Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)
El gobierno nacional es acusado de destruir a las organizaciones de derechos humanos porque las pone en primer plano; impugnado porque minaría la potencia de la lucha encaminando la realización de los juicios; denostado porque insiste en ampliar la mirada sobre los años setenta. Paradojas de la Argentina, quizás
Un fantasma recorre la Argentina. A veces, se pavonea también por los escenarios internacionales. Es el fantasma de la corrosión del movimiento de derechos humanos, operada por saturación, exceso y primacía. La hipótesis es extraña. No por conocida, podemos eximirnos de explicitarla: los juicios a los genocidas, la conversión de las demandas de los organismos de derechos humanos en políticas de Estado, la extensión de una revisión de la complicidad civil con la más atroz dictadura; no habrían llegado para reforzar una política de justicia sino para impedirla, minando las fuerzas que hasta aquí la impulsaban.
Así, el gobierno nacional es acusado de destruir a las organizaciones porque las pone en primer plano; impugnado porque minaría la potencia de la lucha encaminando la realización de los juicios; denostado porque insiste en ampliar la mirada sobre los años setenta. Paradojas de la Argentina, quizás. O de un imaginario en el que la pureza sólo es garantizada por la prudente aceptación de un lugar asignado. Por un deber ser, en el que las organizaciones deben estar siempre protestando, siempre opositoras, renuentes al reconocimiento oficial; y el Estado debe cumplir cabalmente sus tareas represivas o por lo menos de ejercicio brusco del control así permite, sin confusiones, el despliegue de las luchas políticas. Y, si se trata de grupos templados en la denuncia de los crímenes de la dictadura, deben limitarse a perseverar en su ser sin atender a nuevos problemas o temas o causas.
Sueños de museo, más que de entusiasmos políticos. Intentos de congelar aquello que, necesariamente, es plena mutación. Y cuando aludo a esa condición transformista no es, siempre, para festejarla. Si no para señalar que su revés o su adversaria, la imaginación de lo que permanece siendo lo mismo y es sujeto a un deber ser, tiene un sustrato conservador –aunque se engalane de ropajes revolucionarios- y no poco de negación a la realidad.
Ninguna conquista es una derrota. En todo caso, es un nuevo umbral de exigencias. Que no se tratan sólo de exigencias hacia otro, sino hacia la dinámica misma de los actores, a su capacidad de encontrar entre sus fuerzas aquella que le permitiría reinventarse. Los juicios, la ampliación de la revisión de los setenta, la centralidad de las figuras surgidas en las luchas por los derechos humanos, son conquistas. Fundamentales. Algunas, sorprendentes o inesperadas. En su contorno surgen las preguntas por qué será la Argentina que se alumbra. Con qué grupos y organizaciones se constituirán nuevas demandas y desconocidas conquistas.
El gobierno actual supo barajar y dar de nuevo. Mucho se ha partido en ese juego. No sin dolor se pueden percibir esas fracturas que atraviesan a la central de trabajadores que más fuerzas destinó a la confrontación en los años del neoliberalismo. Pero también se han escindido los partidos políticos, los movimientos sociales, otras organizaciones gremiales. No queda claro que es lo que se rearma una vez que las cartas están echadas. Tampoco si lo que surge tendrá la fuerza suficiente para sostener lo creado. Lo que sí es claro, me parece, es que no hay retorno al mundo anterior a esas escisiones. Y que si no lo hay, lo que resta no es el lamento sino la pesquisa de aquello que permitiría un reagrupamiento en pos de la profundización de la democracia que transitamos. Que permitiría que las conquistas no sean sucedidas por las derrotas.
La conflictividad social es profunda y son muchos los actores involucrados. El reciente asesinato de un militante en Barracas durante una movilización es un dramático alerta: hay prácticas políticas y sindicales que evidencian su linaje mafioso. Están allí. Se realizan. Esta vez fueron al extremo: destruyeron una vida juvenil. El dolor por esa situación debe ser acompañado por la reflexión acerca de las particiones actuales y de la pregunta por qué tipo de rearticulación permitiría la preservación de los derechos democráticos y la pervivencia y profundización de un proyecto de reparación social.
María Pia López
*Socióloga y ensayista. Docente e investigadora en la Universidad de Buenos Aires.
(para La Tecl@ Eñe)
El gobierno nacional es acusado de destruir a las organizaciones de derechos humanos porque las pone en primer plano; impugnado porque minaría la potencia de la lucha encaminando la realización de los juicios; denostado porque insiste en ampliar la mirada sobre los años setenta. Paradojas de la Argentina, quizás
Un fantasma recorre la Argentina. A veces, se pavonea también por los escenarios internacionales. Es el fantasma de la corrosión del movimiento de derechos humanos, operada por saturación, exceso y primacía. La hipótesis es extraña. No por conocida, podemos eximirnos de explicitarla: los juicios a los genocidas, la conversión de las demandas de los organismos de derechos humanos en políticas de Estado, la extensión de una revisión de la complicidad civil con la más atroz dictadura; no habrían llegado para reforzar una política de justicia sino para impedirla, minando las fuerzas que hasta aquí la impulsaban.
Así, el gobierno nacional es acusado de destruir a las organizaciones porque las pone en primer plano; impugnado porque minaría la potencia de la lucha encaminando la realización de los juicios; denostado porque insiste en ampliar la mirada sobre los años setenta. Paradojas de la Argentina, quizás. O de un imaginario en el que la pureza sólo es garantizada por la prudente aceptación de un lugar asignado. Por un deber ser, en el que las organizaciones deben estar siempre protestando, siempre opositoras, renuentes al reconocimiento oficial; y el Estado debe cumplir cabalmente sus tareas represivas o por lo menos de ejercicio brusco del control así permite, sin confusiones, el despliegue de las luchas políticas. Y, si se trata de grupos templados en la denuncia de los crímenes de la dictadura, deben limitarse a perseverar en su ser sin atender a nuevos problemas o temas o causas.
Sueños de museo, más que de entusiasmos políticos. Intentos de congelar aquello que, necesariamente, es plena mutación. Y cuando aludo a esa condición transformista no es, siempre, para festejarla. Si no para señalar que su revés o su adversaria, la imaginación de lo que permanece siendo lo mismo y es sujeto a un deber ser, tiene un sustrato conservador –aunque se engalane de ropajes revolucionarios- y no poco de negación a la realidad.
Ninguna conquista es una derrota. En todo caso, es un nuevo umbral de exigencias. Que no se tratan sólo de exigencias hacia otro, sino hacia la dinámica misma de los actores, a su capacidad de encontrar entre sus fuerzas aquella que le permitiría reinventarse. Los juicios, la ampliación de la revisión de los setenta, la centralidad de las figuras surgidas en las luchas por los derechos humanos, son conquistas. Fundamentales. Algunas, sorprendentes o inesperadas. En su contorno surgen las preguntas por qué será la Argentina que se alumbra. Con qué grupos y organizaciones se constituirán nuevas demandas y desconocidas conquistas.
El gobierno actual supo barajar y dar de nuevo. Mucho se ha partido en ese juego. No sin dolor se pueden percibir esas fracturas que atraviesan a la central de trabajadores que más fuerzas destinó a la confrontación en los años del neoliberalismo. Pero también se han escindido los partidos políticos, los movimientos sociales, otras organizaciones gremiales. No queda claro que es lo que se rearma una vez que las cartas están echadas. Tampoco si lo que surge tendrá la fuerza suficiente para sostener lo creado. Lo que sí es claro, me parece, es que no hay retorno al mundo anterior a esas escisiones. Y que si no lo hay, lo que resta no es el lamento sino la pesquisa de aquello que permitiría un reagrupamiento en pos de la profundización de la democracia que transitamos. Que permitiría que las conquistas no sean sucedidas por las derrotas.
La conflictividad social es profunda y son muchos los actores involucrados. El reciente asesinato de un militante en Barracas durante una movilización es un dramático alerta: hay prácticas políticas y sindicales que evidencian su linaje mafioso. Están allí. Se realizan. Esta vez fueron al extremo: destruyeron una vida juvenil. El dolor por esa situación debe ser acompañado por la reflexión acerca de las particiones actuales y de la pregunta por qué tipo de rearticulación permitiría la preservación de los derechos democráticos y la pervivencia y profundización de un proyecto de reparación social.
María Pia López
*Socióloga y ensayista. Docente e investigadora en la Universidad de Buenos Aires.
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