(para La Tecl@ Eñe)
Recientes episodios que cuando pase cierto tiempo tendré ocasión de repasar más serenamente, me llevan a pensar en la condición de los medios de comunicación contemporáneos. Evidentemente, no son ellos los que promueven la censura en el sentido clásico, es decir, la voz del Estado o del Príncipe disponiendo los límites para la proliferación del sentido. El “estado de los medios”, desde por lo menos hace medio siglo, descansa especialmente en numerosos actos preparados para correr las diversas fronteras de interdicción, sea para temas domésticos o de moral pública, de lenguaje íntimo o expresión en lengua colectiva. Se puede decir que los medios masivos construyen otra lengua; lengua franca que elabora sus recursos suprimiendo en lo posible todos los arbitrios de cancelación de los que gozaban las instituciones del Estado. Es cierto que sigue habiendo controles, hay multas, tal o cual ofensa a la “moral pública” que traspasa generosamente las “convenciones”, puede ser amonestada.
Pero no concebiríamos los medios de comunicación actuales sin un acto general de supresión de los tabiques, sobre todo lingüísticos y en segundo término de imágenes, para que se imponga un uso desembarazado de lo que pudo considerarse en “tiempos pre-mediáticos” como “ofensivo al pudor”. Imaginar, por ejemplo, que la televisión no pueda regir su propio campo de lenguaje sin parapetos conservadores impuestos por la “tradición, la familia y la propiedad”, es casi imposible. Alteraría la base de la construcción de su mercado y sus sujetos, públicos multifacéticos pero amorfos que durante siglos esperaron esta manumisión ante la ansiedad de investigar y dar a conocer la trama última de las vidas privadas, aquel viejo secreto burgués que parecía impenetrable. La noción de escándalo, que hizo las delicias de la novelística del siglo XVIII, debía ser derrumbada. Y esa toma de la Bastilla, que ocurrió en las escenas comunicacionales del siglo XX, significó realmente que los medios podían disponer libremente de sus límites acudiendo por un lado a lo que reclamaban sus audiencias, y por otro lado autoimponiéndose los retoques necesarios para no jugar demasiado con los leones dormidos de la censura estatal, que se preservaban en estado de latencia.
Se dirá que hubo dictaduras y totalitarismos que prolongaron cierto ideal de control sobre los medios, hay frases muy conocidas que relativizan su poderío (en 1955 caímos con los medios a favor y en 1973 volvimos con los medios en contra, habría amortiguado Perón) y nadie cree que se pueda hacer cualquier cosa que decida el gerente de contenidos, pero lo esencial de la época lo establece el autodominio idiomático e icónico que caracteriza la era comunicacional. La televisión simula consultar a “expertos” o “doctores” pero en lo esencial se autoabastece de reglas y saberes. Un aparato mediático fuertemente internacionalizado determina a diario millones de “contenidos” (eufemismo que revela apenas la minusvaloración que se hace de la intrincada materia cultural), que componen los parámetros de la cultura mediática, una retórica general de la vida y las cosas generalizables para todas las criaturas humanas, un theatrum mundi que nada debe envidiarle a los tiempos barrocos.
Qué va, qué no va, hasta correr algo de horario tiene valor en cuanto a definir en el cedazo infinito de los medios, lo que puede salir a luz luego de insondables decisiones que solo entran en estado de excepción cuando irrumpen grandes catástrofes o accidentes. La isla de edición se convierte en un recurso técnico, artístico y ontológico. He allí una de las claves de la situación, pues el control sobre los “contenidos” (por primera vez en la historia de la civilización se lama así a las obras generales de cultura, haciéndolas depender de una “forma” técnica), adquiere la forma de la libertad y sin embargo propone un ámbito donde se deciden exclusiones, itinerarios, permisiones, salvoconductos, ascensos y caídas. Son formas de la libertad condicionada, en medio de sus situaciones concretas –tal como dijo la gran tradición filosófica del siglo XIX-, pero aquí se sustituyen las formas ominosas que en el pasado empleó el Estado para amputar las disidencias por aceptables y consensuadas decisiones de descarte que, por lo demás, cuentan con el aval de la teoría del montaje, joya irremplazable de la revolución cinematográfica.
La arcaica función del estigmatizado, el hombre lastimado que debe ser excluido para confirmar que la comunidad tiene autodefensa, pero también la función del perseguido, esencial figura que guarda una verdad marginal que la sociedad alguna vez reconocerá, son hoy estilos comunicacionales heredados de viejas leyendas que todos escuchamos alguna vez. Los recursos a la estigmatización y al perseguido que se le da la oportunidad de una reparación son movimientos profundos del pensamiento popular que el corazón de la televisión recupera: no la televisión que transmite fútbol, se dirá. No la televisión que entrecruza opiniones políticas, se dirá. Pero ellas también. Ellas también se constituyen dentro de la trama de selectividad de imágenes, de darwinismo hacia los contenidos multivariables, para dejar sobrevivir unos pocos racimos de significaciones que son en definitiva las que dan su soporte a la globalización de las inflexiones del idioma. Retiradas las articulaciones y planos diferenciales del lenguaje –el íntimo, el sexual, el “prohibido”, el soez, el conspirativo, el ceremonial y público, etc.-, quedan papillas enteras de formas de habla que asemejan la plena libertad de decir. En realidad, se han levantados las “censuras” en un acto que es por partes iguales plebeyo y democrático, pero también del mercado de las decisiones comunicacionales. En este caso, llaman política anticensura al acto de empobrecer el habla, extirpándole los separadores implícitos que regulan ancestralmente los idiomas hablados, dándoles una diversidad de planos que todo hablante sabe manejar diestramente según el motivo, la oportunidad, etc. Si eso se pierde, se pierde la diversidad y espesura de la cultura.
Pero falta algo más: el uso del concepto de censura, herencia de las viejas luchas del liberalismo antiabsolutista, para aplicarlo a cualquier cuestión de disidencia que puedan adjudicarle a las instituciones públicas cuando tienen opiniones antagónicas a la cirugía mercadoplástica de los “contenidos”. El dominio y expropiación del concepto de censura como epíteto contra los discordantes culturales que desean presentar alternativas diversas al monocorde estilo cultural de la globalización, queda pues amenazada por el estigmatizador epíteto: “censura”. Vastos públicos que están en peligro al ser la coreografía interna de esta administración de “mensajes” –y es sabido: el mensaje es el medio-, piensan que están recibiendo el último capítulo de las luchas inquisitoriales, cuando en verdad son el terreno esencial de las operaciones más importantes para proceder a una nueva estratificación cultural. “Culturas altas” y “culturas bajas”, pero ya no como un juego que produjo la propia historia cultural según las escisiones histórico sociales, sino como un arquetipo previamente dispuesto para guiar el gusto y las prácticas de habla según los demiurgos del “target”, que suelen generar comportamientos antes que encontrarlos realizados en las práctica social efectiva. Podemos convivir perfectamente con estos fenómenos; lo que no podemos es aceptar que tergiversen y disfracen las históricas luchas contra las censuras, con los velos de una abrumadora construcción tutelada del gusto cultural y del resabio autónomo de las lenguas.
Recientes episodios que cuando pase cierto tiempo tendré ocasión de repasar más serenamente, me llevan a pensar en la condición de los medios de comunicación contemporáneos. Evidentemente, no son ellos los que promueven la censura en el sentido clásico, es decir, la voz del Estado o del Príncipe disponiendo los límites para la proliferación del sentido. El “estado de los medios”, desde por lo menos hace medio siglo, descansa especialmente en numerosos actos preparados para correr las diversas fronteras de interdicción, sea para temas domésticos o de moral pública, de lenguaje íntimo o expresión en lengua colectiva. Se puede decir que los medios masivos construyen otra lengua; lengua franca que elabora sus recursos suprimiendo en lo posible todos los arbitrios de cancelación de los que gozaban las instituciones del Estado. Es cierto que sigue habiendo controles, hay multas, tal o cual ofensa a la “moral pública” que traspasa generosamente las “convenciones”, puede ser amonestada.
Pero no concebiríamos los medios de comunicación actuales sin un acto general de supresión de los tabiques, sobre todo lingüísticos y en segundo término de imágenes, para que se imponga un uso desembarazado de lo que pudo considerarse en “tiempos pre-mediáticos” como “ofensivo al pudor”. Imaginar, por ejemplo, que la televisión no pueda regir su propio campo de lenguaje sin parapetos conservadores impuestos por la “tradición, la familia y la propiedad”, es casi imposible. Alteraría la base de la construcción de su mercado y sus sujetos, públicos multifacéticos pero amorfos que durante siglos esperaron esta manumisión ante la ansiedad de investigar y dar a conocer la trama última de las vidas privadas, aquel viejo secreto burgués que parecía impenetrable. La noción de escándalo, que hizo las delicias de la novelística del siglo XVIII, debía ser derrumbada. Y esa toma de la Bastilla, que ocurrió en las escenas comunicacionales del siglo XX, significó realmente que los medios podían disponer libremente de sus límites acudiendo por un lado a lo que reclamaban sus audiencias, y por otro lado autoimponiéndose los retoques necesarios para no jugar demasiado con los leones dormidos de la censura estatal, que se preservaban en estado de latencia.
Se dirá que hubo dictaduras y totalitarismos que prolongaron cierto ideal de control sobre los medios, hay frases muy conocidas que relativizan su poderío (en 1955 caímos con los medios a favor y en 1973 volvimos con los medios en contra, habría amortiguado Perón) y nadie cree que se pueda hacer cualquier cosa que decida el gerente de contenidos, pero lo esencial de la época lo establece el autodominio idiomático e icónico que caracteriza la era comunicacional. La televisión simula consultar a “expertos” o “doctores” pero en lo esencial se autoabastece de reglas y saberes. Un aparato mediático fuertemente internacionalizado determina a diario millones de “contenidos” (eufemismo que revela apenas la minusvaloración que se hace de la intrincada materia cultural), que componen los parámetros de la cultura mediática, una retórica general de la vida y las cosas generalizables para todas las criaturas humanas, un theatrum mundi que nada debe envidiarle a los tiempos barrocos.
Qué va, qué no va, hasta correr algo de horario tiene valor en cuanto a definir en el cedazo infinito de los medios, lo que puede salir a luz luego de insondables decisiones que solo entran en estado de excepción cuando irrumpen grandes catástrofes o accidentes. La isla de edición se convierte en un recurso técnico, artístico y ontológico. He allí una de las claves de la situación, pues el control sobre los “contenidos” (por primera vez en la historia de la civilización se lama así a las obras generales de cultura, haciéndolas depender de una “forma” técnica), adquiere la forma de la libertad y sin embargo propone un ámbito donde se deciden exclusiones, itinerarios, permisiones, salvoconductos, ascensos y caídas. Son formas de la libertad condicionada, en medio de sus situaciones concretas –tal como dijo la gran tradición filosófica del siglo XIX-, pero aquí se sustituyen las formas ominosas que en el pasado empleó el Estado para amputar las disidencias por aceptables y consensuadas decisiones de descarte que, por lo demás, cuentan con el aval de la teoría del montaje, joya irremplazable de la revolución cinematográfica.
La arcaica función del estigmatizado, el hombre lastimado que debe ser excluido para confirmar que la comunidad tiene autodefensa, pero también la función del perseguido, esencial figura que guarda una verdad marginal que la sociedad alguna vez reconocerá, son hoy estilos comunicacionales heredados de viejas leyendas que todos escuchamos alguna vez. Los recursos a la estigmatización y al perseguido que se le da la oportunidad de una reparación son movimientos profundos del pensamiento popular que el corazón de la televisión recupera: no la televisión que transmite fútbol, se dirá. No la televisión que entrecruza opiniones políticas, se dirá. Pero ellas también. Ellas también se constituyen dentro de la trama de selectividad de imágenes, de darwinismo hacia los contenidos multivariables, para dejar sobrevivir unos pocos racimos de significaciones que son en definitiva las que dan su soporte a la globalización de las inflexiones del idioma. Retiradas las articulaciones y planos diferenciales del lenguaje –el íntimo, el sexual, el “prohibido”, el soez, el conspirativo, el ceremonial y público, etc.-, quedan papillas enteras de formas de habla que asemejan la plena libertad de decir. En realidad, se han levantados las “censuras” en un acto que es por partes iguales plebeyo y democrático, pero también del mercado de las decisiones comunicacionales. En este caso, llaman política anticensura al acto de empobrecer el habla, extirpándole los separadores implícitos que regulan ancestralmente los idiomas hablados, dándoles una diversidad de planos que todo hablante sabe manejar diestramente según el motivo, la oportunidad, etc. Si eso se pierde, se pierde la diversidad y espesura de la cultura.
Pero falta algo más: el uso del concepto de censura, herencia de las viejas luchas del liberalismo antiabsolutista, para aplicarlo a cualquier cuestión de disidencia que puedan adjudicarle a las instituciones públicas cuando tienen opiniones antagónicas a la cirugía mercadoplástica de los “contenidos”. El dominio y expropiación del concepto de censura como epíteto contra los discordantes culturales que desean presentar alternativas diversas al monocorde estilo cultural de la globalización, queda pues amenazada por el estigmatizador epíteto: “censura”. Vastos públicos que están en peligro al ser la coreografía interna de esta administración de “mensajes” –y es sabido: el mensaje es el medio-, piensan que están recibiendo el último capítulo de las luchas inquisitoriales, cuando en verdad son el terreno esencial de las operaciones más importantes para proceder a una nueva estratificación cultural. “Culturas altas” y “culturas bajas”, pero ya no como un juego que produjo la propia historia cultural según las escisiones histórico sociales, sino como un arquetipo previamente dispuesto para guiar el gusto y las prácticas de habla según los demiurgos del “target”, que suelen generar comportamientos antes que encontrarlos realizados en las práctica social efectiva. Podemos convivir perfectamente con estos fenómenos; lo que no podemos es aceptar que tergiversen y disfracen las históricas luchas contra las censuras, con los velos de una abrumadora construcción tutelada del gusto cultural y del resabio autónomo de las lenguas.
*Sociólogo, ensayista y Director de la Biblioteca Nacional
Es un tanto paradójico que la misma persona que escribe este artículo cuyo contenido comparto, sea quien encabezó el embate contra la Fundación El Libro, por la presencia de Vargas Llosa.
ResponderEliminarEstamos de acuerdo que ya no es posible proteger los valores de "tradición, familia y propiedad" como excluyentes, pero tampoco es aceptable defender los valores del pensamiento único y ejercitar actos de censura previa para el pensamiento ajeno.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEstimado Ostuni:
ResponderEliminarNo creo que haya contradicción o paradoja alguna en la carta y las palbras de Horacio González, las cuales no conforman embate alguno ni contra la Fundación ni contra Vargas Llosa, ya que planteaban la continuación de una costumbre que implicaba que un autor nacional abriera la Feria. Además, claro, de instalar un importante debate aceraca de el rol del intelectual y su relación con la política y de las relaciones y acciones políticas de la Fundación. Por lo tanto, no considero - ni acpeto de ninguna manera - que haya existido acto alguno de censura, como plantea usted, y de acuerdo con lo expresado y reiterado cientos de veces a través de todas sus propaladoras audiovisuales y gráficas, por los grandes medios hegemónicos. El sillón de Groussac y la importante acción de la Biblioteca Nacional, relacionándose con la vida y el patrimonio cultural argentino, están en buenas manos; no le quepan dudas, amigo Ostuni. Gracias por leer y escribir.
Conrado Yasenza