El papel de las retenciones en el actual esquema económico.
Por Axel Kicillof*
(para La Tecl@ Eñe)
Axel Kicillof es Economista, Investigador en el Conicet y miembro del grupo de investigaciones económicas Cenda. En este artículo, escrito para La Tecl@ Eñe, Kicillof analiza la importancia de las retenciones – derechos de exportación - en el actual esquema macroeconómico.
El debate en el Parlamento ante la extinción de las Facultades Delegadas en el Poder Ejecutivo, pusieron de nuevo sobre en el centro de la escena la ya célebre cuestión de las retenciones. Entre marzo y julio de 2008, es decir, desde el nacimiento de la Resolución 125 hasta su muerte con el voto "no positivo" del vicepresidente Cobos, la sociedad fue bombardeada con información sobre las retenciones, un tema que hasta aquel momento era de escasa visibilidad y que, de pronto, dividió al país. ¿Qué significan las retenciones, cuál es su función principal y cuáles sus efectos económicos?
En primer lugar, conviene recordar que las llamadas retenciones no son otra cosa que un nombre despectivo para los “derechos de exportación”, uno de los impuestos más antiguos del sistema tributario argentino, cuya existencia se remonta a los tiempos de la colonia. No es raro que así sea en un país que durante toda su historia ha exportado alimentos debido a sus excepcionales condiciones agroambientales. Nos limitaremos aquí al caso de la soja. Con la devaluación de 2002, se estableció una alícuota para la soja de 13,5%. Pero con el paso del tiempo la tasa se elevó al 23,5% en julio 2003, al 27% en enero 2007 y por fin alcanzó el 35% en noviembre de ese mismo año.
Repasemos brevemente los argumentos que se esgrimieron. La llamada oposición, alineada detrás los empresarios del agro y su mesa de enlace, sostenía que el nuevo régimen propuesto por el gobierno llevaba a la alícuota a un nivel exageradamente elevado lo que, como mínimo, resultaría perjudicial para la actividad y como máximo, convertiría al impuesto en una verdadera confiscación, en un atentado contra la propiedad privada. Para peor, según esta postura, el único propósito perseguido por el gobierno con este aumento, era engrosar la recaudación o, en lenguaje coloquial, “hacer caja”. El argumento de fondo afirma que las retenciones son un impuesto “distorsivo” porque afecta los precios y las ganancias de los empresarios. Así, cuando el gobierno cobra retenciones, se queda con una parte del precio de venta y, por tanto, tiende a reducir la producción y la inversión. Sin embargo, el argumento es empíricamente insostenible, ya que las altas retenciones del período deberían haber restringido la producción de soja y sin embargo, se observa a simple vista que el volumen se elevó en un inusitado 50%, pasando de 30 millones de toneladas en la campaña 2001/2002 a 46 millones en 2007/2008. Para hacerlo, se extendió la frontera agropecuaria y se plantó soja donde antes había otras producciones, desde tabaco y algodón a cereales, pasando por la ganadería. Al fin y al cabo. No parece haber sido un mal negocio, aún pagando retenciones.
Pero, ¿cómo es posible que la producción no merme cuando el impuesto es tan grande? Ciertamente, una imposición de esta magnitud, donde el fisco se queda con un tercio del valor de las ventas, debería afectar a cualquier actividad. Más aún, en la mayoría d elas ramas, sólo unos pocos productores resistirían un impuesto así y el resto probablemente sería empujados a la quiebra. Con una excepción: esto no ocurre cuando el precio del producto en cuestión es extraordinariamente elevado. Y esto es precisamente lo que pasó, tal como se observa en el gráfico. El precio de la soja no sólo creció desmesuradamente en los mercados internacionales sino que, además, para el productor argentino, el precio en pesos se vio multiplicado también por el elevado tipo de cambio que rige desde el derrumbe de la convertibilidad. El resultado es que si, en promedio, durante 2001 una tonelada de soja podía venderse por magros 168 pesos, en agosto de 2010 el mercado pagaba $1500 y, en junio de 2008, cuando arreciaba el conflicto de la resolución 125, había superado el techo de los $1650, lo que multiplicaba casi por diez el precio vigente en la convertibilidad. Es, por tanto, un impuesto del 35% que se aplica sobre un precio que se ha multiplicado en ocho o más veces. Y los costos de producción, claro está, no han crecido tanto. Por eso, lejos de menguar la siembra no paró de crecer.
Precio en pesos de la tonelada de soja (2001-2010)
El debate en el Parlamento ante la extinción de las Facultades Delegadas en el Poder Ejecutivo, pusieron de nuevo sobre en el centro de la escena la ya célebre cuestión de las retenciones. Entre marzo y julio de 2008, es decir, desde el nacimiento de la Resolución 125 hasta su muerte con el voto "no positivo" del vicepresidente Cobos, la sociedad fue bombardeada con información sobre las retenciones, un tema que hasta aquel momento era de escasa visibilidad y que, de pronto, dividió al país. ¿Qué significan las retenciones, cuál es su función principal y cuáles sus efectos económicos?
En primer lugar, conviene recordar que las llamadas retenciones no son otra cosa que un nombre despectivo para los “derechos de exportación”, uno de los impuestos más antiguos del sistema tributario argentino, cuya existencia se remonta a los tiempos de la colonia. No es raro que así sea en un país que durante toda su historia ha exportado alimentos debido a sus excepcionales condiciones agroambientales. Nos limitaremos aquí al caso de la soja. Con la devaluación de 2002, se estableció una alícuota para la soja de 13,5%. Pero con el paso del tiempo la tasa se elevó al 23,5% en julio 2003, al 27% en enero 2007 y por fin alcanzó el 35% en noviembre de ese mismo año.
Repasemos brevemente los argumentos que se esgrimieron. La llamada oposición, alineada detrás los empresarios del agro y su mesa de enlace, sostenía que el nuevo régimen propuesto por el gobierno llevaba a la alícuota a un nivel exageradamente elevado lo que, como mínimo, resultaría perjudicial para la actividad y como máximo, convertiría al impuesto en una verdadera confiscación, en un atentado contra la propiedad privada. Para peor, según esta postura, el único propósito perseguido por el gobierno con este aumento, era engrosar la recaudación o, en lenguaje coloquial, “hacer caja”. El argumento de fondo afirma que las retenciones son un impuesto “distorsivo” porque afecta los precios y las ganancias de los empresarios. Así, cuando el gobierno cobra retenciones, se queda con una parte del precio de venta y, por tanto, tiende a reducir la producción y la inversión. Sin embargo, el argumento es empíricamente insostenible, ya que las altas retenciones del período deberían haber restringido la producción de soja y sin embargo, se observa a simple vista que el volumen se elevó en un inusitado 50%, pasando de 30 millones de toneladas en la campaña 2001/2002 a 46 millones en 2007/2008. Para hacerlo, se extendió la frontera agropecuaria y se plantó soja donde antes había otras producciones, desde tabaco y algodón a cereales, pasando por la ganadería. Al fin y al cabo. No parece haber sido un mal negocio, aún pagando retenciones.
Pero, ¿cómo es posible que la producción no merme cuando el impuesto es tan grande? Ciertamente, una imposición de esta magnitud, donde el fisco se queda con un tercio del valor de las ventas, debería afectar a cualquier actividad. Más aún, en la mayoría d elas ramas, sólo unos pocos productores resistirían un impuesto así y el resto probablemente sería empujados a la quiebra. Con una excepción: esto no ocurre cuando el precio del producto en cuestión es extraordinariamente elevado. Y esto es precisamente lo que pasó, tal como se observa en el gráfico. El precio de la soja no sólo creció desmesuradamente en los mercados internacionales sino que, además, para el productor argentino, el precio en pesos se vio multiplicado también por el elevado tipo de cambio que rige desde el derrumbe de la convertibilidad. El resultado es que si, en promedio, durante 2001 una tonelada de soja podía venderse por magros 168 pesos, en agosto de 2010 el mercado pagaba $1500 y, en junio de 2008, cuando arreciaba el conflicto de la resolución 125, había superado el techo de los $1650, lo que multiplicaba casi por diez el precio vigente en la convertibilidad. Es, por tanto, un impuesto del 35% que se aplica sobre un precio que se ha multiplicado en ocho o más veces. Y los costos de producción, claro está, no han crecido tanto. Por eso, lejos de menguar la siembra no paró de crecer.
Precio en pesos de la tonelada de soja (2001-2010)
Fuente: IndexMundi, Chicago Soybean futures contract (first contract forward) No. 2 yellow and par.
Desde la vereda opuesta a los empresarios agrícolas, el argumento casi unánime es que las retenciones no tienen como principal función incrementar la recaudación, sino reducir el precio interno de los alimentos para “cuidar la mesa de los argentinos”. En efecto, esta es una parte de la historia, ya el precio de los alimentos se fija en el mercado mundial y cuando se aplica un impuesto como las retenciones al contraerse lo que puede obtenerse en los mercados de exportación, se reduce consecuentemente el precio doméstico. Sin embargo, eso no es todo. Hay un aspecto central del papel de las retenciones que fue pasado generalmente por alto.
Luego de la devaluación de 2002 comenzó a aplicarse una política cambiaria que consiste en sostener un dólar “caro”, en contraposición del dólar “barato” de la época de la convertibilidad. ¿Por qué? Porque esta es una forma indirecta de mejorar la competitividad de la economía a escala internacional y, al mismo tiempo, de proteger la industria local. De esta manera, cuando el dólar pasó de valer uno a valer tres pesos, todos los productos importados triplicaron su precio en pesos, lo que permitió a los fabricantes locales competir con la producción extranjera. Y también salieron enormemente favorecidos los exportadores que, como en el caso de la soja, vieron súbitamente crecer sus ingresos mucho más que los salarios y sus restantes costos en pesos. Es decir que, de pronto, los exportadores recibieron una masa de ganancias extraordinarias, creadas exclusivamente por el nuevo régimen cambiario. En conjunto, durante la etapa de la posconvertibilidad tuvo lugar una muy acelerada expansión de la producción de bienes, lo que también se manifestó en una dinámica creación de puestos de trabajo (más de 4 millones).
¿Qué tienen que ver las retenciones con todo esto? Pues bien, desde 2002, con la caída súbita de las importaciones por la crisis y el continuo crecimiento de las exportaciones, se registró un sistemático superávit comercial. Esto implica que a la economía entran muchas más divisas de las que salen por el comercio, lo que a su vez empuja sistemáticamente a la apreciación del peso. Cuando los precios mundiales crecen empinadamente, por otra parte, los precios internos crecen en proporción, encareciendo la canasta de consumo. Para mantener el esquema del dólar “caro”, este exceso de dólares debe ser absorbido por el Estado, que se ha dedicado a adquirirlos sistemáticamente, engrosando así las reservas. Una parte significativa de los recursos que se utilizan para estas operaciones cambiarias proviene, precisamente, de las retenciones.
De esta manera, quien considera a las retenciones únicamente un impuesto confiscatorio está mirando la realidad con un solo ojo. Podría decirse que bajo el actual esquema macroeconómico el gobierno otorga con una mano enormes beneficios a los exportadores mediante la política cambiaria pero para eso, con la otra mano, debe quitarles una parte (menor) de las ganancias extraordinarias bajo la forma de retenciones, precisamente para impedir que el dólar vuelva a abaratarse.
En síntesis, si se quitaran las retenciones probablemente sería imposible mantener el tipo de cambio actual con sus beneficios para la producción doméstica.
Desde la vereda opuesta a los empresarios agrícolas, el argumento casi unánime es que las retenciones no tienen como principal función incrementar la recaudación, sino reducir el precio interno de los alimentos para “cuidar la mesa de los argentinos”. En efecto, esta es una parte de la historia, ya el precio de los alimentos se fija en el mercado mundial y cuando se aplica un impuesto como las retenciones al contraerse lo que puede obtenerse en los mercados de exportación, se reduce consecuentemente el precio doméstico. Sin embargo, eso no es todo. Hay un aspecto central del papel de las retenciones que fue pasado generalmente por alto.
Luego de la devaluación de 2002 comenzó a aplicarse una política cambiaria que consiste en sostener un dólar “caro”, en contraposición del dólar “barato” de la época de la convertibilidad. ¿Por qué? Porque esta es una forma indirecta de mejorar la competitividad de la economía a escala internacional y, al mismo tiempo, de proteger la industria local. De esta manera, cuando el dólar pasó de valer uno a valer tres pesos, todos los productos importados triplicaron su precio en pesos, lo que permitió a los fabricantes locales competir con la producción extranjera. Y también salieron enormemente favorecidos los exportadores que, como en el caso de la soja, vieron súbitamente crecer sus ingresos mucho más que los salarios y sus restantes costos en pesos. Es decir que, de pronto, los exportadores recibieron una masa de ganancias extraordinarias, creadas exclusivamente por el nuevo régimen cambiario. En conjunto, durante la etapa de la posconvertibilidad tuvo lugar una muy acelerada expansión de la producción de bienes, lo que también se manifestó en una dinámica creación de puestos de trabajo (más de 4 millones).
¿Qué tienen que ver las retenciones con todo esto? Pues bien, desde 2002, con la caída súbita de las importaciones por la crisis y el continuo crecimiento de las exportaciones, se registró un sistemático superávit comercial. Esto implica que a la economía entran muchas más divisas de las que salen por el comercio, lo que a su vez empuja sistemáticamente a la apreciación del peso. Cuando los precios mundiales crecen empinadamente, por otra parte, los precios internos crecen en proporción, encareciendo la canasta de consumo. Para mantener el esquema del dólar “caro”, este exceso de dólares debe ser absorbido por el Estado, que se ha dedicado a adquirirlos sistemáticamente, engrosando así las reservas. Una parte significativa de los recursos que se utilizan para estas operaciones cambiarias proviene, precisamente, de las retenciones.
De esta manera, quien considera a las retenciones únicamente un impuesto confiscatorio está mirando la realidad con un solo ojo. Podría decirse que bajo el actual esquema macroeconómico el gobierno otorga con una mano enormes beneficios a los exportadores mediante la política cambiaria pero para eso, con la otra mano, debe quitarles una parte (menor) de las ganancias extraordinarias bajo la forma de retenciones, precisamente para impedir que el dólar vuelva a abaratarse.
En síntesis, si se quitaran las retenciones probablemente sería imposible mantener el tipo de cambio actual con sus beneficios para la producción doméstica.
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