Por Pablo Alabarces
El presente es un capítulo del libro Peronistas, populistas y plebeyos. Crónicas de cultura y política, de Pablo Alabarces, de próxima aparición
Ilustración: Daniel Santoro, Nocturno
Pos-machismos: Y entonces, un día, se murió, y el kirchnerismo fue otra cosa, antes de que supiéramos fehacientemente qué cosa era.
Para ese entonces, Crítica de la Argentina era poco más que un recuerdo, alimentado por las luchas infructuosas de sus trabajadores para revivirlo. No pude escribir una crónica, en ese momento; hay, a la distancia, la necesidad de cerrar el libro dedicando un espacio a su figura, que ordena en buena medida los tiempos de los que me ocupo. Creo que en todos los textos desplegados hasta aquí me cuido de mencionar a Néstor Kirchner: posiblemente, porque la mayor parte de ellos fueron escritos durante la (¿primera?) presidencia de Cristina Fernández, y decidí –fue estrictamente voluntario– no caer en esa leyenda urbana, alimentada por la prensa “seria” y sus columnistas, según la cual se trataba de una figurita conducida en las sombras por su marido. No creía en esa leyenda, me parecía de un machismo intolerable, me parecía –el tiempo ha confirmado que mi intuición era atinada– que los roles del matrimonio jugaban con posiciones variables donde ambos eran imprescindibles. Entonces, mis referencias en presente, mientras estos textos circulaban justamente en presente, eran al kirchnerismo, entendiéndolo como un nuevo estado del arte de esa cosita loca llamada peronismo, y a Cristina como actora central de las tormentas que nos atravesaban.
Pero un día Néstor se murió y las cargas se repartieron de otra manera, y su muerte estremeció y puso en escena un nuevo estado de cosas. Además de permitirnos pensar de otro modo los estados anteriores.
La muerte como espectáculo: No se trata sólo de morirse, sino de cómo se narra una muerte. Como simple acontecimiento, una muerte sorpresiva e imprevisible no puede sino sacudir; para colmo, de un tipo joven, con hijos, contra el que podían enumerarse resentimientos o enojos importantes pero al que no podían achacarse, por ejemplo, muertos –y para limitarse a los ex presidentes, no puede decirse lo mismo de Menem o De la Rúa o Duhalde, frente a cuyas muertes nadie puede esperar demasiada bambolla. Que para colmo, parece ofrendar su vida en la pasión por el trabajo, en el exceso de la dedicación: pasión y exceso son, en estos largos tiempos desangelados, valores positivos y reconocidos.
Pero además se muere de pronto y encuentra un fenómeno de movilización en el que, independientemente de los datos fríos que nadie puede volver estadística, los protagonistas visibles y visibilizados son jóvenes y clases medias urbanas. Entonces, los mitos construidos en estos años –la despolitización y conformismo juvenil, la inquina de las clases medias contra los Kirchner– se desvanecen con una velocidad solo comparable al ascenso de Cristina en las encuestas. El resto es edición: una muerte como ésta permite narraciones magníficas, que van desde los mensajes escritos en las flores y cartulinas hasta las duras imágenes de una viuda que agiganta su figura en el dolor –justamente porque contradice, punto por punto y coma por coma, los editoriales conservadores que le auguraban pura decadencia ante la ausencia del gran titiritero. Además, las imágenes conjugan –porque el dolor lo permitía– una alta dosis de afectividad unida a la clave política: si la política aparece en las banderas, la Casa Rosada, los rostros políticos que desfilan –entre ellos, los de los presidentes latinoamericanos, que agregan una clave crucial en la construcción del personaje–, el afecto, ese componente decisivo en la política y el espectáculo contemporáneos, vuelto dolor y con algo de ternura, lo inunda todo hasta hacerse político: “Fuerza Cristina”, supone el abrazo que comparte el dolor por la pérdida pero también el apoyo político, afectivizado.
Me quedo con dos de esas imágenes: una foto magnífica, desde arriba, de Cristina junto al féretro, que ostenta la bandera, el bastón, la banda… y los pañuelos de las Madres; la otra, la presidenta interrumpiendo el cortejo para reprochar a la policía su clásica salvajada contra los asistentes. En la primera se lee dolor y a la vez fortaleza y continuidad; en la segunda, aparece la consecuencia en un relato que atribuye al kirchnerismo una inversión del rol tradicional de las clases dirigentes y especialmente peronistas, que alguna vez decidieron que entre los trabajadores y la policía había que optar por la policía.
Madres y abuelas: Hay otras, entre miles, pero elijo otras dos, y exigen más desarrollo. Hay varias posibles; en esta coinciden Cristina respectivamente con Estela de Carlotto y Hebe de Bonafini, las tres reunidas en un dolor que no es necesario redundar en el epígrafe. Perdonen una concesión puramente emotiva: mi militancia comenzó en 1981, cuando las Madres y las Abuelas eran el faro ético-dramático de la política anti-dictatorial. Desde entonces, pueden haber cometido errores, y a montones: pero para mí permanecen como señal de lo que fue y de lo que nunca más puede ser, gracias a su lucha. Ese “Nunca más” no lo soporta Strassera, aunque haya inventado la frase, ni los jueces del tribunal: son y serán siempre esas viejitas increíbles, en un podio que solo Pérez Esquivel puede compartir. Las imágenes de Cristina con Estela y Hebe, los pañuelos en el féretro, marcan de manera contundente esa señal vuelta continuidad en el nuevo relato del estado. No en vano, en ese adefesio que es el video de “Nunca menos”, el candombe-homenaje a Néstor, tienen que aparecer, entre otras imágenes, la ronda de las Madres en los festejos del Bicentenario. No son las Madres, sino el momento en que el estado asume como propio el relato de las víctimas de la represión dictatorial, como relato oficial. Esa operación la inició Kirchner y la pulió Cristina y estalla en el Bicentenario; y en la muerte de Néstor, en los pañuelos sobre el féretro, se vuelven un índice decisivo: porque cubren el féretro de un ex presidente en igualdad con los símbolos del Estado-Nación –bandera, banda, bastón.
Balances: ni siquiera la muerte de Kirchner puede permitir un balance del kirchnerismo. Su decadencia y extinción parecen estar nuevamente postergados, aunque se anuncie desde hace tres años. Para un balance será necesario tomar en cuenta muchos más ingredientes que los que puedo leer, limitado a los signos, reacio a las cifras. Creo que lo antedicho es uno de sus más notorios créditos: el reinicio de los juicios a los represores y el recambio radical de la Corte Suprema, la idea de que toda la justicia estaba en crisis terminal si se había limitado a garantizar la impunidad de los milicos.
Todo el resto es simplemente peronismo, y allí está el secreto del éxito. Mal que les pese a sus detractores –especialmente a aquellos que blanden el peronómetro y miden la peronología de acuerdo a la intensidad del vibrato en la marchita–, pocos gobiernos ha habido en la historia tan peronistas como éstos. Por sus aciertos, por sus desaciertos, por sus posibilidades y sus límites: porque reestatizan el sistema jubilatorio y a la vez perseveran en la exención de aportes patronales; porque estatizan las transmisiones televisivas deportivas y se las encargan a un derechista como Marcelo Araujo; porque le asignan un ingreso mínimo a todos los niños y niñas mientras consagran su desigualdad educativa; porque le extraen con justicia ganancias a la renta agropecuaria mientras subsidian vergonzosamente a empresarios parasitarios; porque se apoyan en los movimientos sociales populares y a la vez en el vandorismo, los peores traidores que han tenido las clases populares en la Argentina. Cualquier espectador más o menos desinteresado podría acumular, en esta lista mínima, una nueva serie de ítems opuestos que hablan de las tentaciones democratizadoras del poder y la economía junto al conservadurismo más rancio, los signos que nos hablan de una nueva era junto a aquellos que demuestran la continuidad del menemismo –a su vez, otro peronismo, tan auténtico como éste.
Auténticos o decadentes: en La Nación del 4 marzo de 2011, Beatriz Sarlo diagnosticaba un estado de hegemonía cultural kirchnerista. Tras siete años y una utilización inteligente y sistemática de los recursos publicitarios a su disposición, ese diagnóstico es irrefutable. Pero, como también señala Sarlo siguiendo a Gramsci, no se trata de coerción, sino de la sabia combinación de fuerza y consentimiento. No estamos frente a un hato de pobres sujetos por las cadenas del clientelismo –la explicación insuficiente y crasamente errónea de buena parte de la oposición– ni de televidentes ahogados en la publicidad estatal del Fútbol para todos –la interpretación etnocéntrica de los grupos que acusan de manipulables a las clases populares, mientras repiten como verdad revelada las tonterías de Morales Solá o Marcelo Bonelli. Se trata de una construcción inteligente, que combina expectativas de larga duración, gestualidades consecuentes, deseos insatisfechos, retóricas adecuadas, y hasta algunos datos económicos irrefutables –nos interesan los símbolos, pero el aumento sistemático del consumo y ciertas bajas de los índices de miseria, los mida quien los mida, son esas materialidades contra las que no hay mucho que hacer.
Creo que el mayor éxito del kirchnerismo, inaugurado por Néstor e incluso perfeccionado por Cristina, es haber sabido encarnar el mito del auténtico peronismo. Si la palabra sagrada era objeto de discusión, si los textos divinos podían dar lugar a Fimerniches y López Regas, el peronismo debía transformarse –con más fuerza a la muerte del líder– en un conflicto de interpretaciones. La aparición del partido Peronista Auténtico en 1975 –cobertura fallida de Montoneros– es la primera señal de una larga lista. Los grupos más progresistas, aquellos que confiaban en que “peronismo de izquierda” era más que una figura retórica, siempre se creyeron dueños del sintagma, aunque sus opositores –en gran medida, represores– de derechas los sacudieran con el mote de infiltrados.
Permítanme un anclaje biográfico: como dije en otra parte de este libro, fui peronista de izquierda, letrado, porque llegué al peronismo a través de los libros, no de las experiencias familiares –minuciosamente gorilas, aunque mi familia paterna era de las clases populares. Me fui, claro, con el menemismo: entre tantos libros, no pude encontrar uno solo que me explicara qué tenía que ver eso con la democratización de la sociedad y con el hecho maldito del país burgués. Jamás volví; pero desde 1989 hasta 2003 recibía un llamado por año de ex compañeros y compañeras que me invitaban a reuniones de “auténticos peronistas”. Algunos de esos llamados venían de amigos nucleados en el Grupo Calafate, que en 1999 se reunieron en torno a Néstor Kirchner. Los llamados fueron infructuosos: para mí, el menemismo era auténtico peronismo, como lo podían ser Cafiero o Kirchner; es decir, un repertorio tan abismal de contradicciones que podía contener tanto experiencias importantes de democratización social y cultural como el retroceso más infernal que haya sufrido esta sociedad en toda su historia –sus años noventa, años también peronistas.
Y sin embargo, esos llamados me permiten entender el éxito kirchnerista: el peronismo es a la vez una identidad fuerte, afectiva y hasta prepolítica, y una expectativa de poder, un poder que cobije las mejores intenciones y las peores, y hasta una tercera posición –tan peronista– consistente en decirse “mejor nos quedamos hasta que pase la tormenta… y vuelva el auténtico peronismo”. Junto a eso, se suma la habilidad maravillosa de ese peronismo en ocupar el espacio de la “izquierda posible”: posibilista como toda la (mala) política argentina, el peronismo afirma todo el tiempo que esto es lo que se puede hacer. “Esto” significa la ley de matrimonio igualitario y también las leyes represivas de Blumberg; tanto la Asignación Universal por Hijo como la explotación de las mineras.
Pero –y he aquí el gran hallazgo de Néstor Kirchner– todo esto se enuncia contra “la derecha”. Por definición lingüística, pero por primera vez, el peronismo deseó entonces ocupar el lugar de la izquierda. Era una falacia, aunque imposible de demostrar, al menos hasta ahora. Para colmo –otro hallazgo nestorista– hasta pudo suturar la distancia entre el peronismo, tan plebeyo y tan radicalmente antiintelectual, y ciertos grupos intelectuales, que cayeron seducidos por el canto de sirenas de la “autenticidad”: “esto es lo que buscábamos desde el 13 de julio de 1973, el día de la renuncia de Cámpora”, dijeron antes de firmar una Carta Abierta. Esas retóricas se demostraban, pese a mi pesimismo biográfico, absolutamente actuales y pregnantes.
Milagros y jauretchismos: no hay, entonces, ningún milagro de expectativas juveniles y populares puestas en escena y articuladas en el velatorio de Kirchner. Se trata de la sabia combinación de algún viejo mito de autenticidad, expectativas relativamente satisfechas, retóricas seductoras y eficaces, un par de buenos golpes de efecto, alguna política sistemática y coherente –el juicio a los represores–, y la resolución imaginaria de contradicciones que lejos están de ser resueltas, pero que aparecen saldadas en los discursos estatales e intelectuales afines. (Vale decirlo de una vez por todas: todo eso es mucho más que lo que cualquier gobierno democrático ha ofrecido desde 1955 para acá, y allí se cifra también el éxito y, a la vez, el dolor por la pérdida). A eso se le suma una vuelta de tuerca impensada: la muerte de Kirchner permite mejorar, por su inversión, la serie Perón-Isabel. Si Perón era irrefutable pero dejó la sucesión por su viuda atosigada –semejante macana–, la muerte de Kirchner perfecciona el modelo porque deja una presidenta que, incluso, lo puede superar –además de su legitimidad mayor, sustentada en la elección popular y no en la mera herencia.
A la vez: justamente por tanto peronismo, otra consecuencia de la muerte es la apoteosis del culto al líder. Pocas cosas dejan de llamarse Kirchner, aunque espero que no haya una generación de niñitos llamados Néstor, como antes Juandomingo –ambos nombres tan feos. En alguno de sus libros, Arturo Jauretche recordaba un chiste gorila de los años 50, en el que un paisano desorientado recibía un reto de un policía porque llamaba Chaco a la Provincia Presidente Perón y Pavón a la Avenida Presidente Perón; el pobre, entonces, se ponía a caminar junto al Peronchuelo. El chiste le permitía criticar esa retórica autocelebratoria, que proponía el bautismo y el símbolo como más importantes que lo económico. En épocas neo-jauretchistas como las que vivimos –porque el kirchnerismo, como peronismo auténtico, también recupera el Olimpo del “pensamiento nacional” que encabeza Jauretche–, sería magnífico que se releyera esa página. Aunque lo dudo, porque el kirchnerismo, como buen peronismo, es más cita que lectura.
El kirchnerismo se demuestra en estos gestos etapa superior del peronismo. Perdón por la paráfrasis de Lenin, pero sigue siendo insustituíble.
Para ese entonces, Crítica de la Argentina era poco más que un recuerdo, alimentado por las luchas infructuosas de sus trabajadores para revivirlo. No pude escribir una crónica, en ese momento; hay, a la distancia, la necesidad de cerrar el libro dedicando un espacio a su figura, que ordena en buena medida los tiempos de los que me ocupo. Creo que en todos los textos desplegados hasta aquí me cuido de mencionar a Néstor Kirchner: posiblemente, porque la mayor parte de ellos fueron escritos durante la (¿primera?) presidencia de Cristina Fernández, y decidí –fue estrictamente voluntario– no caer en esa leyenda urbana, alimentada por la prensa “seria” y sus columnistas, según la cual se trataba de una figurita conducida en las sombras por su marido. No creía en esa leyenda, me parecía de un machismo intolerable, me parecía –el tiempo ha confirmado que mi intuición era atinada– que los roles del matrimonio jugaban con posiciones variables donde ambos eran imprescindibles. Entonces, mis referencias en presente, mientras estos textos circulaban justamente en presente, eran al kirchnerismo, entendiéndolo como un nuevo estado del arte de esa cosita loca llamada peronismo, y a Cristina como actora central de las tormentas que nos atravesaban.
Pero un día Néstor se murió y las cargas se repartieron de otra manera, y su muerte estremeció y puso en escena un nuevo estado de cosas. Además de permitirnos pensar de otro modo los estados anteriores.
La muerte como espectáculo: No se trata sólo de morirse, sino de cómo se narra una muerte. Como simple acontecimiento, una muerte sorpresiva e imprevisible no puede sino sacudir; para colmo, de un tipo joven, con hijos, contra el que podían enumerarse resentimientos o enojos importantes pero al que no podían achacarse, por ejemplo, muertos –y para limitarse a los ex presidentes, no puede decirse lo mismo de Menem o De la Rúa o Duhalde, frente a cuyas muertes nadie puede esperar demasiada bambolla. Que para colmo, parece ofrendar su vida en la pasión por el trabajo, en el exceso de la dedicación: pasión y exceso son, en estos largos tiempos desangelados, valores positivos y reconocidos.
Pero además se muere de pronto y encuentra un fenómeno de movilización en el que, independientemente de los datos fríos que nadie puede volver estadística, los protagonistas visibles y visibilizados son jóvenes y clases medias urbanas. Entonces, los mitos construidos en estos años –la despolitización y conformismo juvenil, la inquina de las clases medias contra los Kirchner– se desvanecen con una velocidad solo comparable al ascenso de Cristina en las encuestas. El resto es edición: una muerte como ésta permite narraciones magníficas, que van desde los mensajes escritos en las flores y cartulinas hasta las duras imágenes de una viuda que agiganta su figura en el dolor –justamente porque contradice, punto por punto y coma por coma, los editoriales conservadores que le auguraban pura decadencia ante la ausencia del gran titiritero. Además, las imágenes conjugan –porque el dolor lo permitía– una alta dosis de afectividad unida a la clave política: si la política aparece en las banderas, la Casa Rosada, los rostros políticos que desfilan –entre ellos, los de los presidentes latinoamericanos, que agregan una clave crucial en la construcción del personaje–, el afecto, ese componente decisivo en la política y el espectáculo contemporáneos, vuelto dolor y con algo de ternura, lo inunda todo hasta hacerse político: “Fuerza Cristina”, supone el abrazo que comparte el dolor por la pérdida pero también el apoyo político, afectivizado.
Me quedo con dos de esas imágenes: una foto magnífica, desde arriba, de Cristina junto al féretro, que ostenta la bandera, el bastón, la banda… y los pañuelos de las Madres; la otra, la presidenta interrumpiendo el cortejo para reprochar a la policía su clásica salvajada contra los asistentes. En la primera se lee dolor y a la vez fortaleza y continuidad; en la segunda, aparece la consecuencia en un relato que atribuye al kirchnerismo una inversión del rol tradicional de las clases dirigentes y especialmente peronistas, que alguna vez decidieron que entre los trabajadores y la policía había que optar por la policía.
Madres y abuelas: Hay otras, entre miles, pero elijo otras dos, y exigen más desarrollo. Hay varias posibles; en esta coinciden Cristina respectivamente con Estela de Carlotto y Hebe de Bonafini, las tres reunidas en un dolor que no es necesario redundar en el epígrafe. Perdonen una concesión puramente emotiva: mi militancia comenzó en 1981, cuando las Madres y las Abuelas eran el faro ético-dramático de la política anti-dictatorial. Desde entonces, pueden haber cometido errores, y a montones: pero para mí permanecen como señal de lo que fue y de lo que nunca más puede ser, gracias a su lucha. Ese “Nunca más” no lo soporta Strassera, aunque haya inventado la frase, ni los jueces del tribunal: son y serán siempre esas viejitas increíbles, en un podio que solo Pérez Esquivel puede compartir. Las imágenes de Cristina con Estela y Hebe, los pañuelos en el féretro, marcan de manera contundente esa señal vuelta continuidad en el nuevo relato del estado. No en vano, en ese adefesio que es el video de “Nunca menos”, el candombe-homenaje a Néstor, tienen que aparecer, entre otras imágenes, la ronda de las Madres en los festejos del Bicentenario. No son las Madres, sino el momento en que el estado asume como propio el relato de las víctimas de la represión dictatorial, como relato oficial. Esa operación la inició Kirchner y la pulió Cristina y estalla en el Bicentenario; y en la muerte de Néstor, en los pañuelos sobre el féretro, se vuelven un índice decisivo: porque cubren el féretro de un ex presidente en igualdad con los símbolos del Estado-Nación –bandera, banda, bastón.
Balances: ni siquiera la muerte de Kirchner puede permitir un balance del kirchnerismo. Su decadencia y extinción parecen estar nuevamente postergados, aunque se anuncie desde hace tres años. Para un balance será necesario tomar en cuenta muchos más ingredientes que los que puedo leer, limitado a los signos, reacio a las cifras. Creo que lo antedicho es uno de sus más notorios créditos: el reinicio de los juicios a los represores y el recambio radical de la Corte Suprema, la idea de que toda la justicia estaba en crisis terminal si se había limitado a garantizar la impunidad de los milicos.
Todo el resto es simplemente peronismo, y allí está el secreto del éxito. Mal que les pese a sus detractores –especialmente a aquellos que blanden el peronómetro y miden la peronología de acuerdo a la intensidad del vibrato en la marchita–, pocos gobiernos ha habido en la historia tan peronistas como éstos. Por sus aciertos, por sus desaciertos, por sus posibilidades y sus límites: porque reestatizan el sistema jubilatorio y a la vez perseveran en la exención de aportes patronales; porque estatizan las transmisiones televisivas deportivas y se las encargan a un derechista como Marcelo Araujo; porque le asignan un ingreso mínimo a todos los niños y niñas mientras consagran su desigualdad educativa; porque le extraen con justicia ganancias a la renta agropecuaria mientras subsidian vergonzosamente a empresarios parasitarios; porque se apoyan en los movimientos sociales populares y a la vez en el vandorismo, los peores traidores que han tenido las clases populares en la Argentina. Cualquier espectador más o menos desinteresado podría acumular, en esta lista mínima, una nueva serie de ítems opuestos que hablan de las tentaciones democratizadoras del poder y la economía junto al conservadurismo más rancio, los signos que nos hablan de una nueva era junto a aquellos que demuestran la continuidad del menemismo –a su vez, otro peronismo, tan auténtico como éste.
Auténticos o decadentes: en La Nación del 4 marzo de 2011, Beatriz Sarlo diagnosticaba un estado de hegemonía cultural kirchnerista. Tras siete años y una utilización inteligente y sistemática de los recursos publicitarios a su disposición, ese diagnóstico es irrefutable. Pero, como también señala Sarlo siguiendo a Gramsci, no se trata de coerción, sino de la sabia combinación de fuerza y consentimiento. No estamos frente a un hato de pobres sujetos por las cadenas del clientelismo –la explicación insuficiente y crasamente errónea de buena parte de la oposición– ni de televidentes ahogados en la publicidad estatal del Fútbol para todos –la interpretación etnocéntrica de los grupos que acusan de manipulables a las clases populares, mientras repiten como verdad revelada las tonterías de Morales Solá o Marcelo Bonelli. Se trata de una construcción inteligente, que combina expectativas de larga duración, gestualidades consecuentes, deseos insatisfechos, retóricas adecuadas, y hasta algunos datos económicos irrefutables –nos interesan los símbolos, pero el aumento sistemático del consumo y ciertas bajas de los índices de miseria, los mida quien los mida, son esas materialidades contra las que no hay mucho que hacer.
Creo que el mayor éxito del kirchnerismo, inaugurado por Néstor e incluso perfeccionado por Cristina, es haber sabido encarnar el mito del auténtico peronismo. Si la palabra sagrada era objeto de discusión, si los textos divinos podían dar lugar a Fimerniches y López Regas, el peronismo debía transformarse –con más fuerza a la muerte del líder– en un conflicto de interpretaciones. La aparición del partido Peronista Auténtico en 1975 –cobertura fallida de Montoneros– es la primera señal de una larga lista. Los grupos más progresistas, aquellos que confiaban en que “peronismo de izquierda” era más que una figura retórica, siempre se creyeron dueños del sintagma, aunque sus opositores –en gran medida, represores– de derechas los sacudieran con el mote de infiltrados.
Permítanme un anclaje biográfico: como dije en otra parte de este libro, fui peronista de izquierda, letrado, porque llegué al peronismo a través de los libros, no de las experiencias familiares –minuciosamente gorilas, aunque mi familia paterna era de las clases populares. Me fui, claro, con el menemismo: entre tantos libros, no pude encontrar uno solo que me explicara qué tenía que ver eso con la democratización de la sociedad y con el hecho maldito del país burgués. Jamás volví; pero desde 1989 hasta 2003 recibía un llamado por año de ex compañeros y compañeras que me invitaban a reuniones de “auténticos peronistas”. Algunos de esos llamados venían de amigos nucleados en el Grupo Calafate, que en 1999 se reunieron en torno a Néstor Kirchner. Los llamados fueron infructuosos: para mí, el menemismo era auténtico peronismo, como lo podían ser Cafiero o Kirchner; es decir, un repertorio tan abismal de contradicciones que podía contener tanto experiencias importantes de democratización social y cultural como el retroceso más infernal que haya sufrido esta sociedad en toda su historia –sus años noventa, años también peronistas.
Y sin embargo, esos llamados me permiten entender el éxito kirchnerista: el peronismo es a la vez una identidad fuerte, afectiva y hasta prepolítica, y una expectativa de poder, un poder que cobije las mejores intenciones y las peores, y hasta una tercera posición –tan peronista– consistente en decirse “mejor nos quedamos hasta que pase la tormenta… y vuelva el auténtico peronismo”. Junto a eso, se suma la habilidad maravillosa de ese peronismo en ocupar el espacio de la “izquierda posible”: posibilista como toda la (mala) política argentina, el peronismo afirma todo el tiempo que esto es lo que se puede hacer. “Esto” significa la ley de matrimonio igualitario y también las leyes represivas de Blumberg; tanto la Asignación Universal por Hijo como la explotación de las mineras.
Pero –y he aquí el gran hallazgo de Néstor Kirchner– todo esto se enuncia contra “la derecha”. Por definición lingüística, pero por primera vez, el peronismo deseó entonces ocupar el lugar de la izquierda. Era una falacia, aunque imposible de demostrar, al menos hasta ahora. Para colmo –otro hallazgo nestorista– hasta pudo suturar la distancia entre el peronismo, tan plebeyo y tan radicalmente antiintelectual, y ciertos grupos intelectuales, que cayeron seducidos por el canto de sirenas de la “autenticidad”: “esto es lo que buscábamos desde el 13 de julio de 1973, el día de la renuncia de Cámpora”, dijeron antes de firmar una Carta Abierta. Esas retóricas se demostraban, pese a mi pesimismo biográfico, absolutamente actuales y pregnantes.
Milagros y jauretchismos: no hay, entonces, ningún milagro de expectativas juveniles y populares puestas en escena y articuladas en el velatorio de Kirchner. Se trata de la sabia combinación de algún viejo mito de autenticidad, expectativas relativamente satisfechas, retóricas seductoras y eficaces, un par de buenos golpes de efecto, alguna política sistemática y coherente –el juicio a los represores–, y la resolución imaginaria de contradicciones que lejos están de ser resueltas, pero que aparecen saldadas en los discursos estatales e intelectuales afines. (Vale decirlo de una vez por todas: todo eso es mucho más que lo que cualquier gobierno democrático ha ofrecido desde 1955 para acá, y allí se cifra también el éxito y, a la vez, el dolor por la pérdida). A eso se le suma una vuelta de tuerca impensada: la muerte de Kirchner permite mejorar, por su inversión, la serie Perón-Isabel. Si Perón era irrefutable pero dejó la sucesión por su viuda atosigada –semejante macana–, la muerte de Kirchner perfecciona el modelo porque deja una presidenta que, incluso, lo puede superar –además de su legitimidad mayor, sustentada en la elección popular y no en la mera herencia.
A la vez: justamente por tanto peronismo, otra consecuencia de la muerte es la apoteosis del culto al líder. Pocas cosas dejan de llamarse Kirchner, aunque espero que no haya una generación de niñitos llamados Néstor, como antes Juandomingo –ambos nombres tan feos. En alguno de sus libros, Arturo Jauretche recordaba un chiste gorila de los años 50, en el que un paisano desorientado recibía un reto de un policía porque llamaba Chaco a la Provincia Presidente Perón y Pavón a la Avenida Presidente Perón; el pobre, entonces, se ponía a caminar junto al Peronchuelo. El chiste le permitía criticar esa retórica autocelebratoria, que proponía el bautismo y el símbolo como más importantes que lo económico. En épocas neo-jauretchistas como las que vivimos –porque el kirchnerismo, como peronismo auténtico, también recupera el Olimpo del “pensamiento nacional” que encabeza Jauretche–, sería magnífico que se releyera esa página. Aunque lo dudo, porque el kirchnerismo, como buen peronismo, es más cita que lectura.
El kirchnerismo se demuestra en estos gestos etapa superior del peronismo. Perdón por la paráfrasis de Lenin, pero sigue siendo insustituíble.
*En Peronistas, populistas y plebeyos. Crónicas de cultura y política, Buenos Aires: Prometeo Libros, 2011 (en prensa)
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