29 abril 2011

Informe Política y Literatura/Poética y política desde los sesenta a los ochenta/Aulicino Jorge

Poética y política desde los sesenta a los ochenta

La literatura está en la médula de cualquier construcción sintáctica, y la literatura es política, porque es siempre un intento de comunicación. La poesía es política, y el hueso del discurso, de cualquier discurso, es poético.


Por Jorge Aulicino*
(para La Tecl@ Eñe)

Desde que la demolición del muro de Berlín pareció señalar el fin de una era, todas las cuestiones de la izquierda en el mundo esperan un replanteo; pero de hecho la base de sustentación de tales cuestiones, la intelectualidad “orgánica” de los partidos comunistas y otros partidos de raíz marxista, entró en una especie de diáspora no solo partidaria, sino también ideológica. Algunos sectores orillaron el vértigo de examinar las bases de sustentación de un “estado de revolución” que duró setenta años y no sólo no se atenuó con la burocratización de la revolución rusa y el descubrimiento de su infamante represión, sino que se acentuó, idealmente, en Europa, Asia, África y América latina. La diáspora, en su sentido etimológico de dispersión, no parece que pueda ser enmendada con el recurso de ocluir un debate nunca abierto, mediante la razón de fuerza mayor de investigar y sancionar todos los crímenes de las dictaduras latinoamericanas. El reverdecimiento local de la “militancia” será vana cosecha de agosto si no se va a fondo en la revisión de la literatura revolucionaria, de la que forman parte desde los escritos de Marx hasta los documentos políticos y los poemas coloquialistas de este país al sur del capitalismo.
En lo que nos atañe, y desde los años ochenta, sin esperar a que tal debate se hiciera necesario, la literatura argentina, y especialmente la poesía, comenzaron a dar respuesta a la antigua cuestión de las relaciones entre literatura y política. No basta decir que hizo suyo el paradigma todo es política, así como todo es historia, que puede revertirse en todo es literatura.
En los setenta, todo es política significaba quitarle el culo a la jeringa. No pienso que signifique eso: justamente, la marca de esa época reside en la idea de que política es sólo aquella literatura que es militante. Desde ese punto de vista, más del noventa por ciento de la literatura argentina, y me atrevo a decir, de cualquier literatura, no es política. Entonces, no deberíamos ocuparnos de ella. Pero el caso es que la literatura está en la médula de cualquier construcción sintáctica, y la literatura es política, porque es siempre un intento de comunicación. La poesía es política, y el hueso del discurso, de cualquier discurso, es poético.
En los ochenta, todo es política ya no significó quitarle el culo a la jeringa. En rigor, no se trataba de ocultar con ese manto el grado de litigio, de conflicto, de cualquier escritura, pero tampoco de extremar el significado al punto de que la política se convirtiese en la vía regia de la interpretación y lectura de una literatura que nació bajo el signo de la represión y de todos sus antecedentes. El fenómeno anterior a los ochenta era no sólo que toda literatura se leía políticamente, sino que la literatura parecía tanto o más valiosa si se reconocía específicamente como política; como un modo de hacer política, con una fe casi evidente de que ese hacer tendría efecto inmediato, construyendo... ¿qué? La liberación. Y por lo tanto, la muerte de la política, de la literatura, del peso catastral de los otros; de la historia. Tengo para mí que hasta los setenta la intelectualidad orgánica y la independiente articulaban su discurso a partir de una frase oculta, que era aquella con que Oscar Wilde comenzó su defensa del socialismo: bendita sea la sociedad sin clases porque nos liberará del peso de pensar en los demás.
Ir al fondo de esto significó que la generación llamada de los sesenta produjera una de las obras mayores de la impersonalidad poética, la saga de non fiction de Rodolfo Walsh. Por esto es que Operación masacre, especialmente, me parece una cumbre de la literatura política, de lo que se llamó en los periódicos, para simplificar, literatura política. Walsh apeló al único recurso posible para que la literatura fuese en realidad un instrumento, una práctica: la convirtió en periodismo. Desde cualquier punto de vista su obra fue la única y real literatura política consecuente con su principio de servir a un proceso político en la arena política, en la cotidiana lucha por el pan y la libertad. Fue, la suya, una escritura sin apelaciones emotivas y en la que el yo literario, megalómano generalmente, se retraía a la expresión de un testigo lúcido, interesado en la verdad. Con todo, ese supuesto testigo impersonal, pero inquieto, tenía raíces literarias, ficcionales, en el policial. Este es el género en el que Walsh insertó sus historias, que referían a “sucesos reales”. Y con esto, que al fin y al cabo es un antiguo recurso de la literatura escrita y filmada, un verdadero género en sí mismo –la literatura “basada en hechos reales”- logró un nuevo género, mediante este expediente: la literatura basada en hechos reales por lo general consigna que sólo el nombre de los personajes ha sido cambiado; la de Walsh no cambia los nombres. Y un giro meramente nominalista convierte toda su producción en otro tipo de literatura; la única literatura política que podía crear el compromiso político, dicho todo en el más amplio sentido de las palabras “literatura” y “política”: una literatura inserta en una ficción a la que reconstruye y contribuye a cambiar. Walsh reconstruyó, y ese es el punto de partida, a mi juicio, de una literatura actuante. Pero para esto la literatura necesita un nuevo sistema de reproducción, y si los medios en general le ofrecen algunas posibilidades, los alcances más plenos los obtiene en la medida que construye sus medios. Ya se sabe que Walsh dirigió el periódico de la CGT “de los argentinos”. Allí publicó su novela sobre la muerte del dirigente sindical Rosendo García. Hoy, sus libros circulan por los canales de la industria editorial, sin que eso atenúe el valor de uso que tuvieron y siguen teniendo.
Los ochenta y noventa, y especialmente la poesía, dieron signos de que aquella impersonalidad comunicativa era y es una poética, una política. Autores del llamado objetivismo, y Néstor Perlongher en el llamado neobarroco con matiz “neobarroso”, más allá o más acá de los herederos de la no ficción, que se multiplican con despareja suerte, trazaron el plan vigoroso de una poética cuyo efecto inmediato no es mensurable, como en el caso de Walsh, porque sus poemas no están insertos en instrumentos destinados a modificar orgánicamente la “realidad”. En la primera mitad de los noventa, el ensayista y poeta Ricardo Herrera, desde una posición de defensa de la lírica –es decir, no precisamente a favor de objetivistas y neobarrosos- señaló que en su supuesto minimalismo los objetivistas –entre los que este autor tuvo el honor de ser incluido por Herrera- no eran tales, sino en realidad maximalistas como siempre habían sido; esto es, portadores de una ideología macro y no meros, impersonales testigos directos en los que el yo se hubiese diluido. Por cierto es así. Pero lo mejor de aquellos autores –aquí me excluyo- siempre se da cuando esa materia política impersonal los sorprende, los sobrepasa e incluso los interpela y los juzga en sus propias producciones. Es decir, cuando éstas no son ya militantes, ni orgánicas, ni maximalistas, sino pura y simplemente políticas (¿cabrá aclarar: en toda la extensión de la palabra?).


*Poeta y Periodista. Editor de la revista Ñ.

1 comentario:

  1. Podría explicarlo de nuevo... al menos yo, no entendí nada. ¿Qué suso decir, a fin de cuentas, con todo esto? Saludos.

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