Registro de notas apresuradamente incluidas en un recuento fechado.
Una ficción certera
Resulta importante discutir cierta ideología literaria a la que le cabe el nombre de simple, pobre, estereotipada y por tanto reproductora de un orden naturalizado que se repite como único verdadero y se reafirma ,conciente o inconcientemente, en una escritura donde justamente la audacia creadora aunada a la dimensión crítica brillan por su ausencia. Si alguna función puede tener hoy el arte de la palabra, esto es, la literatura es la de sondear los sentidos de las palabras en términos de un planteo de máxima.
Por Susana Cella*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Mauricio Nizzero
Fue un jueves, en octubre pasado, cuando estuve en el Seminario de Literatura que dicta Lucía Pagliai en la Facultad de Filosofía y Letras. Casi un año atrás me había comentado que quería invitarme para charlar con los participantes sobre una novela que publiqué hace unos años y que, para mí, surgió y se impuso sobre otros escritos, de un tirón, a partir de una frase que solitaria, se me presento una noche y que, precisamente, le dio el título, Presagio. La charla se sustentaba en indagar de qué modo había sido concebido y llevado a cabo ese escrito. Hay una vertiente de los estudios literarios, la genocrítica, que como su nombre lo indica, remite a la génesis del texto, cómo fue que comenzó y se fue haciendo hasta llegar al fenotexto, es decir la resultante de ese proceso de escritura. Qué cosas, apuntes, notas, esquemas, charlas, experiencias, etcétera, van sumándose y metabolizándose (en sentido físico y simbólico) hasta que se halla la forma precisa, la única posible para ese particular escritor, algo que no es sino su carácter singular, cuando el deseo no es hacer algo seriable, uno más de una fila reiterada, sino aquello que tiene esa unicidad de la que hablaba Theodor Adorno. En una mirada puramente simplificadora y externa, el relato a que me refiero se emparejaría con algunos similares ubicados a esos casilleros a los que suele acudirse sea mentando generaciones, movimientos literarios o temas. En este caso, cabría así en las “novelas sobre la dictadura”, sobre todo cuando se piensa que incluye una especie de recuento biográfico ni más ni menos que de una criatura abandonada por los militares después de asesinar a los padres. Sin embargo, la lectura o escucha de chicos apropiados y recuperados, me parece, en gran medida, y por lo menos hasta lo que yo podría acotarme a eso, más relevante que la mera reproducción en un relato. De ahí que esa historia sea algo así como, aunque esto no tenga nada que ver con Hemingway, la punta del iceberg. SE habla de eso para hablar de otra cosa que no le es ajena, por el contrario.
En el transcurso de esa charla, se me juntaron algunas reflexiones, que, como me sucedió con aquello que me preocupaba tratar en un texto (y así lo hice en un ensayo y también en la novela), me rondan desde hace bastante. Y no poco cuestionan cada letra que uno escribe. Porque justamente, lo que se puede pensar como literatura difiere de los rejuntes de hojas encuadernados o puestos en algún otro soporte, que no son sino productos mercantiles, por más que se los quiera disfrazar de otra cosa. En este aspecto me parece importante discutir cierta ideología literaria, que me resulta difícil definir, ya que no caería en la trampa socialdemócrata de llamarla “populista”, ni en la falacia de denominarla “popular”, sino más bien creo que le cabe el nombre de simple, pobre, estereotipada y por tanto reproductora, cuando se diría que si alguna función puede tener hoy el arte de la palabra, esto es, la literatura, -algunas de las cuales que tuvo antes fueron suplantadas por los medios masivos, así, difícilmente hoy esperaríamos el próximo episodio de una novela por entregas, cuando ni siquiera ya nos sucede eso con los teleteatros-, es la de sondear los sentidos de las palabras en términos de un planteo de máxima.
Podría preguntarse, en tanto hablo de reproducción, qué se reproduce, y la respuesta es obvia: de un orden naturalizado que se repite como único verdadero, que se reafirma conciente o inconcientemente, en una escritura donde justamente la audacia creadora aunada a la dimensión crítica (crítica como puesta en cuestión de supuestos), brillan por su ausencia y correlativamente tal ausente con o sin aviso se evidencia en otra naturalización que va al núcleo clave de la literatura: la de las palabras (en todas sus dimensiones), o sea, ni más ni menos que la materia prima de tal arte, como si dijéramos que un pintor, por ejemplo, no distingue el óleo de la acuarela. A lo que sumaríamos el rechazo, a veces y uno diría desvergonzadamente declarado, de soslayar la tradición literaria, como si se pudiera escribir desde la nada, de ahí también esa falta de espesor histórico que va a favor de un empobrecimiento de la escritura. Desde luego esto no significa sostener como valor per se ciertas formas que, aunque parecieran presentar una mayor elaboración, pueden tender a, sencillamente, embarrar las aguas para que parezcan profundas, es decir, que expresiones alambicadas, ancladas en el discreto encanto de lo abstracto, carecen, asimismo, de una densidad que tanto en lo que concierne a poemas, novelas o cuentos, pero también, a ensayo atañe.
En este sentido recuerdo el ensayo del gran poeta barroco cubano, José Lezama Lima, “Complejo y complicado”, donde hace una feliz distinción entre ambos términos cuando se trata de discursos que circulan en términos de su capacidad de producir sentido, para suscitar, en quien los recibe, algún tipo de respuesta en tanto reflexión, también este término en el sentido de reflejar (como mirarse en un espejo) y de volver sobre sí, para analizar a fondo, sin distracciones, digamos, lo medular implicado. Lezama distinguía allí entre los dos términos, que a veces se usan como sinónimos, para deshacer esa cercanía al punto de oponerlos. Lo complejo aparece como aquello que refiere a un asunto, tema, situación, caracterizada por la inherente dificultad y la imposible reducción a algo “fácil”, lo que destruye asimismo la antinomia sencillo versus complejo. Recuerdo aquí a Rubén Darío hablando de la “difícil sencillez” de los que Martí llamó Versos sencillos. Esto vale tanto para la torpe defensa de una expresión exenta de la múltiple trama de supuestos y relaciones en el intento de afincar en un discurso que menos que consolidarse en la densidad de una expresión, digamos, ascética, hace de la necesidad virtud, mostrando la incapacidad de concatenar enunciados que transmitan una hipótesis, una evaluación, un juicio, una imagen o la caracterización de un hecho, en una sumatoria de frases que pasarían a integrar el conjunto de las creencias vistas como verdades integrando así un imaginario de consenso o sentido común, soslayando las imprescindibles relaciones que permiten ver la tensión entre los elementos que aparecen en simultaneidad. Hacerlo sería vindicar el valor de la puesta en escena de la contradicción inherente a la subjetividad y a lo que solemos llamar el mundo, la realidad. Hablar de tensión lleva entonces a considerar lo que podría pensarse como lo contrario de tales supuestas síntesis (la síntesis se define por su condensación, no por la mera brevedad, lo que podría distinguir por ejemplo un haiku de una imitación más o menos boba de esa forma poética).
El palabrerío profuso y vacuo, lo complicado, diría Lezama, va a parar a algo similar a lo simple en tanto la complejidad de un discurso no estaría dada por el abarrotamiento de palabras o enrevesadas construcciones, sino por su contundencia significante ya que no otra cosa puede proveer la palabra en su peso material, en una concretez que se opone a los conceptos vagos, a jergas más o menos remanidas. Y esto vale tanto para el facilismo como para el dificultismo, para decirlo de algún modo.
Volviendo ahora a lo que decía en el comienzo, pude contar de qué modo había salido algo así como un ritmo inicial que luego fue desarrollándose, qué estructura elegí darle, según convenía al punto nodal de la novela: la vida cotidiana durante la dictadura a partir de un conjunto de personajes que no pertenecían a sectores directamente ligados con la represión, a esa gente que, desentendida de los hechos políticos, había transitado el período anterior sin mayor atención e iba asimilando la ideología del cambio de mentalidad proclamada por los militares. Salvo algunas excepciones, esos personajes no producen la menor empatía, al revés, rechazo. La visión de ellos es más bien desoladora, y en algún caso, se me dijo, un tanto esquemática. Subrayé entonces que sí efectivamente esto sucedía al presentar a dos supuestos progresistas escupiendo sus prejuicios culturales y económicos, se trataba de pintar con grueso trazo esa impostura.
Y, a cuento de lo que comentaba antes, debo decir que mi impresión sobre ese texto era que no había logrado sino una escritura un tanto plana, temía andar por los territorios de lo fácil y lo complicado en mezcolanza. De ahí que me detuviera a hablar sobre esas cuestiones, y que me atreviera a citar un caso personal. Porque, a diferencia de mi impresión, la respuesta fue la contraria, el texto se les había presentado difícil de entrarle, los había obligado a retrocesos y avances, en un movimiento que al final dio como resultado, podría decirse, encontrarle la vuelta, su ritmo y andarlo. Aquello que trasuntaba la historia, un imaginario de silencios, acatamientos, aceptaciones e hipocresías se vio nítido. La persistencia de tal conjunto de representaciones sobre sí mismos, de adopciones ideológicas y de discursos que en su pretensión de verdad continuaron y continúan aquellos eslóganes dictatoriales por otros medios, me impulsó a estas rápidas notas, sobre un hecho más o menos casual, que fue incrementando el necesario diálogo a continuar en todo los sentidos posibles.
*Poeta y novelista. Profesora titular en la carrera de Letras de la UBA y colabora habitualmente en la sección libros de Radar, tiene a su cargo una sección de libros en la revista Caras y Caretas y dirige el Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación.
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