agentes colonizadores, los materiales primigenios que se elaboraban en los ambientes culturales más maduros. Proliferaron los estudios sobre la relación Europa-Resto del mundo, con el propósito de seguir el itinerario de modificaciones culturales que eran recepcionadas extramuros.
Pero el sentido que Lukács avizora en su sentencia autocrítica es otro. Se trataría de un traspaso-reinterpretación (más que fusión) que permitiría juzgar todas las culturas, y no solo como un legado que el proletariado respeta, resguarda y eventualmente utiliza, fuera o dentro de los museos a los que se destine el material heredado. El breve y elocuente trabajo de Marx sobre el arte griego pertenece en cierto sentido a este tipo de razonamiento, pero hay que tener en cuenta que allí el autor de El Capital introduce un tema inquietante respeto al conjunto de su teoría, cual es el de la perdurabilidad del gusto, dándole a la nostalgia artística un valor al borde de los transhistórico: gran jugada maestra en medio de una obra que consagra la historicidad incesante de la producción.
Pero Lukács lo que hace es mentar no tanto la traductibilidad de los lenguajes de la cultura, sino una escisión entre ética y ontología (o epistemología, utiliza imprecisamente esos conceptos), a las que les confiere adjetivaciones de izquierda y derecha respectivamente. El planteo resulta inesperado y atractivo, aunque la palabra “derecha”, como está destinada a ser refutada, no molesta en la aseveración de Lukács pero es inadecuada si fuéramos a considerar la posible pertinencia de este enunciado. Habría que decir “patrimonio universal de la memoria artística” o algo por el estilo. En efecto, pensamos que si era de ese modo que pensaba Lukács mientras permanecía en los círculos weberianos de la época, estaba bien planteado el problema. Y quizás él mismo lo desea hacer saber de un modo que llamaríamos oblicuo, describiendo en términos de autorefutación lo que realmente seguía pensando. Es cierto que sus trabajos posteriores implican un proyecto de equiparación entre ética, epistemología y estética. Lo demuestra la más bien tosca armazón de El asalto a la razón, que sin embargo aún nos impresiona por la abolición del nivel estético-epistemológico en el nivel político-social, un reduccionismo que no lo es de cualquier modo, pues es Lukács el que escribe. Es un reduccionismo como género ensayístico, urgente, de la moral colectiva en tiempo de guerra, reverso de su programa refutado, la ética de izquierda en fusión con la epistemología conservadora.
Y en verdad, ese “programa lukacsiano refutado” resultaría hoy más tentador para reconstituir en términos de una nueva actualidad a las fuerzas de la sapiencia cultural, o si se quiere, de la izquierda cultural. Las formas de definirlo son las mismas formas para concebirlo y debatirlo. A Lukács se le ocurrió lo de los dos corazones de Fausto, ligando con esa alegoría el problema del conocimiento escindido (ética y gnoseología por cuerdas separadas), con lo que acercaba al debate a la tradición fáustica, y por lo tanto, a Thomas Mann. Esto es, una Alemania con su historia cultural “goethiana” o “schilleriana” y su política social de “izquierda democrática” o “autonomista igualitaria”. Los rótulos, como se ve, son chirriantes. Pero se entiende el problema. Como sea, la fórmula paradojal –izquierda ética junto a tradicionalismo epistemológico-, ha resistido la prueba del tiempo. Mientras el liberalismo postuló hemisferios compatibles para el arte, la teoría del conocimiento y la política (de ahí las tesis de una completa antropología económica liberal la organización Mont Pelerin, que ni siquiera pueden cumplirse en el mismo Vargas Llosa), las izquierdas clásicas también eligieron un tipo de relación sin fisuras ni contradicciones entre la realidad artística y el juicio sobre lo real histórico: de ahí el realismo socialista. Se achicaba el pecho de Fausto.
La obra y más aún la biografía intelectual de Georg Lukács –su familia había comprado un apellido nobiliario, él se saca el “von”-, son uno de los testimonios más dramáticos de las vicisitudes de la filosofía en medio de las tensiones de la esfera pública. El alma profunda de una vida así considerada es la autocrítica. Ésta es una figura de la dialéctica vinculada al proceso inmanente del conocimiento. En Lukács es el pasaje a una conciencia que preserva varias capas de memoria teórica, que desean cancelarse pero perviven en lo que podríamos llamar la nostalgia pensante. Había escrito contra sus antiguos maestros, lo que implicó haber escrito contra sí mismo. La autocrítica parecía severa y cierta y no hay motivos para dudar que se había desandado los pasos de su ultraizquierdismo de 1919. Lo que ponemos en duda es si sus notables esfuerzos ensayísticos –no hay que olvidar su magnífico ensayo de 1911 sobre “el ensayo sobre destino”, esto es, unión de alma y forma-, no perdurarían en el plano más renegado de su itinerario intelectual, ya sea en su hora soviética, luego como partícipe del gobierno húngaro de 1956 y después como exilado en Rumania. Creemos que sí. Perduran. El acertijo de la izquierda ética “fusionada” con la derecha epistemológica es suficientemente asombroso como que para que no sea, so capa del renegado, la presentación fina de lo que subsistía en sus convicciones íntimas.
El logogrifo lukacsiano, que intentamos interrogar al margen de su anécdota, puede ser un camino posible para retratar al intelectual del siglo XX, por lo menos en la dimensión que resulta más apasionante: la del que recoge un legado ligado a los grandes escritos del éxtasis cultural clásico y trata de ponerlo a disposición de una época de revulsión social. La simultánea lectura de Maquiavelo y de Marx que hace Gramsci es el ejemplo más acabado del gran mito del intelectual que vive escindido entre la esfera arcaica del memorial humano y la esfera social de los movimientos que procuran un huso del tiempo actual para escapar de los trastos viejos de la historia. Ahora bien, sería interesante proponer esta travesura intelectual –al margen de la cual no existen los llamados “intelectuales”- para juzgar la historia argentina. El hilo conductor de este desafío sería investigar los momentos en que se evidenciaba una gran traducción cultural de las culturas añejas hacia los ramos activistas del cambio social. Traducción que para el caso podría estar muy bien representada en el libro de claves –quizás toda la obra de Lukács- que llamó a que se considere verosímil, por la inversa, hacer convivir un conocimiento de izquierda, con formas del ser troqueladas por la otra alma de Fausto: la creencia en la tenaces y opacas herencias culturales de la humanidad.
*Sociólogo, Docente en la UBA y Director de la Biblioteca Nacional
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