10 noviembre 2010

Ensayo/Kirchner como mito político /Por Horacio González

Kirchner como mito político

Por Horacio González*


(especial para La Tecl@ Eñe)
Foto de Tito La Penna, enviada por mail a sus amigos como testimonio de un reportero que buscó una expresión especial del político en su mirada. El comentario del fotógrafo contribuye a la discusión "sobre el mito".

I

A propósito de la muerte de Néstor Kirchner, pudimos leer toda clase de opiniones, viñetas y conjeturas. Un énfasis especial surgía de numerosas reflexiones que sobrevuelan nuestro ambiente, el de la formación de un mito. Esta palabra provoca y hace temblar ligeramente las conversaciones. ¿Somos complacientes frente al mito? ¿Nos disponemos a requerirlo, a refutarlo, a hostilizarlo? Para muchos, diría que la mayoría, vivir las precondiciones y las realidades de un mito, es una forma de consuelo y un motor para la acción política. Para otros, se trata de un montaje, a la vista de todos, de un conjunto de devociones que suprimen las diferencias que existen en el vivir común y en las efectivas luchas políticas. Por lo tanto, la creación de un mito solo podría estar allí donde se sustituyen los razonamientos singulares por un arquetipo motivador pero ilusionista[1].
¿Pero qué es un mito? ¿Podemos pronunciar sin diferenciarlas las palabras mito y leyenda, aunque no nos animaríamos a hacer lo mismo con la expresión “pensamiento mágico”? Al parecer, la leyenda contiene los preparativos previos de lo que será la narración estable del mito, los presupuestos literarios de su creación. El pensamiento mágico sería apenas un caso de utilización del pensamiento argumental común, solo que con fuertes alteraciones de la relación causa-efecto y un uso volitivo extraordinario de los poderes del deseo y la imaginación.
La creación de un mito es un proceso normal del pensamiento. Sin duda, difiere la especulación civil raciocinante de los pensamientos situados en el interior de un mito. Pero entre ambas situaciones hay más bien continuidad que oposición. Así lo considera una de las más importantes escuelas de reflexión sobre el mito, que según creo, es la que se desarrolla en la sucesión genealógica de Durkheim a Mauss y de Mauss a Levi -Strauss. Verdadero secreto encerrado de la obra de estos grandes autores franceses, es la idea de que entre el mito y la ciencia, entre el mito y el arte, hay disparidades que en el fondo son indecidibles. Y por lo tanto, nunca cesa la hipótesis de que hay una extraña continuidad entre el mito y la ciencia. No empleó ninguno de estos autores la palabra “indecidible”, que es un marbete de nuestro tiempo, pero yo la uso porque siento que se adecua al tema. Son grandes las obras que menciono porque formulan problemas que no se pueden resolver en los términos en que son presentados, a pesar de que no habría otros. De ahí que el pensamiento mítico tenga vastos alcances, al punto que también se presente cuando se intenta salir de él, o por lo menos, cuando no se pude decidir si conviene o no habitar territorios concientemente denominados como mitológicos.
El mito sería toda redundancia o reincidencia inadvertida del lenguaje, en la cual se nos exime de una reflexión sobre lo novedoso del mundo, para invocarlo como un arquetipo que redimimos de su inercia con nuestra crédula manera de solicitarlo. En esta situación, no distingo entre mito, leyenda y arquetipo. Aunque son efectivamente diferentes como relatos y como acontecimientos de la conciencia, y ocupan diferentes instancias frente al relato y las actividades de la conciencia, la acción común de nuestras conversaciones los abriga por igual. Me conformo con advertir un movimiento en el mito, que lo constituye como la posibilidad de que los vivos hagan hablar a los muertos como si no hubieran muerto, y de que los objetos de la naturaleza se conviertan en símbolos de la vida. Sin duda, el derecho para hacerlo está inscripto en las religiones, la filosofía y la política. En un extremo, son las tesis milenarias sobre la transmigración de las almas, y cercanos a nosotros, los pensamientos sobre el modo en que los legados del pasado, siempre adormecidos, podrían despertar. ¿Cómo? En este caso, tanto si la voz antepasada quedase desfallecida ante el presente, como si los hombres del presente abriesen una fisura para que lo que encierra el pasado se ofrezca como “memoria de los vencidos”.
Es preciso preguntarse si hay algún pensamiento, discurso o escritura que quede exento de mito. Respondo: no. No es concebible una expresión que, como hubiera querido el iluminismo radicalizado, quede despojada de su zona nebulosa, irrevocablemente desconocida para su autor mismo. Allí donde en vez de hablar es hablado por lo que no sabe de sí mismo. ¿Y que es lo que no sabe? Lo que se habló antes, las infinitas conversaciones y palabras que se dijeron a lo largo de la historia, lo que recae en el mismo punto sobre el que se estrella la ambición de la humanidad de conocerlo todo, de ser auto-transparente. Nadie está obligado a admitir que se llega a un punto en que el pensamiento humano ya ha tropezado antes, o que ya ha transitado con mejores respuestas que las que ofrecemos nosotros. Creemos ser originales y dar “nuestro propio veredicto” sobre cuestiones ancestrales sin tener por qué saber que ya se habían transitado mejor que lo que lo hacemos nosotros o que eran directamente irresolubles. Un mito se monta sobre la inconsciencia relativa a este punto, un escollo ignorado que subsiste en nosotros sin que lo percibamos o siquiera lo consideremos presente en nuestra actividad o lenguaje.
Según este parecer, el mito es la zona ignorada de nuestro lenguaje, donde se encuentra su vacío ignorado, lo que a fuerza de estar instalado en nuestra persona hablante ya no significa sino nuestro “otro recalcado”, lo que dice sin decir, o lo que dice sin nuestra participación explícita. Es nuestra ignorada pertenencia a la comunidad milenaria de hablantes, de la que no deberíamos dar cuenta nunca, pues su alto precio es tener que callar pues todo habría sido dicho antes. ¡Y cómo admitir esta situación!
Sin embargo, hay otras formas del mito, que generalmente se ubican en un esfuerzo llamado “la construcción del mito”, como si hubiera pasos y estipulaciones necesarias para hacer de cualquier evento humano una argamasa de carácter mitológica. No hay tales metodologías porque quizás no haya ninguna autoconciencia respecto a un “recetario de mitos” verdadero, a no ser que se considere una actividad de las agencias de publicidad o del periodismo. En esos ámbitos es corriente la expresión “inventar mitos”. Si leemos el Pensamiento salvaje de Levi-Strauss, comprobamos que allí hay evidencias sobre lo ya-ahí del mito, pero no sobre su fabricación deliberada. Eso sería imposible. Simplemente los mitos ocurren, y su libre ocurrencia es su característica esencial. Sin embargo, la publicidad, la televisión en general –es decir, la maestra de las leyendas masivas-, los espíritus folletinescos que descubrieron en todos los tiempos la necesidad de recrear en la vida diaria las grandes consignas del secreto, la caída, la conspiración y los amores traicionados, nunca cesan su tarea de alimentar y alimentarse de los detritus de la historia.
Precisamente esas grandes catástrofes de la imaginación –lo que se rompe, lo que se restaura, lo que se da vuelta, lo que se metamorfosea, lo que apuñala por detrás, lo que ama con un amor loco-, son los elementos del mito. Es decir, las rupturas y derrumbes que no son pasibles de relato neutro, meramente descriptivo o exhaustivo en la consideración de sus múltiples determinaciones. O las contradicciones se estudian en el laboratorio o se intentan comprender con una soberbia paradoja: se fijan en la unidad del idioma pero hay que aceptar que resquebrajan nuestra vida. Esta es la contradicción esencial de la vida. Se intenta dar cuenta de ellas con un lenguaje que las contiene y las hace vivir en su masa despareja y continua de significados flotantes. El mito es la gran manera de tolerar las contradicciones, dejar que existan en el lenguaje sin acompañarlas hacia la ruptura final.
Esa paradoja es la tensión interna del mito. El lenguaje está a punto de desarmarse pero siempre encuentra refugio en lo-que-no-se-sabe-qué. En el elemento que hace que cosas no caigan a pesar que en la realidad pura y cruda se desbaratan y anulan. Pero el mito es la comprobación de que no hay realidad física que no reclame el universo de palabras y el régimen de símbolos articulados. En un extremo, todo lenguaje es mítico, aunque conviene llamar mito solo al procedimiento por el cual parece que hablamos de la realidad, pero en verdad hablamos del lenguaje que habla de la realidad. Si esto se verifica a través de epopeyas, simbolizaciones y relatos alegóricos, es indiferente. Lo que interesa es que un caso particular que puede considerarse como representación de un sacrificio sobrehumano (alguien inmolado a favor de los otros, es decir, de la “humanidad”) comienza a rodearse de certificaciones, parábolas, anécdotas, impregnaciones de todo tipo entre el arquetipo martirizado y la relación infinita con cada uno de los que lo conocieron y no lo valoraron lo suficiente cuando correspondía (es decir, cuando no era importante hacerlo; es el mito lo que hace importante lo que parecía irrisorio, redimiendo lo que se consideraba intrascendente).

II

Kirchner ha muerto. Sin embargo, nada de esto explica qué condiciones efectivas y vitales, realizadas alguna vez en un presente absoluto y en vida de Kirchner, son necesarias para luego desplegar la maquinaria del mito. Si el mito es el pensamiento sorprendido en un momento de pasaje entre la vida y la muerte (o entre el mundo de los vivos y el de los muertos) es necesario preguntar qué elementos de excepcionalidad son necesarios y deben ser comprobados, con algún tipo de prueba, que no provenga de un tribunal científico-racional como el que monta la Iglesia para verificar los milagros ante la inminencia de la canonización. Una prueba que no sea un mero despacho de certificados prodigiosos, consiste en la dimensión del sacrificio. Estos elementos son más convincentes cuando ocurren en la libre realidad de la vida social normal, al punto de que no son necesarios los “milagros” pero sí sus equivalentes de la teoría política, que siempre es una encubierta teología-política: las decisiones inesperadas, las irrupciones súbitas, los momentos de peligro o de lucha contra factores más poderosos, etc. En este sentido, El príncipe de Maquiavelo tiene la estructura del crimen y del milagro. Así considerado, el Príncipe es un mito soreliano porque está pensado para desatar fuerzas sociales, aglutinarlas y generar un conocimiento apto para su despliegue. En cambio, el “sacrificado” es su versión cristiana, el que encuentra la muerte en el servicio hacia los otros dejando en el camino “jirones de su vida” o encontrando una muerte repentina.
Como el mito es un proceso de canonización laico, se faculta para agregar o suplementar lo que las formas reales, efectivamente existentes, no proveían. ¿Falsifica entonces? No, el mito es la libertad legítima del agregado de lo que en vida del muerto se quería, pero era difícil hacer. Agregado que tiene poder esclarecedor y que se ejerce para revelar zonas que la vida real tenía aplacadas. El mito es la posibilidad de franquear lo que yacía o era necesario percibir en tal o cual momento. Dos ejemplos en torno a lo que se habla: la televisión, mostró imágenes de Néstor Kirchner leyendo un fragmento poético titulado Quisiera que me recuerden. Se trataba de una cartilla moral del hombre que pide indulgencia por sus acciones pero se proclama íntegro, actor de valores de justicia y amistad. Fue leída en una Feria del libro y era un poema de un joven desaparecido, Joaquín Enrique Areta. Tal como se habían elaborado las imágenes públicas, parecían palabras, declaraciones o convicciones del propio Kirchner. No que no las tuviera (precisamente las tenía) ni que se quisiera atribuirle lo que no había escrito, sino que se actuaba en nombre del procedimiento mítico. Un presente absoluto hace ingresar como pertenecientes a él palabras que tenían otro pasado y autoría.
Es decir, sin dejar de citar al verdadero autor del poema, al hacerse el montaje entre quién las leía y el texto ajeno, se producía una fusión de propiedad e identificación. Estábamos entonces recordando a Kirchner que a su vez nos decía que quería ser recordado como un hombre probo, o en su defecto, prefería ser olvidado (tal como decía el poema, pero dándosele ahora dramatismo singular a su propia muerte). La amalgama del poema de ese poeta desaparecido con la figura del político llorado, producida al modo de las construcciones de imágenes de la televisión, era uno de los grandes logros del pensamiento mítico, con las simples y conocidas armas de la tecnología contemporánea de la elaboración de imágenes-sentimiento. Un tipo de justicia mediática, tan complicada que suele ser.

Fotograma de La Patagonia rebelde, consustancación legendaria de una imagen cinematográfica con una vida política.

Otro ejemplo lo proporciona la película La Patagonia rebelde, en la que el joven Kirchner figura como extra y canta el himno anarquista “Hijos del pueblo”[2]. Efectivamente, es una película. Es la tecnología del cine, que arma encuadres ficcionales, que se basa en la actuación y en la invención de escenas que forjan la necesaria ilusión de lo real. Verlo ahora genera un extraño sentimiento. La escena está lograda y en ella se hallan conocidos actores del cine argentino. Los breves segundos en los que actúa el joven Néstor Kirchner representando un miembro de las bases sindicales del anarquismo patagónico contienen una emoción atemporal de gran interés y aquí también parece absorber –como político de una de las fuerzas clásicas de la política argentina, a la que sometió a toda clase de cimbreos-, las connotaciones libertarias de los personajes de Bayer. Así parece entenderlo el blog “anarkoperonista” que lo difunde. Otro paso, pues, hacia el mito Kirchner. Se trata de la posibilidad que tiene una imagen actuada de fusionarse con la persona que la sostiene. Es que hay una misteriosa aureola mística en toda imagen.
El mito corresponde en este caso a la posibilidad ideal de que la figura muerta, que ya venía actuando de manera entrecortada, en simultáneas direcciones no siempre compatibles y con un llamativo pasionalismo, cumpla con una multiplicidad de acciones que eran “fantasmagóricas” aunque ahora parece consustanciadas con su vida real. Esta consubstanciación, elemento religioso por excelencia, es parte de la plasticidad de los mitos para asociar en un único cuerpo señalado lo real y lo espectral.
Sin embargo, con lo interesante que resulta ver el modo en que flota el mito (y el concepto de mito en el lenguaje habitual), surge de inmediato la profunda disconformidad por esa realidad que parece inquietante. La misma existencia del mito se presenta siempre como propiciatoria y amenazadora a la vez. De ahí la vigencia en nuestro lenguaje de una acusación habitual a quién se apartaría de las lógicas efectivas del mundo (“¡no mitifiquemos!”), como el oscuro respeto hacia estas formaciones del espíritu que siempre quieren prologar en una visión metafórica –o en la metáfora de una visión-, el resultado final al que nos arroja la muerte. La Presidenta, en un discurso, dijo ver caminar a Kirchner entre los asistentes a un acto[3], y ésa es la forma apreciable de una poética que siempre nos alberga en el momento de enfrentarnos con el enigma de la muerte. Macedonio Fernández, gran pensador de estos temas, en su emotivo escrito “La imposibilidad de creer”, reflexiona sobre la injusticia de que no puedan decirse las últimas palabras luego que ocurre un deceso. Más si es por accidente o cualquier otro evento inesperado, la filosofía señalaría la “imposibilidad de creer” que no hubiera un lapso adicional, un tiempo agregado en el que se pudiera ejercer la reparación o la confesión que fuera necesaria para que una ausencia no dejara una marca de incompletud trágica.
Antes de la muerte de Kirchner la publicidad política que lo rodeaba no había pasado por alto la figura del Eternauta. En un acto de la juventud que lo apoyaba, Kirchner parecía en un afiche enfundado en las ropas del Eternauta, según el clásico dibujo de Solano López. Luego de su repentino fallecimiento, se insistió en el tema, y esa misma figura del “kirchnernauta” sirvió para realzar la fusión entre el político desaparecido y el emblema mayor de la historieta épica argentina, que combina la ternura del tiempo cíclico con la desamparada figura de héroes involuntarios, que transformaban su vida diaria con un pasaje abrupto al carisma de salvación, encarnado en un puñado de elegidos. Podrá decirse que la sociedad comunicacional, el estado de los recursos de diseño, la fusión permanente entre el comic, los ámbitos de la estética pop y la difusión de los íconos políticos (comenzado por la propia idea de ícono), habilitan estas conjunciones salidas de agencias ligadas a la praxis simbólica que apela a los vastos públicos. Pueden ser operadas por grupos juveniles partidarios que conviven cotidianamente con culturas musicales que anteriormente no penetraban más allá de un primer estrato de compromisos militantes y hoy son generalizadas y generalizables.
El Kirchnernauta, fusión entre la figura de Kirchner y la del Eternauta, collage que surge del interior del pensamiento mitopoético y de la industria cultural.

El sentimiento de ausencia que provoca una muerte no es resoluble con la creación de ningún sustituto ni equivalente real. No hay tampoco actos gemelos de reparación, como si ocurriese en otro tiempo de salvación lo que en un mundo paralelo real ha sucumbido. Eso que implicaría volver la cuerda de la vida hacia atrás. Pero lo que hay, en la sabiduría de los viejos cultos, cualquiera sea su carácter y hondura, son sustituciones devocionales y angustiosas reparaciones que ofrecen refugio a la desesperación, generalmente a través de creencias, muchas veces bellas en su inocencia y letanía, que van desde la voluntad de proclamar que el muerto sigue vivo hasta decir que se halla en un estado de desencarnamiento paradisíaco. Cultos laicos, espiritualistas, estatales, oratorias fúnebres, iconografías de beatificación, recordatorios basados en retóricas de herencia y sucesión, etc., son proyectos para ocupar el vacío con elementos de igual significación que cubran exactamente la tarea o el compromiso que quedó vacante. Dicho de este modo, fuera de la estructura mítica del consuelo, tal cosa no es posible. La muerte de Kirchner fue una sorpresa que conmocionó a un país y un día feriado corrió como un destello de angustias desbocados en esa maraña de intervínculos desparejos que es una nación. De ese vacío que se abre, surgen los flujos de indemnización que cada grupo social debe asumir o proyecta recibir con su propia acción.


III

No dejó Kirchner grandes discursos, aunque muchas de sus frases puedan celebrarse como verdaderos hallazgos, las metáforas más contundentes que se hayan pronunciado en una época turbada[4]. No tuvo tampoco una trayectoria amasada en años de un trabajo que fuera homogéneo. Lo que fue, lo fue intenso y entrecortado. Sometido a constantes golpes de fortuna. Sin que una voluntad política haya dejado de actuar empeñosamente, uniendo provisoriamente, post festum, piezas dispersas, desiguales y extraordinarias. Lanzado reacciones de último momento a situaciones de asfixia que a la postre resultaban en hechos significativos. O bien tomando decisiones de gran efecto que podrían figurar en un programa social avanzado de cualquier partido del siglo XX, pero que en una sociedad que muchas veces goza oscureciendo su juicio más atinado, para un sector profesionalmente desconfiado y encarnizado de la población pasaban como pequeñas maniobras o astucias de readecuación.
Es así que el día del Censo moría un hombre que era producto del modo virulento en que se expresaron los rumbos colectivos del país. Eso lo había comprendido, como todos, cuando inició su militancia en la Universidad de la Plata hacia comienzos de los 70. Pero también era alguien que posteriormente había elegido un marco partidario evidente para desarrollar su vocación aunque tenía una fuerte noción de las fronteras (los límites partidarios y todos los demás) que había que atravesar. Más bien, según nuestro parecer, esperaba el momento de hacerlo, sin que ese propósito se hubiera forjado explícitamente en su espíritu, a pesar de que fuertemente lo intuía. No obstante, luego de su muerte, la materia que existía para la canonización laica –más allá del modo en que los pensamientos políticos evalúan sus preferencias presentes- era la de lo inesperado y excepcional que había en su irrupción. Incluso, la idea de irrupción, contraria a los largos caminos que amasan la preparación y la paciente lucidez de una espera, era lo que se ponía en el centro de la atención pública.
Quizás lo que ofrece la existencia política de Kirchner es la noción de extrema fragilidad de las cosas (la vida, lo político, las trayectorias colectivas) como elemento profundo de todo pensamiento histórico. Muerte y vida aparecen no como momento demoradamente enlazados en una continuidad previsible sino como una sucesión de cortes y mandobles del destino. No que se lo haya dicho así por parte de propio interesado. El lenguaje del “destino”, habitual en Perón, no era el de Kirchner. Si bien llegó inopinadamente, a contrapelo de sus propios cálculos –haber, los había[5]-, traía algunas certezas y procedimientos extraídos de los silabarios peronistas. Su estilo desgonzado estaba en su fraseo, que tenía un tono oculto de no se sabe que trágico sino, pero con superficies reconocidamente argentinas, esa esgrima que afecta candor para cuestionar a los adversarios que exponen sus ardides frente a un inocente.
La crítica al “neoliberalismo”, a modo de cierre del ciclo anterior, la restitución de las facultades de la intervención pública o estatal sobreponiéndola a la lógica de la economía globalizada, la invitación a los movimientos sociales para ingresar a los pliegues del estado, haciendo que éste tome aspectos de “estado social”, etc., produjo un sinfín de medidas laterales que tenían el sentido de recuperar el nivel de actividad productiva tanto como la identidad laboral degradada. Al principio, encaró esas tareas dejando que flotase en la consideración pública la idea de un frente social ampliado, de cuño nacional-popular, aunque luego tanto el partido justicialista como la CGT aparecieron como los sostenes básicos del gobierno, lo que no implicaba ceder las piezas centrales del empeño originario (se continuaba actuando sin el lenguaje justicialista tradicional, se redoblaba el juicio a los represores y se marchaba hacia la Unasur), aunque sí desmontar las expectativas de un frentismo más extenso y a la vez incisivo, y las insinuadas posibilidades de reconocimiento de las experiencias sindicales alternativas.
Podríamos contar esta historia sin el auxilio de lo que toda sociedad produce como trabajo simbólico, esto es, desde las fuentes y despliegues de su leyenda social, su folletín interior, lo que a veces llamamos mito, pero lo cierto es que todo lo que hace al kirchnerismo, inclusive a la difusión de este nombre como una corriente de opinión, se refiere a una actividad política repleta de iniciativas, donde abundan las acciones de las llamadas “pragmáticas”, y principalmente referidas a una cuestión que cuesta identificar cabalmente pero es crucial. Y es ésta: la cuestión del peronismo. Este nombre, peronismo, como es sabido, alude a posibilidades y a obstáculos, en la misma proporción, y según los tiempos, predominado uno u otro de estos conceptos. El kirchnerismo surge dentro del peronismo no como operador ortodoxo y custodio de sus fronteras lingüísticas, de sus procedimientos y rituales. Era notorio, en cambio, un impulso centrífugo de carácter frentista que tornaba al peronismo una memoria activa –eso sí-, pero tendía a convertir a su aparato político central en un instrumento inerte, al que era mejor ver aplacado que activo.
Con el tiempo surgió la idea de que al “escollo-posibilidad” justicialista había que mantenerla dominada antes que en actitud dominante, para lo cual tanto la aceptación de los rituales y liturgias, como la asunción de su presidencia, era un gesto que parecía necesario para ejercer el control de esa maquinaria ruda e inexorable, exponiéndose a su vez a ser regulado por ella. Superando ese incordio de las expresiones partidarias, ya calcificadas pero con raíces en una infinita trama social de favores y subsidios, de dones de beneficios y sutiles vasallajes, hay una argamasa de sentimentalidades como la que caracteriza cualquier memoria nacional, tal como es puesta por el lenguaje colectivo que expresa el horizonte de excitaciones y pasionalismos de la época. El peronismo lo es. Hay para eso códigos, envíos y vigilancias de la lengua. No sólo la televisión y les medios masivos, sino los oficiantes natos de esta escuela del altar social en que se consagran las flemas amorosas más visibles de una sociedad, en sus versiones domésticas o politizables, son los que en un momento dado cincelan el llanto o la angustia que emana de la existencia social común. Últimamente, y no sólo en el arte de Santero, el peronismo aparece como la posibilidad grata para la pintura y la poesía de extraer alegorías que reinan ocultamente en el lenguaje y lo irradian de letanías soprendentes.[6]
Periodistas con firma propia, ligados o no a políticas empresariales visibles, deportistas convertidos en modelos de usos y costumbres, actores con fuerte reconocimiento, lo que la crónica barata, irónica o no, llama celebrities (esto es, ciertos prestigios creados por quienes después se arrogan derechos manipulatorios), son operadores de simbologías que ahora es imposible escindir de los espacios de la gran conversación mediática, sobre todo política, con sus héroes y sus villanos, sus polos de atracción mutua y sus rechazos acomodaticios. Esto siempre arrastra una cuota vital aunque adormecida de memoria popular reivindicativa, subterráneamente ligada a grandes ansiedades dirigidas a lo que fue prorrogado injustamente por la historia, aquello que se mantiene vivo como secreta utopía de las sociedades humanas.
Kirchner se encontró con esas dos cosas sin diferenciarlas demasiado: los arquetipos colectivos que organizan el folletín popular y las memorias políticas que arrastran su ansiedad, su impaciencia por la justicia postergada. Hizo pactos con ambas sentimentalidades. En su último tramo parecía reconciliado con los íconos mayores del peronismo, sus emblemas ya fijados y sus himnos inexcusables. Sobre los arquetipos mediáticos, se puede decir que tuvo diversas fórmulas de relación. Menem los asumió como algo natural e indiscutible y se mimetizó con ellos. Tenían el mismo estilo. De la Rúa pertenecía a una inflexión aúlica, infatuada y de una prefabricada solemnidad. Era heterogéneo a las lenguas mediáticas dedicadas al examen de la vida política en general desenfadado, muchas veces cruel y en general al servicio de intereses empresariales. Chocó con ellos “por derecha”. En cambio Kirchner los interpeló con un lenguaje coloquial, de fresca gracia deshilvanada, dejando que resbalen sobre sus hombros los estilos percutientes de la televisión y rechazándolos como si le pegara a una pelota que le cae displicentemente al delantero patadura, que termina embocándola emboca bien. Estilo tan sobrador y canchero como el que reina en el ejercicio habitual de la televisión, y cuando se peleó con ellos fue por razones profundas –obviamente: todo lo que implicaba la ley de medios-, por lo que las llamadas “divas” –máximas organizadoras de la militancia central de la chabacanería postideológica al servicio de las más oscuras formas de servidumbre del mercado-, por primera vez en la historia de las relaciones entre la televisión y la política, intentaron volcar arteramente a los consumidores de esos pobres consuelos en contra de Kirchner y de la presidenta.
Decimos esto porque parece indispensable que un proceso de índole popular pueda medirse y a la vez juzgarse –con críticas atinadas cuando corresponda-, desde adentro de la fuerza sustantiva de la vida popular, desde adentro de sus pensamientos y simbologías más perdurables referidas a la dramaturgia social que se expresa en ellas. No se sabía entretanto cómo iba a reaccionar una porción del pueblo y de la juventud, sector activo del pueblo, ante el fallecimiento de Kirchner. Lo que se vio permitió comprobar una vez más que persisten los vocablos imantados del peronismo en su forma de sacrificio, reparación y lamento. Que la voz popular tiene la sorprendente cualidad de extraer motivos de inspiración de la vastedad de las ideas religiosas, iconográficas y profanas de la historia mundial en su carne viva. Y que nunca es posible pensar una época considerando apenas sus formas culturales depuradas o permanentes, ignorando las corrientes inherentes al pensamiento popular. Sea lo atinente a la fiesta, al carnaval, a las ceremonias fúnebres, al llanto colectivo o a las poéticas egregias o rústicas que acompañan la muerte del hombre de poder. En este laberinto de efusiones, predominan las misceláneas que llevan a la carnavalización del luto o a las tragedias con escenografías populares, como romerías y ofertorios en los que culmina un pleno barroquismo social, ante la muerte de un hombre situado en el centro de las pasiones públicas.
Ferdinand Braudel, en su formidable clásico sobre el Mediterráneo y Felipe II, indica que la muerte del rey, tan importante para sus contemporáneos, la narraría al final en su libro, pues lo que le interesa son las corrientes prácticas y mentales de la “civilización material” de la época. Para nosotros, la muerte de Kirchner no puede ponerse al final de una época, subordinada a los procesos colectivos de la cultura. Por el cotnrario, “parte el corazón de una época” con su implacable contemporanidad[7]. Implica el encuentro con la sensibilidad social definida por corrientes emocionales provenientes de las luchas sociales –cuestión en la que la corriente nacional y popular es fértil-, y las existentes en el pliegue interno de la sociedad, referidas a las raíces conmocionales que yacen en la vida y el lenguaje llano, en la “cosmovisión popular”. No se acabó, quizás, la era gramsciana de la política, ahora con los ingredientes tecnológicos que proponen los medios masivos, la industria cultural y el arte en todas variantes –desde el pop hasta las criptografías de vanguardia- que se apoderan del lenguaje de las emociones sociales pasadas, para estilizarlo o alegorizarlo, dándole a veces un condimento de palabras deleuzianas perdidas en nuestro vocabulario[8].
No es concebible el kirchnerismo sin el sustrato peronista, pero éste ya es una armazón partidaria burocratizada, que posee la guarda de una mística pasada, un tejido de implicaciones ligadas a un lenguaje heredado cuyo actor esencial era su propio creador, que según le pareciera, revivía partes ocasionales de una vasta trama de vocablos y expresiones facultadas por él mismo. Pero ahora el kirchnerismo –identidad que no sabemos cómo protagonizará los próximos tramos de la política nacional-, resultó mucho más un analizador novedoso del fundamento primigenio que una confirmación ritualizada del legado, por lo que tenía condiciones de renovar los conglomerados gobernantes de ese signo. La cuestión es crucial porque hasta ahora el kirchnerismo es solo una “anomalía”[9] y no es una articulación de definiciones permanente. Como rareza conceptual es que tiene vigencia.
Por lo tanto, el kirchnerismo podrá ver al peronismo como un venero que suministra memorias, ejemplos, motivos de reflexión sobre un pasado vivo y que aún es necesario rescatar de los automatismos lingüísticos o de la administración del olvido. Esta situación no puede dejar de ser un llamado a otro plano conceptual de la política argentina, pero percibe que el trasfondo de esta posibilidad es el sostén que obtiene de la estratificación histórica del peronismo como hecho dado, tal como lo actúan los operadores generales de la identidad, generalmente interpretada, ahora, no tanto como una doctrina viviente, sino como algo más, palabras ya encerradas en estuches de un culto, pero una forma del “carácter nacional”. En suma, no como un cuerpo viviente de ideas tan solo, sino como una antropología trascendental, expandida como ilusión generalizadora a todos los rituales de convivencia, lenguaje e intercambios de una nación en su intimidad diaria, desde lo amoroso a lo procaz. No sería sostenible, desde luego, un pensamiento de este cariz, que subsume lo público en lo íntimo arrasador. Lo que en la obra de artistas como Daniel Santoro significa una reflexión sobre el modo en que la historia acumula sus propios arquetipos, no puede ser una carta de intenciones actuales de la política, pues la cerraría en un culto hierático. Esta es una disyuntiva fundamental a la que se enfrentarán ahora mismo los que acepten la denominación de kirchneristas.
Extrañamente, Kirchner había establecido una jefatura democrática muy personalizada, basada en partes enteras de una concepción en extremo realista de las fuerzas políticas junto a una mística social cuyo respaldo era un patriotismo constitucional y una emocionalidad decisionista que buscaba un punto de estabilización, entre la mística laica de un reformista práctico y un asambleísta juvenil de las viejas epopeyas. Se lo acusaba de hacer negocios durante su presidencia o de impostar perversamente su rol en la recreación de los derechos humanos, pero todo eso provenía de su concepción del mando, extraída totalmente de los pliegues cotidianos de la Argentina en pedazos. Profunda convicción en cuanto a la reforma social (ni más ni menos que ese reformismo cuyos frutos están a la vista y a la discusión de todos, de los que se sienten en peligro por ello y de los que los sienten insuficientes) y acciones de un practicismo del hombre preparado para captar oportunidades y actuar en el mundo de los patrimonios políticos con vocación empírica. Fue, pues, empirista y utopista a la vez. Las precondiciones para la leyenda (o el mito, o la mística post mortem), están allí, en esa totalidad contradictoria, y no lo estarían en cada uno de esos elementos aislados.
En la conciencia afligida de quines los lloraron, miles y miles de jóvenes, militantes y personas desvalidas en lenta marcha, se alojaba el mito de la muerte fecundante, rara paradoja esencial en las sociedades y de naturaleza inexplicable, pues se debe lamentar un deceso del hombre público, que a la luz y en los gabinetes, mantenía hilos con la dinámica nacional en su conjunto, pero a un tiempo aparece liberada una zona de pesadumbre generalizada destinada ahora a ser una plataforma nueva para la acción y la conmemoración del fallecido. Kirchner acataba las raíces remotas del mito, que son las del sacrificio de los justos, con una vida que no es la de los santos. Las hagiografías no dan mitos sino leyendas doradas. Los mitos son pasajes por la ambigüedad del vivir, a la que enhebran salvadoramente. Estos son los ramilletes de sentimentalidad que, dentro y fuera del peronismo, se giraron alrededor de un huso que los hiló sorprendentemente. Ocurrió pocas veces en la historia del país y es la primera vez que ocurría con un militante juvenil del montón, de esos idus del 73. ¿Por qué quejarse de que su velatorio fue un espectáculo donde las imágenes hicieron a la vez de discurso político, de discurso amoroso y sentimental?[10]


IV

Esas sentimentalidades, fundadas en creencias milenarias, hacen de la muerte realmente acontecida una invitación a negar lo ineluctable. La idea de eternidad surge para conjurar así lo que sabemos irreparable. Una muerte siempre deja un sentimiento ineluctable y un deseo de resurrección que se plasma en una negación lírica: lo muerto, vive. Y entonces aparece el impulso –que puede ser mítica o literariamente tratado- que nos propone ver al muerto “caminando con nosotros”, en su última tarea de sostén y consuelo a cargo del que sostendría sobre sus hombros la mayor desgracia. Esta frase pertenece a un ejercicio inmemorial de las poéticas que intentan sustituir en la conciencia la imposibilidad de volver hacia atrás los instantes irreparables. Paradoja evidente, aliento secreto del mito: el que consuela es el que cargó en su existencia con el daño mayor. Consideramos que éstos son también los elementos inevitables de la preparación y expresión del mito, que ni pueden dejar de interesar por que al cabo son los cimientos invisibles del lenguaje político, así como suelen ser reprobados por los temperamentos antimitológicos, que señalan una y otra vez que los mitos sólo consiguen sustituir la reflexión autónoma y alejar el momento de emancipación de las conciencias. Antiquísimo debate entre iluministas y románticos, que siempre vuelve aunque es evidente que así como se presenta, está considerablemente mal planteado.
No es difícil imaginar que la discusión de cuño intelectual más profunda del país es cómo nos situamos frente a la eventualidad del mito. No hay solamente dos partidos, el de los “mitológicos” y el de los “laicos”, sino que siempre se presentan distintas formas de distancia frente a la irradiación que surge del corazón del mito. No se trata de vivir dentro del mito o denunciarlo desde una exterioridad desacralizada, sino de ejercer constantemente la tarea del intérprete, pero no de cualquier interprete, sino la de quién interpreta al mismo tiempo que se yuxtapone con algunas de las partes ya tomadas por el mito. ¿Por qué sería así? Porque por un lado, nunca sabemos exactamente si estamos dentro del mito (ya la filosofía del siglo veinte denunció “el mito de la razón iluminista”, la que forja mitos diciendo que los quiere superar), y por otro lado, porque la tarea del pensar y la existencia misma, no es otra cosa que una larga reflexión sobre los mismos temas recurrentes de la historia y de la vida. El mito es precisamente lo que invita a tomar en libertad una interpretación posible de un conjunto de grandes paneles ya declarados por el arte, la religión o la ciencia, y hacer de ellos un lenguaje personal. Ese lenguaje es la marca subjetiva de libertad que el mito permite, pues es sobre él y contra él que se ejerce la novedad de los pensamientos singulares. Todo mito espera su refutación y se lanza luego, si puede, a capturarla con sus malas o buenas artes, para no dejar nuevamente nada afuera.
Desde luego, los mitos políticos son un caso especial pero no diferente del estilo mitológico general. Las grandes discusiones del siglo XX (entre Sartre y Levi-Strauss, por ejemplo) se dieron en torno a los mitos políticos. O mejor dicho, así el sujeto supone saber o no saber sobre los tipos diferentes de relación que entabla con el mito. En muestro país, basta que aproximemos mito, leyenda y relato en general –como nunca se deja de hacer, más allá de las conceptualizaciones más estrictas-, para percibir al peronismo como una fuente permanente de mitologías políticas. Nadie, nunca, podrá negar que la política tiene una primer capa de significados totalmente secularizada. En ella vivimos y nos movemos. Pero para que esto sea así, es necesario que esa secularización lo sea en contra o en el interior de “algo”. Las épocas de secularización del mito, entre nosotros, fueron sin duda las de los años 70, donde la especulación política transitaba el tema del “fin del mito Perón”. Muchos suponían que en contacto con la realidad histórica contingente y movediza, el aspecto oracular que tenía dicho mito podía disolverse. Partidarios y enemigos de Perón así lo concibieron, aunque esto no se verificara en la praxis histórica de ese modo, sino más bien del modo en que lo había previsto John William Cooke, con un “Perón” más cerca de las tesis sobre el mito de raigambre sorelianas y por lo tanto, mariateguianas. Esto es, del “marxismo latinoamericano”.
Las obras artísticas de Leonardo Favio, Daniel Santoro, Pino Solanas y otros destacados artistas vinculados a las memorias sociales y políticas argentinas, se encuentran dentro del “mito peronista”, aunque de modo diferente. Parcialmente, incluyo en esto a Leónidas Lamborghini, y remotamente, a su hermano Osvaldo. Favio cristianizando el mito en una lucha entre el bien y el mal, Santoro alegorizándolo con impulsos esotéricos y Solanas, dejándolo en el borde de una épica colectiva que cumpla con la frase “el único heredero es el pueblo”. En los últimos tiempos, el trabajo humorístico de Diego Capusotto da un Perón que emerge del montaje que permiten las tecnologías de las islas de edición, reconstituido a través de un choque de non-sense con lenguajes que le eran heterogéneos, como el del rock. Con Kirchner es diferente porque no existe el elemento de la caída y la reconstitución, el despojo y la vuelta (con el añadido de la muerte en medio de una crisis irresoluble de las interpretaciones en torno a su figura). Pero hay evidencias en toda la trayectoria de Kirchner que son inusuales: su estilo político era el de un actor político que manejaba recursos tradicionales de la operación política, pero toda su actuación revelaba excedentes de todo tipo. Enumeramos: informalidad extrema, escape a los parámetros y reglas, sentimiento de que todo podía ocurrir, decisión en momentos agónicos, formas centralizadas de gestión de una urdimbre compleja, donde los márgenes eran estimulados permanentemente, la mayoría de las veces en forma implícita, lo que –dígase- originaría el retiro de algunos sectores que cuestionaban que finalmente recalara en una centralidad donde figuraba muy especialmente el partido justicialista.
Estos “excedentes” hacían a la fragilidad y al interés de la situación. Revelaban lo que en el fondo toda historia es. Un conjunto de hechos que se entrelazan de manera heterogénea e imprevisible, a los que el pensamiento político lucha por darle un disciplinamiento, colocarlo en categorías y conceptos. El “mito Kirchner” se ve favorecido por el hecho de que su trayectoria representa la vívida condensación de esos elementos: azar, precariedad y fatalidad del vivir. Curiosamente, todo se realizaba sobre el trasfondo del peronismo, que contiene todos esos elementos para estabilizarlos en un tipo de experiencia que parece no permitir ninguna excepcionalidad remanente. Kirchner buscó trascender al peronismo y luego se reintegró a su seno. El peronismo aceptó el reintegro pero nunca quedó convencido de ese gesto adaptativo. Pero, para escribir estas frases sería necesario considerar al peronismo una unidad ya construída de la existencia política. Ninguna, de hecho, lo es. Si no, no hubiera surgido Kirchner en una de esas fisuras que una sociedad raramente produce y que el peronismo mismo se propone siempre suturar, a contrapelo de la forma que adquiriera su propia irrupción. Lo indudable es que el peronismo, además de una memoria viviente de la sociedad argentina en diversos estadios de su vida reivindicativa, compone instituciones políticas calcificadas. ¿Algo más? Sí, ahora compone las partes de un vademécum que parecería albergarse en un recetario del “carácter nacional” en lo que hace al ejercicio de la política. Por ejemplo: el olfato por el poder, el calor estatal, el control territorial, la petrificación de liturgias, las incitaciones hegemónicas, los vocabularios predigeridos, todo lo cual es suficientemente criticado por la tradición liberal-republicana, lo que no debe hacernos inmunes a la consideración profunda y reflexiva de estos señalamientos bien conocidos.
Kirchner enfrentó este problema y llegó a conclusiones que no tuvo tiempo de refinar y dotar de un lenguaje público más resguardado. A borbotones, eran perceptibles sus necesidades de respuesta inmediata ante el acoso al que era sometido. De los miembros de la clase política profesional, fue quién más profundamente tocó la urdimbre de graves problemas de época (deshilachamiento social, despojo del Estado, retorno al latinoamericanismo popular) y el que generó ráfagas de signos y símbolos para dirigirse a una sociedad erosionada, antes que programas fundamentados y duraderos. Su estilo no era ideológico, no cultivaba pedagogías especiales, y si algo podría atribuírsele a su propia reflexión sobre lo que habitualmente se llama la “imagen”, es que gozaba burlonamente de ciertos descolocamientos respecto al fundamento ceremonial de las tareas del Jefe de Estado (jugar con bastón presidencial, usar ciertas vestimentas con un tilde de descuido o simplicidad rústica, firmar documentos con lapiceras descartables de plástico). Compuso la figura del “hombre corriente” y también la del que solicitaba sostenes y ayudas con un énfasis entre implorante y urgente, entre asombrado y agónico. Basta recordar el modo en que acentuaba los finales de cada uno de sus fraseos. Había en esas culminaciones un grano de angustia, que medía cuál era la dimensión del reclamo de acompañamiento respecto a lo tacaña que era la realidad que debía proveerlo. Esa brecha, desde luego, es condicente con el ser político.
Pero Kirchner la actuaba a partir de una fragilidad que emanaba de toda su figura, incluso cuando asumía un aire de fatigado predicador, según decía, dispuesto a “poner la otra mejilla”. Frágil fue, pero los que no lo querían le atribuían capacidades dañosas, furias y caprichos. Y lo frágil iba parejo a un halo de improvisación en la sobreabundancia de temas (los “demasiados frentes abiertos”) que hacía descansar el arácnido tejido de la política argentina, por lo menos la oficial, en un solo huso o vector que parecían girar –según lo veían quienes se le oponían- como una “rueda loca”. El contraste entre organismos que parecían contenerlo todo aunque eran potencialmente quebrantables y el grado de condensación de la decisión en una persona, componía un paisaje complejo.
A los hombres les gusta pertenecer a maquinarias complejas cuya comprensión de sí mismas no puede abordarse con excesivas facilidades. Kirchner inventó una de esas maquinarias que progresivamente fue concentrando la decisión, en una situación original que la oposición se dedicó a cuestionar por su “escaso republicanismo” pero que significaba una división del trabajo entre las tareas del gobierno y las necesidades de construir el frente social amplio (cuyo nombre no se atinaba a pronunciar concretamente) de apoyo político al gobierno. La cuestión del partido justicialista es aquí que se halla enclavada, y de un modo no menos que problemático.
Una acusación habitual surgida de las filas de la oposición cultural e intelectual a Kirchner solía mencionar el hecho de que el ex presidente y la actual presidenta se habían inventado un pasado inexistente a fin de aparecer como campeones de los derechos humanos, cuestión que anteriormente no parecía figurar entre sus compromisos primigenios. Sin embargo, por un lado esas notas estaban como si dijéremos dormidas en la conciencia de quien se hallaba en medio de una carrera política conforme los modos habituales de esa ocupación, y por otro lado, su irrupción en el gobierno central de la nación había sido efectivamente un acontecimiento no “inventado” sino más bien una recreación súbita de un tema subterráneo de la conciencia colectiva, que surge en los momentos de quiebre de la institucionalidad falsa o de los simulacros institucionales que todos denuncian pero son difíciles de superar. Kirchner fue vástago de esa subitaneidad y quedó en estado de disponibilidad hacia ella, desprendido entonces de partes enteras de su carrera política, tal como la había encarado hasta allí, aunque haberla realizado era precondición de esa combustión nueva que lo afectaba. Son éstos también elementos del mito: la fragilidad de la situación personal, lo inesperado de la actuación que emergía, la recomposición autobiográfica.
Desde luego, el mito siempre es renuente a la interpretación histórico-social. Cuando ésta ocurre –y es sabido que la historia practicada como conocimiento de la praxis colectiva aparenta ser enemiga del mito-, las figuras individuales tanto como las explicaciones “destinales” ceden paso a las fuerzas sociales e institucionales, a los procesos culturales y las simbolizaciones visibles o invisibles, todo en ciclos temporales más vastos que los que aluden al plano encantado de la irrupción de un “ahora”, a la ya trillada manera benjaminiana.
Es que Kirchner era como el solicitante descolocado del famoso poema nacional, sus gestos de alto porte y sus estilos políticos de naturaleza tradicional y practicista lo hacían un personaje de cruces evidentes, entre la paciente espera en el interior de un mundo político carcomido y su resurgir hablándole a los ríos profundos de la historia nacional, con palabras que tenían muchas veces la contextura de un clishé y la fuerza sorprendente de un inesperado tumulto.

*Sociólogo, Docente Universitario, Ensayista y Director de la Biblioteca Nacional

Notas

[1] Hace tiempo, la cuestión el poder irradiante del mito sobre la vida política, ocupa un lugar importante pero tácito en nuestros debates. La muerte de Kirchner lo ha actualizado, como lo demuestran los numerosos escritos que aparecen en la prensa diaria. No me referiré a todos, pero tendré en cuenta a todos los que tuvimos oportunidad de leer.
[2] Esta escena fue difundida en Internet por un sitio llamado “anarkoperonista”. Osvaldo Bayer, sobre cuyo libro se realizó el film de Olivera, se refirió numerosas veces a las circunstancias de su filmación y la actitud que tomó Perón ante su proyección. También se refirió a la memoria que guardaba el joven Kirchner de su participación en el film como parte del grupo de anarquistas, lo que lo llevó, apenas asumido en la presidencia, a invitar a un diálogo al propio Bayer.
[3] En la interpretación del diario Clarín, citando a un profesor invitado a su maestría, Jon Lee Anderson, que menciona las frases de Cristina Kirchner, “El está caminando entre nosotros”, como una elusión del nombre, paso hacia una sacralización de su figura. Sin andarse con chiquitas, el profesor indica que esto abre la puerta a un extremo pasionalismo, “como en Irak”, lo que es citado con aprobación en el artículo de Ricardo Kirchbaum.
[4] Su frase “somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo” tuvo una resonancia fundamental. Definió los contornos de una época y anexaba a su propia figura a una realidad legendaria pero actuante en las formas más actuales de la política nacional.
[5] Véase la nota que Miguel Bonasso publicó en La Nación, luego de la muerte de Kirchner.
[6] En la revista Pampa, entre los importantes materiales que contiene su número 6, encontramos un artículo de Santiago Llach donde revisa poesías de Gradin, Blatt, Machín, Jaramillo, Godoy, etc., en las que se entremezcla la industria cultural, el spam peronista, la apología del lo más recóndito del habla real, el espumarajo de ludibrio del vivir nomás y lo que llama “lectura electrónica”. Dicho de otro modo, como herencia de Lamborghini y Perlongher, una antropología lingüística final como mortaja del peronismo. Que lo “revive”. Si este no es el mito, el mito dónde está.
[7] Por más que transcurridos los tiempos correspondientes, puedan decirse otras palabras y este hecho intercalarse en otros tramos de la historia común.
[8] Tal es lo que creo de la gran tarea que está realizando la revista Pampa, antes mencionada.
[9] Tomo la expresión de las intervenciones y del libro de Ricardo Forster, con la que reflexiona sobre la excepcionalidad de este momento político a través de la excepcionalidad de la emergencia de los nombres y situaciones nuevas. La “anomalía” está cercana a la configuración del mito, por el lado de crear motivos de acción excepcionales, “llamados” antes no escuchados.
[10] Eliseo Verón, que en el pasado juzgó al peronismo como un juego de enunciaciones entendidas semiológicamente, ahora se establece en la obvia comprobación de que todo, la muerte, la vida, las conmemoraciones fúnebres, pasan por el poder difusionista de los medios. Escribe en Perfil: “Sí dije, y reitero, que tanto los medios oficialistas como los opositores han comenzado a dibujar el mito de Néstor Kichner estadista. Agrego ahora que, en el caso de los segundos, la construcción de una epopeya kirchnerista los coloca en una posición francamente contradictoria con lo que decían día tras día del Gobierno durante los últimos años…” Variaciones sobre el tema de la “construcción del mito”, que ha merecido innumerables consideraciones, desde la indudablemente despectiva de Martín Caparrós hasta la más tolerante de Vicente Palermo.

1 comentario:

  1. Juicio y castigo a TODOS los responsables políticos y materiales del asesinato de Mariano Ferreyra. No alcanza con no olvidarse...

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