La televisión, que en lo fundamental es heredera del circo, ha tomado de él el grotesco pero sin lirismo. El programa de Marcelo Tinelli posee muchas características que han sido notadas por reflexiones concitadas entre analistas de la televisión y telespectadores. La vocación de un programa como el de Tinelli es la degradación de la historización de la vida y la existencia colectiva.
Por Horacio González
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Ricardo Heredia. Dibujante
Está en discusión el programa de Tinelli. ¡Cuántas veces hablamos de él! Lo veo como una continuación desfigurada de la gran tradición del circo. En las arenas de los circos inmemoriales, habita el payaso, la ecuyère y el equilibrista. En los intervalos, el payaso, como una segunda voz tragicómica, va enhebrando los episodios que los contorsionistas o trapecistas arriesgan como desafío al alma infantil, que es nuestra propia alma. El circo, antes que nada, es la red del trapecista. Quiere decir que puede caer. Pero que a la caída, hay que preverla o conjurarla con el obvio artificio de esa prevención. ¡Falta de creencia en el riesgo absoluto o aseveración de que todo está en riesgo, y que de alguna manera hay que preservar al artista de la muerte! El tema del circo, en efecto, es una versión insatisfecha de la muerte del artista. Muerte ocasional, porque todo está preparado para que no ocurra. Pero alguna vez debe ocurrir que por más domesticado que estén los leones, la cabeza del domador corre peligro. El circo es el animal domado, la rutina de la amazona, el sesudo engaño del prestidigitador, pero en algún momento algo debe quedar expuesto al peligro escénico, que en su sentido final, finalísimo, entraña un peligro de vida. Las formas subsistentes del circo han suprimido la fina ironía sobre la muerte y se han instalado en la grosera parodia.
La televisión, que en lo fundamental es heredera del circo, ha tomado de él el grotesco pero sin lirismo, el sentido clonesco del existir pero solamente como forma del mercado de los gestos y del lenguaje. El programa de Tinelli -que representa a la Argentina pero también a la televisión universal-, posee muchas características que han sido notadas por muchas reflexiones que siempre concitó entre analistas de la televisión y telespectadores (que también son analistas de la televisión). Un ambiente de juerga permanente revela la existencia de un padrillo que subraya los dobleces del lenguaje con una interpretación soez, que a los transfondos múltiples de la alusión erótica, los deja establecidos en un pequeño mundo dual de escuetas picarescas. Las coreografías acentúan un remedo performativo sexual, que no pocas veces encajona en una rutina determinista a buenos bailarines. La risa cómplice del presentador -que se instala en la serie de los locutores barriales que sin duda opera como nostalgia tecnológica de un estrato anterior de los medios de comunicación-, sobreactúa un patronazgo sobre cuerpos y lenguajes, en los que triunfa una humillación por la vía de la "sobrada" con que suele actuar un poder económico frente a empleados y sirvientes. Una coreografía de servilismo e injuria artística preside las actuaciones del animador, que resuelve la escena circense sin el halo que siempre acompañó al circo -la tragedia pendiente, demorada por la actuación cómica y el peligro imaginario de los animales salvajes o la altura de los trapecios-, reemplazándolo al contrario por la befa y el sarcasmo patronal.
Pero hay algo más. Al "doble sentido" que mixtura grotesco cachador, resoluciones estereotipadas de la sensualidad y ruina coreográfica para situaciones que podrían ser de otra manera -un merengue bien bailado, en ocasiones, pudo verse en la maraña de alusiones a un primitivismo erótico que destruye su simiente fundamental, que siempre fue y será cierto misterio de la palabra y los cuerpos-, se le agrega un enjuiciamiento de los participantes del programa a través de un tribunal que hereda asimismo la vieja función del coro, que a veces protagonizaba "el dueño del circo" o a veces un rabelesiano conjunto de payasos, doble voz de mundo supuestamente serio del coordinador del espectáculo. Este jurado ensaya, guionado o no, un conjunto de ardides en medio del juzgamiento, y no puede decirse que en ese acto, no se presente una inesperada complejidad. Es sabido que la televisión es una maquinaria de enjuiciamiento las 24 horas del día, y en todo el planeta, sin cesar, yendo del linchamiento mediático a la premiación como don de la rueda de la fortuna. El programa de Tinelli pone en escena un modelo de juicio al punto que podemos en verdad considerarlo un drama judicial.
Se juzgan desempeños artísticos pero de una manera humillante, con contrapuntos entre "buenos ", "malos", "exigentes", "caprichosos", haciendo de la valoración de un acto, una cuestión que está del todo cercana a lo que realmente ocurre en la "vida real", esto es, en los ambientes profesionales, laborales o simplemente en el mercado de almas que es toda sociedad contemporánea mediada por el tono carnavalesco que tiene la palabra mediática, y no solo en los llamados programas de entretenimiento. Muchas veces, estos juicios representan muy bien discusiones en las que se filtra el drama de la diaria evaluación que de una manera tácita o brutal implica el mero existir. El aire ficcional que tiene todo impide pensar que está en juego una evaluación en regla -con elementos de rendimiento y compromiso artístico valederos-, pero no debemos pensar que sea enteramente así. Por momentos, los jurados, marionetas de la producción del programa, revelan cierto amor propio, como también los participantes al discutir tal o cual punto del enjuiciamiento paródico. Por lo tanto, nos parece que buena parte de la atracción del programa reside en que pone en tono burlón un juicio sobre el desempeño en materia sexual, como protoforma y celada de un juicio general sobre la existencia popular en su conjunto. ¿En relación a qué? A un "score" de rendimientos materializados en restos de una danza primitiva que adquiere eficacia como género provocador por excelencia. Esto es, el género de una mítica danza de dioses sexuados que habitan en nuestra conversación diaria, y que semidesnudos en la selva de las calificaciones, nos dejan en la eterna duda sobre el modo en que debemos ponernos a prueba, esa vez y todas las veces en que sentimos que es necesario pensar que hay inocencia en las pruebas malditas y maldición en las pruebas inocentes que nos proponen.
No vale entonces decirle "vulgar" al programa de Tinelli, pero tampoco "popular". Su acción cumbre, la parodia de los políticos en la elección de 2007, concluyó en que la imitación de De Narváez fue imitada luego por el propio De Narváez. La retroalimentación del programa demostraba hasta que punto lo que llamamos "rating" es un consumo masivo, sigiloso y operante que implica un conjunto de símbolos rotos que consultamos en nuestro espíritu atribulado cada vez que nos preguntamos por nuestra relación con el juicio de verdad, que tentamos aplicar a los asuntos colectivos o individuales. El mito final de la "conciencia vacía", los hombres de paja de las grandes poéticas del siglo XX, se representa, por cierto, antes millones de espectadores, que tienen en ese momento la prueba cabal de que es posible que haya dominio, sarcasmo y disciplina en un curso histórico donde el juicio coincide con un abismo existencial manuable, consolador. Por eso no hay que decir que Tinelli sea vulgar. Ni lo la televisión mundial: son apenas redundantes en su fuerza escénica. Nada más parecido a Tinelli que cuando se ensaya cierto juicio teatral de marionetas sobre los eventos mundiales, como la transmisión de la CNN de las acciones contra Kahdafi. ¿Vulgar? Eso que lo diga Biolcati. Cuando este hombre opina sobre la vida popular, no sabe lo que dice. Porque es la visión de una antigua patronal económica con base física territorial frente a las patronales inmateriales de las estructuras de la lengua (el "titeo", según lo recogía Viñas en sus memorables críticas literarias). Se equivoca pues el presidente de la Sociedad Rural - y se equivocan todos los que en su mismo andarivel de pensamiento creen que los espectadores masivos son iguales a un conjunto similar de votantes. Al contrario, el votante puede redimir al espectador masivo de Tinelli, porque los espectadores no hacen un solo tipo de cosas con sus libertades expresivas. Un telespectador puede estar encadenado frente a Tinelli y puede sentirse más libre si hace valer su voto en un flujo colectivo de distinta índole. Hay corrientes colectivas en flujo que pueden ser liberadores frente a Tinelli -sin que su programa deje de ser visto-, y otras modalidades expresivas tinellianas pueden redundar con comportamientos en la esfera política que les sean fatalmente miméticos, desembocando en momentos asfixiantes de la vida real.
Los dichos de Biolcati son una forma del desprecio a un camino emancipador electoral compuesto no por la suma atomística de los votos -aunque muchísimos de estos en sí mismos no surjan de la vertiente social emancipatoria-, sino por el contrato social que se produce cuando un resultado ya no solo electoral sino también social se pone en el seno de los atributos de la política historizada. La vocación de un programa como el de Tinelli es la degradación de la historización de la vida y la existencia colectiva, más allá de sus propias convicciones políticas, las que hubiera en su caso. El aparato ideológico-pedagógico-judicativo que lo constituye es lo masivo que horada las fuentes de lo popular, incluso las que provienen del magno legado del circo y de las coreografías de la danza popular --aunque siempre "algo haya" como súbito momento de libertad expresiva en la manifestación última y rebelde de algunos bailarines. Biolcati se equivoca al ver a Tinelli -a quien tanto se parece en todo sentido-, como un punto en la erosión de la dignidad del voto. Los que criticamos a Tinelli -y de tanto en tanto lo vemos, en las cansinas noches donde el telespectador derrotado se confunde con el crítico cultural que también sabe burlarse de sí mismo-, debemos criticarlo tanto o más que Biolcatti pero por razones muy diversas. Lo criticamos porque la noción de "lo popular" es históricamente constituida en cada momento singular de una trayectoria colectiva, y verdaderamente, en ese programa yace en su encierro jocundo una parte de la vida popular junto a un encadenamiento axiomático, opresivo de formas milenarias del baile popular. También yace, en su drama contenido y con expresión irreflexiva, el drama del juzgamiento por el otro, dimensión experiencial y laboral que a todos nos constituye. A Biolcati no le gusta porque él anula la mirada de la democracia toda vez que el ojo social no se forja en el mero desfilar de las vacas; a nosotros, en cambio, Tinelli no nos gusta porque vemos ahí todo lo que está sustituyendo una televisión popular, cuyos elementos mantiene aherrojados en un guión que nos instruye sobre la fiesta distendida del patrón y su lenguaje, del empleador y su risa ganadora; del macho domador y su impotente mirada cómplice a las cámaras. ¿No es compleja entonces la situación? Que Biolcati se acuerde ahora de la "tinellización" de la cultura, no quiere decir que no veamos el problema que constituye el mundo de Tinelli: debe ser criticado por quienes no concordamos ni con la estética ni con la ética de Biolcati, porque allí no es que esté lo popular en una de sus manifestaciones posibles, sino porque allí está lo popular en su dimensión de espera, pasado por cedazos que lo desmantelan aunque pueden no apagarlo del todo (el circo inmemorial... la tragicomedia del artista que atraviesa todas las épocas del arte bufo y paródico), y que nos revela a cada paso que una reforma social significativa también debe invitar a pensar una nueva televisión popular que no quiera declinar en sus efectos masivos..., pero no empleando a cada paso la encubierta lengua de la sumisión. La gracia es también ideológica. Es que la forma nebulosa de nuestro “yo” –la manera casi exclusiva bajo la cual existe-, siempre está involucrada en el juicio sobre la televisión (y como ella reelabora nuestro propio juicio) y en el juicio sobre los actos colectivos (una elección, por ejemplo), surgiendo de inmediato la incómoda sorpresa (conjurada con reverencias democráticas), de que los que no actuaron como nosotros en ese infinito océano de conciencias exigen que nuestro pensamiento oscile entre una molesta extrañeza y una inquieta resignación.
*Sociólogo, escritor, docente. Director de la Biblioteca Nacional
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