En nuestra actual Argentina prevalece
de manera cíclica un desorden conversacional, culminación de la distorsión
cognitiva dominante como rasgo constitutivo de nuestro colectivo social.
Desorden conversacional porque no hay conversación, sino multitud de monólogos,
organizados en forma binaria alrededor de lo destituyente.
Por Alejandro Kaufman*
(para La Tecl@ Eñe)
El análisis de nuestras propias creencias y discursos enfrenta la
dificultad de que no puede partir de asunciones ampliamente compartidas, sino
del momento en que debe reiniciarse cada vez desde el principio. Cada vez
resulta necesario volverlo a discutir todo, explicitar las premisas, someterlas
a un escrutinio que termina siendo procaz, por inocuo, infértil. Es una tarea
de Sísifo, porque cada vez, lo dicho, pensado y analizado vuelve a naufragar en
un magma de recurrencias cristalizadas, impermeables a la interlocución, aunque
siempre invocándola (¡ah!, ¡el diálogo!, así como también: ¡oh!, ¡la
argumentación!). Una y otra vez se reiteran todas y las mismas invocaciones a
la gobernabilidad, la institucionalidad, el consenso, el acuerdo, la
certidumbre, la razón del estado, la concordia, y así siguiendo.
En nuestra actual Argentina (una y otra vez hay que reiterar la situación,
la localía, lo singular, una y otra vez olvidados) prevalece de manera cíclica
un desorden conversacional, culminación de la distorsión cognitiva dominante
tal vez como rasgo constitutivo de nuestro colectivo social. Desorden
conversacional: porque no hay conversación, sino multitud de monólogos, organizados
en forma binaria alrededor de lo destituyente.
Vaya una digresión sobre la célebre palabra. Su notoriedad parece
relacionada con una cualidad mágica que le atribuyó la oposición desde 2008 en adelante. Un furor difamatorio se extendió
sobre el término, modestamente instalado como un adjetivo que pretendía una
potencia crítica para la propia lucidez, desesperanzada respecto de cualquier
uso antagonista. La palabra se postulaba como un analizador para aquello que
ocurría sin ser nombrado, y que sigue ocurriendo, así como continúa sin ser
nombrado, y en cambio es renegado. La palabra, en el inicio de su uso colectivo
–sus diversos usos precedentes fueron olvidados, omitidos, despojados- servía
de propósito aglutinante para la resistencia emergida frente al impulso
–opresor- denominado por ella. Aquel uso colectivo inicial no tenía el fin, que
le fue conferido por la oposición, de practicar una fuerza denominativa
orientada hacia el antagonista. Fue la oposición quien la devolvió como si ella
misma se sintiera violentada, como si se la hubiera denominado subversiva por
parte de un gobierno represor, frente al cual se alzaría una resistencia
contestataria. Habrá de señalarse esta operación como aquella que los
represores totalitarios ejercen sobre sus víctimas, la culpabilización que
justifica la violencia exterminadora. Los términos se invierten, y el
subalterno, al determinarse como culpable, puede someterse a victimización de
manera pragmáticamente sustentable, ¿para quién?, para la multitud destinada a
consentir con la violencia opresora o exterminadora. Por ello hay que ver que
la fuerza de la palabra estuvo mucho más determinada por la reacción que por la
acción. Adquirió su potencia mágica como contragolpe, y se sigue reproduciendo
en ese sentido. Ambos términos de la distinción binaria se la arrojan sobre la
cabeza como si fuera un objeto contundente, mientras el acontecimiento prosigue
su desenvolvimiento en otra instancia.
En la actualidad, lo destituyente opera como organizador del trastorno
conversacional. Cada frase es sometida a un escrutinio mensurado en relación
con lo destituyente. Ante cada frase se adelanta la necesidad de determinar su
valencia destituyente, para entonces establecer un atisbo de significación, de
inmediato limitado a tal condición. No es la identidad, ni la ideología, ni las
explicitaciones institucionales aquello que determina la dinámica
conversacional confusa que nos atraviesa, sino la incidencia que cada acto,
cada frase implique para el estatuto percibido de lo destituyente. Así es como
se conforman tantas conjunciones y disyunciones –sedicentes políticas- que no
tienen otra explicación. Resulta inocuo insistir con argumentaciones del tipo
que sea. Cuanto más se argumenta, más se suma al ruido conversacional confuso.
La recurrencia acentúa el sinsentido, y lo que más bien se advierte es la usura
progresiva que el lenguaje político padece día a día, y que lo va vaciando de
fuerza realizativa. Los intercambios van acercándose a lo que por analogía
–pero también quizás matriz- podríamos asociar con los cantitos de hinchadas
opuestas, cada una con sus colores, cada una con su ubicación en las tribunas.
Todo ello previsible y careciente de mayor interés aparte del resultado de la
confrontación que no se dirime entre las hinchadas sino en la cancha (¿no?).
Para nuestra metáfora, la cancha está constituida a fin de cuentas por la
macroeconomía. La propia conducción política apresura sus pasos al introducirse
en forma consecuente y sin fisuras apreciables en ese juego, al que se somete la
suerte del colectivo, a variables en las que la política –en el sentido más
sustancial con que se la interpela- tiene poco que ver, y con las que la
gravitación principal va quedando en manos de los mismos factores de poder
consabidos.
Este destino del movimientismo populista, sin ser ineluctable, forma parte
de su lógica intrínseca. El proyecto no es confrontativo ni antagonista. Tales
atribuciones le son conferidas por los opositores, por aquellos que no admiten
por principio al movimientismo populista. El programa populista tiene como
objetivo realizar un emprendimiento de tipo igualitario emancipatorio,
susceptible de atravesar al colectivo social de manera intersticial. Su fin
último es identificarse con la plenitud del colectivo mediante una armonización
de las contradicciones que no habrá de verificarse en el plano de una
totalización abstracta, sino a través de una transformación pragmática que
llegará a su meta al establecer de manera performativa la coexistencia virtuosa
de las clases en lucha, aliadas en pos de la escatología capitalista. Gran
apuesta, la del movimientismo populista, en condición de atraso respecto del
muro que procura franquear: los productores de riqueza argentinos no miran
hacia adelante, miran atrás, tienen memoria. Los llamamos así: “productores de
riqueza argentinos”, no porque produzcan la riqueza materialmente en la medida
del trabajo, sino porque son sus poseedores y factores de producción y
reproducción. Es para discutir en otra parte y momento el papel de las
multitudes, de seguro con los recursos conceptuales del viejo Marx: en tanto
objeto de subalternidad, la labor material de las multitudes conforma una
afluencia ciega, insumo captado para engordar a los amos, en última instancia
sin piedad ni apelación posibles (el movimientismo populista es su reverso).
Entonces: no aceptan cambios, añoran las condiciones precedentes. El
movimientismo populista los cautiva a corto plazo porque es a ellos más que a
ningún otro a quienes soborna con las ganancias que obtienen. Los verdaderos
“clientes” son ellos, cuando hacen usufructo de la paz social –que saben y
consideran transitoria- para acrecentar sus arcas. El movimientismo espera una
coexistencia que los productores de riqueza desdeñan. No la estiman porque no
estiman la paz social, ni la armonía comunitaria que el movimientismo sostiene
como premisa. Han quedado prendados de las gestas brutales que nos dieron
origen como colectivo. Las alucinan, y nunca renuncian a su reivindicación. Al
respecto parecen permanecer siempre en el mismo punto –he allí una fuente de
recurrencia-. El proyecto movimientista tendrá fecha de caducidad en tanto no
acierte a transformar culturalmente (¿?) las premisas que en el largo plazo
fundan a nuestros productores de riqueza. ¿Es una tarea posible? Hoy en día
disponemos de diversas herramientas de nuevo cuño –enseguida volveremos al
respecto-, inexistentes en ciclos históricos anteriores. Pero esas herramientas
pierden eficacia si la determinación que define el juego no se revisa. No debería someterse el entero andamiaje de la
institución política a la suerte del juego
económico. La consistencia de un colectivo social no se reduce a las
condiciones del bienestar y la fortuna, sino que también debe tener continuidad
–para que merezca tal descripción- en situaciones desafortunadas. Tal como
sucede y ha sucedido en tantos otros colectivos sociales, antiguos y
contemporáneos, cercanos y lejanos. Aquello que tiene de profundamente argentino el movimientismo populista es
su incompetencia para gobernar en condiciones de penuria. Puede hacerlo
asociado al crecimiento y al bienestar, pero la penuria solo puede ser
sobrellevada por el colectivo subalterno –en tanto colectivo, porque los
explotados saben de la penuria- cuando es víctima de persecución, en tanto soñante
de un futuro restaurador de la ventura. Es como si tan bien lo supiéramos solo
al apartarnos por un momento de la superficie que sonríe. Lo
instituyente-instituido está atado a la felicidad en una magnitud poco
compatible con la soberanía política.
El antagonista opresor, constituido por los productores de riqueza, carece
del mínimo atisbo de estoicismo. Solo pueden concebirse en el mejor de los
mundos, y tales mundos se asientan sobre la desventura de las mayorías. Hay un
profundo resentimiento en esa configuración. Pareciera que en la Argentina el
resentimiento asume la forma de un encumbramiento social, experimentado como
minusvalía frente a otros mundos imaginados como originarios, antecedentes o
lejanos. No sabríamos delimitar el universo social que abarca esa subjetividad
colectiva resentida. Podríamos conjeturar su ausencia relativa en el vértice de
la pirámide, pero en todo caso es apreciable y patente el vasto territorio que
ocupa por debajo del culmen.
¿Puede concebirse una política orientada a ofrecer protección a la sociedad
frente a tal trama de resentimiento vivido por las capas encumbradas del propio
colectivo social? Por nuestra parte creemos en la vigencia de los derechos
humanos, herramienta principal disponible para la necesaria tarea antes
aludida, hoy en día encarnada en dispositivos supranacionales orientados a
ofrecer un supuesto muro de contención frente al mal. Sin embargo, es la misma
inclinación al juego de la macroeconomía aquello que limita el alcance de una
protección semejante. El juego es indiferente, incontrolable para la política
–salvo en una escala insuficiente-, y dependiente de una conjunción en la que
el lucro, la avidez, el deseo consumista y la espectacularidad son los valores
y prácticas dominantes. Por sí mismos contienen el germen del olvido respecto
del proyecto emancipatorio. No puede haber proyecto emancipatorio que se precie
de su consecuencia si no forja las condiciones de su dominio, de su gobierno
sobre la penuria. Otros colectivos sociales extraen de las catástrofes
naturales, las guerras y las epidemias las valencias necesarias para tornar
convivencial y gobernable aun la penuria. En nuestra experiencia colectiva esas
valencias proceden de la colisión opresora con que se violenta al proyecto
movimientista para retornar al punto de partida de la desigualdad (eso que
llaman “fin de la fiesta”, a su vez forma urbana de la frase que pronuncia el
otro yo del Doctor Merengue: “se acabó la joda”, frase favorita de los
represores).
¿Sería esta que apuntamos acaso una aproximación más hacia lo destituyente,
la condición recursante que impone nuestra historia social, y que debería ser
asumida como problema si somos consecuentes con nuestro anhelo de igualdad y
emancipación?
* Docente Universitario, Crítico Cultural y
Ensayista
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