29 abril 2011

Informe Política y Literatura/Ensayo breve: Rodolfo Walsh y el cuento Policial/ Gamerro Carlos

Rodolfo Walsh
El cuento policial



Los cuentos policiales y Operación masacre tienen una cosa en común: Walsh dejó bien claro que estas obras no constituían para él ‘literatura’: “La línea de Operación masacre,” escribió, “es una excepción: no estaba concebida como literatura, ni fue recibida como tal, sino como periodismo, testimonio.” ‘Literatura’ era lo que todavía estaba por escribirse

Por Carlos Gamerro*
(para La Tecl@ Eñe)




Rodolfo Walsh nació en Choele-Choel, Río Negro, en 1927, y hacia 1950, ya instalado en Buenos Aires, estaba escribiendo cuentos policiales. Tres de ellos, “La aventura de las pruebas de imprenta”, “Variaciones en rojo” y “Asesinato a distancia” componen el libro Variaciones en rojo, que en 1953 le valdría el Premio Municipal de Literatura. Los tres cuentos protagonizados por Daniel Hernández pertenecen plenamente al modelo clásico o inglés, propugnado en nuestro país por Borges, Bioy Casares y la colección que dirigían, “El séptimo círculo”: el detective es un aficionado que resuelve los casos apelando a la observación minuciosa de los indicios materiales y a la deducción; la policía (representada en este caso por el comisario Jiménez) busca el camino más fácil y eventualmente queda en ridículo; hay siempre al menos una explicación plausible pero equivocada antes de la definitiva del detective; la motivación realista es mínima y el elemento de crítica de la sociedad y de las instituciones del poder es nulo. Lo fundamental, lo que según Walsh “hunde su raíz en la esencia misma de la novela policial”, es el desafío al lector, y este autor lleva tan lejos su compromiso con esta forma del juego limpio que llega a anunciarle al lector en qué página “cuenta con todos los elementos necesarios […] para resolver el problema.”

Dos características distinguen a “La aventura de las pruebas de imprenta” del resto. Una es que se trata del primer caso de Daniel Hernández, convocado por su relación laboral con la víctima, por su amistad con el comisario, y por su oficio, el de corrector de pruebas: el saber que aplica es enteramente específico, y casi inevitable su participación en la investigación. En los casos siguientes ya se ha convertido en detective aficionado, y su realidad se adelgaza a medida que sus saberes inespecíficos se multiplican.

La segunda es el agrado casi infantil que producen las evidencias materiales incluidas en el texto. Las pruebas de imprenta, con las correcciones del asesinado Raimundo Morel, están ahí, son ésas (y en grado algo menor, lo mismo sucede con el horario de los trenes): están no meramente representadas sino reproducidas. La sensación de ser un lector activo y de participar en la solución del misterio adquiere un grado de materialidad pocas veces visto en el género: sentimos que estamos ante la verdad de los hechos.

En 1956 Walsh publica, en la revista Leoplán, “Simbiosis”, el primer de una serie de cuentos policiales que tienen como protagonista a un nuevo personaje, el comisario Laurenzi. Hay quienes han querido ver en esta serie un avance en dirección a un género más auténticamente argentino, más bien parece haber un retroceso hacia sus precursores, los detectives de Bustos Domecq, Pérez Zelaschi, Ayala Gauna y el padre Castellani; la ‘argentinidad’ de Laurenzi puede no ser más que costumbrismo mejorado. Decepciona, además, que Hernández se vea relegado al papel subordinado de adláter de un comisario de provincia: como si Conan Doyle hubiera escrito una segunda serie en la que Sherlock hiciera de Watson para un inspector de Scotland Yard jubilado.

El cambio fundamental de Walsh no es el tímido que conduce de la policial clásica a la policial realista, sino el salto audaz que va de la policial clásica a la indagación de la verdad de los hechos; de una de las formas más puras de la ficción, a la no ficción. Dicho en otras palabras, hay una línea quizás no recta pero sí definida que lleva de los cuentos de Daniel Hernández a Operación masacre y a ¿Quién mató a Rosendo?

Operación masacre

Operación masacre ha sido caracterizado por el propio autor como un texto de ruptura. En 1956 Walsh es testigo involuntario de las vicisitudes, en la ciudad de La Plata, de la fallida revolución properonista de Valle: cuenta haber visto “un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire”, haber escuchado a un conscripto morir bajo su ventana; le llegan noticias de los fusilamientos de civiles, pero no quiere saber nada: “Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?” pregunta, y en su pregunta ‘ajedrez’ significa, también, ‘literatura’, o más precisamente, ‘la literatura que he practicado hasta ahora.’ Pero entonces escucha las palabras “hay un fusilado que vive”, y su vida (la de escritor, que es la que aquí nos concierne) cambia para siempre. Operación masacre puede verse, si se quiere, como una reacción contra el modelo de ‘ficción pura’ que representan los cuentos policiales, pero también como la realización más acabada de una de las variedades del género: la del autor de novelas policiales que de repente se ve envuelto en un caso ‘real’ (en el de Walsh, eso sí, hay que quitarle a la palabra ‘real’ las comillas. Recientemente, Julian Barnes ha recuperado en su novela Arthur y George el caso análogo de Arthur Conan Doyle, que se decidió por una vez en su vida a ser Sherlock para probar la inocencia del falsamente acusado George Edalji.

Postular un elemento de continuidad, y no sólo de ruptura, entre las aventuras de Daniel Hernández y las de Rodolfo Walsh puede también ilustrar un punto fundamental: la pormenorizada denuncia, en Walsh, siempre precede a la encendida diatriba; y en cada una de las sucesivas redacciones de Operación masacre la primera avanza sobre la última. Basta comparar la versión inicial de los artículos sobre los fusilamientos de José León Suárez, publicados en Revolución Nacional, (“Desde el fondo de nuestro corazón de argentinos esperamos el brillar de la verdad para bien de todos […] Para que nuestras querellas y diferendos tengan un cauce de soluciones más acorde con nuestra criolla hidalguía y no con la alevosa y bárbara prepotencia del mandón que siente un desprecio absoluto por la personalidad humana”) con la edición definitiva. En ésta, Walsh limpiará su texto de esta maleza retórica, de lejana raigambre ácrata, para que se hagan visibles los hechos en su máxima pureza. Y dejará a cargo del lector los calificativos.

Los cuentos policiales y Operación masacre tienen otra cosa en común: Walsh dejó bien claro que estas obras no constituían para él ‘literatura’: “La línea de Operación masacre,” escribió, “es una excepción: no estaba concebida como literatura, ni fue recibida como tal, sino como periodismo, testimonio.” ‘Literatura’ era lo que todavía estaba por escribirse.

Los cuentos

En 1965 Walsh publica, en Editorial Jorge Álvarez, el libro de cuentos Los oficios terrestres, en 1967, Un kilo de oro. Al menos seis de estos cuentos, siete si incluimos “Un oscuro día de justicia”, publicado separadamente, están entre los mejores de nuestra literatura.
Tantos (incluyéndolo a él mismo) han machacado con la idea de que Walsh ‘evolucionó’ ‘desde’ la ficción ‘hacia’ el periodismo y la denuncia, que conviene recordar que “Esa mujer” surge de un reportaje fallido: Walsh no consigue que el coronel Moori Koenig le revele el lugar donde ha ocultado el cadáver sustraído de Eva Perón: incapaz de averiguar la verdad, Walsh escribe un relato de ficción. Diez años después, Tomás Eloy Martínez le propone ir en busca del cuerpo, y Walsh le contesta: “Cuando escribí “Esa mujer” me puse fuera de la historia. Ya escribí el cuento, con eso he terminado”.
“Esa mujer” ha sido votado el mejor cuento de la literatura argentina (según encuesta organizada por editorial Alfaguara en 1999, entre más de trescientos consultados) y más allá de la evidente futilidad de dichos ejercicios, y de lo dudoso del resultado, cuando de una literatura que incluye “El inmortal” o “El Aleph” se trata, el diagnóstico es sintomático: Walsh logró en “Esa mujer” lo que no lograron ni Onetti con “Ella”, ni David Viñas con “La señora muerta”, ni Néstor Perlongher con “Evita vive”, ni el propio Borges con “El simulacro”: condensar en apenísimas diez páginas lo que la figura de Eva Perón y, por extensión, el peronismo, han significado y significan en la historia argentina, y en la vida de cada uno de sus habitantes. Pocas historias dicen más sobre la Argentina que la historia de Eva Perón, y Walsh es quien supo contarla mejor que nadie.

El recurso a los sobreentendidos, lo no dicho, que caracteriza a buena parte de la ficción del autor, es aquí el principio estructurante del relato entero; la falta del nombre se corresponde con la del cuerpo. Walsh se apropia de la prohibición de nombrar a Eva, decretada por el gobierno de la Revolución libertadora, y la convierte en fuente de fuerza estética. Es, por eso, un cuento que extrae todo su poder de su medio y su contexto. Dicho de otra manera: para un lector (presumámoslo extranjero, y del futuro) que no sepa quién fue Eva Perón o el peronismo, es un cuento sin referencia, y por lo tanto sin sentido. No asombra, entonces, que Santa Evita de Tomás Eloy Martínez haya tenido mejor suerte en otras latitudes: es “Esa mujer” con el contexto repuesto, es decir, verbalizado. El cuento puede por eso funcionar como indicador metonímico de la doble suerte de la obra de Walsh: central e ineludible en nuestra literatura, no ha tenido un lugar comparable en la mundial.

“Nota al pie” puede tomarse como un melancólico o amargo balance del paso de Walsh por el mundo editorial (ingresó como corrector de pruebas y traductor en Hachette a los diecisiete años). Es, por un lado, un cuento sobre las condiciones de explotación, en los países del tercer mundo, del trabajo intelectual, que se considera pagado (y bien pagado) con el mero privilegio de ser admitido a la cultura. Walsh le da al caso un sesgo más marcadamente clasista: su héroe es un proletario, y lo que “Nota al pie” hace trizas es el mito liberal de la meritocracia y de la igualdad de oportunidades: León nunca será “uno de ellos” y el tan cacareado acceso a la cultura se le revela como una estafa: al final termina ganando como traductor menos de lo que hubiera ganado si seguía trabajando en la gomería.

La eficacia del relato, por otra parte, depende enteramente de su base estética, que es también su base material: línea por línea la nota al pie, la voz sumergida de León, va ganando terreno sobre el texto principal, la versión oficial de su jefe, y al final la silencia. En esto, el agrado que produce “Nota al pie” es del mismo orden que el despertado por “La aventura de las pruebas de imprenta”. Es, además, un texto cuya composición no puede variarse: el número de caracteres por página, y su distribución, deben permanecer idénticos en todas las ediciones, lo que lo convierte en un ejemplo en prosa de poesía concreta.

“Fotos” y “Cartas” constituían el comienzo de una serie que la intervención de la dictadura truncó a mero díptico. El primero cuenta la historia de Mauricio, un simpático pícaro de provincia (a la manera del Juan Carlos de Boquitas pintadas de Puig) que es tolerado por la rígida y pacata sociedad del pueblo chico hasta que decide convertirse en artista: ahí ha mostrado su lado vulnerable, y entre todos (empezando por su amigo de infancia, el hijo de estancieros Jacinto Tolosa, que es también el narrador) se encargan de quebrarlo y destruirlo. El cuento incluye una disputa estética con Joyce, resumida magistralmente en unas pocas frases. En la propuesta de


Jacinto Tolosa:

El goce estético es estático.
Integritas, consonantia, claritas.
Aristóteles. Croce. Joyce.

La respuesta de Mauricio:

Me cago en Croce.
No, viejo, si ya caigo. El arte es para ustedes.
Si lo puede hacer cualquiera, ya no es arte.

El ‘arte’ en cuestión es la fotografía, y resulta tentador establecer un paralelo entre el veredicto de Tolosa (la fotografía no es arte) y aquél que condenaría la obra documental de Walsh, esas fotografías verbales de la realidad, a un segundo plano estético. “Fotos” es, entre otras cosas, una defensa de la validez artística de la no ficción, del arte del documento y el testimonio.

“Fotos” transcurre durante e inmediatamente después del primer gobierno de Perón, quien apenas es mencionado pero se oculta en los intersticios de las frases (“Ahora nos insulta por la radio”). A veces el mismo tratamiento se le dispensa a Mauricio (“Nadie quiere pronunciar su nombre”) y es notorio lo cercanas que están en el relato la caída de Perón (capítulo 31) y el comienzo del declive del protagonista (cap. 32).

Del segundo cuento de la serie dice Ricardo Piglia: “Cartas” [es] uno de los mejores relatos de la literatura argentina, donde a partir de un pueblo de la provincia de Buenos Aires en los años de la década infame, Walsh construye un pequeño universo joyceano, una suerte de un microscópico Ulises rural, mezclando voces y fragmentos que se cruzan y circulan en una complejísima narración coral.”

“Cartas” vuelve atrás en el tiempo, al segundo gobierno de Irigoyen (que cae en la quinta página) y la década infame. Mauricio y Jacinto son personajes del fondo del cuadro, las figuras son ahora el padre de éste y Domingo Moussompes, un chacarero que, como el padre de Walsh para la misma época, termina perdiéndolo todo: en este caso por una confabulación en la que intervienen las demandas tácitas del gran estanciero, la obsecuencia de un policía, la complicidad o indiferencia de los jueces y los abogados. En el plano ideológico, la ficción de “Cartas” se hermana con la denuncia de ¿Quién mató a Rosendo?, en ambos se ha perdido toda fe en las instituciones y solo queda la revolución como alternativa:

“Pero si alguno pregunta como vino Moussompes á la Cárcel no encuentra a nadies que tenga la culpa […] El que no cae es el que tiene plata ese es el mejor Juez y Abogado: pero ya les vá a yegar va á venir la igüaldad sin pedirla la avundancia de todas las vacas al suelo. Y yo voy á venir. Desperbasques á comprar hacienda á su feria: yo no pienso morir nunca yo pienso volver con los Ejercitos cuando no haya una mata de pasto porque haora estoy del lado de los Ejercitos: entonces van a hacer las deapeso no va a haber compasion. Tengo acistente, la gente muy pobre, y ya no puedo ver mas lastimas que las mias.”

Ángel Rama y Horacio Verbitsky entre otros, han postulado la superioridad de la obra de no ficción de Walsh, en relación a los cuentos. “Siendo un excelente narrador […] no ha sido sin embargo dentro de este cauce en cierto modo tradicional de la narrativa donde impuso su singularidad creadora, sino en los arrabales de la palabra escrita que ampara el periodismo,” escribe el primero; “Los cuentos […] alcanzarían para ubicarlo entre los grandes escritores de su tiempo, junto a Borges, Cortázar […] Pero Operación masacre lo eleva a otra región, a una cumbre que solo habitan los libros nacionales. Es nuestro Facundo…”, el segundo. Rama escribe en 1974, con la Revolución a la vuelta de la esquina (en sus palabras “uno de esos típicos períodos transitivos que preanuncian y preparan la inversión de la pirámide social”); Verbitsky, desde la experiencia de la militancia compartida, y si bien es difícil concordar con sus juicios, cuando son relatos como “Fotos” o “Cartas” los que entran en juego, es posible admitir que la obra de no ficción de Walsh pueda ser, si no mejor, más importante que su obra cuentística. Lo que se encuentra en los cuentos de Walsh pude encontrarse, con matices, en otros cuentistas argentinos. Operación masacre y ¿Quién mató a Rosendo? en cambio son, en su género, únicos; son, en nuestra literatura, algo que sólo Walsh hizo.


La serie de los irlandeses.

Los ‘cuentos de irlandeses’ tienen base autobiográfica: cuando Miguel Walsh, mayordomo de estancia que se había arriesgado a dar el salto a chacarero independiente, se arruina durante la década infame, dos de sus hijos, Rodolfo y Héctor, son enviados a un internado de monjas en Capilla del Señor, primero, luego al Instituto Fahy de Moreno, ambos para miembros de la comunidad irlandesa.

“Es cierto que son diferentes de los otros,” dijo Walsh de ellos. “Evidentemente si queremos calificar el modo de escritura o la tentativa que hay en el modo de escritura hacia un uso ampliado de la palabra, es decir una amplificación de los recursos, hacia un lenguaje; si quisiéramos calificarlo de algún modo épico que es lícito usar en el sentido de que las anécdotas y el método son muy pequeños y entonces vos podés usar un lenguaje grandioso y grandilocuente para historias de chicos que no me lo permitiría quizá si tuviera que escribir una historia épica, entonces tal vez usaría un lenguaje muy reducido.” En la misma entrevista que le hizo Ricardo Piglia, Walsh admite la impronta de Joyce en la serie de los irlandeses, aunque más en lo temático que en lo estilístico. Es indudable que el ambiente de estos cuentos recuerda fuertemente al del primer capítulo del Retrato del artista adolescente, pero con una diferencia fundamental: Clongowes es un internado para niños ricos, el Instituto Fahy, para niños pobres. Y algo más, que se sigue de esto: para los Walsh, la ruina del padre determina el ingreso al internado, para los Joyce, el egreso.
Joyce, por otra parte, se preocupa principalmente por la marca indeleble que la educación jesuítica puede imprimir en el alma de un joven: la suya. En Walsh, es la población del internado en su conjunto la que lo concierne, y es el daño emocional y físico lo que lo preocupa.
El tema incluyente de los relatos de la serie de los irlandeses es el de las relaciones de poder; más estrictamente, el de cómo se relacionan la serie del poder exterior, el poder del estado o de las instituciones paraestatales (representadas aquí por las autoridades del internado y, sobre todo, por sus altos muros) y las propias al grupo de niños (que incluyen variables como la condición social, la educación, la edad, la fuerza física y la inteligencia) y que funcionan dentro de aquéllas, pero con cierta autonomía.
El énfasis en “Irlandeses detrás de un gato” está puesto en esta segunda serie. El gato es, por supuesto, el animal antisocial por excelencia: no sabe de fidelidad, ni de cooperación, ni de lealtad – en este sentido es el opuesto del perro, cuya figura podría servir de estandarte a la jauría de niños. Éstos proponen al Gato, al recién llegado, un rito de iniciación: deberá pelear con uno de ellos para ganarse el derecho a ser uno de ellos. El Gato se rehúsa, no por miedo, sino por desprecio de la recompensa: no le interesa pertenecer a ese colectivo designado alternativamente como el rebaño, la comunidad o el pueblo. Rodeado por las vallas del poder de estado, este pueblo no se priva de ejercer sus propias formas de coerción sobre el que no quiere someterse a sus reglas, a un consenso que es “no el resultado de una votación democrática, sino del peso y de la autoridad que fluían por sus canales naturales”. El Gato es el extranjero, el que no pude ser asimilado, “irradiando esa escandalosa certeza de que uno no podía ser él, bajo ninguna circunstancia y mediante ningún esfuerzo de la imaginación.” En el último relato de a serie, para mejor marcar su desprecio por este pueblo, se acercará a los celadores. En la ambigüedad de su colocación social, y de su rebeldía, el Gato puede muy bien funcionar como un emblema del artista.

En cada cuento está la semilla del siguiente. Brevemente nos presenta “Irlandeses detrás de un gato” al pequeño Dashwood y su devoción por su madre; en “Los oficios terrestres” el manso, el tímido, el débil Dashwood adopta otra de las estrategias posibles de la rebeldía y el rechazo: el exilio, la partida, el ‘salirse’ (opt out) que en los 50 y 60 fue la respuesta de beatniks y hippies. Meramente se aleja caminando de los altos muros, en busca de su madre, y se interna sin puntos cardinales en el insondable campo, “hacia una franja de cielo que se iba volviendo azul en la distancia.” El Gato, “el sobreviviente, el indeseado, refractario, indeseante,” reconoce la valentía de un gesto que no le está permitido (él no tiene casa, su madre es una puta) regalándole las dos terceras partes de su única fortuna: tres monedas de veinte centavos.

Análogo es el caso de la locura del celador Gielty: se la menciona en “Los oficios terrestres” y se la despliega en “Un oscuro día de justicia”. La locura de Gielty lo lleva a (o quizás surja de) la combinación de dos libros sagrados: la Biblia y algún inespecificado texto darwinista: para educar a los niños en estas doctrinas obliga al pequeño Collins a pelear una y otra vez con el Gato. Collins, desesperado, escribe una carta a su tío Malcolm, que vendrá a salvarlo. Malcolm efectivamente llega, y se traba en lucha con el celador Gielty, que termina venciéndolo. Y, por primera vez en esta serie, Walsh cede a la tentación de explicitar su moraleja: “y mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo […] y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcolm del otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino.” Agregadas a una información de Walsh, (“Este cuento lo escribí […] “me acuerdo de la fecha porque en octubre del 67 murió Guevara y yo terminé de escribirlo más o menos un mes después.”) estas palabras del final convierten al relato en una límpida metáfora sobre la relación entre el pueblo y sus héroes: “Ningún tipo aislado por grande que sea puede absolutamente hacer nada, es decir cuando se delega en él lo que es un cosa de todos no se da el proceso, no se puede dar”, explica Walsh a Ricardo Piglia.

El medio natural de Walsh era el cuento, y por eso no sorprende que la novela que planeaba tuviera la forma de una serie de relatos interconectados. De hecho, hasta podría argüirse que la serie de los irlandeses conforma el comienzo de una: la evidente continuidad temporal de los tres primeros (abril-junio-setiembre de 1939) era constitutiva del proyecto, como declaró el autor: “es probable que la historia final la constituyan seis o siete historias que constituyan una novela hecha por cuentos, todos episodios transcurridos en un año hasta el último día en el colegio”.

CGT: escribir para los obreros.




“No entiendo nada. ¿Escribe para los burgueses?” habría comentado Raimundo Ongaro, líder de la CGT combativa, tras leer alguno de sus cuentos. Walsh se ofusca, se angustia, se devana los sesos tratando de pensar cuál será la literatura obrera o proletaria que Ongaro tendrá en mente, oscilando entre la desacreditación del crítico (“¿No es precisamente R quien usa categorías burguesas, que habla desde una literatura fácil, comprensible y burguesa como podría ser la de Bullrich o Sábato?”) y las promesas penitentes (“Ser absolutamente diáfano. Renunciar a todas las canchereadas, elipsis, guiñadas a los entendidos o los contemporáneos. Confiar mucho menos en aquella famosa ‘aventura del lenguaje’. Escribir para todos.”). Para aquella época Walsh estaba cobrando un ‘sueldo’ que su editor Jorge Álvarez le paga por una novela, pero dedicaba todo su tiempo y sus energías a CGT, el órgano de la CGT de los Argentinos. “Mi deuda con Jorge Álvarez alcanza en este momento a 2250 dólares,” escribe el 28-1-69. “El tiempo que debí dedicar a la novela lo dediqué, en gran parte, a fundar y dirigir el semanario de la CGT” apunta en sus papeles personales.

Desde el punto de vista literario, el fruto más destacado proveniente de esta inhabitual fertilización cruzada fue ¿Quien mató a Rosendo?: “Este libro fue inicialmente una serie de notas publicadas en el semanario CGT a mediados de 1968. Desempeñó cierto papel, que no exagero, en la batalla entablada por la CGT rebelde contra el vandorismo. Su tema superficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955, sus destinatarios naturales son los trabajadores de mi país.” El título evoca una de las variantes más clásicas del policial clásico, el whodunit o “Quién fue”, y devuelve a Walsh a su pasión inicial por el examen de pistas materiales, el cálculo de las trayectorias de las balas, el dibujo de planos. Él mismo aclara, con cierta ambivalencia, “si alguien quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya”.

¿Quién mató a Rosendo?, sin embargo, no satisface de la misma manera que Operación masacre. La historia que cuenta ésta última - que Walsh no buscó, sino que se le impuso - pudo constituirse en “un breve y trágico cristal” (por pedirle prestadas las palabras a un adversario político) del profundo odio de clase en que arraiga el antiperonismo, y en un reloj adelantado de todas las masacres que vendrían. En ¿Quién mató a Rosendo? Walsh busca, de manera algo más deliberada y programática, una historia que pueda resumir la lucha de la base combativa contra el sindicalismo vendido y colaboracionista, y la encuentra a medias en el tiroteo de La Real de Avellaneda y en la muerte del Griego Blajaquis, su postulado héroe de la clase trabajadora.

“En Operación masacre yo libraba una batalla periodística “como si” existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana […] ¿Quién mató a Rosendo? en cambio es una impugnación absoluta del sistema y corresponde a otra etapa de formación política,” dijo el autor en una entrevista. Pero la evolución ideológica no implica, automáticamente, una mejoría en todos los órdenes: el idealismo ingenuo del autor le da a Operación masacre más energía y más fuerza de la que su fogueado desencantamiento puede ofrecerle a ¿Quién mató a Rosendo?

La era de la militancia.
Los documentos internos de Montoneros. Las cartas.

Walsh ingresa a Montoneros en 1973 (ya desde 1970 militaba en las Fuerzas Armadas Peronistas), donde participa en el proyecto del periódico Noticias y dirige el aparato de inteligencia. A partir del golpe del 24 de marzo de 1976, su disidencia con la conducción de Montoneros se agudiza, y si bien nunca rompe formalmente, se va abriendo de manera paulatina, y marca sus distancias con una serie de escritos dirigidos a los dirigentes, en los que trata, ajedrecista al fin, de hacerles comprender que los militares les habían dado el mate, y de convencerlos de que volcaran los todavía considerables recursos humanos, materiales y logísticos de la organización a poner a salvo la mayor cantidad de militantes clandestinos y de superficie. Su prosa, en estos casos, no tiene nada que envidiarle a la de sus textos literarios, como demuestra la paciencia didáctica con que trata de explicarle a sus jefes que replegarse hacia adelante es una contradicción en los términos:

“En suma, las masas no se repliegan hacia el vacío, sino al terreno malo pero conocido, hacia relaciones que dominan, hacia prácticas comunes, en definitiva hacia su propia historia, su propia cultura y su propia psicología, o sea los componentes de su propia identidad social y política. Suponer, como a veces hacemos, que las masas pueden replegarse hacia el montonerismo, es negar la esencia del repliegue, que consiste en desplazarse de posiciones más expuestas hacia posiciones menos expuestas.”

En estos textos trabajan juntos el cuidado por el lenguaje y por el prójimo, pero para ser apreciados requieren de un contexto histórico y verbal más amplio y por eso no han sido incluidos en esta antología.

Motivos parecidos sugieren dejar de lado los partes de Cadena Informativa,
textos sin firma, mimeografiados y distribuidos de mano en mano o por correo, que Walsh ideó como medio de romper el círculo de censura y muerte impuesto por la dictadura:

“Cadena Informativa es uno de los instrumentos que está creando el pueblo argentino para romper el bloqueo de la información. Cadena Informativa puede ser usted mismo, un instrumento para que usted se libere del Terror y libere a otros del Terror. Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El Terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. DERROTE AL TERROR. HAGA CIRCULAR ESTA INFORMACIÓN.”

Si algo llama la atención en este texto, más de treinta años después, es su optimismo: en retrospectiva una proporción de uno a diez parece más verosímil. Pero este optimismo no es ingenuo sino programático: sin acusación directa, Walsh quiere confrontar al lector con el miedo que lo paraliza, hacerlo recuperar el orgullo y la dignidad perdidos. En lugar del dedo que acusa, la mano al hombro que comprende, y da un empujoncito.

Pero el más famoso de los textos políticos de este período, y a la vez el último, está firmado con nombre, apellido y número de documento; en él, Walsh recupera la primera persona licuada en la clase obrera (el diario de la CGT) y la organización revolucionaria (Montoneros). En ella, además, Walsh juega a dos puntas: no deja de apostar a la eficacia inmediata de la denuncia, pero como tras un año de dictadura comprende que ésta tiene mínimas posibilidades de ser efectiva, también edifica para los tiempos largos de la literatura. Su compañera Lilia Ferreyra cuenta que tomó como modelo las Catilinarias de Cicerón, y basta con unas pocas frases para advertir que Walsh apuesta a la vez a la inmediatez del periodismo y de la oratoria, y a la duración de la literatura: su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar” está escrita para durar años, o siglos, porque si la literatura fracasa como inmediata herramienta de cambio todavía puede convertirse en un vehículo – el que más lejos llega - para la memoria colectiva.

De las otras dos cartas incluidas en esta antología, la primera no es, estrictamente hablando, una, pues su destinataria, cuando él la escribió, no se encontraba con vida. Figura, sin título, entre sus papeles personales, y refiere la muerte de su hija Vicky en un enfrentamiento con el ejército. La oración final de “Carta a mis amigos”, cuyo tema es el mismo, puede ser la más conmovedora de nuestra literatura.

La novela.

Varias veces, en sus papeles personales, Walsh habla del cuento que seguiría a “Fotos” y “Cartas” (25-7-68: “Cómo volver a escribir. Lidia”, 3-11-69: ¿Qué es escribir una novela entonces? […] Vamos a ver qué pasa con Lidia.”) Estas crípticas referencias se explicitan en la entrevista “La novela geológica”: “tercer movimiento: el de una carta que Lidia Moussompes, víctima de los despojos agrarios de 1930, escribe a Juan domingo Perón.”

El segundo movimiento estaría dado por el cuento “Mi tío Willie que ganó la guerra”: la historia de un irlandés que parte hacia Dublín para sumarse a la revuelta de 1916 pero en el camino cambia de idea y termina peleando para el enemigo inglés. Esta historia sería narrada por uno de los niños en la enfermería del internado a sus compañeros, durante una peste de escarlatina.

Estos dos movimientos permiten elucubrar la siguiente hipótesis: si los cuentos de irlandeses podían constituir, juntos, una novela, y los de “Cartas” y “Fotos”, otra, el encuentro entre ambas series habría resultado en una novela doble, a la que se podría ingresar tanto por “Cartas” como por “Irlandeses detrás de un gato”. No sabemos si el desarrollo ulterior de la novela habría anudado estas series en una, o si se habría desplegado, tras el momentáneo cruce, de manera divergente o paralela.

Las últimas anotaciones rescatadas de Rodolfo Walsh son de 1976 y corresponden al que sería el primer relato, “Juan se iba por el río”: la historia de un hombre que, a fines del siglo XIX, consigue atravesar el Río de la Plata a caballo, durante una bajante prodigiosa. Al parecer, este era el título que Walsh pensaba darle a la novela.

Un cuarto y último movimiento, según la misma entrevista, daría cuenta de la escena contemporánea: “una reunión de escritores revolucionarios fracasados”, dice en 1968; “de intelectuales perplejos ante el surgimiento de las grandes luchas populares,” dirá, con mesurado optimismo, más adelante; a partir de 1970, envalentonado por la revuelta popular del Cordobazo, y la subsiguiente caída de la dictadura (“Los hechos producidos en Córdoba y Rosario proveen a la novela de un nuevo “centro” de verdad”) este cuarto movimiento parece dispuesto a ocupar por sí solo el cuerpo de la novela, que se titulará La punta del diamante. Pero luego, vaya a ser porque Paco Urondo le ganó de mano con Los pasos previos, o porque el asunto, a fuer de repetitivo (no había escritor de izquierda que por aquella época no estuviera escribiendo una novela idéntica) ya cansaba, vuelve al inicial proyecto de novela cuatripartita. Estaba trabajando en ella cuando un grupo de tareas de la ESMA lo abatió en la calle, el 25 de marzo de 1977. Su casa de San Vicente fue allanada y los textos, hasta hoy, continúan desaparecidos.

Conclusión

“Pirí [Lugones] se dio cuenta antes que yo: ‘Has dejado de ser un escritor’ dijo la última vez. Era un elogio, eso la emocionaba. ¿He dejado?” anota Walsh el 14 de diciembre de 1970. Esta ambivalencia lo acompañaría siempre. Ricardo Piglia, al hablar de “las dos poéticas” de Walsh, apunta lúcidamente, “Su obra está escindida por ese contraste [entre ficción y política] y lo notable es que, a diferencia de tantos otros, comprendió siempre que debía trabajar esa tensión y exasperarla.” Esa comprensión no fue la del ideólogo o el militante, sino la del escritor o, tal vez, apenas la de su escritura. La episteme de su tiempo proponía la superación dialéctica como mandato ineludible; Walsh se la propuso una y otra vez, pero fracasó siempre. En ese fracaso radica, en gran medida, el triunfo de su arte.

*Escritor y traductor. Autor del libro Las Islas cuya adaptación a teatro se estrena el 28 del cte. en el teatro Presidente Alvear.

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