Once
Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)
Ilustración: Spagnuolo
Hace unos años, Marcelo Cohen escribió una bella crónica del barrio de Once, una suerte de canto a la fealdad surgida de un abigarramiento con mucho de azar y a la vida siempre surgente de las multitudes. Veía en el barrio la conjunción del deseo por la mercancía barata y una tristeza que no cesaba de reproducirse. Lo cito, largamente, porque conjuga el acontecimiento catastrófico con el daño que persevera:
A cincuenta metros de la esquina nordeste de la Plaza Miserere, de espaldas a las vías del tren, está el monumento espontáneo a los muertos en la catástrofe de la discoteca Cromañón. Todo monumento funerario es una exhibición franca y hasta jactanciosa de herida íntima, pero esta instalación asfixia la piedad del que pasa. Después de verla uno siente que el dolor que prolifera en la vida del Once es mucho más fino, insondable y penetrante que la vindicación del dolor que teatralizan estas descoloridas fotos de familia, las zapatillas chamuscadas que cuelgan de alambres. El dolor más permanente del Once atisba en las pensiones de empapelado sofocante, en el humo y el frío de las parrillas de paso, en esas persianas eternamente torcidas, en la ansiedad de la mano que palpa las pocas monedas del bolsillo, en la grasa aglomerada en refrigeradores achacosos, y cobra cuerpo en la fatiga nerviosa del paso de la muchedumbre. De siete a nueve de la mañana, trenes y micros vuelcan decenas de miles de viajeros, una riada de mano de obra que inunda las avenidas del barrio….
Dejo aquí la lectura de Cohen. Porque es claro que a partir de allí se debe enhebrar, nuevamente, la relación entre el daño persistente y el que opera como tajo abrupto y recibe el nombre de tragedia. A metros de la discoteca incendiada, el tren chocó. Y si en Cromagnon aparecía un mapa de consumos culturales juveniles que venían de la esquina, el rock barrial y no pocos despojos; en el Sarmiento las víctimas configuran un mapa de los trabajadores que diariamente se movilizan. Conurbano, call center, migraciones, esas palabras resuenan de muchos modos, pero se apiñan cuando un accidente ocurre en la hora del viaje laboral. Once es el punto de llegada, como lo son otras estaciones. Como Liniers, en la que circulan por día, alrededor de la estación y las paradas de colectivos, más de un millón de personas. La gran ciudad tiene esos puntos, en los que todo se tensa y parece una madeja imposible de desarmar.
El dolor persistente es el cotidiano de los trabajos precarios y el del viaje en el que se esfuman los derechos de los viajeros. Hace también unos años ese mismo tren, el Sarmiento, fue objeto de la furia de quienes lo habían tomado. La estación Haedo fue incendiada y alguna formación sufrió daños. Recuerdo una foto de ese momento: antes del accidente y la fogosa ira, un pasajero viajaba acostado en el guardaequipajes. Abajo: multitud de cuerpos apiñados. Quiero decir: la mirada no debe detenerse en el tajo de la catástrofe, más bien dejar que, como un haz de luz doliente, ilumine una zona entera. ¿Qué son esos viajes, de qué modo se trasladan muchos trabajadores argentinos, y en qué zona de derechos o de no derechos se mueven? Un modo de comprender la precarización es pensarla como ese desamparo o esa excepción.
Son cuestiones que toda una zona de la discusión política argentina desdeña. El gobierno de la ciudad sólo piensa los transportes bajo la lógica de la circulación individual y va del auto a la bicicleta, como suprema innovación medioambientalista. La renuencia a gestionar el transporte subterráneo muestra que su imagen de ciudadano es ese individuo que puede disponer los medios propios para trasladarse. Nadie puede querer gobernar sin asumir las condiciones trágicas de ese gobierno: un horizonte de catástrofe a evitar, una obligación de situaciones de amparo a construir.
En la misma lógica de desdén hacia la relación entre transporte colectivo y vida popular, el macrismo definió la inmediata suba de tarifas. El gobierno nacional, cuyas deudas con la renovación de un sistema de transporte público son conocidas y extensas y se revelan dramáticamente ante el accidente de Once, había tratado el tema desde una perspectiva económica: se trataba de subsidiar para abaratar el boleto. Aparecía lo colectivo pero de modo insuficiente; y lo público-estatal subordinado a la lógica privada. El resultado es conocido: los subsidios otorgados por el Estado fueron más altos que lo que se había considerado “pérdida” –y valgan las comillas, porque esa idea absolutamente discutible proviene de un recetario financiero que no es adecuado para considerar el transporte público-, se perdieron miles de puestos de trabajo –durante los cierres y concesiones de los noventa-, y empeoraron las condiciones para los pasajeros.
Once: encrucijada de caminos. El Sarmiento sigue la traza del primer ferrocarril argentino. Ese que fue hecho, como gustaba recordar Scalabrini Ortiz, con capitales argentinos. Hoy, es vergonzante testimonio de una recuperación pendiente. Un tren no puede estar al servicio de la ganancia ni del lucro, y para que no lo esté es necesaria su gestión púbica. Que no será fácil, sin dudas, y para la que no hay, se descuenta, cuadros técnicos ni gerenciales suficientes. Pero no hay otro camino para alejar la catástrofe del horizonte y para pensar en atravesar condiciones de vida más dignas. Una estación, cuando no hay accidentes, es el fluir de proyectos, entusiasmos, padecimientos, compromisos. Un barrio que aloja a una estación, cuando no es asediado por el ruido de helicópteros y ambulancias, es el testigo del cansancio y la esperanza de los viajeros. También es, con sus zapatillas colgando, con sus trenes atestados, la memoria de lo que no debe ocurrir y la promesa de una renovada vitalidad popular que surge del collage de nacionalidades, lenguas, cultos, oficios. Once: la estación de destino que nos tocó.
*Socióloga y ensayista. Docente e Investigadora en la Universidad de Buenos Aires.
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