Hoy tanto el consenso como la
confrontación se definen en términos de temas y motivos múltiples. En cada
etapa de conflicto puede tomar la escena un eje de oposición, que prevalece con
respecto a otros en el conjunto del discurso político del momento, pero se
trata de un momento con una extensión de vigencia que, aquí y en los otros
espacios políticos del mundo, se presenta como de difícil descripción.
Por Oscar Steimberg*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración:Mauricio Nizzero
Ilustración:Mauricio Nizzero
La experiencia contemporánea de
todo lector, espectador, buscador u operador de la comunicación política le
indica que las escenas que pueden entenderse como de confrontación, así como
las llamadas de consenso, requieren para su interpretación, o simplemente para
su reconocimiento, el acceso a datos múltiples. Tal vez haya sido siempre así,
y no lo advertíamos porque eran muchos los factores de conflicto que permanecían
estables de un enfrentamiento al otro. Ahora son también esos los que pueden
exhibir una condición de novedad, y hasta de fugacidad. Y entonces es como si
distintas denominaciones fueran cambiando (se mostraran cambiando)
continuamente de sentido, o, en otros casos, como si algunos de sus
significados posibles, y así estaría pasando con “confrontación”, hubiera
crecido con respecto a los otros. El diccionario de la R.A.E. da un significado
primero: “careo entre dos o más personas”, otro en segundo lugar: “cotejo de
una cosa con otra”, y después un tercero: “acción de confrontar (ponerse una
persona frente a otra); y hasta incluye un cuarto: con la aclaración de que se
trata de un significado ya en desuso, agrega: “simpatía, conformidad natural
entre personas o cosas”. Como si el cuarto sentido entrara a confrontar con los otros cabeza abajo.
Aunque hoy, claro, habría que ver…
Por supuesto, es difícil, en
relación con el eje consenso / confrontación, elegir una entrada temática. Hoy
tanto el consenso como la confrontación se definen en términos de temas y
motivos múltiples. En cada etapa de conflicto puede tomar la escena un eje de
oposición, que prevalece con respecto a otros en el conjunto del discurso
político del momento, pero se trata de un momento con una extensión de vigencia
que, aquí y en los otros espacios políticos del mundo, se presenta como de
difícil descripción... Y como efecto de la dificultad general instalada para
reducir el número de los temas de
cada puesta en fase de proyectos y propuestas la confrontación puede aparecer
como el resultado de una oposición entre modos de hacer, que sustituye en
principio a la que se establecería entre conceptos políticos con clausura
temática. Y cuando la confrontación es entre haceres, pasa algo también en lo
que respecta a la dimensión, o más bien el peso, del discurso.
Porque el problema no es, aunque
a veces se acerque a esto, el de que los conceptos de base de cada corriente
política hayan tomado la forma de proposiciones no previsibles, surgidas de una
discusión derivante. Más bien, las dificultades surgirían de la necesidad de
atender a una exigencia tácita de la comunicación contemporánea: la de que las
proposiciones se digan, en cada formulación de la propuesta general, con
recursos conceptuales y formales que se muestren elegidos para ese discurso, en ese momento político, social, económico y cultural. Como si
hubieran caído (nunca será cierto del todo) los derechos de la repetición, y
aunque se trate de una exigencia ante la que es difícil no fracasar (de hecho,
ante la que casi todos, en principio, fracasan).
En discusiones contemporáneas
sobre la definición del posicionamiento de los interlocutores en una situación
de debate, uno de los temas de mayor tratamiento ha sido el de la aceptación o
el rechazo de la universalidad de una regla por la que regiría, según una de
las definiciones propuestas, “una especie de preconsenso interlocutorio” entre
los sujetos de una discusión a partir de, al menos, el reconocimiento
compartido de que se encuentran en una situación de interlocución, y de que en
algo, entonces, sus roles son similares y son intercambiables. Se señala al
respecto que parte del efecto social de los debates públicos –los efectos de
confirmación de los vínculos generales sobre los que se construye la relación
interlocutiva- depende de la implicación en la comunicación de ese consenso.
La disidencia tomó la forma de un
pedido de acotación de los alcances de ese efecto: se dijo, por ejemplo, que “es erróneo creer que todos los géneros del
discurso ofrecen la misma disposición[1]”.
En el sentido de que distintos usos del lenguaje pueden tomar la escena más
allá de los implícitos de un consenso
interlocutivo, o de unas previsiones específicas con respecto a los modos
de su escucha o su lectura; todo puede complicarse y pedir atención a su
condición de novedad, a partir de juegos y proposiciones de diversa índole que
no definen de entrada el modo de jugar o responder.
Podríamos pensar, ya acercándonos
a otro debate, que el “estilo de época”, dentro y fuera de nuestro espacio
cultural y político, ha generalizado esa posibilidad. Se dijo mucho: podríamos
decir una vez más que la mostración del ir
haciéndose del propio discurso es actualmente una necesidad expuesta en
toda producción textual destinada a una circulación no previsible, tanto en el
campo de las artes en sentido tradicional como en el del conjunto de los
géneros mediáticos. El lugar del curador crecido en toda manifestación
artística es compartido por el artista que suspende el cierre del momento de
producción de su obra y asume además, él mismo, su instancia crítica, y
por su público, convocado de distintos
modos a una performance de la
espectación.
Pero no se trata de fenómenos
circunscriptos al campo del arte, y el del discurso político ha sido tan
sensible a ese estallido lúdico y metadiscursivo como el de la información. Y
con enunciaciones que lo practican como propio (al discurso que se muestra como
específicamente político) desde lugares en los que se evitaba asumirlo como
marca: cuando el acontecimiento informado ha sido el discurso de una figura
pública en los medios informativos se lo trabaja desde los medios como insumo
de diálogo (a veces comentando frase por frase), o como conjunto de síntomas (a
interpretar, también por fragmentos, desde diferentes disciplinas), o como
texto multilingüe, dirigido, con apelación a jergas a reconocer y descifrar, a
una sucesión de destinatarios a la vez secretos y públicos.
Pero el discurso del funcionario
o el político, enunciado ahora como la primera instancia de una circulación
multigenérica (a la mañana siguiente se lo verá trabajado como relato policial,
como teatro de costumbres, como autobiografía, como round…), también ha crecido en diversidad. Por motivos que exceden
los provistos por el tratamiento mediático (dicen que hoy el político, tanto el
de acá como el del resto del mundo, tiene que demostrar que su discurso da
cuenta no sólo de su proyecto de gestión, sino también del misterioso día que
pasa), los discursos oficiales también tienen formas y procederes múltiples. Y
el tema del día pudo ser escandido en la alternancia con las anécdotas del
chiste popular (en Chávez), con el dato puesto con inflexión de discusión
parlamentaria (Cristina) o con la convocación histórica y étnica, en formas
múltiples, de los pueblos originarios (Morales). En cada caso, como un recurso
entre muchos; y entrando en asociaciones impredecibles con las formas y
tonalidades amigas y enemigas del contexto.
Tratando de volver a la relación
entre consenso y confrontación en nuestro discurso político: la comunicación
multigenérica y multiestilística que, por ahora, parece haber vuelto para
quedarse, practicada, con intención o no, por todos los personajes en escena,
parece también prometer, una vez más, confrontaciones y consensos a definir y
redefinir durante su desarrollo. Tal vez como pasó en los períodos
fundacionales de los partidos nacidos sin
libro (el radicalismo primero, el peronismo después), con los partidos con libro tratando, sin lograrlo, de
hacer entender que los consensos y las confrontaciones tenían que haber sido,
primero, escritos. Lo que no implicó, de ninguno de los dos lados, falta de
escritura. Probablemente, sí, una diferencia más en relación con el concepto de
cierre: una contemporaneidad con novedoso ejercicio de gobierno vuelve a la
argumentación de fuera del discurso. Unos haceres convocan consensos que deben
definirse en términos de lo que ha ocurrido en términos de cambio de
relaciones, de paisaje...
* Semiólogo, escritor y poeta.
[1]
La acotación del campo a la
que se hace referencia es la propuesta por Jean François Lyotard, a partir de
un debate con Richard Rorty, en Moralidades
posmodernas, ed. Madrid, Tecnos, 1998 (1993), especialmente cap. 9.
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