La marchita
Una crónica aluvional
Lo propio del espectro es que no se sabe si, (re)apareciendo,
da testimonio de un ser vivo pasado o de un ser vivo futuro.
Jacques Derrida
Una crónica aluvional
Lo propio del espectro es que no se sabe si, (re)apareciendo,
da testimonio de un ser vivo pasado o de un ser vivo futuro.
Jacques Derrida
Por Sebastián Russo*
(para La Tecl@ Eñe)
Hasta hace poco, me costaba cantar el himno nacional. La marchita, sigo sin poder cantarla.
Fui a la plaza, con mi vieja, a despedir a Néstor Kirchner; aunque más fuimos a apoyar (a dar “fuerza”) a su mujer, nuestra presidenta (y con ella, claro, y como se dice, a un proyecto) Pero quizás, lo que más nos convocó (sin haber nunca hablado de esto explícitamente, claro –estas cosas son así, no se hablan, se intuyen-), fue ser parte de ese “todo”, de ese conglomerado afectado, conmovido y a su vez potente; ser parte de esa trágica vitalidad que allí latía.
Me había llamado: ¿me acompañas?, dijo, y en una hora estábamos ahí, en la cola para entrar a la Casa Rosada; ella con las dos rosas en su mano, las que la noche anterior no había llegado a dejar en ese espontáneo santuario formado al pie de la pirámide de mayo.
Tardamos cinco horas en llegar. Pero estar en la cola, fue, en sí mismo, un (quizás, el) acontecimiento. Allí, entre otras cosas, se cantó, o mejor, se coreó, y en varias oportunidades, la marchita. Pero yo nunca pude cantarla.
Digo esto, y se me impone decir (tal vez por un novedoso escenario, como el actual, en el que las identidades políticas deben ser manifestadas, expuestas, y en obsesivo gesto de distanciamiento crítico) que no soy peronista. Lo que concita, a su vez, a la imposible y sempiterna pregunta acerca del “ser peronista”; la gastada pero aun sugestiva pregunta ineludible: “qué es ser peronista”. Y rememoro la película de Alejandro Fernández Moujan, “Los Resistentes”, en la que se habilita una posible respuesta, y a partir de una recurrente y sentida proposición, que surge en varios de los entrevistados, espontánea, sintomáticamente: “¿te cuento cómo me hice peronista?”.
Peronista, entonces (y lo dicen los de la Resistencia peronista) se hace. Más allá de encarnar un ideario, una doctrina, el peronismo, ser peronista, está eminentemente ligado a una práctica, a una experiencia.
Allí, la marchita. Como condensación, punto de partida/llegada, fundamento y acto fundante. Entonces, ¿cantar la marcha peronista, la marchita, en tanto práctica experiencial, con otros, junto a otros, y en la plaza, “hace” a uno peronista?
Así todo, o por todo ello, no pude cantarla.
Pero no sin conflicto, claro. El “andate Cobos, la puta que te parió” me salía fervoroso, embroncado, fastidioso. El “Che gorila, te lo digo de verdad, si la tocan a Cristina que quilombo se va a armar”, también, con tono y ceño comprometido, del que se propone hacerse cargo de tener que darle curso a la advertencia proferida.
Pero la marchita no.
Mario Wainfeld, escribió (en, precisamente, La Marcha) que cuando escucha entonarla (a la marchita), le “acomete un ansia enorme de sumarse al coro. No porque crea en su letra, sino porque sigue percibiendo algo convocante en el coro, en las ganas que exista el coro, que exista pueblo, que por añadidura el pueblo esté unido”.
Y he ahí, creo, una clave. Su canturreo, su coreo, es además de la reafirmación, constitución de una identidad; un vínculo anímico, indicial, con una fibra vital. Conformación fáctica, coreada, aunque también presurosa, apenas tanteable, de una identidad que dialoga con su (un) pasado, de luchas, y mártires. Espectros, estos, que (me) acosan, re-presentificándose, en la marchita, e incluso, en un brazo turgente con dedos en V, convocando a mi silencio, a mi respetuoso, afectado silencio.
Mi solemne relación con la iconología peronista, mi conflictiva relación, puede ser la de una generación (la mía), que se “formó políticamente” (o sea vivió su post-secundario) durante el menemismo, y que: o desconfía de la política, o la sacraliza (musealizando los setenta) Es decir, no la vive, no se deja inundar por ella. No la canta, ni baila, ni tira piedras.
Dos hechos. El primero: a pocos metros nuestros, jóvenes (algunos parecían de 15 años), nacidos en democracia, de una agrupación ligada a la JP (la gloriosa, gritan), embanderados, dedos en V, cantando abigarrados, exultantes, la marchita (y no solo las primeras estrofas) El segundo. Mi vieja, que sin tradición peronista también la canturreó, automática, animosamente, me había dicho la noche anterior, cuando insté junto a otros (y a los gritos) que nos dejaran pasar para dejar las rosas en el santuario, que se sorprendía del miedo interiorizado que su generación (la que “se formó” en dictaduras) aun guarda ante la autoridad.
Algo de lo que ella ve en mí, yo veo (felizmente exacerbado) en los más jóvenes: un cuerpo que se lanza con desprejuicio creativo, a corear la marchita, y así, resignificar, conjurar, redimir espectros. Otro (quizás “el”) fruto de un gobierno, que se animó (apostó) a reconocer que vivimos junto a los espectros del pasado, que hay que lidiar cotidiana, vívidamente con ellos, y que son el vínculo necesario, inesperado, con el futuro.
Nuestro anhelo a que “exista –siga existiendo- el coro”, allí, inconmovible.
*Sebastián Russo
37 años
Hasta hace poco, me costaba cantar el himno nacional. La marchita, sigo sin poder cantarla.
Fui a la plaza, con mi vieja, a despedir a Néstor Kirchner; aunque más fuimos a apoyar (a dar “fuerza”) a su mujer, nuestra presidenta (y con ella, claro, y como se dice, a un proyecto) Pero quizás, lo que más nos convocó (sin haber nunca hablado de esto explícitamente, claro –estas cosas son así, no se hablan, se intuyen-), fue ser parte de ese “todo”, de ese conglomerado afectado, conmovido y a su vez potente; ser parte de esa trágica vitalidad que allí latía.
Me había llamado: ¿me acompañas?, dijo, y en una hora estábamos ahí, en la cola para entrar a la Casa Rosada; ella con las dos rosas en su mano, las que la noche anterior no había llegado a dejar en ese espontáneo santuario formado al pie de la pirámide de mayo.
Tardamos cinco horas en llegar. Pero estar en la cola, fue, en sí mismo, un (quizás, el) acontecimiento. Allí, entre otras cosas, se cantó, o mejor, se coreó, y en varias oportunidades, la marchita. Pero yo nunca pude cantarla.
Digo esto, y se me impone decir (tal vez por un novedoso escenario, como el actual, en el que las identidades políticas deben ser manifestadas, expuestas, y en obsesivo gesto de distanciamiento crítico) que no soy peronista. Lo que concita, a su vez, a la imposible y sempiterna pregunta acerca del “ser peronista”; la gastada pero aun sugestiva pregunta ineludible: “qué es ser peronista”. Y rememoro la película de Alejandro Fernández Moujan, “Los Resistentes”, en la que se habilita una posible respuesta, y a partir de una recurrente y sentida proposición, que surge en varios de los entrevistados, espontánea, sintomáticamente: “¿te cuento cómo me hice peronista?”.
Peronista, entonces (y lo dicen los de la Resistencia peronista) se hace. Más allá de encarnar un ideario, una doctrina, el peronismo, ser peronista, está eminentemente ligado a una práctica, a una experiencia.
Allí, la marchita. Como condensación, punto de partida/llegada, fundamento y acto fundante. Entonces, ¿cantar la marcha peronista, la marchita, en tanto práctica experiencial, con otros, junto a otros, y en la plaza, “hace” a uno peronista?
Así todo, o por todo ello, no pude cantarla.
Pero no sin conflicto, claro. El “andate Cobos, la puta que te parió” me salía fervoroso, embroncado, fastidioso. El “Che gorila, te lo digo de verdad, si la tocan a Cristina que quilombo se va a armar”, también, con tono y ceño comprometido, del que se propone hacerse cargo de tener que darle curso a la advertencia proferida.
Pero la marchita no.
Mario Wainfeld, escribió (en, precisamente, La Marcha) que cuando escucha entonarla (a la marchita), le “acomete un ansia enorme de sumarse al coro. No porque crea en su letra, sino porque sigue percibiendo algo convocante en el coro, en las ganas que exista el coro, que exista pueblo, que por añadidura el pueblo esté unido”.
Y he ahí, creo, una clave. Su canturreo, su coreo, es además de la reafirmación, constitución de una identidad; un vínculo anímico, indicial, con una fibra vital. Conformación fáctica, coreada, aunque también presurosa, apenas tanteable, de una identidad que dialoga con su (un) pasado, de luchas, y mártires. Espectros, estos, que (me) acosan, re-presentificándose, en la marchita, e incluso, en un brazo turgente con dedos en V, convocando a mi silencio, a mi respetuoso, afectado silencio.
Mi solemne relación con la iconología peronista, mi conflictiva relación, puede ser la de una generación (la mía), que se “formó políticamente” (o sea vivió su post-secundario) durante el menemismo, y que: o desconfía de la política, o la sacraliza (musealizando los setenta) Es decir, no la vive, no se deja inundar por ella. No la canta, ni baila, ni tira piedras.
Dos hechos. El primero: a pocos metros nuestros, jóvenes (algunos parecían de 15 años), nacidos en democracia, de una agrupación ligada a la JP (la gloriosa, gritan), embanderados, dedos en V, cantando abigarrados, exultantes, la marchita (y no solo las primeras estrofas) El segundo. Mi vieja, que sin tradición peronista también la canturreó, automática, animosamente, me había dicho la noche anterior, cuando insté junto a otros (y a los gritos) que nos dejaran pasar para dejar las rosas en el santuario, que se sorprendía del miedo interiorizado que su generación (la que “se formó” en dictaduras) aun guarda ante la autoridad.
Algo de lo que ella ve en mí, yo veo (felizmente exacerbado) en los más jóvenes: un cuerpo que se lanza con desprejuicio creativo, a corear la marchita, y así, resignificar, conjurar, redimir espectros. Otro (quizás “el”) fruto de un gobierno, que se animó (apostó) a reconocer que vivimos junto a los espectros del pasado, que hay que lidiar cotidiana, vívidamente con ellos, y que son el vínculo necesario, inesperado, con el futuro.
Nuestro anhelo a que “exista –siga existiendo- el coro”, allí, inconmovible.
*Sebastián Russo
37 años
Sociólogo (UBA)
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