(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Jorge de la Vega
“Abril es el mes más cruel para la poesía”, escribió, jugando con La tierra baldía, Charles Bernstein, y la inquietud que el ensayo o panfleto así iniciado produjo tiene que ver con que abril es en Estados Unidos el Mes Nacional de la Poesía, una iniciativa de La Academia de Poetas Americanos “con el fin de popularizar el arte de la poesía y hacer que éste fuera más accesible para el público en general, así como dar a conocer a poetas destacados de la actualidad poética estadounidense”. “El tipo de poesía que quiero no es un arte feliz con mensajes edificantes y emociones fáciles de entender”, apuntó entonces Bernstein. “Quiero una poesía que sea mala para mí. Ciertamente, no el tipo de poesía que a Volkswagen le gustaría poner en cada coche nuevo que vende, lo cual, aunque no lo crean, es una característica del programa de la academia para el Mes Nacional de la Poesía 1999.”
Fundada en 1934, la Academy of American Poets se dedica a “apoyar a los poetas [norte] americanos en todas las etapas de sus carreras y […] fomentar el aprecio de la poesía contemporánea”, por ejemplo a través de Mobile Poets.org, que ofrece más de 2.500 poemas para ser leídos gratuitamente en celulares. Si uno entra a su página (http://www.poets.org/) podrá acceder a “Poemas para cada ocasión” (amor, vida, sexo estaciones del año, amigos, enemigos, etcétera), “Poemas para adolescentes” y “Grandes poemas que se pueden utilizar en la enseñanza”. Tal vez para desmentir a quienes sostienen que la poesía no sirve para nada y que ya no tiene lugar en la sociedad, a estos servicios la AAP los complementa cada abril con eventos a lo largo y ancho de su país y una campaña publicitaria. Editor, teórico, profesor de literatura y creador de la renovadora revista L=A=N=G=U=A=G=E, además de poeta, Bernstein lo describe así: “Los poetas son simbólicamente arrastrados a la plaza pública, con el fin de ser humillados bajo la consigna de no haber logrado con su producto suficiente penetración de mercado, el cual debe ser revivido por la Fundación de Reanimación Artificial (FRA), para evitar que esta forma de arte colapse por su propia incompetencia, falta de pertinencia, resultado de la falta de interés general entre las amplias masas del pueblo estadounidense”.
¿Por qué humillados? Seguramente no es lo que sienten todos, ni siquiera la mayor parte, de quienes leen poemas o difunden sus libros a lo largo del mes, pero para quienes al trabajo con la poesía lo entienden como lo entiende Bernstein resulta indigerible un programa “destinado a promover experiencias de lectura seguras, y [que] se basa en el principio fundamental de la FRA que propone a la poesía segura como la mejor profilaxis contra la experiencia estética”. Sarcástico, lanzado a dar batalla, Bernstein llama “poesía segura”, en una probable alusión a la consigna de “sexo seguro”, a la política de “apoyar proyectos que ofrecen un acceso rápido y eficiente a la poesía”, para la cual “el mayor obstáculo para este acceso es, de hecho, la poesía misma, incapaz de proporcionar el tipo de lectura fácil requerida.”
¿Por qué “la poesía misma” sería un obstáculo? Es que, desde que, modernidad y/o posmodernidad, mediante, habitamos “el mundo administrado”, como lo llamó Theodor Adorno (o “la sociedad del espectáculo” según Debord, o “el imperio de la insignificancia” de Castoriadis, o la “modernidad líquida” de Bauman), no hay más que dos modos, a grandes rasgos –con las alternativas intermedias o mestizas que se quiera–, de trabajar las palabras: o para producir objetos que, como buena mercancía, entren fácilmente al mundo de la circulación y el consumo, o para preservar y desplegar aquello de las palabras que el mundo administrado destierra, sofoca, oculta o degrada: eso, precisamente, ese exceso inasimilable, incomprensible desde las ideologías de lo fácil, lo indudable y lo práctico, es lo que llaman “poesía” los poetas como Bernstein. O como Pasolini: “Es retórico decir que los libros de poesía también son productos de consumo, porque, por el contrario, la poesía no se consume. Uno puede leer miles de veces un libro de poemas y no consumirlo.”
Cualquiera, por supuesto, puede, si lo consigue y si tiene con qué, comprar un libro de Pasolini, de Bernstein, de Fina García Marruz o de Leónidas Lamborghini. Y además de comprarlo, leerlo. Pero si se lo lee de la manera rápida, inmediata y sin conflictos en que se lee un libro de autoayuda, un mensaje de SMS, un editorial de La Nación o a las producciones de Paulo Coelho, lo que estará consumiendo no es poesía. Consumirá un eco o una cáscara, en todo caso, de la poesía, una serie de signos que no alcanzan a dar cuenta de la razón que los organiza, o que apenas la evocan sin tocarla. Algo, seguramente, en ese acto se leyó, pero algo quedó afuera, y es lo que algunos llamamos “poesía”. Lo que no se pudo consumir, lo que queda ahí latiendo, inagotable y enigmático, lo que Nicolás Rosa denominaba “máspalabra”, eso que, en las palabras, rebasa las palabras, o las envuelve, o las potencia, o las contradice o subvierte. Aquello que las palabras, al decir de Barthes, tienen de “imposible” (en el sentido en que se dice de un chico que “es imposible”, porque no obedece o no se encuentra el modo de tratarlo). Quizá el silencio que subyace en las palabras, quizá su incompletud o su condición de objeto irremediablemente ajeno: “Lo que pasa es que hay, creo yo, una cualidad del lenguaje, de la poesía en particular –la poesía, que es lenguaje calcinado ¿no? –, por el cual las palabras dejan más cosas en silencio que dichas”, postuló alguna vez Gelman. “Cuando las palabras logran decir lo que dicen y además decir lo que no dicen, y de esa manera logran callar lo que dicen”.
¿Cómo podría consumirse un no decir? O un no saber, un puro ir hacia no se sabe dónde, un salir de lo que se sabe, un abandono de lo que uno es. La poesía es eso, ineptitud para la vida práctica, insociabilidad, gasto. Lasciare ogni speranza, asistir en soledad, casi como San Juan en la noche oscura del alma, a la turbulencia del misterio de la materia verbal, tan misteriosa ante nuestra ansiedad de apoderamiento como cualquier otra materia, o más, porque además se supone, o nos hicieron suponer, que la materia verbal comunica, que nos permite entendernos como de un instrumento eficiente es de esperar. “La reinvención, la elaboración de una poesía de nuestro tiempo es lo único que hace a la poesía importante”, insiste en su panfleto Bernstein. “Y eso significa, literalmente, hacer material de poesía, que haga poesía que intensifique la materia, o la materialidad de la poesía acústica, visual, sintáctica y semántica. La poesía realmente vive cuando encuentra formas de hacer cosas que sólo ella puede hacer, en un ambiente saturado por los medios; la poesía realmente muere cuando se le trata y recubre como a todo, y a lo mismo de siempre.”
No se trata de apenas un paladeo de materia lingüística o de jugar con las palabras (aunque también es eso, ese placer o goce incalculable que ningún otro modo de usar las palabras admite más que a regañadientes o por la fuerza): cuando la relación entre significante y significado deja de estar soldada a fuego, cuando no es nada seguro que lo que dicen las palabras sea lo que parecen decir, o no parecen decir nada, lo que a la imaginación y el pensamiento se abre es infinito, y ahí está para quien quiera aventurarse a descubrirlo, o vivirlo. Y es, además, inmanejable. Nadie es dueño de lo que se permite decir, por su propia cuenta, el poema, incluido el poeta. Ahí, entre las “imposibles” palabras, el lector irá viendo qué hacer, y de paso disfrutando los movimientos de la inteligencia y la sensibilidad que esa tarea le demanda, sin garantía alguna, pero también sin horizonte que lo limite.
Evitar cualquier riesgo, interponer resguardos que, como las precauciones que adopta el sexo seguro, impidan ese burbujeo turbio de lo incontrolable, lo ambiguo y lo inútil, es muy necesario para una sociedad que hace de la comunicación y el entendimiento una de sus principales argamasas y una garantía de permanencia. Alguien dice algo con la absoluta seguridad de que habrá de ser entendido y alguien acepta que entendió, sin preguntarse qué podría pasar si desconoce los términos del contrato, qué artilugios o manipulaciones podría descubrir, qué posibilidades se le abrirían, hasta qué punto las cosas que mira podrían ser mejor vistas, si se permitiera aplicarles otras palabras que las que aprendió a aplicarles y que identifica con las propias cosas de las que esas palabras lo alejan.
Poesía segura, entonces, como “la mejor profilaxis contra la experiencia estética”. Así es como Bernstein lo describe: “La solución: encontrar poesía que se asemeje a las experiencias de lectura rápida y fácil para la mayoría de los estadounidenses, bajo la consigna ¡Fuera la dificultad! ¡Hagan poesía agradable para el pueblo! Pienso particularmente en un plan a cinco años, puesto en marcha bajo banderas ondeantes que disimulen el sabor ácido de la estética, bajo un recubrimiento de NutriSweet, que haga hincapié en la producción de poesía en fragmentos cortos, acompañados con imágenes tipo MTV, de modo que la gente consuma poesía sin siquiera saberlo.” Al fin y al cabo, hace notar Bernstein, al Mes de la Poesía, entre cuyos principales objetivos figura aumentar las ventas de libros de poesía, lo patrocinan el New York Times y las grandes cadenas de librerías cuya ininterrumpida guerra a las pequeñas editoriales y a las librerías independientes no va precisamente a favor de que la poesía prospere: “Todo esto me recuerda a los fabricantes de cigarrillos que patrocinan clínicas libres para curar el enfisema.”
Se busca, entonces, que la gente consuma poesía, y, para eso, “hacer poesía segura para los lectores, mediante la promoción de ejemplos de arte en su forma más suave y más moralmente ‘positiva’. El mensaje es: La poesía es buena para usted. Pero, por desgracia, la promoción de la poesía como si fuera ‘una estación de música suave’ sólo refuerza la idea de que la poesía es culturalmente irrelevante, y ha perjudicado no sólo a la poesía considerada demasiado controvertida o difícil de promover, sino también a la poesía que se presenta de esta manera. La ‘accesibilidad’ se ha convertido en una especie de moral imperativa basada en la noción condescendiente bajo la cual, todos los lectores son impedidos intelectuales, y no se les debe presentar otra cosa que no sea poesía segura. Como si la poesía fuera a alejar a la gente de la poesía.”
Convertida en mero ornamento o pasatiempo, la poesía a la medida del consumo ni siquiera llega realmente al consumo, y al lector que se acerque a ella buscando evasión o un modo de compensar lo desabrido o chocante de la vida, más vale que vaya a ver Transformers o estacione el control remoto en Tinelli. En todo caso, el mito del más arraigado y banalizado sentido común contra el que arremete Bernstein es este: “cuanto más se diluye el arte, más parece aumentar el acceso.” Puede que así sea realmente, o tal vez no. La cuestión que a Bernstein, y no sólo a Bernstein, le importa, es otra: “¿Acceso a qué? A nada que le dé al lector o al oyente algún sentido sobre la importancia de la poesía, sino más bien, acceso a una versión diluida, carente de cultura y agudeza estética, de la mejor cultura popular y de masas. La única razón por la que importa la poesía es porque tiene algo diferente que ofrecer, algo más lento de asimilar, tal vez, pero más intenso; y además, algo necesariamente en menor escala, en términos de audiencia. No es mejor que la cultura de masas, pero sí una alternativa crucial frente a ésta.”
En "más lento de asimilar" y "más intenso" está la clave: nada que haya que elaborar en toda su complejidad, lo saben quienes hacen psicoanálisis, se elabora sin costo ni a corto plazo, si de lo que se trata es de elaborarlo en serio, pero lo lento de asimilar y lo intenso es lo que la modernidad líquida y el mercado prohíben, proscriben, porque no rinde. Porque no se rinde, que es otra manera de decir lo mismo. Si al leer un poema lo asimilamos ahí nomás y de manera "liviana", ¿estamos leyendo de verdad un poema? Por el contrario, podemos leer un cartel publicitario de manera lenta y buscando en la experiencia algún tipo de complejidad o intensidad. Se puede: percibir las relaciones entre las palabras impresas en el espacio rectangular, considerar qué tienen que ver esas palabras con las imágenes que las acompañan, apreciar el juego de las tipografías, ir percibiendo qué resuena en esas palabras, con qué otros carteles u otros textos tienen que ver, qué debe estar moviéndose en aquello que oculta su notorio decir. Pero lo que estaremos haciendo entonces es sacar a ese cartel de la cultura a la que estaba destinado para encontrarle algo vinculado a la poesía.
Tampoco se trata –Bernstein lo hace notar– de que sea “mejor” la poesía que las producciones de la cultura de masas o que cualquier otra producción. Depende de quién lo vea y desde dónde, lo seguro es que es algo diferente de la cultura de masas y de la producción para el consumo, obedece a otra lógica, responde a otras necesidades. Quién puede decir, en todo caso, qué es superior y qué no. Pero lo que no entra en el consumo no tiene otro lugar que el que se gana a fuerza de resistencia y consistencia propia: estorba, no sirve, distrae, hace perder tiempo. Es su capacidad de ser diferente, de no entrar en el juego, el valor a defender. La cultura de masas es enérgica, activa, avasallante, como el capitalismo al que sirve, y donde no se la frena destruye todo lo que se opone a su impulso, como lo ha hecho ya casi por completo con las culturas populares: ocuparse de la poesía es, ante todo, resguardar la posibilidad de que siga existiendo y desplegándose esa “alternativa crucial”, lo que no se rinde.
Tiene que ver con la idea de la negatividad de Adorno (una obra de arte o literaria “es una cosa que niega el mundo de las cosas”), con entender la escritura y la lectura de poesía como prácticas de resistencia, sobre todo de resistencia a la enajenación. Zonas donde no entra la lógica banalizadora y reduccionista del mundo masificado, y cuya existencia no necesita justificación alguna. “Pues la poesía no hace que ocurra nada: sobrevive/ en el valle de su creación donde los ejecutivos/ jamás querrían inmiscuirse”, escribió W. H. Auden. Sobrevivir es la principal tarea de la poesía, la única función social que podría reclamársele, si esto implica una renuencia a ceder, un no poder dejar de seguir haciendo. Que siga en lo suyo, lo que únicamente ella puede hacer, ahí, en su valle, donde ningún ejecutivo tiene arte ni parte, al menos mientras no se quite el traje de ejecutivo de la mente. El ejecutivo como paradigma del sujeto volcado a la eficacia, a los resultados, incapaz de perder tiempo y de distraerse en cuestiones accesorias o “poco importantes”, pero también “ejecutivo” como metonimia de “capitalismo”. Bien puede una empresa capitalista ganar dinero con un libro de poemas, pero las leyes del capitalismo nada tienen que hacer –ni pueden– en el acto de leer o de escribir poesía, en tanto no se lee ni se escribe poesía si en ese acto no hay “producción de singularidad”, según la expresión de Felix Guattari.
Ni las leyes del capitalismo ni las de cualquier otro sistema político-social tienen algo que hacer en ese terreno, pero es el capitalismo y ningún otro el marco en que nuestra vida y nuestra relación con las palabras tienen lugar hoy. Quizá valga la pena, volviendo a Guattari, atender a la distinción que hace entre “singularidad” e “individualidad”: “la cultura de masas produce individuos: individuos normalizados, articulados unos con otros según sistemas jerárquicos, sistemas de valores, sistemas de sumisión; no se trata de sistemas de sumisión visibles y explícitos, como en la etología animal, o como en las sociedades arcaicas o precapitalistas, sino de sistemas de sumisión mucho más disimulados. Y no diría que esos sistemas son ‘interiorizados’ o ‘internalizados’, de acuerdo con la expresión que estuvo muy en boga en cierta época, y que implica una idea de subjetividad como algo dispuesto para ser llenado. Al contrario, lo que hay es simplemente producción de subjetividad.” A esa “máquina de producción de subjetividad”, Guattari opone la idea de que “es posible desarrollar modos de subjetivación singulares, aquello que podríamos llamar ‘procesos de singularización’: una manera de rechazar todos esos modos de codificación preestablecidos, todos esos modos de manipulación y de control a distancia, rechazarlos para construir modos de sensibilidad, modos de relación con el otro, modos de producción, modos de creatividad que produzcan una subjetividad singular.”
¿No es lo que hace la poesía? ¿No puede vérsela como una producción de subjetividad contrapuesta, por su sola activa existencia, a la producción de subjetividad capitalista? “La esencia de la creatividad estética –escribe en otro momento Guattari– reside en la instauración de focos parciales de subjetivación. De una subjetivación que se impone fuera de las relaciones intersubjetivas, fuera de la subjetividad individual.” Si lo que en este caso se llama “creatividad estética” es algo que se da tanto en el acto de escritura como en el de lectura, se entiende mejor la resistencia de Bernstein a acomodarse, como exige la industria editorial y sugiere la AAP, a “lo que los lectores buscan”. Sería una adecuación de la escritura poética a la legalidad de la palabra escrita que en vez de formar lectores, dice Jacques Derrida, “presupone de manera fantasmática un lector ya programado. De modo que termina configurando a ese destinatario mediocre que habían postulado de antemano”: nadie hay a quien dirigirse, el lector es todo el mundo, o es cualquiera, o, quizá más aun, alguien al que el texto va creando en su propia conformación.
No es que no pueda darse también la poesía al margen de prácticas como la que Bernstein lleva a cabo. En tren de ironizar, un tramo de su panfleto está dedicado a fabular didácticamente que, si en vez de un Mes de la Poesía, se estableciera un Mes Contra la Poesía, las madres deberían dejar de arrullar a sus hijos, en las iglesias habría que renunciar a leer ciertos pasajes de la liturgia, se prohibirían los himnos y los sermones de los predicadores negros, la música cantada en las radios y los juegos infantiles que incluyan cantitos, y se escribirían cartas de amor “sólo en párrafos expositivos”. La poesía está al fin y al cabo en todas partes, y es tan popular y cotidiana como los rumores callejeros, los chismes de consorcio, los mensajes de texto y las bromas entre amigos. No hay necesidad alguna, en ese sentido, de difundirla ni de preservarla. Es la otra poesía la que está en discusión, la que desde hace unos dos siglos vive en permanente estado de amenaza, que como resistencia a esa amenaza, precisamente, pudo redefinirse y volver cada vez más sutiles, complejos y novedosos los mecanismos para llevar adelante lo que constituye su razón de ser: ofrecer a la mente otro tipo de trabajo, no más fácil pero sí menos enajenado y más creativo, una posibilidad de explorar y explorarse, de ponerse a prueba y salir de lo consabido para considerar qué otras posibilidades podría haber en el mundo, en las palabras y en uno mismo.
Se le podría objetar a Bernstein, tal vez, el carácter monolítico de su rechazo al Mes de la Poesía. Aun promovido por las cadenas de librerías y los grandes medios, aun a través de mecanismos contraproducentes, es bien posible suponer que alguna que otra persona puede haber que, en el contacto con tantos poemas y poetas, sienta que algo se le despierta y a partir de ahí llegue algún día a un Auden, a una Levertov, a un Cummings, a un Donne. No es a que la poesía se promueva y difunda que convendría oponerse, aun sin desconocer que las posibilidades reales son pocas y que no es mucho lo que, aun si los poemas llegaran a mucha gente, puede esperarse, en esta concreta realidad norteamericana y mundial. Es, más bien –y ahí lo de Bernstein resulta ineludible– al intento de forzar a la poesía para que, en busca de socializarse, renuncie a ser poesía. Lo cuestionado es una concepción de qué es poesía y por qué sería bueno que se la conozca, tan semejante, al fin y al cabo, a la que da por resultado esos cortos que en la televisión argentina se dedican a difundir poemas haciendo que un locutor o actor los interprete sobre una sucesión de imágenes que ficcionaliza lo que se supone que el poema dice o aluden más o menos simbólicamente a lo que aparece en los versos, anulando así cualquier pluralidad de significación, aplastando la resonancia de la palabra poética y convirtiendo al poema en una suerte de epígrafe de un espectáculo visual.
En espacios restringidos o no, sin capacidad de producir extrañeza y de jugar su propio juego no hay poesía que valga, como poesía al menos. Su carácter de palabra irreductible: de eso y de ninguna otra cosa se trata. No por elitismo, no para mantener vallado un coto donde tal o cual especialista se solace en cultivar su diferencia, no como tema para que alguien –poeta, lector, crítico o profesor de letras– pueda lucirse en la rueda social, ni para que muchos medren con premios, becas, participación en encuentros poéticos o congresos, homenajes oficiales o del underground, ceremonias privadas de grupúsculos “que necesitan hacer algo”. Son epifenómenos, inevitables efectos colaterales, pululación más o menos parasitaria y/o más o menos complementaria que la mediocridad y la conveniencia generan en torno de cualquier actividad genuina. La poesía, en cierto modo, los necesita, como caldo de cultivo para seguir adelante –aun cuando a veces pague caro ese resguardo–, de modo de que sea posible que de cuando en cuando podamos encontrar en un poema ese lugar que nos quita de toda omnipotencia y seguridad, pero también de toda previsibilidad y de un uso previamente codificado de nuestras facultades, y nos devuelve o relanza no importa hacia dónde, como quien siempre empieza de nuevo todo.
*Poeta, crítico y ensayista
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