El modo en que la idea de
relatos contrapuestos implica una noción de la historia como linajes a
disposición que pueden ser o colocados uno frente al otro en su oposición o
meramente sumados en una imagen totalizadora de la nación. Ninguno de esos
movimientos hace justicia al pasado, ni a sus luchas ni a sus dramas
irredentos. No se trata de unitarios versus federales ni de mitristas versus
revisionistas pero menos aún de la suma de unos y otros. La inversión y la suma
parten de la misma lógica, la de presentar un bloque de hechos que no se
interrogan en sus dilemas internos y que se predisponen como materia para un
santoral o un uso litúrgico.
Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Fernando Evangelista
Que nadie tire la primera piedra: todos estamos embarcados en ella. Por lo
mismo: a revisar sus aristas, sus problemas, lo que opaca y lo que revela. A
mí, personalmente, me resulta insuficiente o creo que su fuerza es relativa a
aquello que nombre. Y eso es el mayor objeto de controversia y es eminentemente
político. La batalla cultural podría ser el nombre, entonces, de lo propio que
se hace para definirla. Entonces, aquí unos adoquines y unos significantes,
unas hondas y unos sentidos, que se arrojan, no sin la esperanza de provocar un
tole-tole que valga la pena. Es decir, reponer lo contencioso antes que la seña
de identidad.
Al toro, como decía el amigo David Viñas. Al toro, esto es a las notas
sobre esto que remite menos a la crueldad deportiva taurina que a la
reminiscencia de los combates marciales.
Suele nombrarse así, con esos retintines, a una confrontación por el
sentido común. Herederos, a sabiendas o no, de un tal Gramsci, retomamos la
idea de que la política es construcción de hegemonía: esto es disputa por
activar –en el caso de las políticas transformadoras- los núcleos de buen
sentido que se encuentran enmarañados, opacados, en la trama constituida por un
conjunto de creencias y valores que engarzan a los hombres a aquello que los
encadena. El sentido común, si no leímos demasiado mal aquellos textos,
nombraba los valores y creencias del orden ya existente, no aquellos que
propiciaban una modificación.
Esa idea de hegemonía aludía a una “guerra de posiciones”: esto es una
confrontación permanente, una insistencia crítica, un esfuerzo develador. En
las sociedades contemporáneas, no puede escindirse la producción de hegemonía o
su crítica, de los medios en los cuales se producen y difunden, masivamente,
símbolos e interpretaciones. De allí que la cuestión de la hegemonía en un
mercado, el predominio de un grupo u otro, tenga una importancia no sólo
económica: es, fundamentalmente, un hecho de producción política. Los medios
afectan la subjetividad, constituyen un modo del habla, recorren el espinel de
toda interpretación del mundo. Equiparables, quizás, a la fuerza de las
iglesias: al menos en su capilaridad, su extensiva instalación en un
territorio, la multiplicación de una única voz que funciona aceitada en su
reiteración particular.
¿Cómo no ver allí una máquina productora de creencias?, ¿Cómo no pensarlos
como formidables instrumentos de la política contemporánea? Así se piensan, de
hecho. Por eso, la idea enfática de batalla cultural suele convertirse en el
nombre de la confrontación entre relatos mediáticos, de distinto signo político
y de producción de escenas y situaciones que postulan interpretaciones
opuestas. Se oscila entre una descripción de la efectiva importancia de los
medios de comunicación y la hiperbólica afirmación de una nitidez necesaria
entre los relatos confrontados.
Esto es, se produce al mismo tiempo un desplazamiento de la idea de batalla
cultural a lo que sería una disputa por narraciones comunicacionales y un
recorte de su sentido a la imagen de la contraposición no pocas veces especular
entre unas y otras visiones del mundo. No ocurre siempre y no en todos sus
usos, pero sí en muchos de ellos. Y eso no tiene poco de empobrecimiento de la
idea misma de hegemonía y de las tácticas y estrategias de producción de ideas,
símbolos y relatos.
Primerísimo, porque acotar la batalla cultural a los relatos mediáticos
condena al olvido de otras escenas políticas más claramente políticas, aquellas
donde se despliegan experiencias, compromisos y militancias que generan sus
propias formas narrativas e interpretativas. No desligadas, por supuesto, de
las escenas que proveen los medios, pero sí desviadas en un sentido singular,
zona de reinterpretaciones o de disonancias. Porque son las experiencias las
que pueden politizarse, convertirse en sustrato de una narración social que no
se quede presa de un imaginario abstracto.
Segundo, porque restringir la batalla cultural a los medios supone sustraer
de la confrontación crítica al formato mismo de los medios, condenando a todas
las interpretaciones políticas a constituirse sobre la misma matriz de montaje
y de espectáculo. El problema es claro apenas se enuncia: los relatos opuestos
se terminan indiferenciando en un fondo común, hecho de tecnologías,
selecciones y recortes, organizado sobre una fuerte máquina inductiva.
Tercero, porque la contraposición sustituye a la invención. Entonces, la
batalla cultural se establece entre tópicos semejantes, en lugar de nombrar los
desplazamientos que permiten descubrir algo del orden de lo sustraído o de
solicitar la invención adecuada. La idea de confrontación permanente e
inmediata inhibe tanto el despliegue de matices y ambigüedades como la pregunta
por qué es lo que caracteriza, singularmente, cada situación. Parece exigir más
el marco efectista de las palabras inmediatamente decodificables (modelo,
proyecto, nacional-popular) que la precisión interpretativa de los hilos de la
coyuntura.
Y quiero señalar un problema más: el modo en que la idea de relatos
contrapuestos implica una noción de la historia como linajes a disposición que
pueden ser o colocados uno frente al otro en su oposición o meramente sumados
en una imagen totalizadora de la nación. Ninguno de esos movimientos hace
justicia al pasado, ni a sus luchas ni a sus dramas irredentos. No se trata de
unitarios versus federales ni de mitristas versus revisionistas pero menos aún
de la suma de unos y otros. La inversión y la suma parten de la misma lógica,
la de presentar un bloque de hechos que no se interrogan en sus dilemas
internos y que se predisponen como materia para un santoral o un uso litúrgico.
Muchas cosas pueden nombrarse como batalla cultural. Las que a vuela pluma
tratamos de discutir pero también aquella que aparece a veces enunciada como
postulación de tópicos de ruptura con respecto al sentido común establecido
como fórceps por la modificación neoliberal de esta sociedad; o la que alude a
la composición de lógicas nuevas de lo común; pero seguramente todo eso, si se
acepta su expansión, no pueda recortarse a la definición de las trincheras
actualmente existentes y, más bien, quede obligada a alojar pensamiento e
invención que la desborde.
Y más aún, ese belicismo de los símbolos y las narraciones puede aludir también
a la búsqueda de nombres adecuados, la pesquisa de aquellos nombres que
efectivamente le corresponderían a las situaciones más allá de las interpretaciones
clásicas que las alojan. Pienso que la batalla cultural es también la disputa
por qué nombramos de ese modo, para que no sea la coartada contra una invención
propiamente política, en nombre del aquietamiento necesario de toda búsqueda
para ser incluida en el formato con el cual se dispone, para cada contemporáneo, la máquina
productora del sentido común.
* Socióloga. Dtora. del
Museo de la Lengua (Biblioteca Nacional)
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