29 abril 2011

Informe: De qué hablamos cuando hablamos de Batalla Cultural/ Conversaciones inconclusas/López María Pía


Conversaciones inconclusas

A propósito del libro de Horacio González, Kirchnerismo: una controversia cultural (Colihue, 2011)

“el mito es la gran manera de tolerar las contradicciones, dejar que existan en el lenguaje sin acompañarlas hasta la ruptura final.”
H.G.



Por María Pía López

(para La Tecl@ Eñe)


¿De dónde proviene el lúcido fervor de este libro que se piensa como conversación y a la vez cultiva una prosa lujosa? Se anuncia en las primeras páginas la idea de que vendría a sustituir una conversación nunca realizada, ya reemplazada por otras, pero sin embargo vivida como necesaria. Pero también el libro es parte de una conversación extensa, perseverante, común, que se sostiene sobre libros, instituciones, vida política, interpretaciones. En ese sentido, se percibe que la respiración es más amplia que las páginas, y que la escritura finaliza porque es necesario ese corte para que un libro se materialice. Y no lo es en su tensión ante el despliegue, tortuoso, dubitativo, feliz, del pensamiento.


Toda conversación es una esperanza, una apuesta y muchas veces un fracaso. Si este libro de Horacio González se aloja en aires conversacionales es porque despliega sus rasgos fundamentales: la impresión de presencia y la condición de apertura. Una conversación, tal como se insinúa en el libro y tal como queremos verla, es una textura política y a la vez encuentro de afectos.


"Nadie sabe lo que puede un cuerpo" escribió Spinoza y esa cita conocida es retomada por González para pensar -desde el trasfondo del materialismo de León Rozitchner- la relación del cuerpo con los sueños, los símbolos y los pensamientos informulados. Poner al cuerpo (pensado así y no como mero funcionamiento físico biológico) en el centro, lleva a pensar la política en su relación con lo ensoñado, que es, finalmente, el plano del mito, antes que en la valoración de la adecuación entre estructuras y superestructuras.



El desfasaje entre movimientos discursivos y hechos efectivizados y la tensión entre trayectorias biográficas, intencionalidades atribuidas y políticas realizadas, constituyó una argamasa discursiva organizada por la tesis de la impostura. González se detiene sobre ese movimiento para reponer la pregunta por el plano de los afectos y de las creencias: ¿por qué muchos creyeron y creímos en Néstor Kirchner?, ¿por qué lo hicimos mientras otros lo consideraron un impostor?


Evidentemente esas preguntas nos llevan a la dimensión de lo sensible, fundante de todo tipo de argumentación. Porque los argumentos racionales vienen después de la afirmación afectiva y no a la inversa, es que sólo podemos pensar nuestras posiciones políticas sin dilucidamos el funcionamiento previo de la creencia. A sabiendas, el autor de Kirchnerismo: una controversia cultural, no desdeña ningún dato de los que suelen mellar la integridad del fervor: ni la foto militar patriótica ante Malvinas, ni las inversiones inmobiliarias ni la relación con las estructuras partidarias del peronismo. Ninguno de los hechos que han sido convertidos en eslabones del tópico de la impostura, que tiende un manto de sospecha respecto de los motivos reales de la recuperación de valores e ideas de izquierda en la gestión de gobierno. Se considera estas situaciones, en función de otra interpretación de la figura de una persona que refundó, en los últimos años, la política nacional.


En el libro de Horacio, Néstor Kirchner aparece como el solicitante descolocado en un mundo político carcomido; como un hombre cuyo signo es la fragilidad y hasta la ignorancia respecto de los propios acontecimientos que en una lúcida apropiación del instante lograba constituir. Él no sabía y su ignorancia era también la nuestra. Por eso, la identificación es posible, porque estaríamos ante una fragilidad apasionada antes que frente a la lucidez calculadora del estratega. Es también, en la deriva de la explicación, aquel que pactó con los arquetipos colectivos del folletín popular y de las memorias políticas. Pactó con esas dos sensibilidades que son, también, las nuestras. Creemos, entonces, porque pertenecemos a esas sensibilidades con las cuales se engarzó vivamente.


Ante la idea de un Kirchner que habría venido a utilizar cual instrumento malversado la cuestión de los derechos humanos y la apelación a las memorias militantes, González arriesga la idea de la culpa rememorante. Esto es, la situación del sobreviviente que, por distintas razones, se sustrajo al destino de sacrificio. Todos en cierto sentido somos sobrevivientes y participamos de la rumia de una memoria que no puede eludir la sensación de culpa. El último, y fundamental, es la inscripción de su figura en la lógica misma del mito. Leemos, en uno de los tantos esplendores del libro: "Kirchner acataba las raíces remotas del mito, que son las del sacrificio de los justos, con una vida que no es la de los santos. Las hagiografías no dan mitos sino leyendas doradas. Los mitos son pasajes por la ambigüedad del vivir."

El esplendor es estilete hacia el corazón de la política: porque las hagiografías constituyen tramas religiosas y liturgias patrióticas pero no componen una praxis histórica signada por la ambivalencia y lo heterogéneo. En lo que se va constituyendo a lo largo de su obra como una vasta y cada vez más profunda reelaboración teórica y ética, largas páginas del libro de González se abocan al mito. Frente al mito, el escritor no se sitúa con el entusiasmo del oficiante ni con la indignación del ilustrado, sino con la atención -no despojada de alarma- del intérprete.


Esta figura es más que relevante en Kirchnerismo: una controversia cultural, porque el movimiento central, también en lo que hace a la conjugación de una época como tal, es la de la interpretación como conjunción, selección, traducción y acto bautismal. Es decir, el movimiento que toma un conjunto de "cuestiones diseminadas que por un generoso empeño -y en beneficio de la inteligibilidad general del mundo- optamos por ver conjugadas". Interpretar es entonces producir los cortes por los cuales un conjunto de hechos, discursos, imágenes, se piensan en afinidad, y, a la vez, en distancia con otros conjuntos. No hay operación más estrictamente política que ésta, la que identifica y nombra a la vez. La que es, en su última instancia, disputa por el nombre.


¿A qué se atribuye el nombre kirchnerismo?, ¿a una etapa más en la sucesión de transformaciones del antiguo peronismo o a la emergencia de una novedad que a la vez que relee la tradición y las estructuras produce frente a ellas una decisiva distancia? Horacio piensa esta cuestión con ciertas palabras: resto, exceso, sobrante, lo súbito. Pensado así, es la cuestión misma de la política que, en sus versiones más agudas, supone un diálogo con un legado que se abre a lo inesperado, respira en una coyuntura y vive el instante de la fortuna como ruptura del tiempo expandido de la administración. El kirchnerismo sería esa emergencia y no la reaparición de lo mismo con los tonos de la época.



No necesito abundar para que se perciba que toda interpretación es controversial y que el modo en que se arroja sobre el presente es una invitación a la disputa. El libro recorre al menos tres niveles de esa confrontación. Uno, respecto de la relación con aquel movimiento de ineludible peso en la segunda mitad del siglo XX y a cuya estructura partidaria pertenecía Néstor Kirchner. Otro, el de la lectura de otros intérpretes del momento. González actúa como intérprete en segunda instancia y elige la ironía frente a Caparrós, la sorpresa piadosa ante Feinmann, la crítica teórica de los textos de Laclau, la discusión del estilo frente a Sarlo, el silencio amistoso frente a las posiciones más discutibles de Solanas. Elige, haciendo esto, un nivel de la discusión que es la sustracción de la reducción facciosa: importa menos la trinchera en la que los escritos se inscriben que el método que los constituyen y las hebras de verdad que pueden hallarse en cualquiera de ellos.


Y el último nivel, menos evidente que el anterior y a la vez más fundamental es el de la controversia acerca del sentido y el destino del movimiento político que da título al libro. González discute que el horizonte último pueda concebirse con la idea de "capitalismo serio", idea escueta que omite considerar las cuestiones de una emancipación que estaría inhibida bajo las lógicas mismas del capitalismo. Frente a ese menoscabo de los horizontes piensa la necesidad de un frente social y político, capaz de recrear y asumir los antagonismos sociales y no privarse de la exploración de otras lógicas –menos dominadas por el desarrollismo- de la relación con la naturaleza.

Horacio elige la conversación de las disidencias, la despliega con generosidad y lucidez, antes que el silencio táctico. El espacio conversacional se revela, así, múltiple: es la conversación irrealizada y sustituida con el ausente; es la perseverante y díscola del cotidiano con amigos; y, especialmente, es la que se despliega al interior –fragmentada en muchas y distintas instancias- del movimiento que se reconoce en el nombre que titula el libro. Es una invitación, entonces. Que no debería desconocerse bajo el amparo de entusiasmos y obediencias. Porque para una vida política arriesgada y entusiasta, como la que se liga, sin dudas, a ese nombre fundamental de la época, se necesitan más conversadores que soldados. Aún para lo que se suele llamar, sin felicidad, la batalla cultural.


*Socióloga y ensayista

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