29 abril 2011

Informe Política y Literatura/Lapsus, literatura,lo puesto en juego/Freidemberg Daniel

Lapsus, literatura, lo puesto en juego.

Puede la literatura decir, como el chiste, lo que dice, porque tiene la suprema virtud del juego: juega con nosotros, se juega, pone en juego, nos permite jugar. Entra en escena entonces la verdad, o alguna verdad, de algún tipo: eso que no se dice. El lapsus.

Por Daniel Freidemberg*



(especial para La Tecl@ Eñe)


La literatura es un lapsus: más vale atender a David Viñas. Seguramente no fue el primero que lo dijo, o que dijo algo en esa dirección, pero en todo caso fue el modo en que la afirmación aparece dicha por Viñas, en una entrevista de junio de 2004, lo que me dejó pensando. La muerte de alguien, una figura que tuvo para la vida de uno alguna importancia, suele producir esos encuentros con aquello que tal vez se vio antes, o tal vez no, pero que es como si una nueva luz, la de la inmediatez de la muerte, permitiera ahora verlo más, o como a uno no se le había ocurrido mirarlo. Un gesto conocido, algún detalle, y, en este caso, una frase: algo que ha puesto a destellar como un núcleo cuya significación se expande, empieza a desplegarse en la mente y a desplegar resonancias que merecen seguirse. Traída a un primer plano por la noticia de la muerte de Viñas, aquella entrevista de la revista Ñ me dejó dando vueltas en torno a ese momento en que, cuando se le pregunta qué es para él la literatura, Viñas responde “un lapsus”. O, más exactamente, se pone a paladear primero las posibilidades de la pregunta y después lanza, no sin matizarla, la afirmación: “¿Qué es la literatura? O ¿qué pretende ser la literatura? ¿Qué es la literatura, en mi perspectiva? Y, es una especie de lapsus. Dice lo que los demás callan...” Para eso, sí, claro, entonces, la literatura: para decir lo que callan otros discursos, para que aparezca en las palabras lo que no dejan aparecer otros espacios en los que están puestas en juego las palabras. Y no es Roland Barthes aquí quien lo afirma, ni Julia Kristeva, ni Nicolás Rosa, sino el autor de Dar la cara y Tartabul, el de Literatura argentina y realidad política.
Decir lo que otros callan, entonces. ¿Qué? ¿Cómo? Viñas da dos ejemplos, no tomados precisamente de la literatura, después de decir “lapsus”: “Es como Florencio Parravicini, o como Lisandro de la Torre. Más visible como lapsus en las morcilladas que hacía Parravicini que en Lisandro. Es decir, dicen lo que nadie dice. Ya sea Lisandro de la Torre de manera trágica, de manera payasesca Parravicini.” Literatura (en tanto trabajo incisivo con el instrumento “palabra”), juego escénico e historia política de los argentinos, entreverados en un barroco embrollo: puro Viñas. Para entender la literatura, Parravicini como lapsus: el chiste o la humorada que, freudianamente, permiten a lo que no se dice irrumpir en público para burlar alguna censura, explícita o no, carcajada o sonrisa mediante. Alguien, al fin, toma la palabra, así sea aligerándola del peso de la gravedad. O, más bien, porque la alivió del peso de la gravedad, o de la relación comprobada y funcional con lo que se entiende como “la verdad” y con el poder, es que puede esa palabra ser dicha, abrirse paso, como una quilla en el mar de hielo. Juego desatado el del bufón, impráctico, que en el flanco del poder o en su regazo pone al poder ante sus límites, corre hacia adelante los límites de lo que el poder no cubre. Haciendo uso, precisamente, de su carencia de poder.
Literatura como bufonada: tomar bufonescamente las cosas, como si estuvieran fuera del campo de la seriedad, la urgencia, lo imperativo o lo juzgable. Leónidas Lamborghini y su teoría de la parodia: el juego irreverente con las cosas puede deshacer las estructuras más altas, tramadas y sólidas, o permitir al menos que se las vea mejor. O de otro modo, inesperado, donde mucho de lo establecido y aceptado empieza a flaquear. No es, en todo caso, exactamente lo inconsciente lo principal que en la payasada de un Parravicini o un Capusotto asoma, sino lo que la conciencia explícita de la sociedad se niega a que tenga algún lugar en la escena. ¿Del traje del emperador estamos hablando? Así sea, en todo caso, la más dramática o desgarradora, la literatura es, como el chiste, lúdica, y de eso que siempre tiene de juego, de “hacer como que…”, viene lo que disfrutamos como su gracia, su llamado a nuestras ganas de entrar en lo que viene a proponernos. Puede, la literatura, decir, como el chiste, lo que dice, porque tiene la suprema virtud del juego: juega con nosotros, se juega, pone en juego, nos permite jugar. Entra en escena entonces la verdad, o alguna verdad, de algún tipo: eso que no se dice.
Y en cuanto al lapsus Lisandro de la Torre, trágico: ilegible en el marco de su situación, incomprensible, adquiere condición de lapsus ese acto. Discurso filoso y encarnizado, jugado a todo o nada, en el escenario del Parlamento oligárquico, que no tiene oídos para esas cosas, que está más bien para ceremonias con los roles establecidos y las connotaciones ya dadas para cada gesto y cada palabra. Discurso, el de Lisandro, para no ser comprendido, obediente no a lo que se tiene que decir para formar parte de la trama, sino a sus propias necesidades éticas o de algún otro tipo, condenado al malentendido y operando como una cuña rabiosa ante la cual, en algún punto, por imperceptible que sea, pierde tersura el discurso del poder, flaquea. Algo, a pesar de todo, queda, marca, titila. Algo que no tiene sentido en el reparto de los sentidos que permite vivir en paz se ha abierto lugar y ya no hay cómo borrarlo. Como ocurre con el lapsus, como con lo que uno quiere llamar “literatura”, no hay vuelta: quedó dicho, emergió, háganse cargo ahora los que quieran o puedan, y los que no puedan ni quieran quédense con ese rumor rumiándoles, a ver si las cosas siguen siendo en todo como antes, si algo en el sentido que tenían hasta entonces las cosas no quedó afectado. O bien, desde otro ángulo: lapsus como excepción, como trastrueque. Gran teatro de las maneras y los arrullos mutuos de la clase propietaria de las tierras, el Parlamento de los años de Lisandro, con sus protocolos, sus modos de pronunciar, de pedir y dar la palabra, sus estilos. Y un solitario, entonces, que fuera de libreto se alza y pronuncia ciertos nombres que ahí no caben, describe funcionamientos de cosas que según las normas de estilo no cabe tratar. Dice eso el irruptor, el descolocado: lo que se sabe que no hay que decir, por los intereses en juego, está claro, pero también porque mantener ciertas zonas de impronunciabilidad está en la razón misma de los modales y las reglas de pertenencia al recinto. Lo desafiado es la razón que ordena los roles y los habilita en el libreto, así sea tácito, que subyace, fundacional. ¿Lapsus como ruptura del consenso? ¿Sería algo propio de la literatura arruinar los consensos? Es la cultura del Parlamento, y de la clase que juega sus piezas en el Parlamento la desafiada. Cultura y consenso. La cultura, escribió una vez Godard, es la regla, y el arte la excepción. Arte, o, estamos hablando de lo mismo, literatura: el lapsus.
No es, sin embargo, esa segunda mitad de la cita la que más me atrajo, sino lo que queda asentado y sin despegar en la primera, apenas como el ronroneo de un motor que no alza vuelo pero que al ronronear lo anuncia, lo insinúa. Quiero decir: lapsus, la palabra “lapsus”, en el discurso de Viñas, es un lapsus, tiene algo de lapsus. Dice, quiero decir, bastante más de lo que Viñas explicita, o de lo que prefiere que su interlocutor comprenda. Dice Viñas, aunque no lo dice del todo, pero de algún modo lo está diciendo, como en los lapsus, que él no es dueño por entero de lo que escribe, que hay algo, otra cosa –literatura, o juego de la palabra, o como se llame– que decide por él. Ver, sinó, como se van amontonando y sucediendo en su escritura espesa y sustanciosa las palabras, las frases, las entonaciones. Cómo, a la manera de guijarros en la corriente montañosa, se entrechocan y resuenan entre sí, materiales, gustosas de tocarse e ir moviéndose. Cómo suele Viñas prendarse de algunas palabras, algunos modos de nombrar o de disponer en frases las cosas, de frasear, y paladea esa materia, la soba, la manosea, amoroso, al punto que llega uno a sospechar que no es tanto para expresar tal o cual idea que fue elegida una frase o una palabra sino que fue la palabra o la frase la que vino a insinuarle que le diera algún lugar, y a esa concreción verbal, la que manda, porque sabe más, la escritura de Viñas obedece.
Como en el lapsus: palabra que sabe más. No es uno el que sabe lo que dice, son sus palabras. Los poetas que llegan a ser poetas lo saben porque lo tienen que vivir en su trabajo y Viñas, en ese sentido, lo es, no importa si quiso reconocerlo o no. No es uno el que alcanza a advertir la dimensión de lo que dicen o podrían estar diciendo sus palabras, aunque sí, por supuesto, “huele” que lo pueden hacer, “lo siente”, y a partir de ahí apuesta, se juega, a la manera del que en la mesa de juego tiene el pálpito y es inútil que lo intente justificar. Pone la ficha para que la ficha juegue, sin poder asegurar hasta donde va a llegar lo que esas palabras puedan decir, las dice, o las va poniendo en negro sobre blanco para que sean esas palabras las que vayan haciendo su trabajo. Y es que –así son los lapsus– no puede uno no decirlas, uno tiene que dejarlas salir a decir lo que ellas quieran, porque así es como tienen que ser las cosas en un universo en el que los lapsus existen, y existen porque hacen falta, entre otras cosas, para terminar con la realidad. Revolver la realidad, como se remueve la tierra, y entonces esa realidad, con lo que aflora o queda a la vista, mutó. No es ya lo mismo, no hay tranquilidad posible. Algo que no tenía por qué venir, que en el cuadro no entraba, rasgó la superficie, hizo tajo o mancha, porque alguien o algo lo convocó. Para seguir viviendo, o, con más exactitud, para empezar en serio a vivir, al fin, en el espesor multívoco de la vida movediza, material y entreverada, ya no al amparo de los sentidos unívocos y sin drama, de la beatitud de los enunciados comprensibles.
Si lapsus es lo que se quería decir, o lo que no se sabía que se quería decir. ¿Para eso escribe Viñas? Tal vez se vea mejor así, Tartabul, con su rumorosa violencia y su avance en la materia verbal como quien se abre paso en la maleza, y el sayo de “crípticas” que le cayó alguna vez a sus notas de prensa. No estaba, lo que se dice, comunicando: estaba poniendo en juego. “Todo libro es una apuesta”, dijo alguna vez, aunque tal vez se refiriera a otra cosa. Pero, ya que hablamos de lapsus, también de eso hablaba. Apuesta Viñas a lo que lo llama desde las formaciones verbales y se manda a ver qué pasa con eso. Literatura sería eso, al escribir y al leer: dejarse, astuta y sabiamente ir, no se sabe a dónde, como en casi cualquier tentativa a la que valga la pena sumarse. En su origen latino, parece, “lapsus” es resbalón: se iba a pisar una baldosa prevista y fue uno a parar a otro punto del espacio, en otra posición tal vez. O un resbalón, por qué no, del sentido: es otra cosa, se descubre, lo que dice eso que parecía decir algo que uno daba por aceptado, y algo se pone a trabajar en la mente en dirección a qué puede abrirse ahí. “Hay otro mundo y está en este”, escribió Paul Eluard, y a ese mundo no se llega a través de guías o mapas sino se va a parar, en un descuido seguramente, o, tal vez, así, de improviso, uno descubra que ya estaba. “Descuido”, o, para decirlo completo, “falta o equivocación cometida por descuido”, es lo que dice, en el apartado “lapsus”, el diccionario. Los que se cuidan, los que no juegan si no están seguros de ganar, no hacen lo que uno llama literatura. Y al descuidarse, o al quedar en descuido, es que se da lugar a lo reprimido: Freud, claro. Ahí, donde lo que estaba sometido a alguna forma de represión, u ocultamiento o escamoteo, aflora, aunque más no sea como toque, o matiz, o connotación no muy clara, en los textos que admiten salir a la escena así, anda la literatura.
Hablado por sus palabras, David Viñas se asume por entero en su posición de escritor y lo dice. Eso dice, precisamente, al decir “lapsus”: hablar, para él, hombre que escribe, es a la vez ser hablado. Dejar que lo hablen sus palabras. Sabiduría del que confía en su trabajo, o, mejor, apuesta a su trabajo, paciente, atento amorosamente a la materia que tiene entre sus manos. Sabiduría también la de quien reconoce que en gran medida no sabe, incluido entre lo que no sabe, y muy especialmente, lo que uno cree saber de sí mismo. Vaya a saber quién es uno, que las posibilidades que uno tienen salgan y se muestren, como los pingos en la cancha. Vaya a saber uno cuáles en realidad son sus posibilidades: se las verá. Concretas se las verá, en la letra. ¿Una humildad, tal vez, la del que acepta que es el trabajo de escritura el que lo crea en tanto escritor, no su persona, la del escritor, la que dispone a piacere y toma decisiones, planifica o establece, como un pequeño Dios eficaz y poderoso en el universo a crearse de la novela o el poema? Más bien otro modo de entender eso que se llama yo, que al verse reconoce un ser contradictorio y complejo, precario, mutable, puro vericuetos y recovecos, y zonas a oscuras o apenas iluminadas, y porosidades por donde se filtra el caos de lo realmente existente. Una renuncia, si se lo ve de ese modo, a la necia creencia en la completud del yo, la idea de un yo suficiente e íntegro, dueño de sus actos, plenamente consciente y al que le basta la claridad de su conciencia para moverse entre los seres y las cosas. Ya conocemos, tiene varios siglos, la historia de la razón, o de cierto modo de concebir la razón, que, porque todo lo cree poder explicar y entender, a lo inexplicable o confuso lo arrasa porque, al no ser explicable no existe de veras, o lo somete hasta que pueda entrar en su sistema de explicaciones, y, sobre todo, rendir, ser productivo. Yo, o ego, para decirlo de otro modo, decidido ante todo a sostenerse a sí mismo, que difícilmente hará nada que ponga ese “sí mismo” en riesgo ni cederá palmo alguno a la extraña evidencia de lo que pueda cuestionarlo. No le escaseaba el ego, por cierto, a David Viñas, pero a la hora de ponerse en la escritura, el ego, o lo que con eso tuviera que ver, quedaba afuera. O, más bien, se dejaba envolver, llevar, en medio de ese placer vertiginoso y riesgoso. Como el placer al que se larga el lector de Viñas, o, en general, el de la literatura: verse así, entonces, como quien se sorprende en un lapsus, siendo el que no sabía que es, en tanto lo no dicho o lo no decible asoma a testimoniar que algo bulle.

*Poeta y periodista

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