30 agosto 2012

Política y Lenguajes/¿Cómo se escribe un documento político?/Por Horacio González


¿Cómo se escribe un documento político?


Por Horacio González*
(Especial para La Tecl@ Eñe)


No, no tema lector, esta no es una clase más del rubro de las asesorías políticas. No se trata de indicarle a nadie cómo debe escribir y mucho menos qué debe escribir. Solo estoy tratando de llamar la atención sobre el acto específico de escritura de textos en las distintas tradiciones políticas. Tengo presente un relato alguna vez leído del modo en que se escribió el manifiesto liminar de la Reforma Universitaria. Deodoro Roca se paseaba nerviosamente alrededor de una máquina de escribir donde un militante iba tecleando las párrafos –parrafadas, se diría-, de un escrito que cambiaría la historia de una Universidad. Deodoro Roca dictaba, pero era un dictado libertario. Otros intervenían y se iba gestando la voz colectiva. El ambiente estaba lleno de humo –se fumaba a discreción, memorables épocas-; seguramente era un salón lleno de muebles ordinarios que hoy serían nobles artefactos preservados por un anticuario. Esos muebles importan menos que lo que allí pasaba en términos de fraseo, de ondulaciones de un vasto frasear, de la conjunción de notas que, como en la música, iban juntando sonidos y palabras. Los críticos actuales de la reforma universitaria del año 18 –pues es costumbre que suelen tener muchas autoridades universitarias actuales- podrán tener razón en observar sus deficiencias posteriores, su utilización vicaria, el modo en que en nombre de ella se hicieron los convenios menos autonómicos posibles. Pero se equivocan al olvidar ese hecho de escritura, subvalorarlo en nombre de otras fuerzas productivas. No: la escritura es también una fuerza productiva.
El arte de escribir documentos políticos se ha degradado, pero es una degradación que nos interesa, una degradación a la vez inevitable y problemática. La tradición socialista escribió mucho y tiene en El capital una obra –como a Marx le gustaba denominarla- de carácter científico. ¡El “socialismo científico”! Se puede decir que el fracaso del socialismo se debió más a su carácter de ciencia que a su modo de escritura. El capital está escrito con ingenio de un romántico político –son muchos los estudios que ligan a Marx al romanticismo político-, y con tramos casi novelísticos que como el del fetichismo de la mercancía ha merecido una larga atención de la filosofía. Marx es teatral: la mercancía, en su fluir caprichoso y abstracto, va a ser ejemplificada con la mesonera de Shakespeare, mistress Quickly, la dueña de la taberna de la Cabeza del Jabalí, en Enrique IV. Con rapidez, la tabernera pasa entre los parroquianos, que quizás estiran el brazo para rozar sus nalgas esquivas y apetitosas. Hoy, esta referencia de Marx peligraría ante los autores de textos políticos de la izquierda contemporánea. ¿Para qué referencias literarias? ¿Y si el pueblo no las entiende? Parrafadas no, frases cortas y movilizantes. Pero peligraría también ante cualquier otra ideología política menguada, como lo son todas las que actúan como remanentes de un mundo que ya fue en la era de la llamada “sociedad del conocimiento”.
El mismo Marx temió por la lectura de El capital. A sus editores franceses les recomendó editarlo en fascículos, eso sí, sin aliviar el contenido. Pero se atrevió a sugerirles que comenzaran no por el capítulo primero, precisamente el de la mercancía, por su alto grado de abstracción, sino por el 19, en que trataba la acumulación primitiva del capital en Inglaterra. Este es un capítulo histórico, lleno de vivacidad y de descripciones elocuentes sobre el “órgano central”, la máquina automática que absorbe los esfuerzos humanos al punto de hacerlos pasar como su propia creación. Este capítulo histórico de la historia social inglesa le parecía a Marx más adecuado para que por allí comenzara la lectura del Capital por parte de la clase obrera francesa.
 Luego, las cosas adquieren una drástica mutación en épocas de los medios de comunicación de masas, que no eran solo los periódicos –mundo al que pertenecen tanto Marx, como Mariano Moreno, Lenin y Bernardo Monteagudo. Ninguno conoció la radio, Lenin apenas la sospechó. El Acorazado Potemkin es algo posterior a su muerte. Son la radio y la televisión las que proponían un nuevo lenguaje, volviendo a remotas eras donde no reinaba lo escrito sino sensorialidades directas. La lengua sentimental, el amor hablado en forma presuntamente “natural”, no como en Madame Bovary, mientras ocurren escenas paralelas en la que también se escucha la voz de un rematador de toros. Radio y cine fueron una revolución pedagógica y pasaron a dominar todo el legado cultural de la humanidad, dejando en pie sus formalismos y notas de prestigio, pero llamaron a revalorizarlo a fin de que las nuevas multitudes pudieran “entenderlo”, “comprenderlo”, masticarlo diluido a fin de que supuestas complejidades no obstaculizaran la divulgación masiva. El peronismo, de alguna manera, sería enteramente hijo de ambas tecnologías sino mediaran los escritos de Perón sobre estrategia y táctica militar, también heredados puntillosamente de antiguos textos europeos. Una antigua polémica de Roberto Arlt con Rodolfo Ghioldi sacudió al Partido Comunista argentino en los años 30. Las obreras, decía Arlt, estaban más atentas a Rodolfo Valentino que a la crítica de la plusvalía. Dos cosas aquí: Arlt no se equivocaba, y de esa percepción, surgió su extraordinaria literatura. Pero a la vez, se equivocaba. Porque no era posible pensar la clase obrera desde esas fantasmagorías de la industria cultural, aunque se hacía indispensable pensar la industria cultural desde la clase obrera.
La divulgación –o sea los medios de comunicación como intermediarios- fue el sino característico de la cultura luego de la Revolución Industrial y las grandes guerras de mediados del siglo XX. Se estableció un nuevo horizonte de inteligibilidad. O para decirlo de manera “divulgativa”, los medios se dispusieron a intermediar en la comprensión de la cultura heredada en su totalidad. Se elaboró un nuevo canon de dominio público, con criterios como “aburrido”, “no se entiende”, “no está al alcance de las masas”, etc. Y por parte de los medios se dio paso a una tesis del conocimiento como hipocresía. Es habitual escuchar la frase “ayúdenos a pensar”, que pronuncia el locutor de turno cuando el entrevistado es alguien supuestamente dotado de un conocimiento especializado. Previamente se le hace saber, con sutileza o no, que la audiencia está ávida por saber, pero de un modo licuado, derretido. Y el “doctor” hace caso a la recomendación y busca entre sus recursos, los elementos más rebajados para hacer honor a su digna tarea de llevar un conocimiento supuestamente “alto” a los dominios de la población en general, esos anónimos y atomizados escuchas o espectadores que no tienen rostro ni nombre. El arquetipo popular, nacional, el “rostro en la muchedumbre”. Todavía la televisión no ha dado el último paso - lo están dando Internet y los comentarios anónimos que como un cometa pulverizado de átomos de vileza siguen a los artículos firmados de los grandes diarios. ¿Cuál sería el último paso? Extraer de sí todo el conocimiento, ya no precisar que de afuera venga el pobre académico a garantizar con su alicaído título de experto, lo que de por sí ya sabe decir la persona que surge de la estructura misma de la lengua televisiva. ¿No fueron preparados para absorberlo todo a partir de su exterioridad? La televisión, si algo es, acata la fenomenología y sus divinos inmediatismos.
Es cierto que todo invitado a un estudio televisivo, proveniente de la llamada Academia, sabe bien que hay que “comunicar”. Si emplea una palabra “difícil” se muerde la lengua por el yerro cometido o intenta aclararla como un párvulo sorprendido en infracción. ¿Dijo “estructura”? Caramba: ¡error! ¡Traduzca! “Estructura”, es decir, un “conjunto de relaciones”. ¿Un “conjunto de relaciones”? Dígalo más claro para nuestra numerosa audiencia, doctor. Este… no, no, claro… se trata de que una cosa se relaciona con otra, y todo es así, un enjambre de cosas. ¿Pero no será demasiado difícil decir “enjambre”? Pero de cualquier modo no importa lo que diga el graduado, porque el locutor de turno vigila lo que hay que saber vigilar: el tiempo de exposición, la imagen del invitado, el indeciso halo que se desprende de su cuerpo tembloroso que quizás debería sentir cuando da una clase, pero no, lo siente allí, en el “piso”, como experto invitado “de lujo”, en la tevé. Cada vez que escucha decir que lo consideran  “invitado de lujo”, duda respecto a si es una cargada o no. ¿Él de lujo? Si lucha todos los días para ganar el respeto de una escueta camada de escépticos alumnos, si debe penar para que le publiquen su laborioso trabajo en la revista de referato para la que trabajosamente elaboró el “abstract” en dos o tres idiomas ilusorios. “Gracias doctor”, escucha cuando balbucea su última parrafada, y ahí quizás pueda descubrir que lo que importaba era el último hilo delgado que tiene la televisión con el conjunto de conocimientos del legado histórico.
Todavía la tevé no ha llegado a generar la validación de las certificaciones con que la universidad titula a sus graduados. Sabemos que ese acto es dudoso, ambiguo, un tanto incierto. Pero la televisión todavía no se anima a dar esos mismos certificados. Titular con grados a los que saben, por fin, hablar solo como ella lo hace. Oscar Landi había denominando “intelectuales de la televisión” a los que salían de esa cartuja sabiendo exactamente como hablar allí y a qué llamar conocimiento. En un libro contundente, Bourdieu retrató con mordacidad –y con su propia presencia en un set de televisión- lo que significaba pensar para ese órgano fundamental de administración de sentimientos y lenguajes masivos. En verdad, el intelectual televisivo y el intelectual clásico aún no se encontraron para el debate final, consagratorio de una u otra estirpe, o acto póstumo de la civilización tal como la conocimos…, la incógnita de si la traducción de uno al otro dará un híbrido que trazará un límite de inteligibilidad al conocimiento (que es por definición lo ilimitado y el juego con lo inteligible y sus fronteras; no lo sumariamente inteligible), y como consuelo permitirá algunos adecuamientos donde persistirá el arte del comediante (un Capusotto, aunque no solo él, que trabaja con los mismos elementos televisivos, ironizándolos), y algún que otro programa llamado “cultural” intentará traducir con respeto lo que son los lenguajes que durante tres milenios habló la filosofía, a los ambientes del set, donde reinan las voces de “¡silencio!”, y la cámara se pasea como un robot sapiente decidiendo planos, decidiendo enfoques, decidiendo la vida y la muerte de la imagen en su mecánica omnipotencia. Pero por haber numerosas excepciones, doy el ejemplo de las clases de literatura argentina de Piglia por el Canal Público –próximamente podrán verse-, y el recuerdo de una clase de Georg Steiner sobre Kafka, que en algún momento pudo verse en Canal A.  
El doctor aún se gradúa en medicina, derecho o economía en otros lugares, llamados “altas casas de estudio”. Pero la televisión ve en ellos un lejano reflejo, utilizable de momento –“gracias doctor por ayudarnos a pensar”-, aunque luego de dicha esta frase de escandalosa falsedad, la televisión se pone a meditar si no llegó la hora de autenticar a sus propios doctores, para no tener más que agradecer que un extraterrestre les “ayudó a pensar”. Ya todo el pensamiento y el saber humanos estarían contenidos en el ciclo de la reproducción técnica de la obra lingüística o la obra de arte. Todo sería “un consumo de contenidos”, concepto que hasta ahora resume el estado de la cuestión.  
Basta escuchar el diálogo de cualquier locutor de radio con un eventual escucha que ha llamado al programa. Enseguida se pronuncia su nombre y se actúa una suerte de escucha atenta a sus sufrimientos, confesiones o amarguras. Edad, barrio de pertenencia, tono de voz, intimidades más o menos desenfadadas. Compenetración total, gracias mil. Todo sale al aire, hasta que esta intimidad de sacristía de repente se quiebra con el sincero desdén del entrevistador, que brota drástico, dando paso brusco a otro tema, alguna publicidad comercial o la evidencia verdaderamente obvia de que lo que decía esa voz anónima, que incluso llegaría al llanto, nada interesaba. Era un simple acto del marketing de la subjetividad avasallada.
Todo esto ha pasado al marketing político, de modo que casi todo el conjunto de la documentación política conocida está presa a la cohibición general de la consigna, el slogan, el pensamiento predigerido, la frase ya escuchada en la televisión, el arquetipo publicitario que he merecido horas y horas de elaboración en el gabinete secreto de los publicistas. Pero ¿fue la radio la que inventó la necesidad de una lengua general uniforme o las revoluciones de masas del siglo XX iniciaron la carrera por resumir las articulaciones del lenguaje en una o dos consignas que convirtieran la lengua en pura energía instantánea? Dar vivas y mueras por el rey o algún sistema político oficial es un hecho bien conocido. El gobierno de Rosas es recordado entre otras cosas por la profusión de sus soluciones e invenciones lingüísticas con injurias plenipotenciarias a sus opositores. El “todo el poder a los soviets” resonó como un latigazo en el corazón militante de millones de hombres y mujeres, antes que los lingüistas del siglo XX encontraran el concepto de “acto preformativo”. Pero una cosa es la consigna (o palabra de orden) que resume como un latigazo hiriente todo un avatar cuya espesura repentinamente queda fijada en un lema feliz (civilización y barbarie; alpargatas sí, libros no; todo va mejor con coca cola; el sabor del encuentro; venga del aire o del sol, del vino o de la cerveza, cualquier dolor de cabeza, se quita con un geniol) y otra cosa es el pensamiento en acto de escritura, de reflexión, de argumentación y de búsqueda de sus irresolutas verdades.
Por cierto, hay variados tipos de relaciones entre ambos planos, como si estuviéramos en un mundo gramsciano donde se buscaran las posibles traducciones (catarsis, las llamó Gramsci) entre un mundo de legados clásicos y las expresiones folletinescas o bien el mundo de la lotería: el juego en la vida popular, en el que el pensador italiano cifró buena parte de su idea de lo popular, idea pascaliana al fin. Pero no son contraposiciones. Son formas trágicas de la complementación: lo “popular” y lo “intelectual”. Trágicas porque nunca se empalman totalmente, y porque siempre existe la tentación de suprimir un término con el otro, tentación avalada, efectivamente, por el hecho de que en uno de los elementos siempre está el otro. Es un embutido de lo popular en lo clásico y de lo clásico en lo popular, de lo erudito en lo llano y de lo llano en lo erudito. Pero el secreto de ese empotrado nadie lo conoce totalmente. Suele alabarse, con razón, el sentido profundo que crea lo enjuto del idioma poético en un viejo debate donde la palabra “barroco” juega un papel decisivo.
Puesto en términos de cierta astucia teórica, Borges escribió que lo barroco es el momento final en donde un arte o un conocimiento suelta de una vez todos sus recursos. No parece una condena, pues como todo en Borges, hay una definición desvariada de las cosas, donde en la frase descansa un mundo implícito, lleno de alusiones o alegorías sepultadas, que si no aparecen a luz porque el autor –barroco- las suprimió, las puso para que en ellas vibren todos los planos soterrados de una historia cultural. Pero, sin duda, la opción enjuta, la lírica de lo esquelético, no proviene de la televisión sino de un sencillismo cuya complejidad está también bañada de milenios de discusión sobre el arte idiomático: cómo, cuándo y porqué usar alegorías como equivalentes, como planos ocultos, como sugerencias apenas insinuadas. Por ejemplo, el poeta chaqueño Aledo Meloni, justamente festejado por su opción descarnada en cuanto al uso de los recursos lingüísticos, proviene de la alta escuela de la alegoría popular, del canto que brota de las comparaciones entre la naturaleza y los dioses del amor, como si fuera un escolio espinoziano. En su conocido “Arbolito del querer”, dice: “De balde busqué tu sombra / arbolito del querer / tu sombra fue para otro /yo al sol, y muerto de sed”. Suma de despojamiento, arcaísmo y desesperación tranquila, tratada con un trazo cortante, una alegoría sucinta que resuelve la situación de un lonjazo poético.
Para producir este efecto de complementación imposible pero necesaria entre el carozo interno de la claridad idiomática y los juegos complejos de la cultura (que son una revelación siempre en estado inminencia, sin que necesariamente se produzcan), no se precisan divulgadores. En cambio, sí se precisan personas capaces de sorprenderse con la versatilidad de la lengua, su campo de desperdicios y deshechos que obligan a elegir en las penumbras de un basural encantado que término usar, qué frase elaborar, qué nivel ceremonial, erudito, íntimo o soez invocar en cada caso. El divulgador no está en verdad en un punto intermediario entre lo bajo y lo alto, como demiurgo que mira hacia abajo con el don divino y hacia arriba con goce terrenal, sino que en realidad inventa otra lengua, no una tercer lengua, sino una que le es propia, que presupone la ilusión traductora pero es otra cosa. Otra cosa, que se coloca en términos de absorber toda la cultura legada y las obras más idiosincrásicas, con una creación mediadora pero que es un desprendimiento autónomo del juego cultural y, en sus efectos prácticos, es una esfera dependiente en su totalidad de los imperativos semánticos, lexicales y gramaticales de los medios de comunicación de masas.
La vida política, casi en su conjunto, ha caído en los dominios de estas operaciones mediáticas que se realizan con las inflexiones recibidas de la cultura y el lenguaje de todas las épocas. Se escucha en asambleas y núcleos militantes las críticas al “barroquismo”; se las escucha también en los intelectuales que provienen del mundo clásico, pudieron leer a Sartre y lo “aplicaron” a “casos argentinos” –esto es, aun siguen siendo intelectuales de cuño clásico-, pero se sienten en condiciones de pasar al género televisivo como genios de una doble lengua, que luego de usada, ya no se sabe si habla el lector de El ser y la nada o el conversador que aquí y allá tomó inflexiones de Alejandro Fantino, o algún otro, que quizás le pidió “profesor, explique en dos palabras a Sartre, para que nuestra gente lo entienda, ¿no?”. Desde luego, hay muchas variedades en el empleo de las fórmulas comunicativas que no son portadoras de sus propios residuos de elaboración, como los estudiaba Adorno a propósito de la manera de escribir de Hegel. Su presunta “oscuridad”, provenía del hecho que incluía en las sentencias definitivas, todos los rastros irresueltos de su elaboración.
Borges dijo que todo estaba en estado de borrador. Hegel cumplió con eso de verdad, no como ingenio o ironía borgeana, y escribió dialécticamente sobre la dialéctica, es decir, fue víctima de una genial tautología, por la cual tenía que escribir su teoría aun no consumada con los elementos de esa teoría como si ya estuviese lista. De ahí su aspecto jazzístico, o si se quiere, el procedimiento por el cual las variaciones se incluían en el mismo plano que el tema principal, en una indiferenciación que era un abismo, un problema y a la vez el conocimiento mismo. Doy dos ejemplos. Contrapuestos, pero valen para la cuestión que trato. Beatriz Sarlo y José Pablo Feinmann poseen estilos de una diversidad tal, que los hace muy desemejantes a los efectos de cualquier mención en común, como ésta, sin duda atrevida. Pero ambos y de muy distinta manera, consiguen ser estrictos con su propia materia acercándose a un lenguaje singular, idiosincrásico, el que los caracteriza como estilo perfilado en el tiempo y a lo largo de numerosos abras, y a pesar de las variaciones de ese estilo según se esté en el libro, en los diarios y en la televisión, siempre hay un proyecto de fusión entre las distintas culturas del habla y del pensamiento, en esos planos que venimos comentando, de lo divulgativo que arrastran las exigencias clásicas pretelevisivas y permite volver al libro –fuente primera. Porque en el universo del no-libro (la televisión) introdujeron elementos que la excedían. Lo mismo ocurriría con lo que llamamos artes visuales. Existen porque introducen elementos excedentes en la propia televisión, y frecuentemente, en el propio cine. Claro que si la televisión luego dice “gracias por ayudarnos a pensar”, se resienten los logros obtenidos, pues lo que debe buscarse no es ayudar a la llamada “sociedad de conocimiento”, que significa el fin del lenguaje utópico bajo la batuta del lenguaje técnico de la “red”. Se trata de interrogarla agudamente, a pesar de algunos bienintencionados que confundirán haiku con twitter, para poder retornar a la escritura con los signos autodeterminados de los que ésta siempre debe ser portadora.
¿A que voy con todo esto? A recomendarle a mis amigos, que se sientan en estado de disposición ante el lenguaje, cualquiera sea la definición que le demos a lo indefinible de sus efectos; efectos que nos envuelven: pues “somos” el lenguaje. Si alguna vez digo que tal o cual documento político es barroco, no es que me equivoque por usar reprobatoriamente un decisivo concepto de la historia del arte que es el único que permite pensar el resto de los estilos. Me equivoco porque pienso que convirtiéndome en un hablador o parrafista que evita las mentadas parrafadas satisfecho de ser “entendido por las masas”, no hice más que tranquilizar mi propia conciencia que ya abatió en sí misma las exigencias de descubrimientos mayores. En la política se dice que hay que “posicionarse”. Esta expresión significa que puedo hablar luego que descubrí un lugar físico, un “dispositivo espacial” en donde ubicarme para luego expedirme. Y convertí la lengua en un acto físico: me abolí a mí mismo como actor de la lengua suponiendo que amplificaba mis verdades. Y arriesgué todo para descubrir que ni había sido escuchado ni mi conciencia registraba el paso por ella de la vida digna de la lengua.
Es que las cosas no eran así. La propaganda de Geniol es buena, por no decir buenísima, ahora que ya no lo tomamos. Su candorosa literalidad es un bofetón creativo por lo inesperado de sus resoluciones de dulce brutalidad. Ya no es posicionarse sino reírse con profundo significado ontológico de nuestros propios “dolores de cabeza”. Hablar no se hace después que calculo los efectos estratégicos de lo dicho. Posicionarse sería así creer que cada frase tiene referentes en la realidad tan equivalentes y despojados de residuos, que los efectos son inmediatos y me definen para siempre, o por lo menos, hasta la próxima frase, que siempre corre el riesgo de ser diferente a la anterior. Y yo, ingenuo, no me doy cuenta de que no era yo el que decía las frases, sino que las frases me decían a mí: me decían que yo estaba preso en mi cárcel invisible de formulismos. Y el archivo de mi vista arrojaba, fatalmente, como bien lo sabe la televisión y sus imágenes fijas, que a cada momento, no había otra cosa que dejar el rastro de mis contradicciones, aunque cada vez creía estar a tono con lo que la coyuntura reclamaba. En cambio, Geniol no corría ese riesgo porque tenía toda clase de instrumentos cortantes reales clavados en la cabeza de telgopor. Siempre igual, siempre dolorido y siempre predispuesto a ser igual a su propia promesa de sosiego.
¡Qué buena época aquella! El barroquismo de esa cabeza era decisivo y absurdo: convencía con su no buscado distanciamiento. Pues bien, la claridad viene del aire y del sol, del vino y de la cerveza, y un dolor de cabeza sería considerar que al acusar de barroco a un documento político me acerco al pueblo cuando solo consigo tener la tranquilidad comprensible de que le hablo a mis propios prejuicios. Se escribieron volúmenes enteros para intentar descubrir si eso está bien o está mal. Revoluciones enteras fracasaron por vacilar ante la dilucidación de este problema. La claridad –la claridad final, en tanto fuerza productiva- es barroca. Tiene razón la persona que ha escrito una pequeña burla a la manera en que (yo: debo incluirme) escribo, en un suplemento periodístico llamado Ni a palos. Creo que pide ser claro ante las masas. Ojalá él lo consiga. En cuanto a mí, me resigno a creer que el lenguaje no es espejo del mundo, no es filosofía de la mente ni signo definitivo de ninguna referencia fija. Siguiendo las ondas de su movilidad (frase que ofrezco para la cachada, aunque tiene la dificultad de que ya nace totalmente ridícula), uno quizás pueda obtener una esquiva pizca de realidad, como el reciente ejemplo del hincha que de espaldas al partido, está en el para avalanchas arengando a los demás. Esa función no será la del ángel de la historia, de espaldas a la catástrofe, pero habla mucho de una forma de conocimiento: espejo del espejo, abismado en la mirada de los demás, como lo superfluo del partido pero actor impensado de un reflejo platónico. El Hincha de Espaldas va mirando el mundo por las sombras que intuye de un gol en la visión de los ingenuos que ven las jugadas de manera directa. Quizás todavía toma Geniol.    


*Sociólogo, ensayista. Director de la Biblioteca Nacional        


1 comentario:

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