02 septiembre 2011

Política e Historia/La integración latinoamericana:lecciones a la luz del bicentenario/Por Atilio. A. Boron

La integración latinoamericana: lecciones a la luz del bicentenario



Uno de los beneficios que otorga la perspectiva histórica es facilitar la mejor interpretación de eventos y procesos ocurridos en el pasado. En este caso, la independencia de los países de América del Sur. Para ello será preciso no dejarse deslumbrar por los fastos del bicentenario e indagar en profundidad la naturaleza de las luchas de la gesta independentista





Por Atilio A. Boron*
(para La Tecl@ Eñe)



Uno de los beneficios que otorga la perspectiva histórica y la larga duración es facilitar la mejor interpretación de eventos y procesos ocurridos en el pasado como, en este caso, la independencia de los países de América del Sur. Vista desde la actualidad se pueden apreciar con mayor claridad tanto sus logros como sus asignaturas pendientes, transcurridos dos siglos desde su inicio. Para ello será preciso no dejarse deslumbrar por los fastos del bicentenario e indagar en profundidad la naturaleza de las luchas de la gesta independentista.

Comencemos recordando lo que a menudo se olvida, pues los pueblos que no recuerdan están condenados a repetir los errores del pasado. Es necesario, por esto mismo, tener en cuenta que los procesos independentistas sudamericanos tuvieron una temprana –si bien fugaz- maduración en el Caribe, y más precisamente en Haití. Esta colonia, la más rica del Caribe y una de las más apetecidas del mundo, proclamó su independencia en 1804 y Francia, por entonces emancipada del yugo monárquico y rampante bajo el liderazgo republicano de Napoleón, se comportó como lo hacen todos los imperialismos: invadió y saqueó a la isla rebelde, dispuesta a propinarle un definitivo escarmiento. Aunque fue derrotada por los patriotas haitianos, la gravitación de Francia en el delicado equilibrio internacional de la época le permitió imponer durísimas condiciones a sus vencedores: las reparaciones e indemnizaciones para compensar a los colonos expropiados. Estas crueles e injustas exacciones provocaron una descomunal hemorragia económica y financiera que perduraría casi un siglo y medio -de hecho, recién se terminarían de pagar en 1947- obrando el perverso milagro de convertir a la isla más rica de las Indias Occidentales en el país más pobre del hemisferio. ¡Toda una lección para los que creen en la “misión civilizadora” del imperialismo!

Aquellos bravos esclavos que regaron con su sangre su empeño por abolir la esclavitud y, al mismo tiempo, conquistar la independencia de su patria despertaron la admiración del Libertador Simón Bolívar. Consciente de esta situación solicitó al presidente de Haití, Alejandro Sabes Petión, el apoyo militar y logístico para reiniciar en 1817 la segunda y definitiva etapa de la lucha independentista en el continente, frustrada hasta ese momento a causa de las divisiones, vacilaciones y traiciones de los criollos así como de la tenaz resistencia de ofrecida por las armas de los peninsulares.

En Haití más que en ninguna otra parte las guerras de la independencia revelaron con meridiana claridad su contenido social a la vez que político: emancipación de los esclavos y de los pueblos y autodeterminación nacional. El proceso independentista venía de muy lejos. De hecho, las colonias españolas en América rara vez disfrutaron de prolongados períodos de paz y sin verse afectadas por fuertes agitaciones intestinas. En el caso de América del Sur sobresalen las conmociones registradas en la actual Bolivia, por entonces el Alto Perú perteneciente al Virreinato del Río de la Plata, y muy especialmente la rebelión de Túpac Katari en 1781. Este líder aymara logró constituir un ejército de unos 40.000 hombres y sitió a lo que hoy conocemos como La Paz (antes: ciudad de Chuquiago). El movimiento fue sangrientamente reprimido luego cuatro meses de asedio y su líder salvajemente ejecutado: descuartizado en vida. Antes de que las autoridades de la colonia perpetraran su asesinato pronunció una frase que, sobre todo en el siglo veinte, haría historia: “Solamente a mí me matan. Volveré y seré millones.”

Esta revuelta popular constituye uno de los antecedentes inmediatos más significativos de los procesos emancipadores que habrían de resurgir y triunfar a comienzos del siglo diecinueve. La crónica de lo acontecido en Haití y el Alto Perú -a lo que podríamos agregar el fermento revolucionario que permanentemente agitaba al Virreinato de Nueva España, hoy México- ponen de relieve de manera excepcional el contenido social que estuvo presente en gran parte de los procesos emancipadores sudamericanos. En algunos casos esto se manifestó con mucha nitidez, como en la ya referida experiencia altoperuana, mientras que en el Río de la Plata (actuales Argentina y Uruguay) lo hizo de modo más atenuado. Fuera de Sudamérica, en México, aquel componente social se hizo presente con perfiles muy marcados dando lugar a una guerra de clases. La chispa independentista convirtió a la gesta de Hidalgo, Morelos y Allende en una verdadera insurrección campesina que precipitó la violenta respuestas de las clases dominantes de la colonia y sus amos en la metrópolis. La evidencia histórica demuestra irrefutablemente que las guerras de la independencia fueron también, a veces de manera larvada y otras de modo plenamente desarrollado, grandes enfrentamientos en donde no sólo se libraba batalla en contra de la corona española sino también en contra de las clases dominantes locales, aliadas incondicionales del imperio. Se luchaba contra éste pero también contra el orden neocolonial que habían gestado siglos de dominación extranjera.

Claro está que este contenido social de las guerras de la independencia fue siempre negado por la historiografía oficial de ambos lados del Atlántico. Aún en nuestras tierras el ardiente debate entre los sectores más jacobinos de las luchas independentistas y las fuerzas que procuraban domesticar el impulso revolucionario de las masas fue invariablemente acallado. La independencia aparece así en las diversas variantes de la historia oficial como una pura reivindicación política: la aspiración por la autodeterminación y la emancipación del yugo del amo extranjero pero preservando la intangibilidad de las estructuras económicas y sociales heredadas de la colonia. La realidad, en cambio, fue muy diferente. Aún en el caso argentino, relativamente distante de las estridencias registradas en Haití, México o Bolivia, los dos bandos que se disputaban la conducción de la llamada “Revolución de Mayo” estaban claramente identificados. Cornelio Saavedra, altoperuano nacido en Potosí y radicado en Buenos Aires durante largos años, representaba la fracción conservadora que pretendía hacerse del poder mientras durase la vacancia hegemónica de la corona española avasallada por Napoleón. Esta fase, que los conservadores confiaban fuese transitoria, daría lugar una vez restablecido “el orden internacional” (cosa que efectivamente ocurriría tras la derrota de Napoleón y la celebración del Congreso de Viena en 1815) a un nuevo acuerdo entre las clases dominantes locales y la corona. Lo que aquellas requerían no era una sociedad democrática sino un pacto neocolonial más congruente con sus intereses económicos, mismos que veían con muy buenos ojos el ataque británico a los privilegios monopólicos que la Corona española pretendía retener en su vasto imperio y, en consecuencia, confiaban grandemente en los beneficios que podría reportarles el incontenible ascenso del Reino Unido al puesto de comando de la economía mundial.

No obstante, frente a este bloque oligárquico-colonial había en el Río de la Plata un sector que concebía a la emancipación como un paso hacia la construcción de un nuevo tipo de sociedad, liberada de las lacras del viejo orden colonial. Figuras sobresalientes en este grupo eran Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo, todos graduados de la Universidad de Chuquisaca, la segunda universidad creada en suelo americano después de la de Santo Domingo y situada en lo que hoy es la ciudad de Sucre. De esta suerte de Universidad de París/Nanterre de la época colonial salieron algunos de los cuadros intelectuales más importantes de los procesos independentistas de Sudamérica. Además de los arriba mencionados deberíamos agregar los nombres de José Ignacio Gorriti, José Mariano Serrano, Manuel Rodríguez de Quiroga, uno de los líderes de la gesta independentista del Ecuador; Mariano Alejo Álvarez, precursor de ese mismo proceso en el Perú y Jaime de Zudáñez, que desempeñó igual papel en el Alto Perú. No es un dato menor recordar que esa universidad fue el foco que precipitó la Revolución de Chuquisaca el 25 de Mayo de 1809, exactamente un año antes que la revolución de Mayo en Buenos Aires. A este notable grupo se le unió, en el Río de la Plata, la figura gigantesca de Manuel Belgrano, un auténtico “hombre del Renacimiento.” Belgrano fue un refinado intelectual, un lúcido economista que todavía hoy sorprende con sus premonitorios análisis y audaces propuestas reformistas, periodista de fina pluma, político y estratega militar, todo eso aparte de su profesión de abogado. Para estas gentes, tanto en el Río de la Plata como en el resto de Sudamérica, la derrota del imperio español debía significar también la superación de las estructuras económico-sociales impuestas por el conquistador ibérico. Su propuesta no se limitaba, como en el caso de los sectores conservadores, a sustituir unas autoridades por otras sino que apuntaban a la construcción de una nueva sociedad. Tal como lo anota el historiador Felipe Pigna, Moreno lo dice con todas las letras en su “Prólogo” a El Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau: “Si los pueblos no se ilustran, …si cada uno no conoce lo que puede, lo que vale o lo que debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y luego de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir jamás la tiranía.” Al igual que Bolívar, San Martín y Artigas, este grupo de geniales pensadores que anhelaba construir un nuevo orden pos-colonial fue derrotado.

Las versiones edulcoradas de las guerras de la independencia, que ocultan su carácter de luchas de liberación nacional y las reducen a una disputa intestina entre distintas clases y grupos sociales de la colonia, han reaparecido en estos últimos años en ocasión de la celebración del Bicentenario de las revoluciones de la independencia. No puede haber equívocos en este punto: salvo en el caso puntual de Haití las luchas de los patriotas no eran contra el ejército napoleónico que a la sazón prevalecía en España sino en contra de los realistas, es decir, las fuerzas armadas del imperio español asentada en suelo americano. Vale la pena insistir en esta obviedad porque pese a serlo hemos visto con sorpresa el resurgimiento de algunas teorías que en España postulan que lo acontecido en nuestros países hace unos dos siglos fue en realidad una lucha civil, intestina, entre distintas fracciones ninguna de las cuales objetaba la vigencia del imperio. Sin embargo, unas pocas estrofas del himno nacional argentino permiten comprender cual era la percepción dominante entre los patriotas en los albores de nuestra independencia. Refiriéndose a las fuerzas del “Ibérico altivo león” dice su letra –excluida de la versión oficial del himno- que:

“¿No los veis sobre Méjico y QuitoArrojarse con saña tenaz?¿Y cual lloran bañados en sangrePotosí, Cochabamba y La Paz?¿No los veis sobre el triste CaracasLuto y llanto y muerte esparcir?¿No los veis devorando cual fierastodo pueblo que logran rendir?”

Por eso, cuando doscientos años más tarde una propaganda mañosa pretende minimizar la intensidad de la lucha anticolonialista y echar un manto de olvido sobre los crímenes cometidos a lo largo de más de tres siglos, incluyendo aquellos perpetrados durante la guerra de la independencia en todo el continente, es necesario evocar aquellos sentimientos de los patriotas. No sólo por el gusto de recordar, sino también como una advertencia sobre lo que es capaz de hacer un imperio cuando ve amenazado su predominio. Esa historia se está repitiendo hoy día, bajo nuevas formas, pero con idénticos contenidos: perpetuar la subordinación de nuestros pueblos al imperialismo norteamericano.

Por último, recordar también otro rasgo notable de nuestras luchas por la independencia: el internacionalismo, anclado en la clarísima percepción de que la tan anhelada independencia sólo sería posible si se concretaba el sueño de la unidad latinoamericana, premisa ésta que al día de hoy es mucho más importante que nunca. Veamos unos pocos ejemplos de este fecundo internacionalismo. Francisco de Miranda: caraqueño declarado héroe de la Revolución Francesa y Mariscal de Francia, su nombre grabado para siempre en el Arco del Triunfo de París. Miranda además participó en las guerras de la independencia de Estados Unidos (donde se le confirió el grado de Teniente Coronel) y, por supuesto, en las de Sudamérica. Simón Bolívar, el Libertador, otro caraqueño universal, enorme genio militar y político, intelectual profundo que ante la incomprensión de los suyos muere derrotado y humillado en Santa Marta, Colombia, luego de liderar la gesta emancipadora de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y, junto con José de San Martín, Perú. San Martín jugó un papel decisivo en la independencia de Chile y Perú, país en el que funda, en 1821, la Biblioteca Nacional y a la cual dona 700 libros de su propiedad. José Gervasio de Artigas, vigoroso luchador por la unidad de los pueblos que conformaban el antiguo Virreinato del Río de la Plata y a quien ni la oligarquía porteña ni la de Montevideo le perdonaron jamás su internacionalismo y sus jacobinas propuestas de liberar a indios y negros y de realizar una auténtica reforma agraria. Antonio José de Sucre, venezolano de Cumaná, presidente de Bolivia, gobernador de Perú, General en Jefe del Ejército de la Gran Colombia, Gran Mariscal de Ayacucho, muere en Colombia en 1830. Otro de los precursores de la independencia latinoamericana fue Simón Rodríguez, también de Caracas y sembrador de ideas y cultura por toda la América Latina y Europa. En el caso de las Provincias Unidas del Río de la Plata el presidente de la Primera Junta de Gobierno Patrio, Cornelio Saavedra, había nacido en Potosí; uno de los Directores Supremos interinos fue Ignacio Álvarez Thomas, peruano, nacido en Arequipa; el Deán Gregorio Funes, cordobés de nacimiento, fue el primer embajador de Bolivia en Buenos Aires; Manuel Belgrano fundó escuelas públicas en Tarija (actual Bolivia) y otras ciudades del norte argentino. Allende los Andes tenemos la figura de Andrés Bello, ilustre caraqueño, filósofo, educador, jurista, quien se radica en Chile en 1829 y funda allí, en 1842, la Universidad de Chile. En fin, la lista sería interminable, como lo es el afán integracionista de nuestros pueblos, conscientes de que sólo podrán derrotar al imperialismo y emanciparse de su yugo mediante su unidad,

* Politólogo y Sociólogo. Director del PLED: Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales Centro Cultural de la Cooperación "Floreal Gorini"

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