El campo yermo que dejan las batallas
Por Diego Igal*
(para La Tecl@ Eñe)
Hace más de 15 años, un veterano periodista me dio la mejor lección que recibí cuando comenzaba a aprender a ejercer este intrincado y maravilloso oficio. Aún cuando no era mi maestro formal, sin proponérselo ni anunciarlo con pompa y circunstancia, me repartió en infinidad de encuentros de bar, anécdotas del paso que había vivido por las redacciones entre los años 60 y los 90, y poco a poco me ayudó -y esta es la enseñanza- a desacralizar a las empresas de comunicación y a muchos de los proclamados y autoproclamados referentes de la prensa.
Aquel viejo colega trabajaba entonces en lo que aún se consideraba la catedral del periodismo (el autodenominado gran diario argentino) y cada noche me divertía con jugosas historias de cierre donde informalidad, desprolijidad, hipocresía, improvisación, falta de rigurosidad, soberbia y vedettismo aparecían de manera recurrente y en abundancia.
Entonces, el periodismo en la Argentina gozaba de una reputación inmejorable y la credibilidad lo posicionaba como una de las instituciones mejor vista por la sociedad, que acudía a los cronistas en busca de justicia y reivindicación social.
Era una época de mucha fertilidad para encarar la investigación y las grandes plumas se lucían y competían en denunciar los chanchullos que encontraban entre las sobras del banquete menemista.
Había decenas de medios donde daba ganas de trabajar, un afán por indagar en los rincones más ocultos del poder y las mafias, y un anhelo por descubrir la mejor narración, historia, relato o crónica.
Pero al margen de los vaivenes gubernamentales y partidarios, el oficio comenzó a pauperizarse, un poco por la abundancia de egresados de las escuelas de periodismo, pero en gran parte en sintonía y en contemporáneo con la flexibilización laboral que azotó al trabajo en general en la Argentina en las postrimerías del menemismo, y el fugaz pero en algunas cuestiones contundente, paso de la Alianza y la Banelco de Fernando de la Rúa y Alberto Flamarique por la Casa Rosada y el Congreso.
Así, mientras declinaba el prestigio y amainaban los ya efluvios investigativos, las redacciones se inundaron de colegas encarnados en la creciente figura del colaborador facturero o la del pasante/becario; las jornadas de trabajo se extendían sin límite; los salarios se manoseaban al antojo del plan de negocios o el gerente de personal y hasta se echaban delegados, o comisiones gremiales internas completas, para eliminar o desalentar la organización; cuando no aparecían y desaparecían publicaciones en cuestión de meses.
Para completar este panorama terminó de masificarse Internet, que aún hoy no está claro si permite una nueva forma de hacer periodismo; es sólo una plataforma sin límites para ejercerlo o las dos cuestiones juntas, pero ha instalado la creciente sensación de que cualquiera -con mayor o menor pericia- puede difundir, informar, entretener o comunicar. Esta situación liberó contenidos antes restringidos y bajo canales formales de comercialización.
Con la llegada del kirchnerismo, la siempre tensa relación entre el gobierno y la prensa, se enrareció. Los santacruceños se animaron a cruzar un límite que ningún otro gobierno había intentado: enfrentar al poderosísimo Clarín y a su socio menor La Nación, pero con nombres y apellidos.
Y fue el gobierno de Cristina Fernández, y no el anterior de su esposo Néstor Kirchner, el que redobló la apuesta y presentó el proyecto que dio por terminada la nefasta ley de radiodifusión, que había permitido a la empresa que editaba el diario y tenía acciones en la papelera cuasi estatal, a convertirse en un grupo hegemónico y con posición dominante en muchos rubros del sector medios.
A partir de entonces estalló una guerra de mil batallas en la que se creó la falsa disyuntiva entre más o menos libertad de prensa/expresión; más o menos puestos de trabajo o más o menos empresas.
Y en esa contienda algunos colegas creen que deben tomar partido y lo hacen por ideología o para preservar el empleo y le ponen cuerpo y firma a un trabajo que está teñido de sospechas de parcialidad, censura y autocensura, además de la obvia subjetividad.
Pero acá no está en peligro el periodismo ni será este escenario belicoso -por momentos conventillero- el que modifique o cambie la esencia de lo que algunos enaltecen como un oficio y otros consideran una profesión.
Los gobiernos pasan y los dirigentes se reciclan. Las empresas se expanden o reestructuran, pero resultan apenas anécdotas en la vida de un trabajador y hoy, como nunca, han convertido el periodismo en un commoditie y a nosotros en meros (manu) factureros.
Por eso me parece que el conjunto de los periodistas tenemos un campo yermo para recuperar aquellas historias de negociados, de injusticias, de corrupción, de desprotección.
Tenemos la imaginación y múltiples plataformas para divulgarlas e incluso monetizarlas. Y gozamos de una herramienta poderosísima: el no.
No será fácil ni sencillo, porque hay que enfrentarse a la negativa, los silencios y el blindaje, un verbo de moda para la seguridad, pero también para cuidar personajes poderosos.
Pero nunca lo fue.
La disyuntiva entonces es participar como actores secundarios o testigos impávidos de esta guerra o buscar refundar el periodismo a partir de nosotros, trabajadores, para que deje de ser una materia prima y vuelva a convertirse en lo que alguna vez definió Tomás Eloy Martínez como la herramienta para ayudar a la construcción de una sociedad más libre y más justa.
*Periodista. Redactor jefe Sociedad en el diario Tiempo Argentino
Por Diego Igal*
(para La Tecl@ Eñe)
Hace más de 15 años, un veterano periodista me dio la mejor lección que recibí cuando comenzaba a aprender a ejercer este intrincado y maravilloso oficio. Aún cuando no era mi maestro formal, sin proponérselo ni anunciarlo con pompa y circunstancia, me repartió en infinidad de encuentros de bar, anécdotas del paso que había vivido por las redacciones entre los años 60 y los 90, y poco a poco me ayudó -y esta es la enseñanza- a desacralizar a las empresas de comunicación y a muchos de los proclamados y autoproclamados referentes de la prensa.
Aquel viejo colega trabajaba entonces en lo que aún se consideraba la catedral del periodismo (el autodenominado gran diario argentino) y cada noche me divertía con jugosas historias de cierre donde informalidad, desprolijidad, hipocresía, improvisación, falta de rigurosidad, soberbia y vedettismo aparecían de manera recurrente y en abundancia.
Entonces, el periodismo en la Argentina gozaba de una reputación inmejorable y la credibilidad lo posicionaba como una de las instituciones mejor vista por la sociedad, que acudía a los cronistas en busca de justicia y reivindicación social.
Era una época de mucha fertilidad para encarar la investigación y las grandes plumas se lucían y competían en denunciar los chanchullos que encontraban entre las sobras del banquete menemista.
Había decenas de medios donde daba ganas de trabajar, un afán por indagar en los rincones más ocultos del poder y las mafias, y un anhelo por descubrir la mejor narración, historia, relato o crónica.
Pero al margen de los vaivenes gubernamentales y partidarios, el oficio comenzó a pauperizarse, un poco por la abundancia de egresados de las escuelas de periodismo, pero en gran parte en sintonía y en contemporáneo con la flexibilización laboral que azotó al trabajo en general en la Argentina en las postrimerías del menemismo, y el fugaz pero en algunas cuestiones contundente, paso de la Alianza y la Banelco de Fernando de la Rúa y Alberto Flamarique por la Casa Rosada y el Congreso.
Así, mientras declinaba el prestigio y amainaban los ya efluvios investigativos, las redacciones se inundaron de colegas encarnados en la creciente figura del colaborador facturero o la del pasante/becario; las jornadas de trabajo se extendían sin límite; los salarios se manoseaban al antojo del plan de negocios o el gerente de personal y hasta se echaban delegados, o comisiones gremiales internas completas, para eliminar o desalentar la organización; cuando no aparecían y desaparecían publicaciones en cuestión de meses.
Para completar este panorama terminó de masificarse Internet, que aún hoy no está claro si permite una nueva forma de hacer periodismo; es sólo una plataforma sin límites para ejercerlo o las dos cuestiones juntas, pero ha instalado la creciente sensación de que cualquiera -con mayor o menor pericia- puede difundir, informar, entretener o comunicar. Esta situación liberó contenidos antes restringidos y bajo canales formales de comercialización.
Con la llegada del kirchnerismo, la siempre tensa relación entre el gobierno y la prensa, se enrareció. Los santacruceños se animaron a cruzar un límite que ningún otro gobierno había intentado: enfrentar al poderosísimo Clarín y a su socio menor La Nación, pero con nombres y apellidos.
Y fue el gobierno de Cristina Fernández, y no el anterior de su esposo Néstor Kirchner, el que redobló la apuesta y presentó el proyecto que dio por terminada la nefasta ley de radiodifusión, que había permitido a la empresa que editaba el diario y tenía acciones en la papelera cuasi estatal, a convertirse en un grupo hegemónico y con posición dominante en muchos rubros del sector medios.
A partir de entonces estalló una guerra de mil batallas en la que se creó la falsa disyuntiva entre más o menos libertad de prensa/expresión; más o menos puestos de trabajo o más o menos empresas.
Y en esa contienda algunos colegas creen que deben tomar partido y lo hacen por ideología o para preservar el empleo y le ponen cuerpo y firma a un trabajo que está teñido de sospechas de parcialidad, censura y autocensura, además de la obvia subjetividad.
Pero acá no está en peligro el periodismo ni será este escenario belicoso -por momentos conventillero- el que modifique o cambie la esencia de lo que algunos enaltecen como un oficio y otros consideran una profesión.
Los gobiernos pasan y los dirigentes se reciclan. Las empresas se expanden o reestructuran, pero resultan apenas anécdotas en la vida de un trabajador y hoy, como nunca, han convertido el periodismo en un commoditie y a nosotros en meros (manu) factureros.
Por eso me parece que el conjunto de los periodistas tenemos un campo yermo para recuperar aquellas historias de negociados, de injusticias, de corrupción, de desprotección.
Tenemos la imaginación y múltiples plataformas para divulgarlas e incluso monetizarlas. Y gozamos de una herramienta poderosísima: el no.
No será fácil ni sencillo, porque hay que enfrentarse a la negativa, los silencios y el blindaje, un verbo de moda para la seguridad, pero también para cuidar personajes poderosos.
Pero nunca lo fue.
La disyuntiva entonces es participar como actores secundarios o testigos impávidos de esta guerra o buscar refundar el periodismo a partir de nosotros, trabajadores, para que deje de ser una materia prima y vuelva a convertirse en lo que alguna vez definió Tomás Eloy Martínez como la herramienta para ayudar a la construcción de una sociedad más libre y más justa.
*Periodista. Redactor jefe Sociedad en el diario Tiempo Argentino
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