03 septiembre 2011

Política, Sociedad y Televisión/ El puntero: Apuntes para una genealogía de la impureza/Por Sebastián Russo

El puntero
Apuntes para una genealogía de la impureza

El discurso crítico sobre la negociación política se fundamenta en la indistinción entre negociación y corrupción. Negociar en política es, en la jerga popular, tranzar. Y siendo que el negociar es el insumo básico de la política, corrupción (tranzar) y política (negociar) se igualan. Paradigmas que se cruzan. Que conviven, pero con fundamentos distintos, umbrales distintos.

Por Sebastián Russo*
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Marcia Swartz

Escena final del capitulo. El Gitano y Clarita cenan. El ofuscamiento y cansancio de siempre. Un agotamiento que se sabe, se siente, insoportable, y a la vez necesario, inescapable. He allí la marca trágica de una realidad compleja, vivida densamente, experiencialmente. Donde lo personal y lo colectivo, lo económico y lo político, los amores y las rivalidades se entienden inescindibles al flujo vital de lo-cotidiano.

Ella pregunta, insidiosa, prepotente, si finalmente negoció con el intendente, el desalojo de un prostíbulo donde se explotaba a menores. “Quiero saber si negociaste prostitución”. Él la mira, y luego de una tibia negación, dice, atragantándose con la comida, entrecortándose su voz, “si, claro que negocié”. Se levanta, y turbado sigue diciendo “la puta que te parió, claro que negocie, como vos negociás todos los días, eligiendo con quién hablar y con quién no, que investigar y qué no… qué te pensás, trato con el intendente, las cosas son difíciles, dependemos de él… Es fácil para vos, que alegremente criticás, y mirás así, con cara de que las cosas pueden hacerse de otra manera… decime cómo, demostrame cómo se pueden hacer de otra manera… Claro que negocié, y gracias a que negocié esas pibas están afuera de ese prostíbulo del orto, y conseguí trabajo para la gente” Y también dice, agitado, aturdido, “no me trates así”, reprochando la degradación, la humillación, el gesto de superioridad de ella, acusándolo.

¿Qué emerge de esta conversación? Paradigmas que se cruzan. Que conviven, pero con fundamentos distintos, umbrales distintos. El discurso crítico sobre la negociación política, se fundamenta en la indistinción entre negociación y corrupción. Negociar en política es, en la jerga popular, tranzar. Y siendo que el negociar es el insumo básico de la política, corrupción –tranzar- y política –negociar- se igualan.

El Gitano, así todo evidencia que ambos negocian. Y que esa diferencia, esa partición cotidiana, es lo propio del trabajo político. “Donde emerge el Dos de la política”, diría el argelino Ranciere. Pero ésta misma raigambre negociadora, de ser asumida, abre una nueva distinción. Ya no en torno a los que negocian de los que no, sino entre los que negocian de modo limpio, y los que no. Y he ahí uno de los núcleos metafóricos del discurso anticorrupción: el concepto de limpieza, de pureza. Limpieza, entendida, eminentemente moral.

No es casual que uno de los iconos utilizados por la Coalición Cívica sea una gota de agua. Fuerza política, esta (aunque no solo ella, sino que es un paradigma dominante de los discursos contemporáneos en torno a la política), que ha hecho del discurso moral, un eslogan de campaña; de la lucha contra la corrupción, un programa político. Recordemos sino a la Alianza, que en 1999 vence en las elecciones con un discurso eminentemente moral: “la convertibilidad no se toca, solo la corrupción”
[1]. Gobierno que además de terminar en una debacle económico social sin precedentes, tuvo graves denuncias y procesamientos sobre escandalosos casos de, sí, corrupción: el llamado caso Banelco, en el que portafolios llenos de dinero se dispusieron para que se aprobara la ley de flexibilización laboral. Vaya estatura moral la de esta gente: además de “quedarse con un –flor de- vuelto”, haciéndolo para facilitar una de las leyes más aberrantes para los trabajadores.

Discursos, entonces, que se afincan en las dicotomías suciedad-limpieza, pureza-impureza (de reminiscencias cristianas, que exacerbadas fueron sustento ideológico-racial al fascismo nazi), y que se basan en un enunciar que “las cosas pueden hacerse de otro modo”, no corrupto, limpio.

La cuestión, el quid de dicha cuestión, es que dichas cosas no pueden menos que estar afincadas, surgir, emerger desde tramas complejas, enmarañadas, revueltas, impuras. Donde dichas cosas (y hablamos de obras, acciones públicas en general) no pueden realizarse (por su origen complejo, o directamente, social) sin perjudicar algunos de los intereses en pugna de la trama en la que se encuentran insertas. Suponer que se puede actuar en la esfera pública sin conmover interés alguno es suponer una realidad, relaciones sociales, sin antagonismos, sin conflictos.

He ahí que la metáfora de lo cristalino se asemeje, en su idealismo (y no decimos utopismo), al discurso cristiano que solo puede sostener su aspiración armónica, desconociendo, ocultando la raíz conflictiva de lo social, subsumiéndola al garante universal, Dios. La paz, dirá Walter Benjamin, solo puede pensarse, como momento en el que la fuerza hegemónica domina sin resistencias. Ya que lo que es inmanente a las relaciones humanas, y en cuanto a su vínculo político se refiere, es la lucha, el antagonismo, el desacuerdo (al decir del argelino)

Es así que la negociación, es decir la compleja relación de intercambio de intereses, es inescindible del proceso de acción sobre lo real. Solo no tiene que negociar aquel que, o no hace nada (por inacción o por pretensiones idealistas que hacen abortar toda acción por no ensuciarse), o aquel que ha extirpado a alguno de los interesados (en Auschwitz, en la ESMA, por ej, no había negociación) Igualar negociación a tranza, es decir, cargarla de una acepción negativa, despectiva, es menospreciar el insumo básico de la política, por tanto, es desprestigiar a la política misma.

Y podría pensarse como legados cercanos a esta política de despolitización de la política, tanto el neoliberalismo (de Martínez De Hoz a Menem), el fracaso y papelón de la Alianza (ultra-neoliberal), como de la revuelta popular de fines del 2001 y sus formas ulteriores. En todos estos casos la política fue entendida como entorpecimiento. Del desarrollo económico: que se tradujo en eliminar las trabas que una negociación con los sectores afectados hubiera generado (he allí la flexibilización laboral, como botín de guerra de este “desprecio” por la negociación –precisamente lo que se flexibilizaba era la relación empleado-empleador, coartando las capacidades negociadoras del primero. Y la literal desaparición del empleado con quien negociar durante la dictadura militar –no fue casual el ensañamiento con los líderes sindicales-) Entorpecimiento, –se creyó, en los épicos 19 y 20 de diciembre, y el proceso asambleario posterior- de una refundación político-social -, que se tradujo en un pretendido eliminar la negociación que suponía la idea de representación política, en pos de una supuesta democracia directa: he ahí el “que se vayan todos”, apotegma paradójico, luego del cual, a pocos días de su emergencia, Duhalde asume la presidencia.

La relación pureza-impureza, también es trabajada por Alain Badiou, en un texto sobre filosofía y cine, donde compara al trabajo del cineasta con el del filósofo. Dirá que ambos parten de la complejidad, de la impureza propia del mundo real, para intentar purificar un discurso, una obra. A diferencia de otras artes, el cine (y podríamos decir una serie televisiva, incluso, en grado sumo) no se inicia con un lienzo limpio, ni con una hoja en blanco, sino desde el caos de lo múltiple y abigarrado de los objetos, símbolos, imágenes, discursos cotidianos. “Se parte del desorden, de la acumulación, de lo impuro, y se va a intentar crear pureza… podemos incluso, y exagerando, comparar el cine con el tratamiento de la basura”
[2].

Esta concepción, nos recuerda al trabajo del bricoleur, que caracterizaba Levi Strauss en El pensamiento salvaje, de selección, y resignificación –incluso lúdica- de los elementos de los que dispone en determinado tiempo y espacio. A diferencia del ingeniero, que racionalmente se ceñía a un plan previamente elaborado, con elementos anteriormente especificados.

Se crea desde los restos, porque la realidad está hecha de restos, cúmulos. Ese es el sustrato desde donde el cineasta, el filósofo, ¿el político?, crea, construye, se desarrolla, y con él, su obra. “Dominar esta infinidad sensible resulta imposible y en esta imposibilidad reside lo real del cine. El cine es una lucha con lo infinito… en su esencia (el cine) es este cuerpo a cuerpo con lo infinito de lo sensible”, termina diciendo Badiou.

Es desde el fango, desde la viscosidad, y no desde un escenario límpido y sin dobleces ni espesuras, desde donde quien interviene fácticamente debe trabajar. Esos y no los elegidos y listados previamente son los elementos con los que debe contar, con los que incluso debe lidiar. Intentar encontrar pureza, dirá Badiou, desde la impureza misma en la que lo real se expresa.

“El puntero” es un producto televisivo complejo, hecho de restos, de desperdicios y, como la definición de cine de Badiou, parte de la impureza propia de lo real, no de la pureza –también real, pero en tanto anhelo- de la hoja en blanco, del mundo armonioso. Parte del caos, propio de todo conglomerado humano, en absoluto exclusividad de una villa miseria. Y tras su universo de espectacularizado realismo sucio (mezcla de Pizza Birra y Faso, Okupas y Policías en Acción), plagado de estereotipos, y prejuicios clasemedieros, donde apenas si quedan representados los modos comunitarios de la villa, su larga historia (y presente) de lucha, sospechado incluso de ingresar torpemente en la disputa simbólico-política coyuntural (el programa se emite en canal 13, del grupo Clarín, y en su presentación reiteradas veces se ve a Perón, Evita, nunca al Pro, por decir. O sea, operando con el imaginario mediático que entiende que todo puntero, es peronista) Así todo, y desde lo que se presume un estudiado y cuidado producto ideológico-comercial, cuales restos trágicos emergen huellas de paradigmas en pugna en los que la política se expresa. Sea como ámbito de negociación, fango donde las ideas deben devenir materialidad, siempre viscosa, fibra pulsional (“fuego, mantenlo prendido, no lo dejes apagar”, grita la cortina musical); sea como anhelo idealizado de espíritus pulcros, ascéticos y altruistas.

¿Qué particular dialéctica se da entre estas miradas-acción, entre la del Gitano y la de su mujer? ¿Será que esa relación tensional, sostenida, nos está diciendo algo sobre los modos, desde donde nuestra relación –claro, política- con lo real emerge? ¿Entre la discursividad igualitaria de Clarita, y la capacidad de intervención real, directa, física del Gitano? ¿Es acaso esta dialéctica acción-discurso (pasión-cálculo) la ineludible para pensar la política?

La igualdad, dice Ranciere, que solo se inscribe en la máquina social a través del disenso, no es un fin por alcanzar. Es un punto de partida, un presupuesto que se debe verificar a través de secuencias de actos específicos. (…) La igualdad es fundamental y ausente, actual e intempestiva, siempre remite a la iniciativa de los individuos y grupos que, a contracorriente del curso ordinario de las cosas, asumen el riesgo de verificarla, inventando formas individuales o colectivas para su verificación
[3].

Así, el imposible intento por dominar lo sensible, que expresa “lo real” en cine, tal como citábamos a Badiou. Se liga (lo hacemos ligar) con esta ausencia fundamental desde donde la igualdad se evidencia fin a alcanzar. Desde estas comarcas pantanosas, donde lo real se entrelaza con lo imaginario, donde los intereses personales, colectivos se funden de modos intempestivos, canónicos, donde “pensar un pueblo” se expresa axioma trágico tanto de la política como del arte (lo explicite o no), es desde donde el intercambio pulsional, afectivo, ideológico, material, moral se yergue sustrato fundamental del siempre conflictivo e irrenunciable afán por la pregunta: “cómo vivir juntos”.

Notas:
[1] Sobre el concepto de corrupción, y en relación a la discursividad moralista de la Alianza ante la corruptela menemista, previo a las elecciones del 1999, escribió Dardo Scavino “La era de la desolación. Ética y moral en la Argentina de fin de siglo” (Ed Manantial, 2000), en donde entendía que la moralina de la Alianza no cuestionaba de fondo la política menemista, propio entonces de todo cuestionamiento moral, en relación a la política (no casualmente trabaja con Spinoza, quien entendía que los asuntos de la política, y los de la moral, iban por carriles diferentes)
[2] Badiou, Alain. “El cine como experimentación filosófica”. En Pensar el cine 1. Imagen, ética y filosofía. Ed Manantial. 2004
[3] Ranciere, Jacques. “En los bordes lo político”. Ed La Cebra. 2007




*Sebastián Russo es sociólogo, coordinador de la revista Tierra En Trance y Director Editorial de la revista En Ciernes

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