08 noviembre 2011

Política y Sociedad/Elecciones 2001:Alternancias programáticas/Alejandro Kaufman

Reflexiones en torno a los procesos electorales y la representación política

Elecciones 2011: Alternancias programáticas y debates de ideas*

No es objeto del presente trabajo abundar en una línea conjetural o propositiva respecto del futuro argentino inmediato, sino detenernos en el análisis de la coyuntura electoral desde el punto de vista de los medios de comunicación y la esfera pública concomitante.

Por Alejandro Kaufman

(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Mauricio Nizzero

I.

Atravesemos, como por hipótesis, una formulación aparentemente ingenua: la institución electoral de recambio de la representación política tiene como premisa la alternancia entre actores políticos más o menos estables, más o menos previsibles, más o menos variables. No es solo cuestión de disponer de un dispositivo para ejercer mediante el sufragio una selección entre diversas opciones en un momento dado. La alternancia requiere una condición sin la cual el recambio no habrá de tener credibilidad ni constituirá un horizonte viable de expectativas. Si el electorado opta mayoritariamente por un cambio respecto del gobernante saliente, el nuevo gobernante, sin duda diferente del anterior, dado que por ello mismo constituye otra opción, no podría incluir en tal opción la supresión de las realizaciones llevadas a cabo por su antecesor, al menos en una medida perceptible o tolerable para determinado umbral definido por el electorado. Una elección no consiste solo en optar de manera meritocrática, sino en decidir sobre continuidades o cambios. Desde cierta perspectiva, este es un tema que concierne al problema clásico conocido como reforma/revolución. Nunca podría accederse mediante la institución electoral a los cambios que dan lugar a lo que denominamos “revolución” porque quienes serían objeto de las necesarias transformaciones implicadas no participarían voluntaria ni conscientemente de un trance electoral semejante. Lo mismo sucedería –a la inversa- con un movimiento totalitario que se manifestara abiertamente como tal. Dicho esto, mientras sabemos que en ninguno de estos y otros casos los procesos son transparentes, ni los candidatos y programas explícitos, ni los advenimientos políticos de nuevo tipo previsibles, también sabemos que todos lo sabemos.

La institución electoral sustituye, modera o previene la guerra civil. La previsibilidad de la alternancia es incompatible con el terror, el temor o la inquietud acerca de que las discontinuidades atraviesen un umbral aceptable para los perdedores. En este plano de la discusión es donde se desenvuelven los conflictos reales de la sociedad, tal como no podrían ser formulados de manera explícita o autoconsciente, por ejemplo, en los medios de comunicación, en la “esfera pública”. La escenificación (o “ritual”) del “debate programático” es una de las ficciones más deslegitimadas desde el punto de vista político. La salvan el marketing, las estéticas mediáticas, en suma, la red de transacciones semióticas en cuyo seno transcurren nuestros días.

El “hecho maldito del país burgués” –en su primera versión- fue destituido –derrocado, como más comúnmente se dice-, entre otras acciones barbáricas, mediante un bombardeo lanzado sobre miles de transeúntes en la vía pública, entre quienes se produjeron más de tres centenares de muertos. Nunca fue conmemorado ni definido jurídicamente como lo que tarde o temprano será establecido, como el crimen de lesa humanidad que debe haber sido –dicho esto por necesidad descriptiva antes que por afán vindicativo-. Quienes no se aventuraban a una confrontación electoral porque no estaban dispuestos a tolerar una derrota, actuaron de manera criminal frente a un antagonista que no optó –en principio- por el camino de la guerra civil, sino por una combinación de resistencia activa y pasiva, en un marco de ambigüedad y negociaciones que enhebró 18 años de historia argentina reciente. El golpe de 1976 no hizo más que confirmar y profundizar con la magnitud de un abismo insondable la índole de aquella maldición, extendida al conjunto de una vida nacional entregada a la autodestrucción recurrente. Aquello sometido a un límite infranqueable era cualquier condición razonable de alternancia. El quid de tal imposibilidad residía en la innegociable determinación de las clases poseedoras argentinas de volver a fojas cero las transformaciones llevadas a cabo por el peronismo. Fojas cero: los actores sociales que alcanzaron un dominio de visibilidad y pertenencia, participación económica, laboral y normativa, goce de derechos, deberían regresar a las condiciones originarias, con la pérdida de todo lo conseguido. Se obturaba así, en forma inapelable, toda esperanza de ejercicio sustentable de la institución democrática electoral. Aquellas mayorías favorecidas por las transformaciones practicadas por el peronismo nunca aceptarían de buen grado regresar al relegamiento definitivo del que habían sido sustraídas. Solo se podría borrar lo realizado mediante la violencia. El origen de la violencia política en la historia reciente reside en esa determinación de las clases poseedoras, acompañada por la violencia armada y judicial, y por una parafernalia difamatoria, denigratoria, injuriosa, descalificadora, cuyas irradiaciones envenenaron las fuentes de la vida cultural argentina y el paisaje moral y lingüístico de nuestra autoestima, nuestros relatos, nuestras tramas existenciales. Venimos de haberlo olvidado durante muchos años. Aquel drama formaba parte de un remoto pasado, y no fue hasta el otoño de 2008 que aquellas palabras se volvieron a pronunciar, tanto las propias de la restitución de derechos, como las que se les oponían denigratoriamente. Fue así como se constató que de ninguna manera habíamos vuelto aún del drama olvidado. Los horrores acontecidos en nuestros dos grandes hitos traumáticos recientes, la violencia exterminadora de 1976 y la cancelación demográfica y moral que produjo la crisis del 2001 se sumaron a la grieta de 1955 de un modo que, algunos o muchos, creímos comprender plenamente en 2008, cuando la recuperación apenas cercana a la normalidad que se había conseguido entonces reclamaba también la resurrección de aquello una y otra vez maldito. En aquellos meses de 2008 asistimos estupefactos a la evidencia de una capa geológica que creíamos desactivada, olvidada. Nuevamente emergía, intacta, la voluntad regresiva de las clases poseedoras, la intolerancia irreductible hacia el establecimiento de un piso igualitario que pudiera ser respetado en adelante como un rasgo nacional, incorporado a la vida en común como un logro modernizador, sin perjuicio de todo aquello que una alternancia sustentable podría poner en discusión (por ejemplo, cómo instalar un rumbo supuesta –pero legítimamente- “institucionalista”- en una sucesión electoral alternativa pero creíble).

No obstante los errores cometidos por el gobierno que pudieron haber favorecido tamaña reacción de las clases poseedoras, el resultado fue que se pusieron brutalmente en evidencia, y desde entonces no hicieron más que confirmar una y otra vez su determinación. No se verifican, ni hay indicaciones de que ello pueda cambiar en un horizonte previsible, condiciones de alternancia, porque en lugar de tranquilizar al adversario electoral respecto de discontinuidades tolerables o aceptables en un marco de conflictividad política institucionalmente contenida, consideran el acceso al poder como la oportunidad de revertir lo realizado por el turno gubernamental anterior. Apenas pueden contenerse o disimularlo. Aquellos actores que perdieron votaciones en el parlamento verán de imponer sus designios en un nuevo turno electoral. No hemos conseguido una percepción colectiva explícitamente adversa a semejantes propósitos. En tales condiciones, no es solo una reelección la que se ven destinados a perder, sino también las expectativas requeridas para una eventual alternancia política. Entonces, quienes adhieren a los logros realizados, en el sentido de un progreso igualitario en la Argentina, experimentan un estado tal de desasosiego e inquietud ante la posibilidad de un resultado funesto, que solo pueden pensar en inventar formas de continuidad gubernamental prolongada. No hace falta aclarar que no es este el relato que los opositores al presente gobierno formulan. Relato que contiene como premisa, en el marco de la intolerancia conservadora hacia el peronismo, la descripción del peronismo como patología adherente al poder sin límites, y muchas otras variantes que nos excusamos de repasar aquí.

Aquello que constituye lo impugnado y rechazado del peronismo no es algo atinente a cuestiones discursivas ni programáticas. Se trata de realizaciones efectivas en un sentido igualitario. El pacto del que por lo menos un tercio de la población argentina se mantiene expectante desde hace más de medio siglo cimenta su consistencia en lo realizado. No se verifican promesas, salvo en el sentido de las continuidades, continuidades que siempre pueden decepcionar o ser traicionadas, como ha ocurrido más de una vez. Pero cuando lo realizado vuelve a mostrarse, cuando nuevamente nos hallamos frente a un gobierno peronista que modifica de manera ostensible las condiciones existenciales de las multitudes argentinas, vuelve a ponerse en escena el mismo drama. El peronismo no puede perder elecciones porque lo realizado sería suprimido, y de ese modo se refuerza el dilema que torna impotentes los discursos alternativos de la oposición. El drama argentino comprende un aspecto particularmente desgraciado: tanto en 1955 como en 2008 aquellos sectores situados supuestamente a la izquierda del peronismo prefirieron aliarse con el proyecto de la restauración a fojas cero de lo realizado. Diversos discursos progresistas, izquierdistas o sedicentes revolucionarios prefirieron el empeoramiento de las condiciones existenciales de las mayorías populares para contar ellos mismos –presumiblemente- con una expectativa realizativa propia. Como mínimo tal expectativa resolvería la sustentación y continuidad de los propios aparatos políticos, ya sea que accedieran de algún modo al poder o que se mantuvieran fuera de la esfera gubernamental. Como sea, se estableció por parte de múltiples actores una práctica, seguramente consolidada por la eficacia del dispositivo difamatorio –hegemónico en su medida- de las clases poseedoras para someter al peronismo a una condición de subalternidad negativizada mediante la difamación sistemática.

En suma, el escenario electoral contuvo una sola opción presidencial para las elecciones de octubre porque lo inconfesable que animó de manera latente los proyectos opositores conspira con sus condiciones de enunciación. Se quedan mudos. Solo pueden injuriar y prometer en vano. En vano porque no hay manera de que, con la historia reciente que nos caracteriza, puedan lograr credibilidad frente al peronismo realizativo. La injuria es destituyente porque solo pueden arribar al gobierno mediante la declinación del peronismo, antes con los golpes militares, ahora mediante operaciones simbólicas, económicas o mediáticas, que no cuentan con la misma eficacia que la violencia o la intimidación armada, aunque siempre mantienen sus esperanzas de abortar el movimiento igualitario, después de las elecciones o antes de ellas.

II.

Lo que antecede no tiene más finalidad, no menor pero limitada, que formular una hipótesis contextual respecto de las condiciones en que se desenvuelve el actual escenario electoral. No resulta conducente invertir el talante difamatorio al atribuir a la oposición alguna tara que le impediría organizar una alternativa electoral sustentable, unitaria o múltiple. Ni siquiera es atendible la habitual diatriba dirigida hacia Elisa Carrió -sin óbice respecto de que sus dichos nos produzcan la mayor de las consternaciones- en el sentido de la irracionalidad o la locura. Sus recurrentes proferimientos nos hablan muchos más de sus destinatarios que de ella misma, presumibles receptores de un discurso que tiene no pocos antecedentes históricos, y que constituye con sus rasgos adivinatorios e injuriosos uno de los componentes primordiales de algunas variantes de discursos conservadores o de dominación. Tales dichos no se regulan por la magnitud de la adhesión que promuevan, sino por su mera presencia en la esfera mediática. Actúan como índice del discurso destituyente. No vaticinan, ni profetizan, no obstante las retóricas utilizadas. Lo que hacen es manifestar la expresión de un deseo colectivo de destrucción. Indican el lenguaje necesario para ello, formulan los enunciados que en otro momento posterior podrán adquirir la masa crítica necesaria, pero que, mientras tanto, persisten en condiciones de disponibilidad. Son los vigías del programa de destrucción de derechos colectivos por parte de las clases dominantes. Definen un estado de latencia a la espera de mejores condiciones “climáticas”. Tampoco la contumaz incapacidad de otros actores de la oposición para organizar opciones debería atribuirse a supuestas ineptitudes o a otras razones más misteriosas o esenciales. Solo podrían superar la impasse que atraviesan si se decidieran –decisión muy difícil para ellos de construir, pero no por ello menos imaginable si se tratara de pensar en una Argentina viable- a admitir al peronismo como una parte de la historia argentina, contra la cual luchar política e ideológicamente en función de un capitalismo sustentable que defendieran como proyecto, pero no como algo destinado a ser suprimido mediante procedimientos criminales inusitados.

No es objeto del presente trabajo abundar en una línea tan conjetural o propositiva respecto del futuro argentino inmediato, sino detenernos aquí en el análisis de la coyuntura electoral desde el punto de vista de los medios de comunicación y la esfera pública concomitante. La conveniencia de una hipótesis ad hoc como la formulada pretende despejar el habitual discurso disponible acerca de las elecciones, discurso que adopta los enunciados estandarizados por la institución electoral, tal como están formulados de manera normativa. Tales enunciados requieren una lectura crítica a la luz de los acontecimientos efectivamente verificables. El camino que necesariamente se debe transitar para arribar a la consumación electoral impone a los actores la adopción de formulaciones cuya inadecuación respecto de premisas y expectativas da lugar a un favorecimiento de los procesos de deslegitimación. También tiene lugar una erosión causada por las estrategias de escándalo y difamación promovidas por la industria del espectáculo en concurso con la oposición (tal como los lazos existentes identifican a ambos actores polarizados). Algunas modalidades defensivas se mantienen dentro del marco discursivo establecido por el problema de fondo, y concluyen en cierto estancamiento del debate político. En términos de prácticas, estas circunstancias se viven como “repetición”. El discurso comunicacional adherente al gobierno se somete a las pautas definidas por la industria del info-entretenimiento, la cual, a su vez, reproduce la institución electoral en tanto simulacro. La disputa por los votos de los indecisos queda sumida en la puja administrada por las reglas del mercado. El discurso militante se ve afectado por una discrepancia entre medios y fines. La sujeción a las reglas del mercado es necesaria a fin de ganar las elecciones y arribar al destino electoral necesario de manera sumatoria.

Tampoco es el objeto del presente trabajo formular “apreciaciones críticas” sobre cómo se conducen las batallas electorales desde el punto de vista de la militancia. Hay instancias, a las que concurren todos aquellos actores implicados en las elecciones, que se desenvuelven mediante las reglas de juego establecidas. Múltiples determinaciones resultan decisivas, desde las disponibilidades interlocucionarias con los electores, hasta aspectos normativos, económicos, ideológicos y muchos otros que no viene al caso analizar tampoco aquí, aunque resultan ineludibles. Sin embargo, se trata de interrogar sobre las posibilidades, sobre cuánto pueden ampliarse, sobre cuáles reglas de juego pueden tener excepciones, sobre la medida en que la imaginación colectiva es susceptible de ser convocada a seguir caminos nuevos.

III.

Un aspecto supuestamente relevante de la arena pública en relación a los debates políticos contempla la intervención de los intelectuales, o de quienes son así llamados según diversas perspectivas que los caracterizan de maneras más amplias o más restrictivas. Las perspectivas conservadoras ponen el énfasis en ciertas figuras dedicadas a trabajos de elaboración conceptual escrita, con proyección al interés público. Las posturas progresistas o de izquierda son “gramscianas”: definen de manera amplia a los intelectuales como aquellos que participan en la división del trabajo aplicándose de maneras muy diversas al conocimiento. De cualquier manera, la mediatización masiva avanzada que han alcanzado las culturas públicas en la Argentina vuelven sobresalientes las determinaciones mediáticas sobre el desempeño intelectual. Las destrezas modernistas para conceptualizar, hablar y escribir que se le requerían al intelectual están ahora mediadas por los procesos de la comunicación masiva. El intelectual puede ahora concurrir a TVR o Duro de domar, donde puede compartir espacios mediáticos con personajes de la farándula. La espectacularización diversionista radical que caracterizó primero a la dictadura y después al menemismo había omitido a los intelectuales en cualesquiera de sus formas porque la misión excluyente que tenían los medios era la estupidización masiva. El peronismo, en su forma kirchnerista, al invertir esfuerzos en algunas modalidades de la confrontación política, llamó en su auxilio a los intelectuales. Lo hizo en forma súbita, inesperada, que hasta produjo sorpresa, porque contrastó con los usos y costumbres precedentes. A continuación tuvo lugar el inusitado cuestionamiento –por su radicalidad- de las culturas mediáticas hegemónicas. Tal cuestionamiento advirtió con sagacidad y precisión que sin poner en tela de juicio a los medios hegemónicos resultaría imposible mantener la gobernabilidad de un proyecto populista. Dicho cuestionamiento no podría simplemente llevar al sistema de medios a una anarquía. Las lógicas institucionales de la gobernabilidad establecen su propio derrotero. La cuestión no reside, como arguye la oposición, en reemplazar a un monopolio por otro, sino en que el cuestionamiento de la hegemonía mediática legada por la dictadura de 1976 encuentra condiciones en las que prevalecen las distinciones binarias, y se alcanza un límite en la puesta en tela de juicio del discurso de los medios hegemónicos. El cuestionamiento enfatiza la lucha por la gobernabilidad, el dominio de las representaciones (el recurso al debate sobre la “mentira” y la “verdad”), mientras pasa a un segundo plano decreciente el debate sobre la sociedad del espectáculo, debate que requeriría una discusión radical sobre el fetichismo de la mercancía y la producción y circulación de signos en el capitalismo. Lo notable es que, aun con esas limitaciones, el kirchnerismo constituye una suerte de vanguardia incomprendida por la mayor parte de la oposición de izquierda, sujeta a un conservadorismo estético mediático, adherente, tolerante o incluso cómplice de las peores modalidades culturales mediáticas hegemónicas. Todo ello tiene concomitancia con el ínfimo umbral de sensibilidad de algunas izquierdas y de parte del progresismo para la comprensión política y cultural de la problemática de la violencia simbólica, y de la psicosociología de las masas, las cuestiones de discriminación, racismo y sexismo, así como los efectos mediáticos sobre las condiciones de la gobernabilidad. Muchos dirigentes de izquierda practican con conmovedora ingenuidad aparente una concurrencia a medios ostensiblemente derechistas que con una mano los exhiben para socavar a un gobierno popular y con la otra denigran hasta el paroxismo cada una de las luchas territoriales, gremiales o políticas que esos mismos dirigentes protagonizan a diario. A la vez, la mayoría de esos dirigentes se han entregado, y han entregado esas luchas, a las lógicas hegemónicas de las culturas mediáticas, entendiendo que de esa manera podrían disputar el poder de las representaciones políticas. Según sus cálculos obtienen un saldo ganancioso. Dado que caracterizan al gobierno de manera completamente negativa, y resultan indiferentes a su menoscabo o incluso caída, cualquier rédito propagandístico que obtengan será beneficioso no obstante la simultánea entrega a la hegemonía que implica el discurso mediático prevaleciente. Como por las mismas razones –a las que se suman algunas limitaciones de una parte de la militancia mediática kirchnerista para convocarlos en forma adecuada- no encuentran cabida en los medios alternativos que han ido surgiendo, consideran que las convocatorias de que son objeto por los medios hegemónicos les resultan apropiadas.

Hay entonces un límite a las luchas por la contrahegemonía mediática en este desencuentro, por el cual aquellas coincidencias que podrían ser esperables en otros terrenos conocidos (como el mejoramiento de condiciones materiales, que por más menoscabadas que sean, de un modo u otro no pueden ser empíricamente omitidas) no se verifican en el terreno de lo simbólico, donde derechas e izquierdas constituyen una alianza antigubernamental que opera en forma concomitante y funcional.

En ese marco encuentra su límite el alcance de la participación de los intelectuales en las culturas mediáticas vigentes. Las culturas de la espectacularización disipan cualquier condición reflexiva o conceptual. Si el peronismo las convoca y les concede hospitalidad hasta cierto punto, de todos modos más vinculado con una militancia afirmativa que con una interlocución crítica, los medios traducen las intervenciones intelectuales a procesos icónicos binarios, donde las imágenes, las fricciones que se asignan a las “polémicas”, los efectos propagandísticos y la gravitación de las subjetividades narcisísticas ocupan los lugares preponderantes en detrimento de la promoción de un pensamiento crítico en discusión con las masas.

Entonces, la coyuntura electoral es la oportunidad menos adecuada para sostener la conversación aquí esbozada, y este será nuestro argumento: el dilema que la relación entre elecciones y medios nos plantea es que habremos de consentir de algún modo con limitaciones funcionales a los resultados electorales, por una parte, pero por la otra, tal consentimiento proveerá el establecimiento de modalidades instituyentes de limitaciones que habrán de definir los marcos estructurantes del futuro balance de las hegemonías postelectorales. Mientras celebramos la posibilidad de que ciertos espacios aun sean propicios para debates semejantes, mantenemos la perplejidad ante las restricciones que el escenario general nos impone en la presente coyuntura.

*Texto reproducido de la Revista de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (septiembre 2011).

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