Ricardo Forster
Estos dos fragmentos forman parte del capítulo "Los espectros latinoamericanos: el populismo, la izquierda y las promesas incumplidas", el cual integra el último libro de Ricardo Forster.
Ilustración: Daniel Santoro
Ilustración: Daniel Santoro
1.
La historia no se repite. O al menos, y más allá de los dichos canónicos de ciertos historiadores inclinados a ofrecer una visión simplificada, casi nada de lo que aconteció en el pasado regresa en el presente manteniendo su lozanía ni manifiesta tendencias continuas, agazapadas desde el fondo de los tiempos esperando, siempre, la hora de su retorno triunfal. Cada época, en este sentido, reinícia la marcha de la sociedad sabiendo, sin embargo, que lo nuevo lleva dentro suyo, lo sepa o no, lo quiera o no, marcas profundamente talladas en su cuerpo. Que en la historia la repetición implica necesariamente la diferencia, el giro inesperado, la ruptura con algunos de los núcleos decisivos de esos otros tiempos que han quedado a las espaldas, incluso de aquellos que constituyeron momentos fundamentales y que acabaron por transformarse en mitos. Para decirlo de otro modo: cada presente se inventa su propio pasado, lo adapta a sus necesidades, lo inscribe en los imaginarios que atraviesan las formas de visión y comprensión que dominan la trama de sus dispositivos. Aunque lo deseemos con fervor, con una nostalgia que a veces nos arrasa el alma, es imposible regresar al pasado del mismo modo que nuestra infancia ha quedado para siempre encerrada, en el mejor de los casos, en una dulce melancolía o en un alivio nacido de saber que ya no podrá seguir mortificándonos del mismo modo[1].
Que la historia no se repita, y que ni siquiera sea verdadera en toda su extensión aquella frase tallada por Marx al comienzo del Dieciocho Brumario de Luís Bonaparte, frase tantas veces citada como si fuera la verdad revelada, y que el propio Marx decía haber leído en algún libro de Hegel, aquello de que la historia primero se da como tragedia y luego como farsa, no significa, por supuesto, que uno no vaya a la búsqueda, para intentar entender su época, de aquellos otros momentos de la historia que pueden servir de espejo invertido.
Para algunos periodistas y también para ciertos divulgadores del pasado es sumamente atractivo, y altamente funcional a sus intereses, destacar una y otra vez de qué manera las cosas se repiten, haciendo de la historia una suerte de escenario en el que en definitiva nos volvemos testigos de una eterna lucha entre buenos y malos, adaptándose cada uno a los gustos del periodista o historiador de turno.
Estas frenéticas búsquedas de relaciones especulares con el pasado se han convertido en una moda particularmente activa en nuestros días, en los que en la Argentina y en gran parte de Latinoamérica parecen regresar los inolvidables años setenta. Con el triunfo de Bachelet en Chile, mujer, divorciada, socialista e hija de un general asesinado por la dictadura pinochetista, y la inédita asunción del primer presidente indígena y de izquierda en Bolivia, que se suman a Lula en Brasil, a Chávez en Venezuela, a Tabaré en Uruguay y a Kirchner en la Argentina (y recientemente a Correa en Ecuador[2]), el sur de América parece haber regresado a los primeros años setenta, esos que se han vuelto míticos y que llevaron los nombres propios de Salvador Allende, de Velasco Alvarado, de Juan José Torres, de Héctor Cámpora y que estuvieron signados por las utopías revolucionarias de una generación que intentó tomar el cielo por asalto y que, como se encargaría de mostrarlo la segunda mitad de esa década, terminarían en el infierno y la desolación. La tentación es, sin embargo, demasiado grande, tanto para la derecha que, entre nosotros, habla desde las columnas de prestigiosos matutinos, del regreso del populismo estatizante, como para algunas izquierdas que creen estar viviendo nuevamente en una etapa revolucionaria. Para los primeros la antigua amenaza comunista se ha transmutado en la bestia negra de la actualidad que lleva el nombre de populismo; para los segundos el reloj de la historia siempre atrasa y no logran salirse de un arcaísmo paralizante que les impide comprender los profundos cambios que se han ido sucediendo en nuestras sociedades.
Que lo inesperado del actual escenario político latinoamericano genere múltiples comparaciones y hasta la sensación de un déjà-vu no significa que estemos ante una repetición de la década del setenta, y que más allá de ciertas similitudes o del espectro populista que tanto asusta a nuestros neoliberales e incluso a muchos de los llamados progresistas, lo que está sucediendo lleva, en parte, la impronta de todo lo que aconteció a lo largo de los últimos veinticinco años, tanto en el plano de las ideas como en el de las vicisitudes materiales de nuestras sociedades. Lo cierto es que la actualidad sorprendente de Latinoamérica ha tomado desprevenidos a casi todos los actores políticos e intelectuales, allí donde resultaba quimérico imaginar un giro tan elocuente en una historia que parecía encaminarse hacia la clausura y la desintegración de todas aquellas tradiciones que desplegaron su hacer en el interior del ideario emancipatorio. En todo caso, la brutalidad de las transformaciones que se sucedieron desde los años ochenta en adelante deben enmarcarse en un contexto internacional que arrasó las geografías conocidas y en el brusco clivaje de los imaginarios políticos que marcarían agudamente los derroteros de nuestras sociedades y que explican, en parte, el carácter de los actuales acontecimientos y de su laberíntica complejidad.
Destaco, para enfatizar lo que señalo, algunos acontecimientos que sacudieron al mundo en ese lapso: la profunda crisis del marxismo que estalló hacia finales de los setenta y que se adelantó a la caída del Muro de Berlín (aunque en los países dominados por la noche dictatorial la hora de las críticas se demoró algunos años e impidió, en gran parte, una genuina renovación de las izquierdas); el debate, todavía no saldado, entre los antiguos discursos modernos y las nuevas prácticas posmodernas que habilitaron, a su vez, el abandono de viejas categorías para dejar paso a renovaciones teóricas que resultaron bastante evanescentes; el dominio abrumador durante los noventa, y en especial pero no únicamente en Latinoamérica, del neoliberalismo que consolidó el triunfo de la ideología de mercado como referencia primera y última; la expansión hacia fronteras inéditas de las tecnologías de la información y la comunicación unidas a las emergencias de nuevos dispositivos científico-técnicos que amenazan con transformar radicalmente al propio ser humano junto con el planeta; la brutalización terrorista que se multiplicó desde, pero no únicamente, los atentados demoledores del 11 de septiembre de 2001 produciendo una perversa alquimia entre ideologías dogmáticas y tecnologías destructivas que ha clausurado cualquier referencia a valores justos para expresar, sin mediación alguna, la pura barbarie; hasta llegar a la profunda crisis de la política y de sus formas de representación, lo propio de nuestra época no es, entonces, la repetición, sino la extraña mezcla entre el pasado y la absoluta novedad, a lo que se le agrega la emergencia de esa compleja trama en la que se entremezclan lo económico, lo cultural, lo tecnológico, lo político estrechando las fronteras del mundo y globalizando las relaciones hasta poner en entredicho las viejas identidades nacionales, unido todo esto al desmembramiento del tejido social, a las nuevas formas de la intemperie y la pobreza capaces de transmutar las antiguas solidaridades propias de identidades en estado de acelerada fragmentación. De un modo inesperado regresan a escena algunos elementos que provienen de ese pasado que insiste aunque convertido, entre nosotros y en nuestra actualidad, en algo muy distinto de lo que fue. Constituye un ejercicio clave destrabar los prejuicios con los que se abordan algunas de estas recurrencias espectrales, de la misma manera que resulta fundamental volver a pensar críticamente lo que se guarda en el interior de algunos conceptos que, si bien permanecen en nuestros vocabularios, han sufrido radicales modificaciones a partir, precisamente, de esos cambios que por comodidad semántica encerramos en el interior de la nueva palabra-llave: globalización.
Tal vez por eso, los procesos que se han abierto en nuestro continente, si bien se vinculan, algunos de ellos, a tradiciones políticas de izquierda, unos, y populistas, otros, que se manifestaron con especial intensidad en los primeros setenta, responden a los aires de la época actual modificando, de un modo radical y quizás inesperado para muchos, lo que siempre se consideró como tradiciones progresistas e incluso revolucionarias. Ni Lula representa, hoy, la historia socialista del PT ni Kirchner es el heredero, puro y congelado durante tres décadas en los hielos patagónicos, de la generación montonera, del mismo modo que Bachelet tiene muy poco que ver con quien fuera en sus años juveniles en el Chile de la Unidad Popular ni los socialistas actuales se parecen a los que rodearon a Allende; y seguramente Evo Morales descorazonará a muchos eligiendo quizás el camino del pragmatismo de la misma manera que Tabaré Vásquez y el Frente Amplio colmado de antiguos cuadros tupamaros no esta conduciendo al Uruguay rumbo a la revolución social[3]. Y sin embargo algo está sucediendo en las tierras calientes de un continente pauperizado por políticas económico-sociales que aceleraron los conflictos en nombre de promesas siempre incumplidas. No casualmente, entonces, vemos como algunas experiencias resemantizan antiguas tradiciones mientras que otros se encargan de demonizar aquello que amenaza, hoy, con reinstalar en nuestro continente el espectro del populismo.
Los vientos de cambio que no dejan de sorprender en esta región del sur del mundo se enfrentan a sus propios desafíos y, claro está, a sus propios límites. No en vano pasó entre nosotros la década del noventa; sus marcas, sus envilecimientos, sus traumas, sus brutalidades e incluso sus seducciones no pueden ser borradas de un plumazo como quien gira el almanaque desprendiéndose, en ese gesto, de todo su pasado. Si bien la historia no se repite, la farsa es siempre una amenaza latente allí donde la propia sociedad prefiere hacer borrón y cuenta nueva, creyendo que de ese modo lo brutal del pasado, sus propias complicidades y bajezas, se volatilizarán como minúsculas partículas de polvo llevadas por el nuevo viento de la época.
Pensar tanto la globalización como interpelar las actuales condiciones sociales que, entre otras cosas, han modificado hondamente no sólo la realidad de la pobreza sino, también, nuestra percepción de ella y de los imaginarios que se constituyen a su alrededor, significa, entre otras cosas, poner en cuestión las fórmulas admonitorias, los prejuicios que esconden, muchas veces, un agudo plegamiento del pensamiento progresista a lógicas de la resignación o, más grave aún, a la aceptación del dominio planetario de un discurso monocorde adherido a las leyes del mercado y de un liberalismo estrecho y enceguecido con sus propios “triunfos”. Latinoamérica ha pagado un altísimo costo durante las últimas décadas como para seguir sosteniendo conceptos vacíos y teorías arbitrarias en nombre de la gran quimera de una entrada definitiva a las promesas emanadas de un tiempo capitalista que desea, de un plumazo y con extraordinaria torpeza, homogeneizar sociedades e identidades, culturas y tradiciones apelando a esas mismas promesas que, entre nosotros, han apuntalado la fragmentación y el empobrecimiento. De ahí que lejos de sentir temor ante la aparición de fenómenos políticos no siempre compatibles con las “buenas costumbres” declamadas por democracias fallidas, creo que el retorno del conflicto y de la heterogeneidad constituye una más que interesante oportunidad para sacarnos de encima la parálisis política que atravesó nuestro continente en los años anteriores.
2.
Los giros de la historia nunca dejan de sorprendernos. Hacer la prueba de instalarse en la década de los noventa para intentar pensar la actualidad, sus movimientos inesperados, la emergencia de lo insospechado, es más que interesante, supone un ejercicio del que seguramente nadie hubiera podido extraer, como posibilidad que se abriría en el horizonte más próximo, los cambios profundos y las novedades inquietantes del escenario latinoamericano. Lo que hoy está sucediendo en nuestros países, con diferencias y matices, con perspectivas no siempre encontradas, constituye un rotundo mentis a ciertos enunciados agoreros que destacaban sin dobleces la desaparición definitiva de discursividades y prácticas asociados a los antiguos fantasmas de políticas populistas, estatalistas o francamente inclinadas a hacer pie en la cuestión social y en la, abrumadoramente olvidada, distribución de la riqueza. Pensar la actualidad latinoamericana supone, desde un comienzo, recoger los hilos de un pasado que sigue insistiendo aunque en el interior de realidades que han mutado vertiginosamente. Tal vez, lo equívoco sea la utilización de categorías que presuponen contenidos que han quedado vacantes o se han modificado en la percepción de los actores contemporáneos, exigiendo un esfuerzo duplicado que nos conduzca a una genuina deconstrucción de algunos de esos términos a la hora de intentar comprender mejor y más intensamente el cuadro de situación.
Pienso, fundamentalmente, en conceptos muy en boga y dominantes que giran, hoy por hoy, alrededor de ese constructo retórico tan problemático que llamamos “globalización”. Me interesará, en todo caso, romper ciertos esquemas interpretativos, salirme de lo que el supuesto “sentido común” viene diciendo respecto a este fenómeno que domina el imaginario de la época y, desde ese gesto crítico, leer de otro modo aquellos otros núcleos de las sociedades latinoamericanas que resultan difíciles de abordar sin prejuicios. Me refiero, entre otros, a la cuestión de la democracia, del populismo, de las identidades colectivas, de los nuevos caudillismos políticos que se relacionan con el pasado y que a su vez lo subvierten, de las inéditas subjetividades estalladas que surgen de la nueva marginalidad urbana, de las transformaciones que se han operado en la pobreza hasta configurar un mapa muy distinto de los lenguajes que buscan dar cuenta de ella o que tienden a arrojarla a la oscuridad de lo maldito. Lo sucedido en las últimas décadas ha dinamitado el edificio de nuestras certezas y nos exige abordar con nuevos arsenales interpretativos fenómenos de extraordinaria originalidad.
Sin caer en falsos exitismos ni afirmar que América Latina ha entrado definitivamente en una nueva etapa de su tumultuosa historia (las señales evidentes de un giro anómalo e inesperado están allí como para ahorrarnos más comentarios), si creo necesario prestar atención a las señales que vemos surgir por doquier y que se expresan, sobre todo, en la reintroducción de palabras y conceptos olvidados o despreciados pocos años atrás junto con un cierto retorno (cada vez más intenso y significativo), sobre el que me gustaría volver más adelante, de la política, ahora desprendida, después del dominio de las retóricas neoliberales, de su reducción mercantilista o de su neutralización tecnocrática. Claro que este “retorno” de la política, la reaparición de un escenario conflictivo y la visibilidad de actores sociales antes despreciados u olvidados como partes claves de la escena cultural, política y social, no significa que estemos instalados, de un modo ya decisivo y como una inflexión superlativa, en un tiempo atravesado por demandas genuinamente políticas o que lo que hoy esté aconteciendo en Latinoamérica constituya un abandono radical y decisivo de las matrices que vienen dominando las discursividades y los imaginarios de las últimas décadas, en especial aquellos que se instalaron fuertemente a partir de los años ochenta y de la mano con la profunda crisis de los ideales emancipatorios, por un lado, y de los restos de voluntad transformadora que habitaba ciertas perspectivas que por comodidad denominamos “populistas”, por el otro.
Instalados en otra coyuntura histórica descubrimos, no sin cierto azoramiento, que las relaciones con el pasado continúan perturbando una actualidad que, sin embargo, sigue por caminos que ya no conducen, ni pueden hacerlo, hacia la reaparición de aquellos espectros que si bien parecen fugarse del museo al que supuestamente habían ido a parar, se presentan profundamente transformados. En todo caso esos “retornos” vienen a condicionar la aparente homogeneidad que le imprime a la sociedad actual la gramática globalizadora, allí donde las recurrencias del pasado, el regreso de ciertos debates aparentemente clausurados, la insistencia de identidades desvanecidas y esa otra vuelta extraña de un populismo anacronizante nos colocan en un laberinto del que no se sale afirmando modos del pensar y del hacer anclados en aquellos discursos que dominaron la escena en los últimos veinte años. Quiero decir que la discusión en torno a los efectos de la globalización en América Latina ya no puede hacerse eludiendo esas marcas espectrales ni pasteurizando la memoria o ese otro laberinto todavía más complejo de definir y de pensar que constituyen las identidades.
Es por eso imprescindible recuperar un cierto marco histórico para abordar críticamente los fenómenos contemporáneos, en particular los que se asocian con la globalización y sus decisivas transformaciones de las esferas tradicionales que supuestamente articulaban nuestras sociedades. No cabe duda, que frente a la proliferación de alternativas y de experiencias diversas en el interior de la geografía latinoamericana propias del pasado, las últimas décadas se caracterizaron por un irresistible proceso de homogeneización que atravesó no sólo la dimensión económica sino que se amplió a las esferas de la cultura, la política y lo que otrora se denominaba con el concepto, algo vago y abstracto y no carente de una cierta lógica esencialista, de “identidad”. En este sentido, fue principalmente la década del noventa la que tendió a dinamitar las estructuras del pasado (no las que articularon los mecanismos de dominación, esas permanecieron intocadas), sino aquellas que tenían que ver con lo que genéricamente podría denominarse “las formas del vivir” o las “identidades culturales”. Lo que se vino aparentemente abajo, lo que se derrumbó de acuerdo al discurso hegemónico del período, fueron esas tramas que entrelazaban ideales emancipatorios, resistencias culturales, políticas sociales entramadas con el reconocimiento de la diversidad y particularidades resistentes a los procesos de homogeneización propios del tiempo del capitalismo global.
No casualmente desde las ciencias sociales fueron transformándose las perspectivas de análisis al ir abandonando antiguas categorías para adentrarse en nuevos territorios. Con la crisis del marxismo se desvaneció, casi como por encanto, la venerable categoría de “clase social” que fue reemplazada, desde los ochenta, por los rutilantes “nuevos movimientos sociales” que, a su vez, también caerían en la picota del aceleramiento posmoderno que prefirió, en los últimos años, trabajar con formas más huidizas e inestables que giraron alrededor de esa ficción transformada en “ideal tipo” por Néstor García Canclini de “hibridización cultural”. Con esa palabra casi mágica se buscó dar cuenta de los fenómenos que iban emergiendo en el interior de los traumáticos encuentros del impulso globalizador y las formas locales de identidad y resistencia. Entre la homogeneidad y la heterogeneidad, entre el dominio creciente de un discurso aplanador y la persistencia de las diferencias, la teoría de la hibridación cultural alcanzó algo así como un equilibrio inestable.
Los noventa produjeron una suerte de cisma en el interior de nuestra historia, como si de un día para el otro se hubieran desvanecido prácticas y creencias, ideologías e identidades, palabras y experiencias absorbidas por un huracán que terminó por reducir a escombros gran parte de aquellas ideas desde las que, de distintos modos, se había pensado nuestro continente. Confluyeron en ese período crucial y traumático, acontecimientos mundiales y circunstancias locales, entremezclados con una crisis colosal de las identidades político-ideológicas vinculadas, en general, a tradiciones de izquierda y/o populistas. La caída de la Unión Soviética constituyó un punto de inflexión no porque se hubieran mantenido las expectativas en las promesas del socialismo real, sino porque vino a señalar de un modo aplastante la crisis radical de las izquierdas y el avance prodigioso de un discurso articulado alrededor del capitalismo triunfante convertido en el árbitro absoluto de la política, en el dueño de la nueva escena histórica.
Lo que se había anunciado a sangre y fuego a través de las dictaduras sudamericanas en la primera mitad de los setenta y que se prolongó hasta bien entrados los años ochenta, terminó por consolidarse con el retorno de la democracia: el abandono de las agendas sociales, la desaparición de mundos político-conceptuales que, durante casi todo el siglo xx, habían girado en torno al igualitarismo y a la integración. Parecieron derrumbarse tradiciones enteras junto con la entronización de la nueva ideología reinante que venía del norte y que iría desplegándose alrededor del sacrosanto mercado. Los procesos de transición democrática ampliaron la esfera de las libertades en el mismo instante en que profundizaron las desigualdades económico-sociales.
Tal vez la condición trágica de aquellos años, el sino de los procesos abiertos principalmente en Sudamérica con la caída de las dictaduras (en circunstancias bastante diferentes pero que por el espacio dejo sin aclarar), haya sido precisamente el hiato que se manifestó entre el retorno del Estado de derecho, la reconquista de las libertades y de la democracia con la brutalización económica que se desplegó impiadosamente durante los últimos veinte años y en nombre de la integración al mercado mundial de países que habían permanecido ajenos a ese gran marco de referencia de las democracias occidentales. Dicho más breve y crudamente: la recuperación democrática se desarrolló con total independencia de la cuestión social y se hizo de espaldas a los reclamos de equidad de aquellos sectores de la sociedad que verían, a lo largo de esos años postdictatoriales, profundizarse su marginación y empobrecimiento.
Es este uno de los problemas centrales a la hora de pensar la relación, traumática, de los países latinoamericanos y los fenómenos de globalización. Del mismo modo, que se tendió a disociar democracia y conflicto, a reducir, cada vez más intensamente, la práctica y la idea de la democracia a sus formas institucional-jurídicas lo que tuvo como consecuencia inmediata el vaciamiento de lo político, su reducción a sede tribunalicia en muchos casos, y la expropiación, ideológico-conceptual, de la dinámica del conflicto como núcleo enriquecedor de la democracia reduciéndolo a lógica del “resentimiento” o a retorno fantasmagórico del populismo que, precisamente y de acuerdo a este discurso dominante, exacerbaba el conflicto reduciendo la calidad institucional.
Lo llamativo de los años finales del siglo veinte, y especialmente en nuestro continente, es que en nombre de la democracia y las libertades recuperadas se profundizó su vaciamiento y su ahuecamiento en casi todos los sentidos, incluyendo por supuesto el propiamente republicano que no dejó de pagar el precio de la devastación ética que atravesó el mundo de la política en la mayoría de nuestros países, allí donde una clase dirigente aggiornada a los nuevos tiempos neoliberales se convirtió en agente de una depredación monstruosa de esos mismos estados que supuestamente venían a recuperar y a sanear después de los años negros de las dictaduras. La Argentina de Menem tal vez constituya el paradigma de ese desbarrancamiento, de esa reducción de la política a ejercicio gansteril en nombre de las leyes del mercado, de la entrada al mundo global y de la propia democracia. Queda por pensar, también, el maridaje que se dio entre la perspectiva liberal-conservadora y cierto populismo que seguía utilizando una retórica y unos símbolos que, si bien pertenecían a otro momento histórico, no entraban en conflicto con el giro antiestatista y aperturista que dominó el discurso y la práctica durante los años noventa. Las críticas que hoy dominan los medios de comunicación provienen por lo general de aquellos mismos que no dudaron en aliarse con lo más rancio de ese mismo populismo que hoy denuestan.
Dentro de la tendencia, cada vez más dominante, a globalizar la mirada de la sociedad contemporánea, es decir, a despejar las diferencias y las diversidades en nombre de una universalidad abstracta y neutralizadora, lo que emergió con fuerza en nuestro continente es, por un lado, la aterrorizada perspectiva que hoy atraviesa el discurso de las clases dominantes ante el regreso, travestido, de un populismo que amenaza con desviar a Latinoamérica de su cabal entrada en el concierto de las naciones de un mundo que sólo progresa allí donde abandona raudamente cualquier referencia a antiguallas ideológicas que lo vinculan, todavía y desgraciadamente siempre siguiendo esta mirada cargada de prejuicios y reduccionista, con estatismos, nacionalismos, igualitarismos completamente fuera de moda y de época. Lo que antes, en otra etapa de la historia, llevaba el nombre fantasmal del comunismo subversivo se ha convertido, ahora, en otra forma espectral llamada “populismo”. Salvando la tan alabada seriedad con la que la convergencia chilena ha llevado adelante la transición pospinochetista sin variar en lo sustancial su política económica (eje de los permanentes elogios de la prensa internacional y de las corrientes liberales latinoamericanas que suelen utilizar a los serios y ordenados socialistas chilenos como ejemplo a seguir allí donde lo que amenaza es el estatismo populista y las nacionalizaciones retrógradas anunciadas por los nuevos exponentes de una antigua peste que infectó en otros momentos a muchos de nuestros países), o el reconocimiento de la mesura que mostró Lula al abandonar su inicial programa de gobierno para optar por un acomodamiento al establishment, unido al giro cuasi conservador de Tabaré Vázquez, el resto de los procesos desplegados en los últimos años caen, permanentemente, bajo la recurrente crítica de abandonar las genuinas políticas de apertura al mercado mundial y de desviarse de los fundamentos republicanos apelando a caudillismos añejos que nos retrotraerían a lo peor del pasado continental.
Extraño giro ideológico en el que se expresa, sin embargo, la permanencia de un prejuicio y la simplificación brutal de la historia que suele aparecer en los discursos de la derecha contemporánea acompañada, en la actual coyuntura, por cierto progresismo inclinado cada vez más hacia una retórica legalista vaciada de todo contenido social y político[1]. Será más que interesante volver sobre el debate o su carencia en torno al populismo, ya que creo que allí se manifiesta un eje clave para intentar comprender lo que está sucediendo en Latinoamérica en el contexto de una discusión más amplia sobre las consecuencias de la globalización y las distintas estrategias no sólo para combatir la pobreza sino para aprehender críticamente las nuevas condiciones que se vienen desarrollando y que involucran, a su vez, la ardua cuestión de las identidades culturales, políticas y sociales, tanto en sus continuidades como en sus rupturas e hibridizaciones. De la misma manera, que es también importante incorporar al debate las nuevas perspectivas que giran alrededor de la cuestión crucial del giro biopolítico de la modernidad anunciado primero por Michel Foucault y ahora recuperado en un sentido más amplio y complejo por pensadores como Giorgio Agamben y Roberto Espósito. Seguramente que a la luz de algunas de estas reflexiones se podrán interpelar mejor las significaciones actuales de la exclusión, de la pobreza, de la marginalidad y de la injusticia, como así también situar el debate en torno de lo político en otra encrucijada que sea capaz, a un mismo tiempo, de hacer dialogar entre sí a problemas centrales de nuestras sociedades como lo son la violencia, el conflicto, la heterogeneidad, la fragmentación social, las demandas identitarias, etc.
La historia no se repite. O al menos, y más allá de los dichos canónicos de ciertos historiadores inclinados a ofrecer una visión simplificada, casi nada de lo que aconteció en el pasado regresa en el presente manteniendo su lozanía ni manifiesta tendencias continuas, agazapadas desde el fondo de los tiempos esperando, siempre, la hora de su retorno triunfal. Cada época, en este sentido, reinícia la marcha de la sociedad sabiendo, sin embargo, que lo nuevo lleva dentro suyo, lo sepa o no, lo quiera o no, marcas profundamente talladas en su cuerpo. Que en la historia la repetición implica necesariamente la diferencia, el giro inesperado, la ruptura con algunos de los núcleos decisivos de esos otros tiempos que han quedado a las espaldas, incluso de aquellos que constituyeron momentos fundamentales y que acabaron por transformarse en mitos. Para decirlo de otro modo: cada presente se inventa su propio pasado, lo adapta a sus necesidades, lo inscribe en los imaginarios que atraviesan las formas de visión y comprensión que dominan la trama de sus dispositivos. Aunque lo deseemos con fervor, con una nostalgia que a veces nos arrasa el alma, es imposible regresar al pasado del mismo modo que nuestra infancia ha quedado para siempre encerrada, en el mejor de los casos, en una dulce melancolía o en un alivio nacido de saber que ya no podrá seguir mortificándonos del mismo modo[1].
Que la historia no se repita, y que ni siquiera sea verdadera en toda su extensión aquella frase tallada por Marx al comienzo del Dieciocho Brumario de Luís Bonaparte, frase tantas veces citada como si fuera la verdad revelada, y que el propio Marx decía haber leído en algún libro de Hegel, aquello de que la historia primero se da como tragedia y luego como farsa, no significa, por supuesto, que uno no vaya a la búsqueda, para intentar entender su época, de aquellos otros momentos de la historia que pueden servir de espejo invertido.
Para algunos periodistas y también para ciertos divulgadores del pasado es sumamente atractivo, y altamente funcional a sus intereses, destacar una y otra vez de qué manera las cosas se repiten, haciendo de la historia una suerte de escenario en el que en definitiva nos volvemos testigos de una eterna lucha entre buenos y malos, adaptándose cada uno a los gustos del periodista o historiador de turno.
Estas frenéticas búsquedas de relaciones especulares con el pasado se han convertido en una moda particularmente activa en nuestros días, en los que en la Argentina y en gran parte de Latinoamérica parecen regresar los inolvidables años setenta. Con el triunfo de Bachelet en Chile, mujer, divorciada, socialista e hija de un general asesinado por la dictadura pinochetista, y la inédita asunción del primer presidente indígena y de izquierda en Bolivia, que se suman a Lula en Brasil, a Chávez en Venezuela, a Tabaré en Uruguay y a Kirchner en la Argentina (y recientemente a Correa en Ecuador[2]), el sur de América parece haber regresado a los primeros años setenta, esos que se han vuelto míticos y que llevaron los nombres propios de Salvador Allende, de Velasco Alvarado, de Juan José Torres, de Héctor Cámpora y que estuvieron signados por las utopías revolucionarias de una generación que intentó tomar el cielo por asalto y que, como se encargaría de mostrarlo la segunda mitad de esa década, terminarían en el infierno y la desolación. La tentación es, sin embargo, demasiado grande, tanto para la derecha que, entre nosotros, habla desde las columnas de prestigiosos matutinos, del regreso del populismo estatizante, como para algunas izquierdas que creen estar viviendo nuevamente en una etapa revolucionaria. Para los primeros la antigua amenaza comunista se ha transmutado en la bestia negra de la actualidad que lleva el nombre de populismo; para los segundos el reloj de la historia siempre atrasa y no logran salirse de un arcaísmo paralizante que les impide comprender los profundos cambios que se han ido sucediendo en nuestras sociedades.
Que lo inesperado del actual escenario político latinoamericano genere múltiples comparaciones y hasta la sensación de un déjà-vu no significa que estemos ante una repetición de la década del setenta, y que más allá de ciertas similitudes o del espectro populista que tanto asusta a nuestros neoliberales e incluso a muchos de los llamados progresistas, lo que está sucediendo lleva, en parte, la impronta de todo lo que aconteció a lo largo de los últimos veinticinco años, tanto en el plano de las ideas como en el de las vicisitudes materiales de nuestras sociedades. Lo cierto es que la actualidad sorprendente de Latinoamérica ha tomado desprevenidos a casi todos los actores políticos e intelectuales, allí donde resultaba quimérico imaginar un giro tan elocuente en una historia que parecía encaminarse hacia la clausura y la desintegración de todas aquellas tradiciones que desplegaron su hacer en el interior del ideario emancipatorio. En todo caso, la brutalidad de las transformaciones que se sucedieron desde los años ochenta en adelante deben enmarcarse en un contexto internacional que arrasó las geografías conocidas y en el brusco clivaje de los imaginarios políticos que marcarían agudamente los derroteros de nuestras sociedades y que explican, en parte, el carácter de los actuales acontecimientos y de su laberíntica complejidad.
Destaco, para enfatizar lo que señalo, algunos acontecimientos que sacudieron al mundo en ese lapso: la profunda crisis del marxismo que estalló hacia finales de los setenta y que se adelantó a la caída del Muro de Berlín (aunque en los países dominados por la noche dictatorial la hora de las críticas se demoró algunos años e impidió, en gran parte, una genuina renovación de las izquierdas); el debate, todavía no saldado, entre los antiguos discursos modernos y las nuevas prácticas posmodernas que habilitaron, a su vez, el abandono de viejas categorías para dejar paso a renovaciones teóricas que resultaron bastante evanescentes; el dominio abrumador durante los noventa, y en especial pero no únicamente en Latinoamérica, del neoliberalismo que consolidó el triunfo de la ideología de mercado como referencia primera y última; la expansión hacia fronteras inéditas de las tecnologías de la información y la comunicación unidas a las emergencias de nuevos dispositivos científico-técnicos que amenazan con transformar radicalmente al propio ser humano junto con el planeta; la brutalización terrorista que se multiplicó desde, pero no únicamente, los atentados demoledores del 11 de septiembre de 2001 produciendo una perversa alquimia entre ideologías dogmáticas y tecnologías destructivas que ha clausurado cualquier referencia a valores justos para expresar, sin mediación alguna, la pura barbarie; hasta llegar a la profunda crisis de la política y de sus formas de representación, lo propio de nuestra época no es, entonces, la repetición, sino la extraña mezcla entre el pasado y la absoluta novedad, a lo que se le agrega la emergencia de esa compleja trama en la que se entremezclan lo económico, lo cultural, lo tecnológico, lo político estrechando las fronteras del mundo y globalizando las relaciones hasta poner en entredicho las viejas identidades nacionales, unido todo esto al desmembramiento del tejido social, a las nuevas formas de la intemperie y la pobreza capaces de transmutar las antiguas solidaridades propias de identidades en estado de acelerada fragmentación. De un modo inesperado regresan a escena algunos elementos que provienen de ese pasado que insiste aunque convertido, entre nosotros y en nuestra actualidad, en algo muy distinto de lo que fue. Constituye un ejercicio clave destrabar los prejuicios con los que se abordan algunas de estas recurrencias espectrales, de la misma manera que resulta fundamental volver a pensar críticamente lo que se guarda en el interior de algunos conceptos que, si bien permanecen en nuestros vocabularios, han sufrido radicales modificaciones a partir, precisamente, de esos cambios que por comodidad semántica encerramos en el interior de la nueva palabra-llave: globalización.
Tal vez por eso, los procesos que se han abierto en nuestro continente, si bien se vinculan, algunos de ellos, a tradiciones políticas de izquierda, unos, y populistas, otros, que se manifestaron con especial intensidad en los primeros setenta, responden a los aires de la época actual modificando, de un modo radical y quizás inesperado para muchos, lo que siempre se consideró como tradiciones progresistas e incluso revolucionarias. Ni Lula representa, hoy, la historia socialista del PT ni Kirchner es el heredero, puro y congelado durante tres décadas en los hielos patagónicos, de la generación montonera, del mismo modo que Bachelet tiene muy poco que ver con quien fuera en sus años juveniles en el Chile de la Unidad Popular ni los socialistas actuales se parecen a los que rodearon a Allende; y seguramente Evo Morales descorazonará a muchos eligiendo quizás el camino del pragmatismo de la misma manera que Tabaré Vásquez y el Frente Amplio colmado de antiguos cuadros tupamaros no esta conduciendo al Uruguay rumbo a la revolución social[3]. Y sin embargo algo está sucediendo en las tierras calientes de un continente pauperizado por políticas económico-sociales que aceleraron los conflictos en nombre de promesas siempre incumplidas. No casualmente, entonces, vemos como algunas experiencias resemantizan antiguas tradiciones mientras que otros se encargan de demonizar aquello que amenaza, hoy, con reinstalar en nuestro continente el espectro del populismo.
Los vientos de cambio que no dejan de sorprender en esta región del sur del mundo se enfrentan a sus propios desafíos y, claro está, a sus propios límites. No en vano pasó entre nosotros la década del noventa; sus marcas, sus envilecimientos, sus traumas, sus brutalidades e incluso sus seducciones no pueden ser borradas de un plumazo como quien gira el almanaque desprendiéndose, en ese gesto, de todo su pasado. Si bien la historia no se repite, la farsa es siempre una amenaza latente allí donde la propia sociedad prefiere hacer borrón y cuenta nueva, creyendo que de ese modo lo brutal del pasado, sus propias complicidades y bajezas, se volatilizarán como minúsculas partículas de polvo llevadas por el nuevo viento de la época.
Pensar tanto la globalización como interpelar las actuales condiciones sociales que, entre otras cosas, han modificado hondamente no sólo la realidad de la pobreza sino, también, nuestra percepción de ella y de los imaginarios que se constituyen a su alrededor, significa, entre otras cosas, poner en cuestión las fórmulas admonitorias, los prejuicios que esconden, muchas veces, un agudo plegamiento del pensamiento progresista a lógicas de la resignación o, más grave aún, a la aceptación del dominio planetario de un discurso monocorde adherido a las leyes del mercado y de un liberalismo estrecho y enceguecido con sus propios “triunfos”. Latinoamérica ha pagado un altísimo costo durante las últimas décadas como para seguir sosteniendo conceptos vacíos y teorías arbitrarias en nombre de la gran quimera de una entrada definitiva a las promesas emanadas de un tiempo capitalista que desea, de un plumazo y con extraordinaria torpeza, homogeneizar sociedades e identidades, culturas y tradiciones apelando a esas mismas promesas que, entre nosotros, han apuntalado la fragmentación y el empobrecimiento. De ahí que lejos de sentir temor ante la aparición de fenómenos políticos no siempre compatibles con las “buenas costumbres” declamadas por democracias fallidas, creo que el retorno del conflicto y de la heterogeneidad constituye una más que interesante oportunidad para sacarnos de encima la parálisis política que atravesó nuestro continente en los años anteriores.
2.
Los giros de la historia nunca dejan de sorprendernos. Hacer la prueba de instalarse en la década de los noventa para intentar pensar la actualidad, sus movimientos inesperados, la emergencia de lo insospechado, es más que interesante, supone un ejercicio del que seguramente nadie hubiera podido extraer, como posibilidad que se abriría en el horizonte más próximo, los cambios profundos y las novedades inquietantes del escenario latinoamericano. Lo que hoy está sucediendo en nuestros países, con diferencias y matices, con perspectivas no siempre encontradas, constituye un rotundo mentis a ciertos enunciados agoreros que destacaban sin dobleces la desaparición definitiva de discursividades y prácticas asociados a los antiguos fantasmas de políticas populistas, estatalistas o francamente inclinadas a hacer pie en la cuestión social y en la, abrumadoramente olvidada, distribución de la riqueza. Pensar la actualidad latinoamericana supone, desde un comienzo, recoger los hilos de un pasado que sigue insistiendo aunque en el interior de realidades que han mutado vertiginosamente. Tal vez, lo equívoco sea la utilización de categorías que presuponen contenidos que han quedado vacantes o se han modificado en la percepción de los actores contemporáneos, exigiendo un esfuerzo duplicado que nos conduzca a una genuina deconstrucción de algunos de esos términos a la hora de intentar comprender mejor y más intensamente el cuadro de situación.
Pienso, fundamentalmente, en conceptos muy en boga y dominantes que giran, hoy por hoy, alrededor de ese constructo retórico tan problemático que llamamos “globalización”. Me interesará, en todo caso, romper ciertos esquemas interpretativos, salirme de lo que el supuesto “sentido común” viene diciendo respecto a este fenómeno que domina el imaginario de la época y, desde ese gesto crítico, leer de otro modo aquellos otros núcleos de las sociedades latinoamericanas que resultan difíciles de abordar sin prejuicios. Me refiero, entre otros, a la cuestión de la democracia, del populismo, de las identidades colectivas, de los nuevos caudillismos políticos que se relacionan con el pasado y que a su vez lo subvierten, de las inéditas subjetividades estalladas que surgen de la nueva marginalidad urbana, de las transformaciones que se han operado en la pobreza hasta configurar un mapa muy distinto de los lenguajes que buscan dar cuenta de ella o que tienden a arrojarla a la oscuridad de lo maldito. Lo sucedido en las últimas décadas ha dinamitado el edificio de nuestras certezas y nos exige abordar con nuevos arsenales interpretativos fenómenos de extraordinaria originalidad.
Sin caer en falsos exitismos ni afirmar que América Latina ha entrado definitivamente en una nueva etapa de su tumultuosa historia (las señales evidentes de un giro anómalo e inesperado están allí como para ahorrarnos más comentarios), si creo necesario prestar atención a las señales que vemos surgir por doquier y que se expresan, sobre todo, en la reintroducción de palabras y conceptos olvidados o despreciados pocos años atrás junto con un cierto retorno (cada vez más intenso y significativo), sobre el que me gustaría volver más adelante, de la política, ahora desprendida, después del dominio de las retóricas neoliberales, de su reducción mercantilista o de su neutralización tecnocrática. Claro que este “retorno” de la política, la reaparición de un escenario conflictivo y la visibilidad de actores sociales antes despreciados u olvidados como partes claves de la escena cultural, política y social, no significa que estemos instalados, de un modo ya decisivo y como una inflexión superlativa, en un tiempo atravesado por demandas genuinamente políticas o que lo que hoy esté aconteciendo en Latinoamérica constituya un abandono radical y decisivo de las matrices que vienen dominando las discursividades y los imaginarios de las últimas décadas, en especial aquellos que se instalaron fuertemente a partir de los años ochenta y de la mano con la profunda crisis de los ideales emancipatorios, por un lado, y de los restos de voluntad transformadora que habitaba ciertas perspectivas que por comodidad denominamos “populistas”, por el otro.
Instalados en otra coyuntura histórica descubrimos, no sin cierto azoramiento, que las relaciones con el pasado continúan perturbando una actualidad que, sin embargo, sigue por caminos que ya no conducen, ni pueden hacerlo, hacia la reaparición de aquellos espectros que si bien parecen fugarse del museo al que supuestamente habían ido a parar, se presentan profundamente transformados. En todo caso esos “retornos” vienen a condicionar la aparente homogeneidad que le imprime a la sociedad actual la gramática globalizadora, allí donde las recurrencias del pasado, el regreso de ciertos debates aparentemente clausurados, la insistencia de identidades desvanecidas y esa otra vuelta extraña de un populismo anacronizante nos colocan en un laberinto del que no se sale afirmando modos del pensar y del hacer anclados en aquellos discursos que dominaron la escena en los últimos veinte años. Quiero decir que la discusión en torno a los efectos de la globalización en América Latina ya no puede hacerse eludiendo esas marcas espectrales ni pasteurizando la memoria o ese otro laberinto todavía más complejo de definir y de pensar que constituyen las identidades.
Es por eso imprescindible recuperar un cierto marco histórico para abordar críticamente los fenómenos contemporáneos, en particular los que se asocian con la globalización y sus decisivas transformaciones de las esferas tradicionales que supuestamente articulaban nuestras sociedades. No cabe duda, que frente a la proliferación de alternativas y de experiencias diversas en el interior de la geografía latinoamericana propias del pasado, las últimas décadas se caracterizaron por un irresistible proceso de homogeneización que atravesó no sólo la dimensión económica sino que se amplió a las esferas de la cultura, la política y lo que otrora se denominaba con el concepto, algo vago y abstracto y no carente de una cierta lógica esencialista, de “identidad”. En este sentido, fue principalmente la década del noventa la que tendió a dinamitar las estructuras del pasado (no las que articularon los mecanismos de dominación, esas permanecieron intocadas), sino aquellas que tenían que ver con lo que genéricamente podría denominarse “las formas del vivir” o las “identidades culturales”. Lo que se vino aparentemente abajo, lo que se derrumbó de acuerdo al discurso hegemónico del período, fueron esas tramas que entrelazaban ideales emancipatorios, resistencias culturales, políticas sociales entramadas con el reconocimiento de la diversidad y particularidades resistentes a los procesos de homogeneización propios del tiempo del capitalismo global.
No casualmente desde las ciencias sociales fueron transformándose las perspectivas de análisis al ir abandonando antiguas categorías para adentrarse en nuevos territorios. Con la crisis del marxismo se desvaneció, casi como por encanto, la venerable categoría de “clase social” que fue reemplazada, desde los ochenta, por los rutilantes “nuevos movimientos sociales” que, a su vez, también caerían en la picota del aceleramiento posmoderno que prefirió, en los últimos años, trabajar con formas más huidizas e inestables que giraron alrededor de esa ficción transformada en “ideal tipo” por Néstor García Canclini de “hibridización cultural”. Con esa palabra casi mágica se buscó dar cuenta de los fenómenos que iban emergiendo en el interior de los traumáticos encuentros del impulso globalizador y las formas locales de identidad y resistencia. Entre la homogeneidad y la heterogeneidad, entre el dominio creciente de un discurso aplanador y la persistencia de las diferencias, la teoría de la hibridación cultural alcanzó algo así como un equilibrio inestable.
Los noventa produjeron una suerte de cisma en el interior de nuestra historia, como si de un día para el otro se hubieran desvanecido prácticas y creencias, ideologías e identidades, palabras y experiencias absorbidas por un huracán que terminó por reducir a escombros gran parte de aquellas ideas desde las que, de distintos modos, se había pensado nuestro continente. Confluyeron en ese período crucial y traumático, acontecimientos mundiales y circunstancias locales, entremezclados con una crisis colosal de las identidades político-ideológicas vinculadas, en general, a tradiciones de izquierda y/o populistas. La caída de la Unión Soviética constituyó un punto de inflexión no porque se hubieran mantenido las expectativas en las promesas del socialismo real, sino porque vino a señalar de un modo aplastante la crisis radical de las izquierdas y el avance prodigioso de un discurso articulado alrededor del capitalismo triunfante convertido en el árbitro absoluto de la política, en el dueño de la nueva escena histórica.
Lo que se había anunciado a sangre y fuego a través de las dictaduras sudamericanas en la primera mitad de los setenta y que se prolongó hasta bien entrados los años ochenta, terminó por consolidarse con el retorno de la democracia: el abandono de las agendas sociales, la desaparición de mundos político-conceptuales que, durante casi todo el siglo xx, habían girado en torno al igualitarismo y a la integración. Parecieron derrumbarse tradiciones enteras junto con la entronización de la nueva ideología reinante que venía del norte y que iría desplegándose alrededor del sacrosanto mercado. Los procesos de transición democrática ampliaron la esfera de las libertades en el mismo instante en que profundizaron las desigualdades económico-sociales.
Tal vez la condición trágica de aquellos años, el sino de los procesos abiertos principalmente en Sudamérica con la caída de las dictaduras (en circunstancias bastante diferentes pero que por el espacio dejo sin aclarar), haya sido precisamente el hiato que se manifestó entre el retorno del Estado de derecho, la reconquista de las libertades y de la democracia con la brutalización económica que se desplegó impiadosamente durante los últimos veinte años y en nombre de la integración al mercado mundial de países que habían permanecido ajenos a ese gran marco de referencia de las democracias occidentales. Dicho más breve y crudamente: la recuperación democrática se desarrolló con total independencia de la cuestión social y se hizo de espaldas a los reclamos de equidad de aquellos sectores de la sociedad que verían, a lo largo de esos años postdictatoriales, profundizarse su marginación y empobrecimiento.
Es este uno de los problemas centrales a la hora de pensar la relación, traumática, de los países latinoamericanos y los fenómenos de globalización. Del mismo modo, que se tendió a disociar democracia y conflicto, a reducir, cada vez más intensamente, la práctica y la idea de la democracia a sus formas institucional-jurídicas lo que tuvo como consecuencia inmediata el vaciamiento de lo político, su reducción a sede tribunalicia en muchos casos, y la expropiación, ideológico-conceptual, de la dinámica del conflicto como núcleo enriquecedor de la democracia reduciéndolo a lógica del “resentimiento” o a retorno fantasmagórico del populismo que, precisamente y de acuerdo a este discurso dominante, exacerbaba el conflicto reduciendo la calidad institucional.
Lo llamativo de los años finales del siglo veinte, y especialmente en nuestro continente, es que en nombre de la democracia y las libertades recuperadas se profundizó su vaciamiento y su ahuecamiento en casi todos los sentidos, incluyendo por supuesto el propiamente republicano que no dejó de pagar el precio de la devastación ética que atravesó el mundo de la política en la mayoría de nuestros países, allí donde una clase dirigente aggiornada a los nuevos tiempos neoliberales se convirtió en agente de una depredación monstruosa de esos mismos estados que supuestamente venían a recuperar y a sanear después de los años negros de las dictaduras. La Argentina de Menem tal vez constituya el paradigma de ese desbarrancamiento, de esa reducción de la política a ejercicio gansteril en nombre de las leyes del mercado, de la entrada al mundo global y de la propia democracia. Queda por pensar, también, el maridaje que se dio entre la perspectiva liberal-conservadora y cierto populismo que seguía utilizando una retórica y unos símbolos que, si bien pertenecían a otro momento histórico, no entraban en conflicto con el giro antiestatista y aperturista que dominó el discurso y la práctica durante los años noventa. Las críticas que hoy dominan los medios de comunicación provienen por lo general de aquellos mismos que no dudaron en aliarse con lo más rancio de ese mismo populismo que hoy denuestan.
Dentro de la tendencia, cada vez más dominante, a globalizar la mirada de la sociedad contemporánea, es decir, a despejar las diferencias y las diversidades en nombre de una universalidad abstracta y neutralizadora, lo que emergió con fuerza en nuestro continente es, por un lado, la aterrorizada perspectiva que hoy atraviesa el discurso de las clases dominantes ante el regreso, travestido, de un populismo que amenaza con desviar a Latinoamérica de su cabal entrada en el concierto de las naciones de un mundo que sólo progresa allí donde abandona raudamente cualquier referencia a antiguallas ideológicas que lo vinculan, todavía y desgraciadamente siempre siguiendo esta mirada cargada de prejuicios y reduccionista, con estatismos, nacionalismos, igualitarismos completamente fuera de moda y de época. Lo que antes, en otra etapa de la historia, llevaba el nombre fantasmal del comunismo subversivo se ha convertido, ahora, en otra forma espectral llamada “populismo”. Salvando la tan alabada seriedad con la que la convergencia chilena ha llevado adelante la transición pospinochetista sin variar en lo sustancial su política económica (eje de los permanentes elogios de la prensa internacional y de las corrientes liberales latinoamericanas que suelen utilizar a los serios y ordenados socialistas chilenos como ejemplo a seguir allí donde lo que amenaza es el estatismo populista y las nacionalizaciones retrógradas anunciadas por los nuevos exponentes de una antigua peste que infectó en otros momentos a muchos de nuestros países), o el reconocimiento de la mesura que mostró Lula al abandonar su inicial programa de gobierno para optar por un acomodamiento al establishment, unido al giro cuasi conservador de Tabaré Vázquez, el resto de los procesos desplegados en los últimos años caen, permanentemente, bajo la recurrente crítica de abandonar las genuinas políticas de apertura al mercado mundial y de desviarse de los fundamentos republicanos apelando a caudillismos añejos que nos retrotraerían a lo peor del pasado continental.
Extraño giro ideológico en el que se expresa, sin embargo, la permanencia de un prejuicio y la simplificación brutal de la historia que suele aparecer en los discursos de la derecha contemporánea acompañada, en la actual coyuntura, por cierto progresismo inclinado cada vez más hacia una retórica legalista vaciada de todo contenido social y político[1]. Será más que interesante volver sobre el debate o su carencia en torno al populismo, ya que creo que allí se manifiesta un eje clave para intentar comprender lo que está sucediendo en Latinoamérica en el contexto de una discusión más amplia sobre las consecuencias de la globalización y las distintas estrategias no sólo para combatir la pobreza sino para aprehender críticamente las nuevas condiciones que se vienen desarrollando y que involucran, a su vez, la ardua cuestión de las identidades culturales, políticas y sociales, tanto en sus continuidades como en sus rupturas e hibridizaciones. De la misma manera, que es también importante incorporar al debate las nuevas perspectivas que giran alrededor de la cuestión crucial del giro biopolítico de la modernidad anunciado primero por Michel Foucault y ahora recuperado en un sentido más amplio y complejo por pensadores como Giorgio Agamben y Roberto Espósito. Seguramente que a la luz de algunas de estas reflexiones se podrán interpelar mejor las significaciones actuales de la exclusión, de la pobreza, de la marginalidad y de la injusticia, como así también situar el debate en torno de lo político en otra encrucijada que sea capaz, a un mismo tiempo, de hacer dialogar entre sí a problemas centrales de nuestras sociedades como lo son la violencia, el conflicto, la heterogeneidad, la fragmentación social, las demandas identitarias, etc.
[1] En la Argentina ese proceso de captura del discurso progresista por parte de la continuidad neoliberal se dio bajo el gobierno de la Alianza que, supuestamente, venía para desmontar los horrores causados por el menemismo. Su discurso giró con exclusividad alrededor de la retórica republicanista, haciendo hincapié en la lucha contra la corrupción mientras dejaba intocada la política económica implementada por Cavallo durante la década del noventa. Mientras se afirmaba una supuesta refundación “ética” de las instituciones se aceptaba acríticamente la inexorabilidad de la economía de mercado y los costos sociales que se debían pagar, asociando todo eso con una profunda y decisiva despolitización de la propia tradición progresista que creyó que era posible refundar la política desde un set de televisión y plegándose a la lógica de la sociedad del espectáculo. Creyendo que la historia ya estaba saldada y clausurada y que los nuevos aires de época venían a demostrar lo inmodificable de una realidad impiadosa, los progresistas fueron asumiendo casi sin darse cuenta los usos y las costumbres del neoliberalismo. Una perturbadora transformación cultural que acompañó los cambios estructurales de la economía y de la sociedad fue naturalizando los valores de una ideología que parecía dominar la totalidad de la escena histórica. Una de sus primeras víctimas fue el progresismo que, travestismos de por medio, terminó asociándose, como había sucedido con gran parte de la socialdemocracia europea, a las corrientes conservadoras. En la actualidad latinoamericana es común ver cómo muchos de los antiguos progresistas de los noventa se han convertido en furiosos adversarios de los procesos populares que se han abierto en varios de los países del continente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comentarios