La noticia sobre la jubilación
compulsiva de un gran núcleo de profesores que atravesó el Rubicón de los 65
años, obliga a una serie de reflexiones sobre la condición profesoral en el
país y la cuestión que existe alrededor del acto esencial que sostiene la vida
universitaria: la clase, la lectura, la escritura.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
La noticia sobre la jubilación
compulsiva de un gran núcleo de profesores que ya atravesó el Rubicón de los 65
años –entre los que me cuento- obliga a una serie de reflexiones sobre la
condición profesoral en el país y la cuestión que existe alrededor del acto
esencial que sostiene la vida universitaria –la clase, la lectura, la
escritura. A lo largo de los años fue y sigue siendo mi convicción que el acto
de la clase de grado es el sostén esencial de la vida cosgnoscitiva
universitaria. En cambio, las concepciones de trabajo intelectual que se han
impuesto en el período que podemos evaluar como correspondiente al último
cuarto de siglo de la historia universitaria argentina, estuvo lejos de ir en
esa dirección. Hasta llegó a hablarse de “enseñadero”, para llamar la atención
sobre una masividad estudiantil mal atendida, pero también con un tinte de
desprecio hacia el encuentro fundamental que ocurre en las clases, en nombre de
supuestos criterios de “excelencia en la investigación”.
Crecientemente fui viendo como se
iban imponiendo artificios que regulaban la actividad docente, como los
incentivos –nombre curioso que terminó aceptándose plenamente-, y las revistas
con referato –nombre aun más absurdo, cuyo sabor deportivo no implica que no
haya sido tomado de otros mundos culturales ya absorbidos por el juego integral
de la globalización-, y asimismo como resultado de ello, la obligación de
concurrir a determinadas reuniones académicas, jornadas, simposios, etc., para
reunir un recóndito puntaje que hace a la rendición de cuentas que hay que
efectuar ahora ante misteriosos tribunales académicos.
He rechazado todo eso y
progresivamente fui quedando al margen de lo que en la jerga habitual se fue
conociendo como el tema de “hacer un concurso para tu materia”. La frase no me
convencía ni convence, desde luego, pero igualmente hubiera aceptado un concurso
si alguna vez lo hubieran llamado para una materia que he dado durante casi
tres décadas, quizás más. Es que tanto esa frase, un tanto desdichada, como su
previsible enrarecimiento práctico –pues no se “le hace un concurso” a
cualquiera-, retratan una parte de la crisis universitaria argentina, cuya
responsabilidad está módicamente repartida en los diversos estamentos de la
universidad, sobre todo el de sus autoridades, sin descartar a ciertas capas
profesorales.
Soy y seguiré siendo absoluto
partidario del sistema tripartito de gobierno, instaurado por la reforma del
18, y por eso mismo, no me siento cómodo cuando escucho de vez en cuando voces
que promueven una “autonomía relativa” de la Universidad, pensando con ello que
sería mejor atendida la razón universitaria si se la refiere a su necesario
vínculo con las fuerzas productivas, las aplicaciones científicas y la
construcción de satisfactorias infraestructuras tecnológicas en el país. Con
nada de eso, como es obvio, estoy en desacuerdo. Pero también nada muestra que
ninguna de estas cosas se lograría mejor con un “relativización” de la
autonomía. Y en cambio, veo cierta declinación de las humanidades, que no se
expresa en la falta de financiamiento de las facultades portadores de ese
nombre –todo lo contrario-, ni en que estén funcionando inadecuadamente desde
el punto de vista de sus capacidades pedagógicas o de la emisión de
certificaciones.
No obstante, hay algo más
profundo. Me refiero a la pérdida del sentido de la relación entre las ciencias
del hombre y de la cultura, en su necesaria relación de problematización y
alteridad creativa con las ciencias de la naturaleza, las matemáticas, las
ingenierías, etc. La Universidad moderna nace de estas polémicas, y sin que
debamos recordar específicamente los grandes trabajos de Kant al respecto, es
bueno tener presente cómo se dieron en nuestro país los debates en torno al
“conflicto de los saberes” en la época positivista, en los más recientes años
estructuralistas –donde se postuló como es obvio la unidad de las ciencias bajo
el manto de la revolución del significante lingüístico-, y en la penosa
realidad actual, donde una clase política universitaria que nace de ententes
que nada tienen que envidiarle a los peores usos y costumbres de la política
nacional, ha perdido contacto, por mínimo que fuera, con estas grandes fuentes
de sentido de la Universidad.
¿Escuchamos alguna vez a las más
altas autoridades de la Universidad más grande del país considerar alguna vez
estos temas u otros parecidos? Por eso, las preocupantes declaraciones
episódicas o no, sobre la “autonomía relativa” suenan más como una excusa para
el descompromiso con la necesaria tarea de pensar la Universidad en su mismo
corazón teórico: la construcción de un lenguaje autoconsistente sobre las
instituciones del conocimiento y sobre ella misma. Por tal motivo, la
Universidad es un conjunto de actos de metalenguaje. No estoy defendiendo ni el
apartamiento de la Universidad del conflicto social ni el tabicamiento de sus
saberes.
Estoy postulando la única forma
en que su relación con la sociedad se hace creativa: siendo ella misma la
reposición, recreación y reasignación del conflicto (del diferendo, del
desacuerddo) en los términos de su propia lengua de conocimiento. Se debe
preguntar entonces si la izquierda lo haría mejor. En este punto es bueno
seguir las actuaciones de las principales fuerzas de la izquierda en la
Universidad, para comprobar que en los lugares donde tiene más efectivo
predominio, ha asumido los hábitos notorios de un cientificismo que en
principio parecería ser una mera instrumentalidad, pero muy pronto se convierte
en lógica interna, procedimiento inesquivable. Lo que suele convertirse luego
en una opción definitiva que muestra que los legados marxistas, fundamentales
en la teoría y la memoria contemporánea, son dosificados en los términos de
escritura encajonada provenientes de los centros mundiales de referato,
estrategia de becas, tácticas intelectuales y certificación de normas para
pensar.
¿Y en cuanto a la visión de la
universidad como una institución que decide sobre su democracia interna? Aquí,
sin duda, no es aceptable que las deficiencias de la izquierda para plantear
una alternativa desde el punto de vista del conocimiento, sean sustituidas por
la idea de claustros únicos de votación. Sería un grave error. Una cosa es que
del claustro estudiantil emanan fundamentales conocimientos. No es un claustro
pasivo, sus conocimientos provienen de circunstancias experienciales y
herencias sociales que, incluso, muchas veces la universidad desvía para
empobrecerlas con un lenguaje profesional repleto de estereotipos, a los que
confunde con el trámite complejo del saber. Y otra cosa es suprimir las líneas
de tensión en la universidad, que están trazadas a partir de la misma relación
alumno-profesor, que es una frontera siempre en discusión, siempre a punto de
desfallecer, pero siempre en tanto la chispa necesaria para refundar el sentido
de la universidad permanentemente.
Todos estos temas son muy
antiguos y no es necesario retroceder a los estudiantes goliardos –tiempos de
los que podemos recordar el Trivium,
los estudios de lingüística,
literatura y filosofía, o el Quadrivium, las
matemáticas, la música y la astronomía, la poesía, que no haríamos mal en
repensarlos ahora para una nueva reforma universitaria-, no es necesario
retroceder, digo –y no solo para que no me acusen de anacronista en plena era
tecnocientífica-, a épocas tan lejanas, para percibir que eran los problemas
con los que se confrontó la Reforma Universitaria argentina, aun irresueltos.
Deodoro Roca pasó de un ideal de universidad como núcleo íntegro del desarrollo
social (utopía universitarista cuya
versión necesaria, aunque tamizada, es el origen argentino de la noción de
autonomía universitaria), a una universidad al
servicio del pueblo, los trabajadores, la sociedad emancipada, etc.
Cualquiera de estas fórmulas ha triunfado en el lenguaje habitual.
Personalmente, las mantengo, las respeto, las invoco pero también las
interrogo.
Creo que la Universidad solo puede expresarse en forma de prestación
o asistencia a los núcleos de necesidad social si reconoce en su seno su ideal
estrictamente autonomista. De ahí que la fórmula “autonomía relativa” es un mal
trazado o una mala resolución de un problema real. La Universidad solo se hará
efectiva socialmente si al mismo tiempo es efectiva en su autoconstrucción
soberana. Al tomar el movimiento estudiantil, sea de izquierda, sea
nacional-popular o cualesquiera de sus denominaciones, el segundo término del
problema, se ha privado históricamente de situarse en el plano de heredero de
las grandes tradiciones del conocimiento, el espíritu y la ciencia. En mucho
caso, hereda apenas un estilo político de gestión del conocimiento y de la
política universitaria, que no escapa ni de las exigencias de la globalización
ni de los hábitos más irrelevantes de la política tal-como-es.
Todas estas cuestiones se han
reactualizado con la cuestión de la jubilación compulsiva. A la que se le
agrega un tema evidentemente muy vinculado a ella. Así como jubilar masivamente
a la franja etaria más avanzada de la universidad produciría un ahorro salarial
evidente –torpe punto de vista con el que no nos asombran sus autoridades-,
también podría resolverse la situación de profunda injusticia en la que dan
clases miles de jóvenes profesores considerados “ad honorem” por vía de una
natural transferencia de recursos. Sobre esto también quiero decir una o dos
palabras, pues evidentemente esta solución “contable” no es la más adecuada y
consigue sin demasiado trabajo ser la más vergonzosa. No puede considerarse la
cuestión profesoral como parte de una disposición jubilatoria general, no por
privilegios ni elitismo, sino porque el sentido de la Universidad es un sentido
de justicia y equilibrio generacional. Tanto tienen derechos los viejos como
los jóvenes, y por esa vía debe garantizarse el juego y la solidaridad
intergeneracional. Las autoridades de la UBA son duchas en hablar de autonomía
cuando les conviene (aunque sea muy estrecha la noción que tienen de ella) y
desconocer una ley general del Estado, que compete a una situación laboral
general universal. Son autonomistas
relativos allí donde hay que ser meramente autonomistas, y son autonomistas
allí donde deben respetar la ley general. Son autonomistas haciendo excepciones
a su favor, lo que no es en realidad autonomismo sino individualismo posesivo.
Pero el problema no se agota
allí. No solo la falta de ideas de las autoridades nos asombra -carencia originada en una falla anterior, la
carencia de espíritu universitario en la propia universidad y el
antiintelectualismo larvado que opera en sus líneas políticas interiores-, sino
que la mera solución contable se halla en consonancia perfecta con el pobre
ideal de conocimiento imperante, esto es, una lengua universitaria cada vez más
impregnada de clisés que se amontonan, categorizan y de curriculizan de manera
alarmante. Después todo eso sirve para hacer el ránking globalizado de
universidades. La de Buenos Aires, medida con criterios de referato de los artículos
en revistas científicas, citas mutuas, especializaciones milimetradas y
repetición de jergas autorizadas, está en el lugar 287 en el mundo. No está
mal. Hay productos de mercado que cotizan aun más bajo.
Todo acto universitario amenaza
así con ser un acto contable. Incluso ese rastro se evidencia aun en los
mejores trabajos, que por supuesto los hay, y muchos. Tanto en el área de
humanidades como en las ciencias … “duras”. ¡Y que torpes términos! Ciencias
duras y ciencias blandas, terminología aceptada hace varias décadas, en
correspondencia con la decadencia epistemológica de la universidad,
sustituyendo el arte del conocer por balances temáticos, durezas o blanduras de
una materia que no es una entidad física sino una productividad inmaterial con efectos
reales.
Han pasado por mi vista muchos
rectores y decanos. De muchos fui y soy amigo. Los ví atropellados por estas
realidades denominativas (jergas de ocasión, desde luego), imposibilitados de
tomar grandes decisiones. Eso, cuando aun eran profesores que no estaban
dispuestos a perder lo que Max Weber llamó el “ser buenos profesionales”, esa
indefinible unión de vocación y oficio profesional que define el lugar
universal del profesor. Si hago memoria, recuerdo con gusto y nostalgia, quizás
por que fueron mis tiempos de adolescencia universitaria, los años de José Luis
Romero. Todavía regía la idea del administrador universitario que no había
perdido la antemencionada beruf, la
vocación weberiana por las ciencias de la cultura. Entre las remembranzas más
vivas que conservo, es la de una noche de 1964, donde encabezados por el gran
dirigente estudiantil que fue Daniel Hopen, fuimos de madrugada a la casa de
Romero en Adrogué, para pedirle que no renunciara al decanato de Filosofía y
Letras. No sabíamos hasta que punto recibíamos una lección de filosofía en la
política, no porque la filosofía le fuera exterior y estuviera a la espera de
los núcleos problemáticos del mundo social para pensarlos luego “con mayor
nivel”, sino porque ya eran inherentemente “filosóficas” esas cuestiones
políticas. La noción que obtengo de allí puedo declararla ahora y se compone de
lo que llamaría las dos caras de una misma moneda.
Toda acción universitaria que
merezca ese nombre es “ad honorem”, lo que no quiere decir que toda tarea
profesoral no deba ser remunerada. Para que haya justas luchas sociales y
gremiales en torno al trabajo profesional de los universitarios, hay también
que reconocer la especificidad del acto de enseñanza. Una cosa es el justo
gremialismo universitario, el pedido para que cese la arbitrariedad para los
profesores de mayor edad, respetándose la ley nacional, la existencia
multiplicada de becas, el aumento del presupuesto universitario –motivos
consuetudinarios de lucha justa-, y otra cosa el la trama íntima del saber, su
aspecto de acto que genera su propia autoridad, su forma no canjeable por
ninguna otra cosa que no sea un goce de la especie que un filósofo denominó amor intellectualis. Esto siempre
involucra una cuestión de honor. El enseñar y el aprender, además de ser
ocupaciones remuneradas, sujetas a la ley y a la reivindicación gremial, son en
otro plano acciones ad-honorem. Por eso se equivocaría el gremialismo
universitario si quisiera extirpar esa noción. El más viejo profesor con todas
las dedicaciones, chiches y abalorios del escalafón, debe también sentirse “ad
honorem”. El joven ayudante que recién empieza, debe también respetarse como
“ad honores”, mientras reclama el justo pago. Porque debe saber que al
llamárselo así, se hacen dos cosas. Primero, se comete una injusticia en torno
al trabajo no remunerado. Y segundo, se da un nombre sobre el cual, sin
percibírselo, se sustenta toda la vida universitaria. Es cuestión entonces que no se excluya ese nombre de los juegos
de la realidad que retribuye profesionalmente al trabajo. La prestación real y
la enigmática dignidad de la enseñanza corren juntas y no se excluyen.
Veo las nuevas universidades
suburbanas atravesando juvenilmente estos mismos problemas. Sin la carga
sedimentada de malas resoluciones políticas que carga mañosamente la UBA –de
las cuales no me quejo: atravesé más de treinta años de docencia como interino
porque no quise ser materia de reproducción ampliada de los términos en que se
da la triste política universitaria-, esas nuevas universidades pueden evitar
los conocidos escollos pero no pueden, eso sí, pensar en el camino fácil de
rebajar los términos del conocimiento, relativizar la autonomía, llamarse al
“servicio de la realidad” sin saber bien cómo definirla en los términos más
exigentes. La realidad es una forma problemáticamente desplegada de la razón y
del lenguaje. Pretendo seguir dando mis últimos años de clase con fecha de
término que yo mismo me pondré. Dentro o afuera de la Universidad. Sin
obstaculizar el legítimo juego intergeneracional, pero sin declinar en las
sospechas respecto de lo que es el conocimiento. El buho de minerva puede
llegar justo con la jubilación. Paradoja que nuestros administradores jamás han
evaluado. Macedonio Fernández postuló el “filósofo cesante”. Me jacto de pasar
a ser uno de ellos, sin dejar de pertenecer al cuerpo, quizás irreal, de una
Universidad que sin duda no es la de los que hoy la gobiernan.
*Sociólogo y Ensayista. Dtor. de la Biblioteca Nacional
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