La pasión y el cálculo
Sobre “Secuestro y muerte” de Rafael Filipelli y Beatriz Sarlo
“Secuestro y muerte”, de Rafael Filipelli, narra el secuestro y muerte del general Aramburu por la célula fundacional de Montoneros en 1970. Fue elegida el año pasado para abrir el 12º Festival de Cine Independiente de Bs. As. Y recién se estrena un año después, coincidiendo con la edición de un nuevo libro (“La audacia y el cálculo. Kirchner 2003-2010”) de su guionista, Beatriz Sarlo, autora del libro en el que el film está basado, “La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de Aramburu”, del 2003.
Por Sebastián Russo*
(para La Tecl@ Eñe)
Es claro que estamos ante una obra que se entromete en nuestro actual sustrato político cultural de modo provocativo. “Secuestro y muerte”, de Rafael Filipelli, narra el –precisamente- secuestro y muerte del general Aramburu por la célula fundacional de Montoneros en 1970. Fue elegida el año pasado para abrir el 12º Festival de Cine Independiente de Bs. As. Y recién se estrena un año después, coincidiendo con la edición de un nuevo libro (“La audacia y el cálculo. Kirchner 2003-2010”) de su guionista, Beatriz Sarlo, autora del libro en el que el film está basado, “La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de Aramburu”, del 2003.
Son varias las perspectivas desde donde pensar este film: una obra en absoluto ingenua que actualiza insidiosamente aquel suceso. Desde la reconstrucción del hecho fundante de Montoneros (reconstrucción negada provocativamente por el director, que en una entrevista en Ñ llega a decir: “les dije a los guionistas que no haría la película sin una mujer. Después la gente puede emparentarla con Arrostito...”) Desde la relación entre violencia y política (la tesis de Sarlo en su libro es que fue la venganza y la pasión el motor de la acción de Montoneros) Desde la concepción de justicia que el mismo suceso convoca a reflexionar (a partir de la relación entre justicia hegemónica y excepcionalidad) Desde su aspecto formal, en relación al modo que elige el director para narrar, representar el suceso en cuestión (y cómo decisiones estéticas tienen una inevitable raigambre político ideológica) Pero habría uno ineludible, y es la coyuntura política en la que esta película se filma y estrena. Es difícil de hecho pensar esta película fuera del actual contexto, en el que el gobierno nacional, desde un posicionamiento explícito sobre el pasado reciente, reivindica las luchas de los “dorados setentas” entendiéndose heredero de ellas. Posicionamiento que generó la necesidad de repensar aquella década, y a una cierta obligación a tomar partido al respecto. Incomodidad y necesaria expresión pública por un lado, entre aquellos que critican una suerte de apropiación -por cooptación- de la memoria de aquellos años, y radical rechazo, por otro, entre los que directamente no coinciden con tal reivindicación histórica.
Ante ese movimiento “apropiador”, surgieron entonces voces que “por izquierda” clamaron por una supuesta banalización y (ab)uso de los setenta, desactivando así (entienden) su poder espectral sobre los significados (revolucionarios, sostienen) de la política. Y “por derecha”, acusando de un setentismo retrógrado, que “atrasa”, por mirar al pasado, y que incluso lo haría de modo parcial, y no de un modo “completo”. Desactivación de la llama revolucionaria, con cooptación de la memoria de los muertos por un lado, y activación de un conflicto “pasado”, borrando –otros- muertos por otro.
El suceso re-presentado, de hecho, actualiza a su vez dos cuestiones entendemos fundamentales para pensar la política (y claro, el modo de construirlo representacionalmente en esta película será su cifrado ideológico), y que se empalman de modos distintos con estas posturas, burdamente y de modo simplista aquí expuestas. El problema de la violencia, y el de la concepción de la justicia. Las interpretaciones al respecto conforman el batallado panorama contemporáneo de discusiones político-ideológicas.
El hecho en cuestión impulsa un cuestionamiento a la concepción dominante de justicia, al llevar a cabo -la célula primigenia de Montoneros- un “juicio revolucionario”, tal como lo llamaron sus protagonistas, poniendo en suspenso las normas jurídicas tradicionales, hegemónicas. Constituyéndose un estado de excepción (concepto sobre el que muchos se ha escrito, desde Carl Schmitt a Walter Benjamin, hasta más recientemente, Giorgio Agamben), que tanto funda y conserva un orden dado, como habilita en su desentrañamiento la posibilidad de fundar un nuevo orden. Este concepto de excepción resultaría “in-entendido” para concepciones conservadoras, que sintomáticamente viven la norma, el statu quo, como la naturaleza de las cosas (y no como un hecho histórico y producto de pujas), y casi un estandarte –vivido como rapiñado- para las izquierdas, adalides de la crítica a la justicia burguesa.
También sobre la violencia política, este hecho promueve una reflexión. Violencia que se entiende como sino de época, e incluso heredada, no iniciada por las organizaciones armadas (se puede escuchar, en una entrevista recuperada por Ni olvido ni Perdón del Grupo Cine de la Base, de Raymundo Gleyzer, a Rubén Bonet, Mariano Pujadas y María A. Berger enunciar esta consigna –“nosotros no comenzamos la violencia”- en el aeropuerto de Trelew, horas antes de la masacre, en el 72) Y por otro lado, entendiendo a la violencia como parte fundante de los procesos políticos, y no una abyecta irrupción irracional. La violencia (que el gobierno nacional actual parecería reivindicar al recuperar los setenta) propiciaría argumentos que “por derecha” expresan preocupación por el supuesto incremento de una virulencia provocada por el agudizar las tensiones. Mientras que por izquierda expresan lo inverso, el decrecimiento de las posibilidades de una eventual violencia (revolucionaria) por el aplacamiento de las contradicciones de clase.
Es así, que hacer foco en este suceso, como hacen el tándem Filipelli y Sarlo (acompañados por Mariano Llinás –director de “Historias extraordinarias”- y el teórico David Oubiña, como co-guionistas) no es una decisión ingenua. Sino que traza inevitables relaciones con las decisiones e imaginarios que el presente aúna, y allí el interés del modo representacional elegido. El cómo narrar este hecho otorgará, construirá, claves para pensar el presente, y sus vínculos con el pasado. Relaciones que este gobierno ha engendrado explícitamente, de modos discursivos y materiales.
¿Qué planos elegir? ¿Qué puesta en escena, qué escenarios? ¿Qué contextualización realizar? ¿Qué lenguaje? ¿Cómo distribuir la palabra, y las imágenes? Decisiones cinematográficas, que expresan posiciones dentro del grupo de preguntas fundamentales acerca de este suceso: ¿se quebró en aquel acto la justicia arbitrariamente o se evidenció su carácter de clase? ¿La violencia ejercida fue un rapto de insensatez, o es -la violencia- el magma mismo desde donde los cambios sociales pueden emerger? ¿Nuestro presente, así está fundado por un acto irracional y vengativo: un asesinato, o es fruto de aquel acto de excepcionalidad revolucionaria, de un ajusticiamiento?
¿Qué decisiones toma Filipelli? ¿Cuáles incluso no toma de modo explícito pero son parte de su -podríamos decir- universo de sentido?
Elige por un lado darles la palabra a Aramburu y la acción a los Montoneros. La argumentación es una suerte de derecho que le otorga a Aramburu, mientras que a los jóvenes que conformarán la cúpula de Montoneros les es dado (por el director) el gesto, la (im)postura, la descontractura, el “humor”, pero sobre todo, la virulencia del acto.
Elige además Filipelli no contextualizar la historia. Arrojarla como un fragmento a una contemporaneidad que la toma como puede, la encastra como puede, arrastrando el prurito, lo “ya dicho”, lo “ya sabido”, y sobretodo, la hace chocar con una concepción de la violencia, que a más de 40 años de distancia con el hecho, irrumpe brutal, inconcebible para una coyuntura de un progresismo extendido incluso en la derecha (sino, véanse los multicolores y con flechas para todos lados de los afiches del Pro, un perverso canto a la diversidad, la diferencia) Contexto en el que la violencia (y su mutación discursiva en términos de “crispación”) parece solo atribuible al gobierno nacional.
Elige Filipelli nombrar al suceso como “muerte”. Ni asesinato (como lo nomina Sarlo en su libro), ni ajusticiamiento (como lo nombran los Montoneros) Filipelli elige nombrarlo secuestro seguido de muerte. Con una significación aséptica, propia de una contemporaneidad que se pretende no-violenta, des-ideologizada, por tanto des-politizada (hace unos días la misma Sarlo critica la decisión de Alfonsín hijo de juntarse con De Narváez, paradigma –dice- del eficientismo empresarial, la des-ideologización y la des-politización, precisamente en tiempos –sigue diciendo- “donde la re-ideologización kirchnerista todavía se mantiene en alza”)
Elige Filipelli construir una lógica fragmentaria, donde el fragmento no construye ni se entrama en estructura alguna, sino que queda desanclado, flotando. Lógica que se evidencia en dos escenas: una donde la cámara se mueve lenta, godardianamente, de un personaje a otro, dispuestos estos en el espacio para la cámara, para la escena, evidenciando una puesta en escena (en una doble acepción, en tanto evidencia el dispositivo cinematográfico, pero también los muestra “en escena”, actuando, “jugando a ser…”), pero no en la lógica del extrañamiento brechtiano que se proponía liberadora ante una narrativa alienante; aquí, la propuesta es juguetona, de una falsa trascendencia, de una impostada solemnidad. Un fragmento que no busca ligarse a otros, sólo existir como fragmento. La otra (y más significativa) escena, donde tal lógica fragmentaria se evidencia, es la que Abal Medina recita la carta de Perón ante la muerte del Che mirando a cámara: “la hora de los pueblos ha llegado”, y por primera vez, o en tal caso, de modo explícito, cambia el registro de identificación ficcional, y la película incluye una evidente puesta en abismo del dispositivo. Pero estas propuestas formales no se entraman entre sí, están desarraigadas, y con ellas, el relato, los protagonistas del mismo. Meros momentos epifánicos, separando texto de contexto, valiendo por sí mismos.
Elige Filipelli dotar de un halo de sobre-realidad a los hechos, basándose en el famoso (por barthesiano) efecto de realidad, haciendo foco en detalles que otorgarían sensación de densificación realista de la escena, pero que exacerban la futilidad de los detalles “rescatados”, construyendo lo que podríamos denominar una sobre realidad, desligada de un verosímil que otorgue a las acciones en Timote de algún grado de racionalidad política, ideológica, y arrastrando a los miembros de Montoneros (ya que solo a ellos se los muestra “cotidianos” -tal el concepto de Filipelli de cotidianeidad: el hablar permanentemente de banalidades-) como un grupo de jóvenes poco menos que estúpidos, irresponsables, incapaces de discernir la densidad de sus acciones, y claro, mucho menos sus consecuencias.
Filipelli elige construir este suceso de un modo. Y así, elige mirar el presente (fundado –se propone- en aquel momento histórico), endilgándole sutil/expresamente ciertas (entendemos que “estas”) características. El relato histórico, sabemos, es ante todo, un relato, es decir un texto, una trama, una construcción; y en los modos de construirlo se expresan las luchas por el sentido en un momento histórico determinado. La actual coyuntura es rica en relatos sobre nuestro pasado, reciente y no tanto (he allí las películas recientes sobre Belgrano y San Martín, producidas por el gobierno, como botón de muestra) Rica, la actual coyuntura, en relatos y contra-relatos. En “Secuestro y muerte”, en vez de apelar a una deconstrucción densa de los mitos asociados a aquel suceso, a tensionar los relatos en pugna por aquel paradigmático hecho, se elige por un lado la crítica (al actual gobierno –solapada- por medio de una revisión crítica al acto fundacional de Montoneros) a través de un recurso ya demodé (noventoso) y des-politizante como es la banalización juguetona, a-histórica; y por otro, otorgarle privilegiada voz a uno de los principales representantes de la institución militar de la época, protagonista ésta de golpes institucionales, proscripciones, fusilamientos y desapariciones. Un necesario afán crítico se torsiona hacia un gesto des-historizante, des-ideologizante, conservador. Curiosamente, y por la inversa, esta película evidencia con claridad que ha habido una mutación en los últimos años en torno a la construcción discursiva del pasado reciente. En donde “lo político”, es decir las pujas (cuanto menos) interpretativas sobre la historia, desde las cuales se constituirán miradas (cuanto menos) sobre el presente, no puede quedar excluido y mucho menos trivializado, de cualquier intentona comprensivista, discursiva, simbólica, sin que tal desdeñe no sea visto como una intrascendencia burlona, desde donde el término posmoderno se constituye epíteto negativo, o peor, un audaz y apasionado cálculo.
*Sebastián Russo es sociólogo, coordinador de la revista Tierra En Trance y Director Editorial de la revista En Ciernes
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