29 abril 2011

Arte e Identidad/Santoro Daniel

Arte e identidad




A través del arte político y específicamente militante se conservaron algunas de las primitivas intenciones de poner una mirada sobre el imaginario vernáculo, pero paulatinamente, esta zona de la acción artística cayó en el descrédito y el ninguneo de las instituciones hegemónicas de la cultura.




Por Daniel Santoro*
(para La Tecl@ Eñe)



El mundo vernáculo de las artes plásticas está cooptado por un reducido sector social como ningún otro ámbito de la cultura; ellos usan este dominio como emblema del poder económico, dirigiendo allí sus deseos de prestigio y exclusividad. Esto no es muy distinto a lo que sucede en casi todos los países, ahora bien, en nuestro caso la situación se vuelve endogámica y hasta paródica, y podríamos decir, de un sumiso seguidismo para con las directivas que emanan de los países centrales.
En el núcleo de esta problemática, como no podría ser de otra manera, está la fractura sarmientina expuesta (hablo de “civilización y barbarie”), y las artes visuales sin duda tienen su territorio de pertenencia en el reclamo civilizatorio, sin embargo el desarrollo histórico es complejo y sin caer en una historiografía podríamos sintetizarlo groseramente de la siguiente manera: a partir de la década del 30 podemos establecer la consolidación de una cierta escuela pictórica con un incipiente perfil propio, esto potenciado por la aparición en nuestro medio de lo que actualmente llamamos arte político, apadrinado generalmente por diversas filiaciones partidarias, que iban desde el PC (Spilimbergo, Pintores del Pueblo, etc.) hasta expresiones libertarias, anárquicas y socialistas más o menos orgánicas. Al mismo tiempo desde el nacionalismo, incluidas algunas expresiones fascistas, tenemos a pintores como Ángel Guido o Martín Nóel que incursionan también en la arquitectura y el diseño intentando un “retorno al orden” que tenía como eje a nuestra herencia hispánica (el neocolonial), igualmente ambas vertientes tenían en común el nutrirse en los realismos de moda en la Europa de aquellos años.
En el otro extremo irrumpía en esa década el estilo internacional a través del racionalismo y las vanguardias estéticas más diversas, expresadas en colectivos e individualidades destacadas como Emilio Petorutti o Los MADI. Esta tensión entre el sostenimiento de una herencia simbólica “ancestral” y la rápida aceptación de las recientes novedades de ultramar va a marcar y modelar la construcción de nuestra identidad visual.
Con la aparición del peronismo se va a ampliar el campo de estas tensiones agregándose la necesidad específica de tener una voz propia, esto planteado utópicamente como síntesis de las polaridades. Sin embargo el peronismo no tuvo una clara política instrumental al respecto, sus posturas van a pendular entre las anacrónicas expresiones del ministro Ivanicevich (en aquella célebre inauguración del salón de artes plásticas, donde hacia publico su repudio al fauvismo, cubismo y a todos los “ismos” que venían de la mano de la modernidad, bueno es aclarar que más o menos lo mismo declaraba a su biógrafa Lenin, 30 años antes, postulando las bases de lo que sería el realismo socialista) y el envío a la bienal de San Pablo, del grupo de arte concreto-invención (de la mano de Ignacio Pirovano) que encarnaban la más actualizada vanguardia internacional. Esto también se replica en la arquitectura, que va desde el pintoresquismo decadente tributario del neocolonial, hasta las obras vanguardistas al estilo del teatro San Martín de Mario Roberto Álvarez o el Hospital del niño Jesús de Eduardo Sacriste. Un capítulo aparte es la irrupción masiva de la propaganda política y su enorme capacidad de realizar múltiples apropiaciones, con lo cual se constituye un corpus imaginario nunca antes realizado. Tal vez esos fueron los últimos intentos de construir un imaginario propio, pero muy pronto, al llegar los 60’, ese mundo quedó anacrónico y olvidado. Nuevamente desde nuestras elites del poder que interactúan con las elites culturales se propiciaron los olvidos y el abandono de toda herencia simbólica vernácula y con la fórmula mágica (menos Latinoamérica, más contemporaneidad); entendiendo que todo lo bueno y deseable proviene de los países centrales.
Solamente a través del arte político y específicamente militante se conservaron algunas de las primitivas intenciones de poner una mirada sobre el imaginario vernáculo, pero paulatinamente, esta zona de la acción artística cayó en el descrédito y el ninguneo de las instituciones hegemónicas de la cultura.
La pertenencia latinoamericana siempre fue vista como una inconveniencia o un destino inmerecido para nuestro estándar cultural, basta hacernos una pregunta para echar luz a nuestra disfuncionalidad para con la identidad latinoamericana. ¿Por qué cuando se habla de pintura latinoamericana, haciendo una hipotética lista por orden de representatividad, esta se iniciará inevitablemente en México, siguiendo tal vez Cuba, Colombia, Brasil, Chile, Uruguay; la Argentina se ubicará objetivamente, en el último lugar?; o en cambio podríamos preguntarnos ¿por qué, un par de pintores uruguayos (Torres García, Figari) representan más al arte latinoamericano que centenares de buenos pintores argentinos?. Y cabe una tercera pregunta ¿por qué para el mundo y las instituciones del arte local, las anteriores condiciones lejos de ser una carencia, muy por el contrario, son un emblema de nuestra condición de país no inscripto en el ámbito de la cultura latinoamericana?. Condición que justifica algunas expectativas de ingreso al sofisticado estándar cultural europeo.
Creo que de las respuestas que damos a estos interrogantes, surge con claridad la existencia de una fractura abismal que recorre nuestro cuerpo social y cultural y que se expresa en esa vieja pugna, entre europeos exiliados al sur del mundo que deben soportar el pesado lastre de las oscura barbarie sudamericana.

Daniel Santoro, Abril 2011

*Pintor y ensayista. Estudió en la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón.Concurrió al taller de Osvaldo Attila.Trabajó como realizador escenógrafo en el Teatro Colón entre 1980 y 1991

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