02 septiembre 2011

Política, Cultura y Sociedad/ Cuerpos y almas/Por María Pía López

Cuerpos y almas




El kirchnerismo es algo que se puede nombrar alrededor de un conjunto de hechos de gobierno. Esos hechos pueden ser caracterizados de distintos modos: reparatorios, reformistas, capaces de ampliar el horizonte democrático e igualitario. No son medidas que provengan de una cartilla de las izquierdas puras porque no se inscriben en un horizonte anticapitalista ni se rodean del halo de la lucha de clases. Por eso el uso de palabras como reparación y reforma.



Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)

Ilustración: Daniel Santoro

No, no es que yo quiera lo sublime, ni las cosas que se han ido convirtiendo en las palabras que me hacen dormir tranquila, mezcla de perdón, de vaga caridad, nosotros que nos refugiamos en lo abstracto.
Lo que quiero es mucho más áspero y más difícil: quiero el terreno.
Clarice Lispector, “Mineirinho”




En estos días, María Moreno escribió un interesantísimo artículo sobre el juego, en un acto político, entre dos acepciones del verbo tocar: “La anécdota es módica pero rendidora. Los de La Cámpora comenzaron a cantar ‘Che gorila, che gorila, no te lo decimos más, si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar’. Y ella contestó ‘No se va a armar ningún quilombo, nadie me va a tocar. Quédense tranquilos que el único que me tocaba ya no está más’.” Módica pero rendidora, escribe María, porque a partir de ese intercambio enuncia las diferencias entre la lógica caballeresca y mitológica, y la erotización materialista de la viuda. Extrememos el rendimiento: esa distancia entre un modo de la lengua que despliega la contundencia ideológica de las confrontaciones y otro modo en el que se asienta sobre el cuerpo, sus deseos, placeres y desdichas –y ahí se vuelve melancólico o picaresco-, está en el corazón del discurso del kirchnerismo y en el discurso crítico sobre el kirchnerismo. Dos almas, si se quiere. Una que enarbola símbolos, la otra que se asienta en cuerpos. Ligadas, a veces. Otras, como en la anécdota módica, disonantes.
El kirchnerismo es, entre otras cosas, algo que se puede nombrar alrededor de un conjunto de hechos de gobierno. Esos hechos pueden ser caracterizados de distintos modos: reparatorios, reformistas, capaces de ampliar el horizonte democrático e igualitario y de instaurar lógicas de justicia en la historia argentina. Así podríamos nombrar desde la Asignación universal por hijo hasta la ley de servicios de comunicación audiovisual; y desde la administración estatal de los fondos de jubilaciones hasta las medidas que propician cooperativas de trabajo; y desde la ley de matrimonio igualitario hasta los juicios a los agentes del terrorismo de Estado. No son medidas, para ir al centro de la cuestión, que provengan de una cartilla de las izquierdas puras porque no se inscriben en un horizonte anticapitalista ni se rodean del halo de la lucha de clases. Por eso, usamos las palabras de reparación y reforma.
Nombres que aluden a la materialidad misma de lo social y a la potencia reconstructiva de las instituciones públicas. Es decir, a ese cuerpo doliente y deseante, en el que se inscriben las necesidades y también las efectivas políticas. Es necesario describir eso con un nuevo laicismo, como dice mi amigo Diego Sztulwark. Lo laico sería la posibilidad de enunciación materialista y a la vez objetiva. Lo laico no es lo despojado de creencia sino lo que interroga el fondo de esa creencia; no es lo que desdeña los símbolos sino lo que exige en ellos una adecuación contemporánea. Es algo que va hacia ese punto en el que la lengua recuerda las otras acepciones del verbo tocar, las del roce y el placer. Cuando esos hechos de reparación, igualación y justicia, no se nombran adecuadamente, se los liga a palabras que provienen de las luchas insurgentes de los años anteriores y entonces lo que es reparación se trastoca como revolución, y un conjunto de militantes con disposición a gestionar el Estado y con vidas confortables se recortan imaginariamente sobre las juventudes del llano y la clandestinidad. En ese desajuste entre el modo en que son las cosas y el nombre que se les da o la mitología que las recubre, es que aparece la tesis de la impostura. Que si es una tesis signada por la falsía –de sus propios enunciadores- es porque pretende juzgar a los hechos en nombre de una intención y no por su objetividad misma. Es decir, porque repone la pregunta menos productiva de todas para pensar la política, que es la que interroga la intencionalidad subjetiva que está detrás de los hechos.
Pero si esa tesis encuentra lectores y escuchas es porque es visible un desajuste entre discursos y sucesos. El kirchnerismo, con la fuerza de los hechos realizados y de los que abre en su horizonte pos electoral, podría no decir más que lo que es y sin embargo en esa laica enunciación presentarse como el más cabal reformismo político de la Argentina. Más aún que el partido socialista pese a su nombre; más aún que las variopintas izquierdas que diluyen esta cuestión en la pregunta mayúscula por el sentido que organiza los acontecimientos. Pero a eso vamos en un párrafo más. No todavía.
Hay dos caminos ya transitados y discutibles: el de la apelación a una lengua mitologizada previa, la que remite a los años 70 y el del discurso que se asienta sobre la materialidad de los hechos de modo conservador, reduciéndolos al enlace con un sistema de creencias que produce sobre ellos una reinterpretación. Este mecanismo puede verse en la argamasa de la que surge la publicidad del gobernador de Buenos Aires, en el que el modo político del kirchnerismo es disuelto –porque finalmente es un modo controversial y polémico- en la apología cristiana y peronista. Ya sea con aires insurgentes, ya sea con conservadurismo cristiano, el caso es que en ambos movimientos se enlazan las políticas realizadas a un más allá que las justifica.
No estamos mejor desde la perspectiva de los críticos por izquierda del kirchnerismo, en los cuales los hechos no se valoran en su despliegue mismo sino que se juzgan por su enlace con una lógica que le es externa. La lógica, como dice Eduardo Grüner, de una totalidad que debe ser auscultada como tal y que es, finalmente, la que organiza el sentido de cada acontecimiento. Desaparece así la pregunta por los efectos materiales, por la constitución efectiva de relaciones, en nombre de la inscripción de algo que ya sabemos de antemano: que estamos al interior de un horizonte capitalista.
¿Por qué suponer que enunciar de ese modo las cosas produce mayor eficacia de las confrontaciones populares que la perspectiva del laicismo que enuncia la reparación? Quiero decir: porque este gobierno plantea un reformismo práctico y consistente es que abre el camino para reclamar su profundización –desde la afirmación del enunciado de que no pueden reprimirse las protestas sociales, enunciado en crisis si se ven las listas de muertos en el último año; hasta el reclamo de reparto de tierras y garantías en las ocupaciones populares- y si la caracterización última que merece es la de reproducción sin más del sistema capitalista, entonces no queda más que denunciar la continuidad de una lógica. La totalización redunda en radicalización discursiva antes que práctica.
Es más fácil cultivar el alma bella que el cuerpo bello, como bien saben las industrias de la estética. Quizás por eso hay tanta tendencia en la vida política a migrar hacia las almas: ya sea la del setentismo, ya sea la del cristianismo formateado por la industria del espectáculo, ya sea la de las izquierdas atemporales. ¿Qué significaría pensar desde el cuerpo?, ¿qué materialismo surge de ese camino? El cuerpo no es una conjunción biológica sino –como ha venido sosteniendo León Rozitchner- una materia ensoñada y deseante. Esa ensoñación se organiza en función de ciertas mitologías –entre ellas, las que acabamos de mencionar-, pero también es superficie para otras y muchas veces excede o desborda regímenes y formatos. Cuando decimos cuerpo, entonces, decimos afectividad. Sobre esos afectos –que a veces se hacen públicos y compartidos- es que se puede pensar una nueva idea política de lo común. Rozamos algo de eso en ciertos momentos de la Argentina: en la conflictividad callejera de hace una década y en la fiesta pública del 2010. También en el duelo compartido. Tocamos allí la cuerda de lo común, fuimos tocados allí por el descubrimiento multitudinario de un nuevo estado de cosas. Ser tocados, como bien sabemos en nuestras vidas cotidianas, no está nada mal.
Pero a la vez el roce descubre lo imperfecto, lo anómalo, lo que existe sin armonía. Vale recordar, una vez más, al ángel de Poe y sus desdichas:
“-¿Ha visto? Es pejor que se guede guieto. Y ahora sabrá guién soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo singular.
-¡Vaya si es singular! –me aventuré a replicar-. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
-¡Alas! –gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas? ¿Me doma usted por un bollo?”
Extraordinario relato de Poe, que invocamos para decir que quizás el ángel sea feo y ni siquiera tenga las alas menoscabadas del pollo. Precisamente porque es el ángel de lo singular: el que obliga a considerar la peculiaridad de los acontecimientos y la compleja imperfección de los cuerpos. ¿El ángel de la política, acaso, no debería ser así pensado: humorístico, abollado, gritón, y fundamentalmente singular? Y salvo que pensemos que los ángeles tienen alas, no podríamos tratar a esta época como desangelada.

*Socióloga y ensayista

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