(para La Tecl@ Eñe)
Hace algunos años, para ser más precisos, en el 2006, Lavaca Editora publicó un libro no solo esclarecedor, sino adelantado a la marcha de los medios de comunicación. Nos referimos a “El Fin del Periodismo y Otras Buenas Noticias” La contundente ironía del título fue una feroz instantánea. Se trataba de una profunda reflexión acerca de la función social de diarios, revistas, radios, portales, etc., una invitación concreta a redefinir el periodismo, y a su vez una impecable visión con relación al final de un estilo de tratar la noticia que ponía en cuestión la existencia misma de la forma de ser de los medios masivos de comunicación.
La buena noticia cuya naturalizada presencia no debería hacernos perder de vista que se trata de un proceso en construcción, es el concurso mano a mano de los llamados medios alternativos de comunicación en la misión y vocación de informar.
Ya muchos años antes, en 1987, Jorge Lanata, en tiempos en que ponía su soberbia inteligencia al servicio del bien común, inventaba Página 12, un medio que además de romper los moldes de los buenos usos periodísticos castigaba con atrevimiento desde su slogan a la ideología vigente e incuestionable: “periodismo con opinión”. Tres palabras que arrojaban por la borda la “higiene” informativa que se ostentaba en el momento de trasmitir noticias. Página 12 mostraba al emperador desnudo. Los medios opinaban!
El slogan no era inocente y atacaba la esencia del mito dominante: diarios, radios, televisión, y en menor medida las revistas “informaban objetivamente”, “mostraban la realidad tal cual era”. Ese diario, muchos de cuyos principios sucumbieron luego a las leyes del mercado o de la política, estableció una hiancia pedagógica: la comunicación no es lo que es en apariencia sino lo que es en esencia, una estratificación bastante compleja, de difícil disección, donde confluyen intenciones, ideologías, tradiciones, mandatos e intereses inmediatos entre otros
Hablábamos en ese entonces de algunas empresas periodísticas, familiares si se quiere, que disputaban el volumen de ventas de diarios, esencialmente el dominguero y que cómodas en su estilo se movían en franjas ideológicas cautivas.
El cuarto poder ponía fichas y hombres en cada uno de los tres restantes pero no tenía, o no parecía tener, pretensiones hegemónicas, (o tal vez sabía de una hegemonía silente). Había un pacto cuasi geográfico donde cada uno alambraba su quintita en una pacífica convivencia entre poderosos en la que el consumidor, si bien convidado de piedra, retozaba su fantasía de libre elección ideológica de sus lecturas, escuchas o pantallas vehículos de información.
A la luz de revelaciones tales como el affaire de Papel Prensa y la extorsión al grupo Graiver, esta lectura resulta ingenua, pero nos referimos a una cierta mirada vigente y bastante consensuada por entonces.
Fue durante el menemismo y sus sucesores que se habilitó una transformación y un sinceramiento en los medios, fundamentalmente los llamados de comunicación masiva.
Transformación en el sentido que, hoy socialmente naturalizados, los medios devinieron en multimedios conformando megaempresas que atraviesan transversalmente los dominios de la comunicación y llegan desde múltiples bocas a los sentidos de los usuarios.
Sinceramiento, si entendemos que la objetividad informativa de los medios y la independencia en la transmisión fue un elemento que ha anidado más en las arcas de la mitología que en la realidad palpable.
Redundamos entonces pero subrayamos que establecidas las cosas de esta manera responden a intereses sectoriales, empresariales y aún variables según las circunstancias socio políticas.
La cuestión se ha complejizado hoy de tal manera que, establecer quienes son los propietarios de los multimedios no necesariamente da pistas claras de a que intereses o sectores responde. Un ejemplo: salvo dinosaurios informativos como “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca, ningún otro medio se atrevería a reivindicar la acción de la dictadura genocida y sus métodos de exterminio al servicio de la imposición de un plan económico. Pero si puede ponerse el eje en la inseguridad cotidiana y en la impunidad de los menores que delinquen, aún a sabiendas que son una minoría irrelevante numéricamente en el mapa del delito. Esta política de medios busca elípticamente horadar la orientación garantista del gobierno o un sector de la justicia lo cual, por forzado carácter transitivo lleva al descrédito de cualquier política de derechos humanos.
Hoy no existe plenamente lo que podríamos llamar un receptor pasivo de comunicación, pero las distintas gradaciones de pensamiento crítico determinan el nivel de penetración de desinformación inducida.
Internet vino a desajustar un poco las cosas, y si bien los servidores van de la mano de los multimedios no es tan fácil, dadas las características de la gran red manejar y domesticar el cúmulo y estilo de información que por ahí circula.
Sin embargo hay algo que está desordenando el tablero definitivamente: La flamante ley que regula los medios de comunicación y que es tributaria del conflicto que enfrentó al gobierno con las corporaciones agropecuarias. No vamos a ahondar aquí sobre lo que pensamos como error del Gobierno al no extremar los recursos de persuasión para desbloquear a los pequeños y medianos productores del frente que lideró el conflicto, porque lo esencial es que lo que finalmente queda al desnudo es que el grito patronal agrario marchaba al son de un clarín. Es decir, en obscena exhibición quedó a la vista el engranaje de los multimedios con los factores de poder, sospechados, insinuados, pero nunca mostrados con tanta torpeza o impunidad, según quien mire, como hoy ocurre.
Se ha dicho, con algo de acierto, con algo de error, que la ley hasta hace un año vigente, de origen en la dictadura militar impidió la democratización del acceso a los medios de comunicación. En parte es cierto, pero no se puede negar que la democracia la toleró más de un cuarto de siglo. Daba la sensación de que para los gobiernos civiles era más fructífero pactar con las empresas de información y tener periodismo aliado que arriesgarse a la exposición que implica poner los medios de comunicación en función social, es decir, ni todos propiedad de empresarios con los cuales se pueda acordar, ni todos en manos del Estado, que por falta de ejercicio de cultura democrática termina estando al servicio del gobierno.
El Estado debe tener estructuras propias de difusión de información e implementar desde los poderes ejecutivo y legislativo las políticas de subvención que permita a los diversos sectores sociales la libre circulación de su palabra e intervenir en “el libre juego de la oferta y la demanda” siempre tan beneficioso para las corporaciones.
En estos 27 años democráticos de vigencia de la norma dictatorial, sólo en dos oportunidades se rompió claramente la alianza entre gobernantes y corporaciones mediáticas. La primera fue en los finales del gobierno de Alfonsín cuando el líder radical ya desgastado, avizoraba el final anticipado de su mandato. La otra es contemporánea, en los comienzos del mandato de Cristina Kirchner y su fallido intento de implementar la tristemente célebre Resolución 125. Legado de este conflicto es la ya citada ley de Medios que lleva un año largo paralizada por efecto de la alianza entre tres corporaciones, la agrícola, la mediática y la judicial. Si se suma la clerical que se evidenció con toda su anatomía, (con perdón de la palabra), cuando la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, podemos decir que nunca el poder mostró sus verdaderos rostros con tanta elocuencia.
Volvemos un momento atrás para subrayar y recuadrar algo de lo ya dicho. Pocos hechos políticos son casuales cuando se los revisa con la óptica privilegiada de la historia. Así como el gobierno de Illia se desbarranca producto de su debilidad de origen al haber asumido con menos del 25 % de los votos y de la alianza sindical- militar que lo acosó en gran parte de su mandato, poco y nada se ha dicho acerca de un factor desestabilizante que fue central en su caída, la ley que ponía marco y cerco a los laboratorios farmacéuticos multinacionales, que aún hoy visten el disfraz de autóctonos.
A la renuncia de Alfonsín le siguió la liberalización plena de la economía y el remate de las empresas estatales, pero reconozcamos que, aunque con más pruritos, el gobierno radical se iba deslizando en ese sentido. Es decir, nada de ello hubiera justificado semejante hostigamiento de parte de algunas empresas periodísticas. Se termina de entender cuando se observa que ocurrió en el gobierno que lo sucedió. El gran golpe de timón del menemismo fue el soltar amarras para que, con aval estatal, las grandes empresas pudieran acumular todo tipo de medios enarbolándolos de manera más potente aún como factores de poder y decisión.
La historia posterior la conocemos y padecemos. A un año de la sanción y promulgación de la ley por parte de dos poderes del gobierno, el tercero, la familia judicial, más que controlar obtura y juega su partida a favor de las hegemonías de la información.
Y la batalla judicial será apenas una de las tantas, que prometen ser largas y arduas porque lo que está en juego no es ingenuamente la libertad de elegir una empresa de cable, el titular de un diario o la posibilidad de tener en el aire algún programa. De lo que se trata es del libre acceso a la información, de aceitar la circulación de la misma, de que cada sector tenga calidad informativa y los medios para abordarla y difundirla.
En una sociedad igualitaria cualquiera podría tener acceso a una computadora que se oferta en cada vidriera. Cuando eso no ocurre el Estado tiene la obligación de salir a equiparar oportunidades como se está haciendo hoy.
De eso se trata también con los medios de comunicación social, de que el Estado rompa la mentira de la “libre elección” que se traduce en acumulación en unas pocas mega empresas y sesgada e interesada circulación de contenidos.
Se trata de posibilitar el alcance horizontal de la producción, recepción y emisión de la información, de entender que la presión mediática no es anárquica ni espontánea, que se disfraza de intereses comunes, primeramente prefabricados para defender privilegios. Y esto ya excede los imprescindibles instrumentos legales, reclama el concurso organizado porque de lo que se trata es de la defensa del derecho al diálogo democrático.
*Psicólogo
Hace algunos años, para ser más precisos, en el 2006, Lavaca Editora publicó un libro no solo esclarecedor, sino adelantado a la marcha de los medios de comunicación. Nos referimos a “El Fin del Periodismo y Otras Buenas Noticias” La contundente ironía del título fue una feroz instantánea. Se trataba de una profunda reflexión acerca de la función social de diarios, revistas, radios, portales, etc., una invitación concreta a redefinir el periodismo, y a su vez una impecable visión con relación al final de un estilo de tratar la noticia que ponía en cuestión la existencia misma de la forma de ser de los medios masivos de comunicación.
La buena noticia cuya naturalizada presencia no debería hacernos perder de vista que se trata de un proceso en construcción, es el concurso mano a mano de los llamados medios alternativos de comunicación en la misión y vocación de informar.
Ya muchos años antes, en 1987, Jorge Lanata, en tiempos en que ponía su soberbia inteligencia al servicio del bien común, inventaba Página 12, un medio que además de romper los moldes de los buenos usos periodísticos castigaba con atrevimiento desde su slogan a la ideología vigente e incuestionable: “periodismo con opinión”. Tres palabras que arrojaban por la borda la “higiene” informativa que se ostentaba en el momento de trasmitir noticias. Página 12 mostraba al emperador desnudo. Los medios opinaban!
El slogan no era inocente y atacaba la esencia del mito dominante: diarios, radios, televisión, y en menor medida las revistas “informaban objetivamente”, “mostraban la realidad tal cual era”. Ese diario, muchos de cuyos principios sucumbieron luego a las leyes del mercado o de la política, estableció una hiancia pedagógica: la comunicación no es lo que es en apariencia sino lo que es en esencia, una estratificación bastante compleja, de difícil disección, donde confluyen intenciones, ideologías, tradiciones, mandatos e intereses inmediatos entre otros
Hablábamos en ese entonces de algunas empresas periodísticas, familiares si se quiere, que disputaban el volumen de ventas de diarios, esencialmente el dominguero y que cómodas en su estilo se movían en franjas ideológicas cautivas.
El cuarto poder ponía fichas y hombres en cada uno de los tres restantes pero no tenía, o no parecía tener, pretensiones hegemónicas, (o tal vez sabía de una hegemonía silente). Había un pacto cuasi geográfico donde cada uno alambraba su quintita en una pacífica convivencia entre poderosos en la que el consumidor, si bien convidado de piedra, retozaba su fantasía de libre elección ideológica de sus lecturas, escuchas o pantallas vehículos de información.
A la luz de revelaciones tales como el affaire de Papel Prensa y la extorsión al grupo Graiver, esta lectura resulta ingenua, pero nos referimos a una cierta mirada vigente y bastante consensuada por entonces.
Fue durante el menemismo y sus sucesores que se habilitó una transformación y un sinceramiento en los medios, fundamentalmente los llamados de comunicación masiva.
Transformación en el sentido que, hoy socialmente naturalizados, los medios devinieron en multimedios conformando megaempresas que atraviesan transversalmente los dominios de la comunicación y llegan desde múltiples bocas a los sentidos de los usuarios.
Sinceramiento, si entendemos que la objetividad informativa de los medios y la independencia en la transmisión fue un elemento que ha anidado más en las arcas de la mitología que en la realidad palpable.
Redundamos entonces pero subrayamos que establecidas las cosas de esta manera responden a intereses sectoriales, empresariales y aún variables según las circunstancias socio políticas.
La cuestión se ha complejizado hoy de tal manera que, establecer quienes son los propietarios de los multimedios no necesariamente da pistas claras de a que intereses o sectores responde. Un ejemplo: salvo dinosaurios informativos como “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca, ningún otro medio se atrevería a reivindicar la acción de la dictadura genocida y sus métodos de exterminio al servicio de la imposición de un plan económico. Pero si puede ponerse el eje en la inseguridad cotidiana y en la impunidad de los menores que delinquen, aún a sabiendas que son una minoría irrelevante numéricamente en el mapa del delito. Esta política de medios busca elípticamente horadar la orientación garantista del gobierno o un sector de la justicia lo cual, por forzado carácter transitivo lleva al descrédito de cualquier política de derechos humanos.
Hoy no existe plenamente lo que podríamos llamar un receptor pasivo de comunicación, pero las distintas gradaciones de pensamiento crítico determinan el nivel de penetración de desinformación inducida.
Internet vino a desajustar un poco las cosas, y si bien los servidores van de la mano de los multimedios no es tan fácil, dadas las características de la gran red manejar y domesticar el cúmulo y estilo de información que por ahí circula.
Sin embargo hay algo que está desordenando el tablero definitivamente: La flamante ley que regula los medios de comunicación y que es tributaria del conflicto que enfrentó al gobierno con las corporaciones agropecuarias. No vamos a ahondar aquí sobre lo que pensamos como error del Gobierno al no extremar los recursos de persuasión para desbloquear a los pequeños y medianos productores del frente que lideró el conflicto, porque lo esencial es que lo que finalmente queda al desnudo es que el grito patronal agrario marchaba al son de un clarín. Es decir, en obscena exhibición quedó a la vista el engranaje de los multimedios con los factores de poder, sospechados, insinuados, pero nunca mostrados con tanta torpeza o impunidad, según quien mire, como hoy ocurre.
Se ha dicho, con algo de acierto, con algo de error, que la ley hasta hace un año vigente, de origen en la dictadura militar impidió la democratización del acceso a los medios de comunicación. En parte es cierto, pero no se puede negar que la democracia la toleró más de un cuarto de siglo. Daba la sensación de que para los gobiernos civiles era más fructífero pactar con las empresas de información y tener periodismo aliado que arriesgarse a la exposición que implica poner los medios de comunicación en función social, es decir, ni todos propiedad de empresarios con los cuales se pueda acordar, ni todos en manos del Estado, que por falta de ejercicio de cultura democrática termina estando al servicio del gobierno.
El Estado debe tener estructuras propias de difusión de información e implementar desde los poderes ejecutivo y legislativo las políticas de subvención que permita a los diversos sectores sociales la libre circulación de su palabra e intervenir en “el libre juego de la oferta y la demanda” siempre tan beneficioso para las corporaciones.
En estos 27 años democráticos de vigencia de la norma dictatorial, sólo en dos oportunidades se rompió claramente la alianza entre gobernantes y corporaciones mediáticas. La primera fue en los finales del gobierno de Alfonsín cuando el líder radical ya desgastado, avizoraba el final anticipado de su mandato. La otra es contemporánea, en los comienzos del mandato de Cristina Kirchner y su fallido intento de implementar la tristemente célebre Resolución 125. Legado de este conflicto es la ya citada ley de Medios que lleva un año largo paralizada por efecto de la alianza entre tres corporaciones, la agrícola, la mediática y la judicial. Si se suma la clerical que se evidenció con toda su anatomía, (con perdón de la palabra), cuando la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, podemos decir que nunca el poder mostró sus verdaderos rostros con tanta elocuencia.
Volvemos un momento atrás para subrayar y recuadrar algo de lo ya dicho. Pocos hechos políticos son casuales cuando se los revisa con la óptica privilegiada de la historia. Así como el gobierno de Illia se desbarranca producto de su debilidad de origen al haber asumido con menos del 25 % de los votos y de la alianza sindical- militar que lo acosó en gran parte de su mandato, poco y nada se ha dicho acerca de un factor desestabilizante que fue central en su caída, la ley que ponía marco y cerco a los laboratorios farmacéuticos multinacionales, que aún hoy visten el disfraz de autóctonos.
A la renuncia de Alfonsín le siguió la liberalización plena de la economía y el remate de las empresas estatales, pero reconozcamos que, aunque con más pruritos, el gobierno radical se iba deslizando en ese sentido. Es decir, nada de ello hubiera justificado semejante hostigamiento de parte de algunas empresas periodísticas. Se termina de entender cuando se observa que ocurrió en el gobierno que lo sucedió. El gran golpe de timón del menemismo fue el soltar amarras para que, con aval estatal, las grandes empresas pudieran acumular todo tipo de medios enarbolándolos de manera más potente aún como factores de poder y decisión.
La historia posterior la conocemos y padecemos. A un año de la sanción y promulgación de la ley por parte de dos poderes del gobierno, el tercero, la familia judicial, más que controlar obtura y juega su partida a favor de las hegemonías de la información.
Y la batalla judicial será apenas una de las tantas, que prometen ser largas y arduas porque lo que está en juego no es ingenuamente la libertad de elegir una empresa de cable, el titular de un diario o la posibilidad de tener en el aire algún programa. De lo que se trata es del libre acceso a la información, de aceitar la circulación de la misma, de que cada sector tenga calidad informativa y los medios para abordarla y difundirla.
En una sociedad igualitaria cualquiera podría tener acceso a una computadora que se oferta en cada vidriera. Cuando eso no ocurre el Estado tiene la obligación de salir a equiparar oportunidades como se está haciendo hoy.
De eso se trata también con los medios de comunicación social, de que el Estado rompa la mentira de la “libre elección” que se traduce en acumulación en unas pocas mega empresas y sesgada e interesada circulación de contenidos.
Se trata de posibilitar el alcance horizontal de la producción, recepción y emisión de la información, de entender que la presión mediática no es anárquica ni espontánea, que se disfraza de intereses comunes, primeramente prefabricados para defender privilegios. Y esto ya excede los imprescindibles instrumentos legales, reclama el concurso organizado porque de lo que se trata es de la defensa del derecho al diálogo democrático.
*Psicólogo
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