El último oficial tornero es uno de los cuentos del reciente libro de Juan Diego Incardona, Rock Barrial, publicado en Noviembre de 201o por la editorial Norma.
La Tecl@ Eñe agradece la gentileza del autor por habernos ofrecido la posibilidad de compartir este cuento. Así que: Gracias Juan! Y a los lectores, a disfrutar del regreso del escritor de Villa Celina
El último oficial tornero
Fue a la cochera, tiró el alargue sobre una de las vigas y ató una punta al caño de plomo debajo de la pileta. Se subió a una silla y se ató la otra punta alrededor del cuello. Tenía la sensación de que las cosas lo miraban, herramientas, baldes y trapos, así que cerró los ojos. Después pateó la silla. Instintivamente, sacó la lengua y abrió un poco la boca, tratando de despejar las vías aéreas, pero fue en vano, porque enseguida el cable le comprimió la tráquea y las arterias carótidas. En menos de quince segundos, perdió la conciencia. Sin embargo, a medida que se asfixiaba, su cuerpo empezó a moverse, a dar sacudidas y a patalear, en un baile epiléptico que duró casi diez minutos. Finalmente, murió. Salvo algunos reflejos esporádicos, su cuerpo se quedó quieto y su cara se puso blanca. Afuera, conductores de autos y camiones tocaban bocina sin parar, atrapados en medio de un largo embotellamiento sobre la Avenida Provincias Unidas. Once días enteros permaneció colgando, hasta que en la mañana del día doce sus vecinos se decidieron a derribar la puerta, alertados por el mal olor. Al entrar, quedaron envueltos en un montón de moscas. Revisaron la casa, tapándose las bocas y las narices con pañuelos. Pronto, alguien gritó desde la cochera. Tal como se lo imaginaban, Alberto se había matado. Quienes lo encontraron no lo sabían, pero aquel muerto era el tornero número ciento quince que se suicidaba en el transcurso de aquel año 2000 y que se sumaba a otros setenta y dos freseros, treinta y un limadores, dieciocho soldadores y veintidós trabajadores de mantenimiento de máquinas. Los datos aún están registrados en los archivos del Ministerio de Salud de La Nación. Una vez que los peritos forenses dieron el visto bueno, subieron el cuerpo a una ambulancia, que tomó la avenida en dirección a la Morgue del Hospital de San Justo. Hacia el otro lado, la Avenida Provincias Unidas continuaba hasta la General Paz, donde se convertía en Alberdi, del lado de Capital. Por la General Paz hacia el Riachuelo, pasando Avenida de los Corrales, Crovara y por último la Autopista Ricchieri, se llegaba a la calle Chilavert, en Villa Celina. Ocho cuadras hacia adentro y una a la izquierda por Giribone, se salía a Martín Ugarte. En esa esquina, detrás de la persiana que daba a la calle, estaba Joanino, un obrero metalúrgico desocupado, que en ese momento tenía cincuenta y siete años, la misma edad que Alberto, a quien no había conocido, pero con quien repentinamente quedaba ligado, pues su muerte lo había convertido a él en el último de los oficiales torneros formados en los Cursos Municipales de Ayudantes Prácticos, durante el Gobierno de Frondizi. Ese día, martes 10 de octubre, a las dos y media de la tarde, tocaron el timbre de su casa. Joanino se acercó a la puerta de calle y miró por la mirilla: un hombre flaco y alto, de pelo y barba blanca, vestido con saco, camisa pero sin corbata, había pasado la puerta de hierro del porche, y esperaba.
—¿Quién es? —preguntó, sin abrir.
—Busco al señor Joanino —contestó el visitante—, al que le dicen El rey de las roscas —así lo apodaban en otras épocas del mundo fabril, por ser uno de los hombres más habilidosos a la hora de roscar tornillos de paso grueso, fino, de hilos o de filetes.
Joanino abrió la puerta.
—Soy yo, ¿qué necesita?
El hombre se acercó todavía más, y como si fuera la cosa más misteriosa del mundo, le dijo, en voz baja:
—Vengo a ofrecerle trabajo.
Fue a la cochera, tiró el alargue sobre una de las vigas y ató una punta al caño de plomo debajo de la pileta. Se subió a una silla y se ató la otra punta alrededor del cuello. Tenía la sensación de que las cosas lo miraban, herramientas, baldes y trapos, así que cerró los ojos. Después pateó la silla. Instintivamente, sacó la lengua y abrió un poco la boca, tratando de despejar las vías aéreas, pero fue en vano, porque enseguida el cable le comprimió la tráquea y las arterias carótidas. En menos de quince segundos, perdió la conciencia. Sin embargo, a medida que se asfixiaba, su cuerpo empezó a moverse, a dar sacudidas y a patalear, en un baile epiléptico que duró casi diez minutos. Finalmente, murió. Salvo algunos reflejos esporádicos, su cuerpo se quedó quieto y su cara se puso blanca. Afuera, conductores de autos y camiones tocaban bocina sin parar, atrapados en medio de un largo embotellamiento sobre la Avenida Provincias Unidas. Once días enteros permaneció colgando, hasta que en la mañana del día doce sus vecinos se decidieron a derribar la puerta, alertados por el mal olor. Al entrar, quedaron envueltos en un montón de moscas. Revisaron la casa, tapándose las bocas y las narices con pañuelos. Pronto, alguien gritó desde la cochera. Tal como se lo imaginaban, Alberto se había matado. Quienes lo encontraron no lo sabían, pero aquel muerto era el tornero número ciento quince que se suicidaba en el transcurso de aquel año 2000 y que se sumaba a otros setenta y dos freseros, treinta y un limadores, dieciocho soldadores y veintidós trabajadores de mantenimiento de máquinas. Los datos aún están registrados en los archivos del Ministerio de Salud de La Nación. Una vez que los peritos forenses dieron el visto bueno, subieron el cuerpo a una ambulancia, que tomó la avenida en dirección a la Morgue del Hospital de San Justo. Hacia el otro lado, la Avenida Provincias Unidas continuaba hasta la General Paz, donde se convertía en Alberdi, del lado de Capital. Por la General Paz hacia el Riachuelo, pasando Avenida de los Corrales, Crovara y por último la Autopista Ricchieri, se llegaba a la calle Chilavert, en Villa Celina. Ocho cuadras hacia adentro y una a la izquierda por Giribone, se salía a Martín Ugarte. En esa esquina, detrás de la persiana que daba a la calle, estaba Joanino, un obrero metalúrgico desocupado, que en ese momento tenía cincuenta y siete años, la misma edad que Alberto, a quien no había conocido, pero con quien repentinamente quedaba ligado, pues su muerte lo había convertido a él en el último de los oficiales torneros formados en los Cursos Municipales de Ayudantes Prácticos, durante el Gobierno de Frondizi. Ese día, martes 10 de octubre, a las dos y media de la tarde, tocaron el timbre de su casa. Joanino se acercó a la puerta de calle y miró por la mirilla: un hombre flaco y alto, de pelo y barba blanca, vestido con saco, camisa pero sin corbata, había pasado la puerta de hierro del porche, y esperaba.
—¿Quién es? —preguntó, sin abrir.
—Busco al señor Joanino —contestó el visitante—, al que le dicen El rey de las roscas —así lo apodaban en otras épocas del mundo fabril, por ser uno de los hombres más habilidosos a la hora de roscar tornillos de paso grueso, fino, de hilos o de filetes.
Joanino abrió la puerta.
—Soy yo, ¿qué necesita?
El hombre se acercó todavía más, y como si fuera la cosa más misteriosa del mundo, le dijo, en voz baja:
—Vengo a ofrecerle trabajo.
Juan Diego Incardona 2010, Rock Barrial, editorial Norma
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