05 marzo 2012

Política, Sociedad y Lenguajes/Ovillos de lecturas/Por Perla Sneh





Ovillos de lecturas
Por Perla Sneh*
(para La Tecl@ Eñe)

Hay tiempos que no favorecen la crítica. Abundan en ellos, en cambio, las polémicas, hechas éstas para dominar la opinión, para buscar el consenso, para “ganar”. En aras del consenso, la polémica busca ocultar lo agónico del conflicto, quiere hacer como si la guerra no existiera. Y si es cierto que guerra, en estos días –o puede que en todos- es una palabra siniestra, no es menos cierto que hay cosas con las que no puede uno hacer las paces. Y eso no es una opinión, es una exigencia ética.



Las palabras nos devuelven lo que hacemos con ellas
Henri Meschonnic


Corre el rumor de que la época es mediocre. Corresponde decir que la cita es de Henri Meschonnic, pero sería sólo una verdad a medias, porque no lo es menos de Hugo Savino, que lo traduce y, por eso, lo enreda en la lengua argentina. Es así: uno tira de un hilo y se le vienen encima ovillos enteros. Feliz desparramo, también hay que decirlo; porque esos ovillos entraman una política sugestiva. Henri Meschonnic la llama política del ritmo: política de la organización de lo que está en movimiento (a diferencia del esquema, que es la organización de lo detenido). Política entonces, del movimiento en la palabra; organización de un discurso por un sujeto y de un sujeto por un discurso.

Meschonnic diferencia entre polémica y crítica. Hay tiempos -a veces también pueden ser estos- que no favorecen la crítica; abundan en ellos, en cambio, las polémicas, hechas éstas para dominar la opinión, para buscar el consenso, para “ganar” (¿quién no recuerda polémicas recientes donde tirios y troyanos disputaban quién “ganó” y quién “perdió”, como si fuera lo único que importa?); para, con la impunidad del plural –el grupo, la pandilla, la patota- repartir aciertos (a “nosotros”) y errores (a los “otros”). Pero, ¿qué hacer si los míos son aquellos –y yo soy de esos- que no son ni vuestros ni nuestros, objeta el verbo ruso de Marina Tsietáieva, poeta que habla un lenguaje que mal no le haría a la nuestra lengua argentina?
Hay quien reduce la crítica a su origen en la crisis, para conservar, quizás, la ilusión de un estado que no sería crítico. Meschonnic, en cambio, la define como una búsqueda que no es de un origen, sino de un funcionamiento, de una historicidad. Se trata de un ejercicio del juicio, el ejercicio mismo de la teoría, pero no como doctrina, sino como búsqueda infinita de historicidad y de especificidad. Siempre filóloga -ama la argumentación, o, mejor, las palabras-, la crítica es el ejercicio de un punto de vista, dice Meschonnic, aunque aquí preferiríamos decir que es la acción de un ojo mocho. Pero no importa la preferencia, lo que importa es situarse en el lenguaje. En ese esfuerzo, la crítica no pretende consenso; avanza, en cambio, por las objeciones con que se topa.
Consenso, generalización, fórmulas de corrección: a eso llaman los que llaman a “hablar claro”, los que exigen transparencia, síntesis, cuadros sinópticos (uñas limpias, decía Cortázar de los detractores de Lezama Lima); no reclaman sino el colectivismo de una opinión que uniformice las bocas inquietas; que apure a los rezagados; pero, sobre todo, que convenza a los descarriado (propios y ajenos). Llamado misionero a convertirse, a comulgar. Su lenguaje es la propaganda. Su gesto es el de un portero que exige documentos a las puertas del debate. Su actitud es la de quien, sin aventurarse a leer, se informa: ¿ése quién es? ¿tiene entidad?
En aras del consenso, la polémica busca ocultar lo agónico del conflicto, quiere hacer –dice Meschonnic- como si la guerra no existiera. Y si es cierto que guerra, en estos días –o puede que en todos- es una palabra siniestra, no es menos cierto que hay cosas con las que no puede uno hacer las paces. Y eso no es una opinión, es una exigencia ética. Como lo es diferenciar cultura de industria cultural; como lo es discernir lo que verdaderamente importa en medio de tanta papilla comunicacional mercantil, como la llama, con un dejo de melancolía pero sin resignarse, Horacio González.
No se puede hacer las paces con eso. El riesgo es enorme. Ossip Mandelstam, nombre que desbarata esa tradición que quiere que “poética y política parezcan tan incongruentes para el cotejo como monada y limonada”-, lo dice con precisión: corremos el riesgo de un colectivismo donde esté ausente lo colectivo. Es el riesgo terrible de confundir lo universal –es decir, lo singular que está en todos lados- con la universalización; universalización de un lenguaje donde late la amenaza de una oscura tiranía: la de la lengua única. Porque, aun con todo lo que ha corrido bajo los puentes de la historia, la diversidad de lenguas sigue sospechada de ser el Mal. “Como si no estuviésemos separados por la misma lengua e hicieran falta lenguas diversas para estar desunidos”. Como si sólo pudiéramos tranquilizarnos en la “felicidad añorada de una lengua única.”
Nadie entendió esto como Héctor Álvarez Murena, nombre que debiera, por decir lo menos, hacernos reconsiderar lo que llamamos política. Silenciado por una época que no supo escucharlo –por ininteligible, por sombrío, por abstruso, hasta por ridículo (¿nadie habrá leído nunca el elogio de la ridiculez que hace Gerchunof?)- pero mucho más aún por un afán universitario que lo convirtió en carne propicia para el insulso Moloch de las monografías, Murena había escuchado como nadie lo que se avecinaba. Había escuchado, en el fárrago de su época, un silencio diferente al silencio del lenguaje; un silencio contrario al lenguaje. En él percibía el dominio del espectáculo, la impunidad vestida de buena fe.
Propaganda –dice, en 1961- no es solo lo que agrede al ciudadano de las democracias a través de sus cinco sentidos con el objeto manifiesto a apenas velado de que adopte una determinada decisión política, adquisitiva, etcétera, propaganda es también -y quizás con mayor fuerza y efecto- esa avasalladora corriente patética respecto de los deportes como práctica y espectáculo, es esa música trivial o erotizante que atruena desde millones de altavoces, es la ceñuda sociología que ha invadido las cátedras universitarias y que, desde su superficial punto de vista, aún con sus críticas, no hace más que justificar el status imperante...
Y en 1969: “hoy el totalitarismo es puesto en práctica en todos los órdenes con mayor eficacia por una tecnocracia que usa políticamente una máscara benévola”. ¿Qué decir de las máscaras benévolas que hoy prosperan en el dominio arrasador que el espectáculo ejerce sobre el lenguaje?
Fuera de toda “adecuación a su época”, Murena hablaba una lengua inentendible. Temprano lector de Benjamin –a quien tradujo por primera vez a nuestra lengua-, hablaba del ángel de la historia, del nombre, de lo sagrado. Con Martínez Estrada, de una profecía de anatema e inculpación. Convocando una presencia, escribía para interpelar, para invocar, para evocar; y eso, en un país de sombras terribles.
Instalado en un drama moral, Murena interroga el fundamento del poder político y ubica el pecado, palabra que, aún en su extraña propuesta identificatoria, introduce -sin erigirse en programa ni en plataforma- el sujeto de una pérdida. Puede que ese término, nodular en el pensamiento de Murena, sea el único capaz de cuestionar nuestra dicotomía más celebrada: civilización/barbarie, dicotomía que sigue alentando una particular lectura del Mal: éste -aún en sus diversas modulaciones (por nombrar sólo dos: la barbarie en el poder, para Sarmiento; su encarnación en el Imperio, para Rodó) siempre habita la órbita del otro.
Ignorando los decálogos intelectuales de su época, desde una posición que -¡en 1973!- define como estar contra el tiempo (“para ser contemporáneo hay que volverse anacrónico”), Murena encuentra, leyendo a Martínez Estrada, en cuya desolación ve una esperanza, la violencia devastadora que surge de la renegación del origen, de una fundación falsa en un espacio incógnito de error y desvío.
Pecado para Murena no es reductible a ninguna categoría teológica o mítica (y si bien se lo ha denostado por “mítico” y “teísta”, lo que en verdad no le perdonan es su modo de desbaratar las categorías); pecado es el despliegue, la puesta en escena, de un drama, un pathos retórico que busca dar cauce a una lengua que no nombra una teología de la redención ni se reduce a una economía de la expiación, sino que es registro de lo irredento ya no como nostalgia del origen sino como posible principio.
Con toda la fuerza de su constelación semántica, el pecado es para Murena, ocasión y fuente de un discurso político (discurso que, vale la pena señalarlo, volvimos a escuchar a raíz de la conocida carta de Oscar del Barco en torno al no matarás y las respuestas que convocó). Pecado para Murena será un modo de leer la circunstancia argentina, el nombre de una pregunta ética, un reclamo de pensamiento crítico. Justamente lo que un autor como Vladimir Jankelevitch llamaría, en un francés de aires lituanos, pensar con fuerza.
Murena habla, podemos decir, una nueva lengua argentina. Y en esa lengua escribe. Decimos escritura –no “literatura”- para que caiga como una piedra –las palabras son piedras para Mandelstam- en el tranquilo lago del menosprecio por el ensayo (no hablamos de un género sino, de nuevo: de un modo de situarse en el lenguaje), menosprecio que conforma una política de consecuencias tan graves como lo es excluir de lo que importa meditaciones indispensables al cargarlas con el sanbenito del barroquismo y la complejidad. Es grave porque esa complejidad, nos guste o no, es inherente a un presente que también conserva –peligroso sería olvidarlo- las huellas candentes de un lenguaje potencialmente asesino.
La crítica que reclamaba Murena, esa crítica que aún hoy puede reclamar, supone, entonces, atender a ese presente apostando a una potencia conceptualizante que no desconozca que el estilo de una transmisión no es ajeno a lo transmitido. Porque no se trata sólo de informar: Podremos tener una infinidad saludable de fuentes de información y bocas de emisión (...) pero no es posible evitar que se ingrese con más vigor en la cuestión de los usos del lenguaje, tanto en el sentido de una autorreflexión sobre la lengua común, como en las posibilidades de nuevas escrituras literarias, dice Horacio González, fastidiado por los estereotipos teóricos. Más breve, pero también certero, dice Américo Cristófalo: Hay cosas que no se zanjan con información.
Estos –hay otros- son algunos modos, diversos, singularísimos, de un decir que se niega a hacer las paces con la mediocridad que amenaza en toda época. Pero no hacer las paces no implica promover peleas: una boca que habla, dice Meshonnic, no necesariamente está lista para morder. Tampoco se trata de engolar la voz: reír (hablamos de risa, no de burla), dice no recuerdo quién, también puede ser una buena manera de enseñar los dientes. Se trata, apenas, de situarnos, de tirar del propio ovillo y confiar que nos toque en suerte un feliz desparramo.
P.S.: Este texto debe mucho a muchos; a Américo Cristófalo y su “Murena, un crítico en soledad”, a Hugo Savino y su “Salto de mata”, a Horacio González entrevistado por Conrado Yasenza en el número anterior de La Tecla Eñe; aunque limitar estos nombres a la firma en esos textos sería excluir muchas y preciosas conversaciones. La lectura puede ser una forma de la amistad. Y la amistad, dice Savino, también es acción.

*Psicoanalista, escritora. Doctora en Ciencias Sociales (UBA); Investigadora del CEG (UNTREF)


1 comentario:

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