Burocracia genuflexa y conspiradora por un lado, y por el otro
muchedumbre arrodillada: ¿ese retablo es el peronismo? ¿No hay nada más? ¿Nada
afuera o en el medio de los dos espacios, o en los dos a la vez? ¿No hay algo
en la fe de aquellas mujeres arrodilladas que tenga que ver con las acciones
muy concretas y materiales de la otra mujer, Eva, la que yace adentro, cerca ya
de la muerte? ¿No vale la pena tener en cuenta, para completar la escena, esas
acciones? ¿Qué tienen que ver esas acciones con la obsecuencia de los
cortesanos? Pensar en todo ello en los días en que se recordaron los 60 años
de la muerte de Eva Perón, junto a esta frase suya: “Los pueblos de la tierra no
sólo deben elegir al hombre que los conduzca: deben saber cuidarlo de los
enemigos que tienen en las antesalas de todos los gobiernos.”
Por Daniel Freidemberg*
(para La Tecl@ Eñe)
Decenas de veces contó David Viñas la anécdota: tenía 23 años y, como
fiscal por la UCR, fue uno de los que acompañaron la urna en que Eva Perón
votó, en las elecciones del 51, ya en su lecho de enferma. El par de cuadros
que siempre salta a primer plano en el relato muestra, por un lado, el interior
del policlínico, y en él, como protagonistas, “todos los alcahuetes del
peronismo, todos los ministros cuchicheando, como si fuera un friso de una
película de Eisestein”, y por el otro, “a los costados del camino, las
manos de las mujeres que estaban ahí, arrodilladas con pañuelos, como las
Madres de Plaza de Mayo, querían tocar la urna”. ¿El adentro y el afuera del
peronismo, tal vez? Siempre eficaz y astuto en su técnica narrativa, Viñas hace
entonces la síntesis, y al sintetizar cristaliza: “Ahí cierra la película,
corte. Estaban los dos planos: la gran burocracia infernal, alcahuetona, y la
gente que creía, como en una novela de Tolstoi.” Parecería dibujarse ahí todo
el peronismo, en dos cuadros inconciliables, plenos, y vistos no solamente como
se dieron, en la material y mixturada realidad de un país llamado Argentina,
sino también, y quizá sobre todo, desde la óptica de “la cultura”, para más datos
la cultura rusa: el creyente e ingenuo pueblo miserable del evangélico Tolstoi,
aferrado a su devoción, y el cuchicheo ministerial que remite a Eisenstein, seguramente
a la troupe de boyardos y cortesanos que en contrastado blanco y negro rodean a
Iván el Terrible. Dos bloques compactos y Evita en uno de ellos, no en los dos,
salvo que se considerara su presencia espiritual en la masa impersonal de
mujeres con pañuelos y arrodilladas, sumisas, pero vaya a saber si las
presencias espirituales en los corazones de la masa crédula tienen importancia
para un ángulo de abordaje tan ilustrado. Al fin y al cabo, el joven Viñas
tenía muy claro a qué había ido: “la
idea de ver de cerca a los alcahuetes del peronismo me tentaba”, dijo, unas
cuantas décadas después, y eso es lo que vio. Era una apuesta que no podía
fallar. La otra imagen, la que no había ido a buscar y encontró, es casi
un complemento: más que contraponerse a la escena central la completa, en su
relato, y hasta la refuerza. Para que unos medren, sería tal vez la moraleja,
hace falta que haya del otro lado, del de los que sostienen, una devoción.

“Ella bramaba contra los burócratas, contra los obsecuentes”, contaba
Benítez, y podía hacerlo porque los veía actuar a diario, lo que no le impidió
formar parte especialmente activa del movimiento político transformador al que
los cortesanos se adosaron. Que hubiera obsecuentes y cortesanos no fue para
ella un impedimento para, desde ahí, llevar a cabo la tarea que se propuso,
seguramente intuyendo que no hay movimiento transformador sin cortesanos y
obsecuentes, al menos si es desde el poder político que se llevan a cabo las
transformaciones. Y ahí, desde ese terreno impuro, contaminado y desconfiable,
es que decide Eva Perón dar su batalla: asume que es un campo de conflictos y
ahí va, en vez de limitarse a juzgarlo desde la pureza moral. ¿No es esa una
disyuntiva a la que siempre tienen que enfrentarse quienes pretenden cambiar
las cosas, pero cambiarlas real y efectivamente, no en el campo de las
intenciones, las ideas o las palabras? A algo de eso hacía de algún modo
referencia Julián Bruschstein, en una nota de Página 12, el 28 de julio: “Su permanente referencia al liderazgo de Perón no es la concesión de una
mujer a su pareja, sino la que hace el individuo a un proyecto colectivo. Esa
suele ser una de las diferencias entre lo testimonial y vanguardista con la
acción militante que transforma la realidad: hay un reconocimiento de la fuerza
que es necesario construir para generar esos cambios y la construcción de esa
fuerza exige concesiones mutuas para sumar.” Así tal vez tengan más sentido el
“mejor que decir es hacer” y “la única verdad es la realidad”: había mucho que
hacer, para los propósitos de Evita, y había, por lo tanto, para hacer, que
convivir con lo despreciable.
No me interesa hacer de Viñas el prototipo del intelectual moralista que
piensa abstracta o estéticamente la revolución desde un escritorio o una mesa
de café, sino marcar eso que a su
mirada se le escapó, al menos en el famoso retablo del adentro y el afuera de
la clínica. Eso, trato de pensar, es
la política, cuando, más que pensamiento, y sin dejar de ser pensamiento, es
acción transformadora, cambio en las condiciones concretas de vida de un pueblo
y en las relaciones de poder. En la Argentina de los años 50, en la Cuba de
Fidel Castro, en la Venezuela de Hugo Chávez o en la Argentina de 2012, tan
incierta. Ni la prescindencia del que no tolera la cercanía de presencias
indeseables o sospechosas ni su aceptación cínica: asumir el conflicto, como
una parte más, imprescindible, de una lucha más amplia: ¿habría acaso, si no
fuera ahí mismo, en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, posibilidad de
hacer algo? Me habría gustado hablar con Viñas de la idea de “enchastre”, el
“enchastrarse”: no le habría disgustado, supongo, conociendo su estética y su
pensamiento, si es que no la usó alguna vez, o varias. Y, en caso de animarme,
hacerle además notar que su talento de escritor puede haberle jugado una trampa
(¿o no fue una trampa?), en ese tramo en que, más con compasión que
comprensión, describe a las mujeres agolpadas para tocar ese talismán o esa
reliquia, la urna: estaban arrodilladas, dice, pero también dice que usaban pañuelos,
“como las Madres de Plaza de Mayo”. Dejo a la imaginación del lector y a su
capacidad de elaboración intelectual todo el trabajo que puede hacer con la
poderosa andanada de significaciones que semejante comparación desata.
*Poeta. Crítico Cultural
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